SIN DUDA OS DARÍA CAUSA
(Una reflexión sobre el Estado de
Derecho con ocasión de la resolución del T.S. sobre la exhumación e inhumación
forzosa de los restos del General Franco).
En una de las más grandes obras de teatro del Siglo de Oro
español, “La estrella de Sevilla”,
obra atribuida por unos a Lope de Vega y por otros al comediante murciano
Andrés de Claramonte, se plantea un drama muy atrevido para la época como es el
hecho de que un rey castellano –Sancho IV- destroce literalmente la vida de
tres personas que vivían felices y en paz en la ciudad de Sevilla de finales
del siglo XIII. Concretamente, los destinos de Estrella –una hermosa dama
sevillana-, de su hermano Busto Tavera y del prometido de Estrella, Sancho
Ortiz de la Roela.
El argumento del drama se resume en el enamoramiento del rey,
que no duda en allanar la casa donde vive Estrella con su hermano Busto, la
oposición valiente y audaz de éste a las pretensiones del monarca, y la
venganza que éste ejecuta contra Busto, usando como instrumento a Sancho Ortiz,
de quien el rey ignoraba que era el prometido de Estrella.
Sancho, en dramática obediencia a su rey, asesina a Busto.
Posteriormente es detenido y sometido al Cabildo de Sevilla para ser
enjuiciado. Sancho, deseando morir (ha perdido a la vez a su amigo y a su amor),
no revela que su crimen ha sido ordenado por el rey (lo que hubiera implicado
su libertad), y ante ello, el rey, lleno de remordimientos, se reúne con el
Cabildo de Sevilla para ordenarles que no condenen a muerte a Sancho.
Los jueces responden al rey que se hará como dice, pero el
día del juicio, el Cabildo en bloque condena a muerte a Sancho por asesinato. El
rey se indigna porque no han cumplido lo que le habían prometido, ante lo que
Cabildo responderá con unos versos grandiosos:
“Lo prometido,
con las vidas, con las almas
cumplirá el menor de todos,
como ves, como arrimada
la vara tenga: con ella
por las potencias
humanas,
por la tierra, por el
cielo,
que ninguno de ellos
haga
cosa mal hecha o mal
dicha” (…).
“Como a vasallos nos manda;
Mas como alcaldes mayores,
No nos pidas injustas causas;
Que aquello es estar sin ellas,
Y aquesto es estar con
varas,
Y el Cabildo de Sevilla
Es quien es”.
El rey se da cuenta de que, ante el sentido de la justicia,
la dignidad y el coraje de los jueces hispalenses, el único medio de salvar a
Sancho es reconocer que él mismo dio la orden. Entonces, exclamará:
“Sevilla,
Matadme a mí, que fui causa
de esta muerte. Yo mandé
matarle, aquesto basta
para su descargo”.
El Cabildo, ante esa confesión, exculpa a Sancho Ortiz.
Obviamente no condena al rey, pues éste –como representante de Dios en la
tierra- tenía derecho de muerte sobre sus vasallos, y de sus acciones sólo ante
el supremo e insobornable juez del Cielo debía responder.
“Así
Sevilla se desagravia;
Pues, que mandasteis matalle,
Sin duda os daría
causa”.
El Cabildo no entra en las motivaciones del Rey, pues da por
supuesto -“Sin duda”- que son graves
y legítimas, y que por tanto en justicia segó vida de Busto Tavera, pues “Os daría causa”.
En esa época, los hombres sabían con certeza que nadie
escapaba del justo juicio del Creador, y que sería especialmente duro con los
poderosos, pues como dice la Sagrada Escritura:
“Porque Dios os ha dado el poder
Y el Altísimo la Sabiduría.
Él juzgará vuestras obras,
Y escudriñará vuestros designios.
Porque, ministros de su reino,
No juzgasteis rectamente, ni
guardasteis la ley,
Ni caminasteis según la voluntad de
Dios.
Terrible y repentino caerá sobre
vosotros,
Porque se instruye severo juicio
contra los poderosos.
El pequeño merece misericordia
Pero los poderosos serán
poderosamente atormentados”
(Sabiduría.
