jueves, 27 de octubre de 2022

La lección de Antígona a la Junta de la Macarena.


I

LA LUZ EN LAS TINIEBLAS

Recuerdo que hace bastantes años, en una madrugada del Viernes Santo en Sevilla, me quedé sin salir de penitente en mi cofradía de Jesús Nazareno a causa de un pronóstico de lluvia. Sin embargo, otras hermandades desafiaron a los elementos y pusieron sus pasos en la calle. Entre ellas estaba la de la Esperanza Macarena. Recuerdo también que esa fue la única madrugá de mi vida en la que estuve callejeando con los amigos, buscando las cofradías que habían decidido hacer la Estación de Penitencia. Y recuerdo, finalmente, que vimos a la Macarena en la Plaza de San Juan de la Palma (donde se encuentra la sede de otra de las más señeras hermandades sevillanas y a la que también me honro pertenecer, la de Nuestra Señora de la Amargura).

Estaba amaneciendo, y en la plaza -repleta de gente, sorprendentemente reposada- se escuchaba el trinar de los gorriones.  Evoco ahora la llegada del paso de la Macarena; haberse parado a mi lado  y quedarme durante un buen rato admirando un rostro de mujer que parecía haber sido esculpido por ángeles. La iniciática y suave luz de la mañana, unida a la intensa candelería del primoroso paso, proporcionaba a la imagen de la señora una belleza nueva que no había percibido antes; ni durante las ocasiones en que había acudido a su Basílica ni en foto alguna. Emocionado, comprendí desde entonces un poco mejor por qué tantos sevillanos se presentan ante ella para contarle sus dolores y sus esperanzas

Tras la levantá, la banda interpretó -cómo no- la marcha Amarguras, himno oficioso de nuestra Semana Santa. Y mientras el paso se perdía por la calle Feria, tuve la certeza de que esos momentos especiales -entre tantos que he vivido en cada semana mayor de mi ciudad- se acurrucarían en un lugar preferente de mi memoria para nunca borrarse. 

II

LAS TINIEBLAS EN LA LUZ

Recupero ahora esta deliciosa escena de antaño pero lo hago con pena, porque leo que la Junta de Hermandad de esta ilustre corporación ha decidido obedecer y plegarse a un mandato injusto e irreligioso. Una orden que procede de una ley de memoria que es un insulto a la memoria y al respeto debido a los muertos enterrados en sagrado. Concretamente, la exhumación de un militar y hermano de la corporación que -más allá de sus actos crueles durante la vesania global de nuestra guerra civil-, liberó a los católicos hispalenses de la furia marxista y evitó una destrucción definitiva del patrimonio artístico y religioso de la ciudad de Sevilla, incluida esa inigualable imagen mariana que es la Esperanza Macarena.  Sin embargo, olvidando lo anterior, la Junta directiva de la Hermandad, aconchada en tablas, ha manifestado:

"su voluntad de cumplir escrupulosamente la legislación vigente en virtud de su respeto a las leyes en un estado democrático". 

Digo yo que podían haberlo expresado de un modo más explícito, de la siguiente manera:

"por miedo reverencial a las leyes de un Estado democrático -haciendo abstracción de si son o no objetivamente justas- pisoteamos las leyes divinas que exigen que se deje descansar en paz a los muertos que están sepultados en un lugar sagrado; más aún, que reposan al amparo de nuestra amada titular, la Virgen de la Macarena, a la que el militar sepultado  -hermano honorario de la hermandad- salvó de una muy probable destrucción".

Ante esta cobardía -e ingratitud-, me vino inmediatamente a mi memoria, por contraste, la inmortal obra de Sófocles, Antígona.  Ella, la desdichada hija de Edipo, quería inhumar piadosamente a su hermano; los dirigentes macarenos quieren exhumar impíamente a otro hermano. En dicha tragedia, Antígona desobedece la prohibición de Creonte de enterrar el cadáver de Policines (por haber sido traidor a la patria), y procede a darle sepultura, aunque ello le cueste la vida. En este tiempo nuestro, unos acobardados ejecutarán una orden injusta para evitar represalias. Sí, injusta, porque los socialistas y comunistas, que han heredado hoy las ideologías perversas y totalitarias de los que pretendieron aniquilar con violencia (y hasta sadismo) la fe cristiana, no tienen legitimidad moral alguna para obligar a una hermandad católica (que fue víctima directa de ellos) a transgredir un deber divino, como es el descanso de un católico que tanto bien proporcionó a esa hermandad. 

Antígona -a diferencia de esa Junta- representa lo más digno de la condición humana y, a la vez, una profunda paradoja en la que intuimos que el ser humano está destinado a un fin más sublime que su mera estancia en la tierra; todas las generaciones han juzgado sin excepción a la desobediente mujer tebana como un modelo, y al fiel cumplidor de la ley que era Creonte como un villano. Porque los hombres -hasta nuestro tiempo- sabíamos con certeza que, en cualquier jerarquía de valores, los mandatos divinos se situaban en la cima. 

Por tanto, la lección de esa tragedia es manifiesta: los deberes para con Dios beben anteponerse siempre a las obligaciones humanas. Como sentenció San Pedro ante el Sanedrín judío, en los Hechos de los Apóstoles:

"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".

Y estamos hablando de un drama escrito en el siglo V A.C. Nada hay nuevo bajo el sol, nos explica el Eclesiastés. Lo más noble de la condición humana nos interpela y nos exige afirmar hoy a toda costa, como hace Antígona, que ninguna ley humana:

"tiene fuerza para borrar e invalidar las leyes divinas, de modo que un mortal pudiese quebrantarlas".

En definitiva, tenebrosos tiempos los que vivimos que hasta los viejos textos de los paganos -como el que narra el heroísmo de esa mujer de Tebas- dan sublimes ejemplos de piedad a los cristianos adocenados y aborregados de nuestro tiempo, enseñándonos el único camino correcto. Cuando se profanó el Altar de la Basílica del Valle para humillar al antepenúltimo Jefe del Estado, la jerarquía católica en bloque -a quien aquél salvó de su aniquilación en los años 30-  calló y se puso de perfil. Ahora, unos laicos cristianos persisten en la misma ignominia, la misma ingratitud. 

Parece que en esta época terminal todos los cristianos hubieran asumido que, ante la democracia como dogma -es decir, el pueblo que se enorgullece de suplantar la ley de Dios-, debe decaer la tradicional obligación de defender los fueros divinos, de resistir la injusticia, de combatirla sin excusas y de no arrodillarse ante ella. Frente a la lección de esta heroica mujer, la norma moral que impera en nuestro tiempo se resume en un axioma: ante la diosa democracia ni Dios ni sus leyes importan. Ergo, el celo divino es fanatismo, Antígona una intransigente y el martirio un absurdo.

Como cristiano no acepto este nuevo orden. Y como muchos otros no quiero rendirme ante este horizonte de tinieblas, que se extiende más cada día. Por eso vuelve a mi mente la belleza de esta portentosa imagen de la Virgen María, madre de todos los hombres. Porque su dulce rostro, que aúna tristeza y alegría, nos asegura a todos sus hijos que a pesar de nuestras flaquezas, caídas y vacilaciones, si nos aferramos a ella, conservaremos la Fe, no se diluirá nuestra Caridad y, por encima de todo, seremos salvados en Esperanza  


sábado, 8 de octubre de 2022

El perro que devora lo que ha vomitado: un esquema de la historia de la salvación.



I

Para entender debidamente esa caída en picado de la fe cristiana en nuestros días, e intentar explicar qué consecuencias futuras pueda tener esa abierta apostasía de naciones y de buena parte de bautizados, creo necesario indagar en los misteriosos paralelismos y similitudes que se dan entre la historia de gloria y decadencia del cristianismo y la historia –de elevación y hundimiento también- del pueblo de Israel. Pues de la nación judía brota la salvación para toda la humanidad por Jesucristo “luz de las naciones y gloria de Israel” (Lc. 2,32).

Hagamos un somero seguimiento de ambas trayectorias, contrastándolas con la vida de Nuestro Señor.

1º.- Ambos pueblos –el judío y el cristiano- tuvieron su origen en territorios hostiles. El pueblo de Israel se configura verdaderamente en Egipto, desde donde el gran libertador Moisés lo saca de su esclavitud, convertido en una única nación de doce tribus. El cristianismo, por su parte, surge en Judea, y muy pronto comenzarán los problemas de convivencia con los judíos, hasta el punto que, al igual que Israel inició un éxodo hacia la tierra prometida, el cristianismo emigró de Judea para extenderse a todo el mundo, tal y como había mandado el Señor:

“Id, pues, y haced discípulos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”  (Mt. 28,19).