6, 3-6)
Y todos los soberanos medievales conocían, con temor y
temblor, el relato del Segundo Libro de Samuel, donde el profeta Natán, en el
nombre de Dios, echa en cara al poderoso rey David su doble pecado de asesinato
y adulterio, y le impone un terrible castigo (2 Samuel 11 y 12).
El sentido último de esta estremecedora obra de teatro es, en
definitiva, mostrarnos la ilimitada capacidad del poder para hacer daño y
machacar a inocentes, pero a la vez –como un rayo de esperanza- la existencia
de personas que, con un inmenso sentido de la justicia (y jugándose la hacienda
y la vida), pueden oponer resistencia a esa maquinaria inhumana. Con ello –en
una obra del siglo XVII, pero ambientada en el siglo XIII- se vislumbran ideas
que florecerían muchos años más tarde como la división de poderes, la
inviolabilidad de los derechos fundamentales del individuo frente al gobierno,
o el Estado de Derecho.
Lo que hoy llamamos Estado de Derecho puede resumirse en una
idea capital: en el obligado respeto, por parte de los gobernantes de un país,
de un ámbito absolutamente inviolable y sagrado del ciudadano que no puede
atacar. Y en el supuesto de que se atreviese a hacerlo, la implacable
corrección de un tercer poder –el judicial-, que restituye al ciudadano los
derechos atropellados por aquél.
Toda esta reflexión me ha venido a la mente con ocasión del
fallo del Tribunal Supremo español, dando la razón al gobierno en su doble
propósito de exhumar al antepenúltimo Jefe del Estado (con oposición de sus
familiares más directos, sus nietos), y volver a inhumarlo en un lugar no
deseado por éstos.
No he leído la sentencia, ni quiero hacer ninguna reflexión
sobre los amplios entresijos jurídicos de esta cuestión (que son muchos, y
afectan al derecho administrativo, al derecho civil y –sobre todo- al ámbito de
los derechos fundamentales de la persona), pero sí quiero notar que una decisión
de esta naturaleza me ha producido una enorme inquietud. Como abogado, pero
sobre todo como ciudadano.
Se ha avalado por el más alto tribunal de justicia del país
que un gobierno (precario para más señas) use de conceptos como:
1º.- “Urgente y extrema
necesidad”, para la exhumación de un muerto que lleva enterrado más de 40
años,
2º.- “Orden público”,
para impedir el definitivo reposo de los restos en un lugar que posee en
propiedad la familia, (un lugar –dicho sea de paso- con grandes sistemas de
vigilancia por su ubicación).
Sinceramente creo, tras esa decisión judicial, que los
ciudadanos debemos tomar urgente nota, y no consolarnos con pensar que se trata
de algo lejano, que sólo afecta a terceros. No. Se ventila algo que nos afecta
a cada uno de nosotros, a nuestro Estado de derecho y a nuestros derechos y
libertades inviolables.
El problema no es la ubicación del cuerpo embalsamado de Franco,
sino del derecho de sus familiares, y por extensión, del derecho de cada
ciudadano español, iguales ante la ley que los nietos del general. Pregunto
simplemente: Si un gobierno decide exhumar a nuestro abuelo de su tumba, y
ubicarlo manu militari en el lugar
que le dé la real gana. ¿No nos parecería una decisión arbitraria e injusta?
Unos diréis que eso jamás lo hará un gobierno, pero si lo afirmáis
es porque estáis seguros de que vivís en un Estado de Derecho y, en
consecuencia, los tribunales de justicia impedirían esa aberración.
¿Seguro? El Tribunal Supremo, en el caso de Franco, ha dado
la razón al gobierno por razones que muchos españoles, aparte de la familia del
dictador, no entendemos. ¿Qué puede impedir, por tanto, que el gobierno no haga
lo mismo, en nuestro caso particular, por razones igualmente inconsistentes,
invocando como un mantra la “urgente
necesidad” o el “orden público”,
subterfugios para ocultar el capricho ideológico del gobernante?