Jesús nació en Belén de Judá, lejos de su patria -Nazaret, Galilea- y desde el principio su vida quedó marcada por la persecución. El mismo desierto que cruzó Israel, lo atravesará Él con sus padres huyendo del odio de Herodes el Grande (Mt. 2,14). 

 

2º.- Judíos y cristianos avanzaron por un largo camino, lleno de obstáculos –en el desierto, los primeros y en las persecuciones, los segundos- hasta arribar a la tierra de promisión. Si en el caso judío esto significaba haber conquistado materialmente la tierra de Canaan, en relación con los cristianos implicaba el triunfo espiritual sobre Roma, a partir de la época de Constantino (y también en cierto modo material, sobre todo desde la época de Teodosio).

La misión de Cristo comenzó con un doloroso fracaso en la localidad donde se crió (Lc. 4), pero una vez se hubo establecido en Cafarnaún fue verdaderamente apoteósica. Las masas le seguían para escucharle y verle hacer milagros; hasta el punto que "Jesús no podía entrar manifiestamente en ninguna ciudad y se quedaba fuera, en despoblado, pero acudían a Él de todas las partes" (Mc. 2,45).

3º.- Los dos pueblos tuvieron que combatir peligros espirituales muy concretos: Israel, mediante la denuncia profética, a la tentación de la idolatría; la cristiandad, con los escritos vigorosos de los teólogos y Padres de la Iglesia, a las herejías.

El mismo Señor fue "fue empujado al desierto, donde estuvo cuarenta días tentado por Satanás" (Mc. 1,13), siendo el común denominador de estas tentaciones la consecución del éxito mundano de su obra.  

4º.- Ambos credos alcanzaron su cénit en un momento concreto de la historia. Israel durante la monarquía de David y de Salomón (siglos IX y X A.C), con su mayor expansión territorial y gloria histórica. La cristiandad, a mi juicio, la alcanzó en el siglo XIII, y no porque se llegase en esa época su máxima extensión (eso sucederá en el siglo XVI, merced a España), sino porque el cristianismo, como nunca había sucedido antes ni sucedería después, impregnaba todo el poder y el saber del siglo, desde reyes santos (San Luis IX de Francia, San Fernando de Castilla), teólogos excelsos (San Alberto, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura) o santos fundadores de órdenes imprescindibles para comprender la historia de la cristiandad (Santo Domingo de Guzmán o San Francisco de Asís). Y fue además el siglo de las catedrales góticas.

En fin, la gloria de esa época, su altura intelectual, la belleza de su arte y la santidad de sus santos, ha sido muy bien explicada por el imprescindible escritor inglés Chesterton en su biografía sobre Santo Tomás, que siempre recomiendo leer.

Podemos decir que antes del discurso sobre el "Pan vivo bajado del Cielo" que pronunció en la Sinagoga de Cafarnaún, la obra de Jesús cundía y reunía en torno a sí a muchísimas personas. Sin embargo, la mayoría desconocía absolutamente el sentido de su estancia entre nosotros. Sólo iban a verle porque "habéis comido pan para saciaros" (Jn. 6,26), aunque Jesús les exhortaba a trabajar "no por el alimento que se acaba sino por el alimento que dura dando vida definitiva, el que os va a dar el Hijo del Hombre" (Jn. 6,27). Cuando comenzaron a intuir que el signo humano de Jesucristo no sería una corona de oro sino de espinas, podemos decir que "se fueron saliendo uno a uno comenzando por los más viejos" (Jn. 8, 9).

5º.- La Monarquía judía y la Cristiandad entraron en fases de decadencia. El pueblo judío se dividió; uno en el norte (Israel) y otro en el sur (Judá), y a causa de esa debilidad fueron cayendo como fruta madura en las garras de Asiria, Caldea, Grecia y finalmente Roma (las cuatro bestias del capítulo 7 del Libro de Daniel). En cuanto a la cristiandad, vivió un tiempo atroz en el siglo XIV (peste negra, la filosofía nominalista de Occam y la decadencia de la escolástica), que abrió la puerta al renacimiento, y con este movimiento se entró de bruces en la modernidad (y se comenzaron a degustar los frutos envenenados de ésta, productos de la rebelión de Lutero). La Iglesia -la cristiandad- dejó así de tener influencia en el concierto de las naciones, y consecuencia de ello fue asumir –ya en nuestro tiempo- su renuncia a cualquier teología seria del Reino de Cristo y a la mera posibilidad de Estados Católicos.

Probablemente, como hemos apuntado, el punto de inflexión de la predicación del Señor sucediera en la sinagoga de Cafarnaún, cuando tal y como nos describe Juan, comenzó a predicar abiertamente los dos más grandes escándalos -ayer y hoy- de su vida: que moriría en redención de nuestros pecados y que habría que comer su Carne y su Sangre (Jn. 6). Pocos se quedaron con Él, las masas le abandonaron (Jn. 6, 66-68).

Igual que el pueblo judío se dividió en dos, los cristianos nos separamos y dejamos de participar en una fraterna mesa común. Primero en el cisma de Cerulario, Patriarca de Constantinopla, en el año 1054, que dividió al cristianismo entre oriente y occidente (aunque se salvaron las verdades básicas de la fe y los sacramentos, salvo la autoridad petrina). Y, sobre todo, con la herejía luterana (siglo XVI), que disgregó literalmente toda la fe cristiana desde la autoridad de Roma hasta los sacramentos, la eclesiología, la moral o la escatología. Significativamente, lo primero que fue destruido con ese desenfreno fue el elemento más fuerte de nuestra unión, el sacramento de unidad por excelencia y el memorial que el Señor nos ordenó hacer de su muerte, la Santa Misa (Lutero y Calvino no disimularon nunca el odio que sentían ante el Altar donde se actualizaba el Sacrificio del Señor). Pero en la Disputa de Marburg (1529) se constató que jamás los protestantes se pondrían de acuerdo en el significado del principal Signo que nos legó el Señor y, de ese modo, se dividirían continuamente en nuevas sectas y subsectas, asumiendo más y más errores. Quedó probado así que el principal motor de esa revolución protestante fue el fautor de toda división, el diablo.     

6º.- El pueblo de Israel –tras el deicidio cometido, matando a Jesús- fue prácticamente aniquilado por Roma, primero en la guerra de los años 66 a 73 D.C. y finalmente en la del año 136 D.C. El emperador Adriano reprimió a sangre y fuego la rebelión de Bar Koba, cerró para siempre el acceso de los judíos a Jerusalén, refundó la ciudad como Aelia Capitolina, y construyó un templo dedicado a Venus en el lugar donde se asentaba el calvario y el sepulcro del Señor.

Pero yo me pregunto si nosotros, los cristianos hemos corregido y aumentado el deicidio de los judíos. Porque acaso hayamos hecho algo peor que crucificar a Cristo (su cuerpo): hemos pretendido aniquilar su Espíritu, quitándolo primero de nuestras leyes, y luego de nuestras almas (estorbaba a nuestra visión de un progreso infinito). Por ello, a mi juicio, nosotros los cristianos estamos en la fase de la historia, anunciada ya por los Evangelios, del “comienzo de los dolores” (Mt. 24,8). Quizás no debemos pensar –por ahora- en una destrucción física, material y nacional (como le sucedió al pueblo judío en las dos fases de la guerra romana), sino más bien en una decadencia definitiva de la fe, que anule a la vez la esperanza y la caridad de la mayoría de los cristianos:

“El exceso de maldad enfriará la caridad de muchos, pero el que persevere hasta el final se salvará” (Mt. 23, 12-13).

Será nuestro Jueves Santo, nuestro Getsemaní. ¿O quizás ya es?

Pero sabemos con las Sagradas Escrituras que nuestra desgracia no se quedará ahí. Esa decadencia irá acompañada de persecuciones terribles -dirigidas por un oscuro personaje denominado Anticristo-, que quizás no veamos nosotros, pero sí las generaciones no muy lejanas que nos sucederán:

“Os entregarán a los tribunales, os odiarán en las sinagogas y compareceréis ante los reyes por causa mía  (…) todos os odiarán por causa mía” (Mc. 13, 9 y 13).

Será nuestro Viernes Santo, nuestro calvario.

“Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20). El triunfo de Cristo tuvo que pasar por la cruz, iniciándose su agonía el jueves santo por la noche en un hermoso huerto de olivos al oriente de Jerusalén. Un poco antes, durante una cena repleta de emociones, advertirá a sus amigos que "esta noche vais a fallar todos a causa de mi nombre" (Mt. 26,31), y así sucederá: sus discípulos le abandonarán durante su prendimiento (Mt. 26,56); Pedro le irá siguiendo "de lejos" (Mt. 26,58), sin convicción, sin fe, lleno de terror por lo que digan los enemigos de Cristo que le rodean por todos los lados, y al final gritará ese terrible: "no sé quién es ese hombre" (Mt. 26,74). Sólo su madre, unas mujeres y un discípulo anónimo estarán junto a Él mientras desde el árbol de la cruz nos regala su Vida a todos los hombres.   