Otros responderéis que no es admisible hacer esa equiparación
porque nuestros abuelos no fueron Jefes de Estado, ni vivieron una vida envuelta
en gravísimas polémicas, todavía materia discutida de historiadores. Respondo
que precisamente por eso mismo, la decisión del Tribunal Supremo es aún más
incomprensible.
Franco no fue un gobernante de hace varios siglos, sin
descendientes conocidos hoy, y cuyo poder se estudia con ponderación,
equilibrio y objetividad por la mayoría de los historiadores. Franco, ya
muerto, no sólo sigue teniendo opositores y admiradores; es que además tiene
familiares directos vivos y eso lo cambia todo. Fue (es) un personaje polémico a
quien muchos conocimos en vida, con nietos que le recuerdan hoy con afecto, con
algunos seguidores apasionados y con muchos enemigos que le odian a muerte (es
más fácil odiar a un muerto que a un vivo). Es decir, es materia de enormes y
apasionadas discusiones entre los historiadores y los españoles, tanto a favor
como en contra. En esa tesitura, ¿era un negocio tan urgente y necesario que un
gobierno –un mal historiador, siempre parcial-, ordene lo que ha ordenado? ¿Es
conforme a derecho que esa decisión polémica, haya sido confirmada por el
Tribunal Supremo, obviando el derecho de sus familiares que aún viven?
La cuestión jurídica de fondo no son los derechos de un
personaje fallecido hace 40 años. No, la cuestión es si se puede violar el
doble deseo de sus familiares: primero,
que a su abuelo se le deje en paz en el sitio en el que reposa desde hace
cuatro décadas (sin generar conflictos de ningún tipo que se sepa), y segundo,
que -si se comete el atropello de sacarlo-, sea la familia únicamente la que
decida su definitiva ubicación.
O dicho de otro modo: ¿la satisfacción “política” de los
enemigos de Franco por exhumarlo e inhumarlo puede prevalecer sobre el derecho
inalienable del individuo a decidir donde reposan los restos de sus familiares?
¿Un presunto odio abstracto puede pisotear un concreto afecto familiar? ¿Puede
permitir tal cosa un Estado de derecho?
No nos equivoquemos pensando que chocan aquí los derechos
abstractos de los seguidores y los detractores del general. No, lo que se
ventila aquí la primacía de un cuestionable interés público (un derecho
abstracto al fin y al cabo) frente a un evidente y clarísimo derecho humano,
como el derecho del familiar a decidir sobre sus muertos. Nos parece comprensible,
dada la deriva sectaria de la izquierda española (tan lejana a la moderación de
sus colegas europeos), que un gobierno socialista imponga lo primero, pero que esa
imposición sea ratificada por el máximo tribunal español nos resulta desolador.
Eso no puede ser motivo de satisfacción para todos los que creemos que el poder
debe ser debidamente –y a veces severamente- corregido por los tribunales. Es más, debe ser motivo de grave
preocupación. Una muesca en un espejo puede generar una grieta que destruya el cristal.
Retornando a la inmortal obra con la que inicié esta
reflexión, si el Cabildo de Sevilla, para evitar conflictos con el rey, hubiera
atendido su expreso deseo de absolver a un asesino confeso, el poder –es decir,
el rey- hubiera salido muy satisfecho. Pero los jueces sevillanos eran
conscientes de que, aun siendo su poder muy inferior al que representaba el
rey, debían imponer la decisión justa frente a la prevaricación real, pasase lo
que pasase. Y así lo hicieron. Por eso
hoy elogiamos esa obra. Y por eso hoy no podemos admirar a esos jueces del
Tribunal Supremo que han tomado el camino de ratificar una decisión ideológica
y objetivamente innecesaria del poder frente a los justos deseos de una familia
española. No podemos aplaudirles, sino sentir pena de que hayan caído tan bajo,
que no hayan seguido la estela de esos jueces que en el siglo XIII no se
rindieron ante un poder tenebroso.
Pero no sólo pena, también temor. Miedo de que un gobierno
pueda nuevamente hacer algo así sin los jueces lo impidan. Alteremos un poco el
famoso poema del pastor protestante Martín Niemoller:
“primero vinieron por
los Franco, y yo no dije nada
Porque yo no me llamaba
Franco”
“Sin duda os daría causa” le responde el Cabildo al rey, tras
confesar éste que instigó la muerte de Busto Tavera. No podemos reprochar al
Cabildo de Sevilla que no indagase si el rey tenía o no razón en ejercer ese
supremo derecho de dar muerte extrajudicial, puesto que se suponía que los
reyes, sólo en caso de gravísima, urgente y justa necesidad, hacían uso de tan
siniestra facultad. Y su ejercicio sólo podía ser juzgado por el Cielo, cuya
sentencia –como vimos- sería especialmente dura con las maldades de los
gobernantes.
Nosotros –a diferencia del Cabildo, que daba por supuesta la
equidad de un rey cristiano, como Sancho el Bravo-, sabemos que el asesinato de
Busto Tavera fue injusto, sin causa que lo justificase y motivado por la
venganza y el despecho de un rey abyecto. En nuestra época ya no podemos suponer
que los actos del poder son de por sí limpios, honestos y cristianos, y por eso
es tan necesaria la división de poderes y la corrección de los tribunales
independientes. Porque los tribunales de justicia, ante los actos del poder que
atacan los derechos humanos, no pueden lavarse las manos con un “sin
duda os daría causa”. Esa es la sensación que nos deja la resolución del
Tribunal: los argumentos sólo son la envoltura de una decisión tomada porque “sin duda os daría causa”, sin saber cuál
es esa causa.
O más exactamente, sabiendo perfectamente que no es sino la
absoluta arbitrariedad y el fanatismo ideológico de un gobierno de izquierdas.
Concluyo, recordando una de las escenas finales de una
extraordinaria película de Stanley Kramer “Vencedores
o Vencidos”. El juez norteamericano que interpreta Spencer Tracy visita en
la cárcel a un colega alemán –magistralmente interpretado por Burt Lancaster-,
al que acaba de condenar a muchos años de prisión por haber dictado sentencias
inicuas durante el régimen nazi. Éste había sido un jurista de reconocido
prestigio internacional, y cuyos libros de derecho se estudiaban en
universidades de todo el mundo. El juez alemán, profundamente arrepentido, le
regala al colega norteamericano una relación de causas que había tramitado
tiempo atrás, y tras reconocerle que el veredicto de culpabilidad fue justo, en
un momento determinado le confiesa lo siguiente:
“Le juro que jamás
pudimos imaginar que se pudo llegar a eso”.
Ante lo que Spencer Tracy le responde:
“Se llegó a eso desde
la primera vez que vd. condenó a muerte a un hombre, sabiendo que era inocente”
Obviamente no estamos en una situación social tan dramática
como la de la Alemania de Hitler, ni hoy se condena a muerte en nuestra Europa
civilizada, pero es importante detenerse en la escena.
La última garantía de un Estado de Derecho es un poder judicial
independiente, que sepa refrenar los afanes expansionistas del poder ejecutivo,
su tendencia diabólica a invadir los espacios privados del ciudadano. Si los
políticos se extralimitan y los jueces no quieren oponerse a sus tropelías (por
cobardía o por no contravenir la inercia social, por perversa que pueda ser,
como sucedió en la Alemania de los años 30), se sienta un precedente peligroso,
no tanto jurídico sino social. Porque el ciudadano extenderá su natural
desconfianza de los políticos a los jueces, a los que considerará como un
apéndice de éstos, que hacen un uso alternativo del derecho, y que han dejado
de ser un poder independiente, sin que puedan esperar ya su amparo. Y como sucedió en la Alemania de los nazis,
esa perversión de las instituciones, pervirtió en buena parte al pueblo alemán
que miraba hacia otro lado cuando era plenamente consciente del mal que le
rodeaba, con leyes injustas y con resoluciones judiciales más injustas aún.
Estemos alerta y vigilantes, y usemos de los medios de que dispongamos
para criticar públicamente Sentencias como ésta, que son corrosivas y
desacreditan el Estado de Derecho; y que facilitan la progresiva entronización
del populismo y la demagogia (es decir, de la peor de las dictaduras), y que
convierte a los ciudadanos en meros súbditos obedientes de una maquinaria
implacable, al albur de los caprichos del poderoso.
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