7º.- Finalmente, tras dos mil años de purgatorio, buena parte del pueblo de Israel por decisión de la Providencia ha vuelto a su tierra, y se ha creado un estado moderno. Se constata así que las promesas bíblicas a Israel, a diferencia de las cristianas, siempre están directamente vinculadas a lo material, a la tierra. Ese retorno se prevé en los profetas (que anuncian la vuelta de los desterrados), pero también en los Evangelios:

“Jerusalén será pisoteada por los paganos hasta que llegue a su fin el tiempo de los paganos” (Lc. 21,24).

 

Jesús resucitará, y tras quedarse durante cuarenta días con sus discípulos, ascenderá a los Cielos desde donde intercede ante el Padre por todos nosotros (Hb. 9,24). Esos cuarenta días (no cronológicos) de Cristo Resucitado entre sus discípulos parecen insinuar las primicias del futuro Reino de Cristo, cuando Él venga de nuevo en gloria, derrote al anticristo y reine para poner fin a sus dos últimos enemigos: el diablo y la muerte (Ap. 19 y 20):

“Pues es necesario que Él reine hasta que ponga a sus enemigos de estrado de sus pies” (1 Cor. 15,25).

Ese Reino de Cristo consumado es la presencia radical de Cristo resucitado entre los discípulos de hoy y del mañana, un tiempo de paz y felicidad para los cristianos. La mayoría de los teólogos, en nuestros días, identifican el Reino con las mejores etapas históricas de la historia de la Iglesia; otros, sin embargo, lo asocian con un tiempo nuevo, escatólógico, más allá de la historia (un fin de los tiempos) pero vinculado misteriosamente a nuestro mundo. Las Escrituras parecen avalar esta última interpretación minoritaria, pero en todo caso, me atengo con humildad al juicio de la Iglesia.

Y hasta aquí podemos llegar, de momento. Cristo reinará, pero también juzgará. Y muchos de los que decían “Señor, Señor” pero nada hicieron para que se implantase su reino, o permitieron que las fuerzas del mal agostasen sus retoños serán duramente castigados.

II

En el punto anterior he realizado un esquema cronológico. Querría hacer ahora un modesto juicio general de todos estos impresionantes hechos, algunos de los cuales todavía no han acaecido, pero están -según creo- relativamente cerca. Pero no hablaré de lo que todavía no ha sucedido, sino de lo que ahora está sucediendo. Y aunque duela e indigne a muchos, este tiempo nuestro lo vinculo con aquellos desoladores versículos bíblicos, referidos a los cristianos que han abandonado, por sus doctrinas o por sus actos, el claro camino de salvación marcado por Cristo:

"Más les habría valido no conocer el camino de la rectitud que, después de conocerlo, volverse atrás del mandamiento santo que les transmitieron. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan acertado: El perro vuelve a su propio vómito" (2 Ped. 2,22, Prov. 26,11).

Los judíos crucificaron por manos de los paganos a Jesús y, aunque plenamente responsables, lo hicieron “conforme al plan proyectado y previsto por Dios” (Hch. 2,23), y en definitiva "por ignorancia” (Hch. 3, 17). La Sangre derramada de Cristo, que sólo ha tenido la misión de salvar, salvar y salvar, no ha supuesto por ello una maldición para el pueblo judío como muchos han creído (malinterpretando la profecía de Mt 27,25), sino más bien una bendición pues sabemos que al final

“todo Israel se salvará” (Rm. 11,26),

y sucederá así porque:

“en sus heridas (todos) hemos sido salvados” (Is. 53,5).

Dios eligió al principio de la historia a Israel, no por sus méritos y grandezas sino porque

“erais el más insignificante de los pueblos, y por ello Adonai os amó” (Dt. 7,7).

Israel representaba sólo una etapa histórica en ese viaje de la humanidad hacia la gloria final. Cumplida ya su importante función en la historia de la redención, ha vuelto por voluntad de Dios a la tierra prometida (de donde fue expulsado por sus pecados), a la espera de su último acto salvífico: “mirar al que traspasaron” (Zac. 12,10) y convertirse masivamente (Rm. 11,26). Porque los "dones de Dios al pueblo judío son irrevocables" (Rm. 11,29).

Ellos cayeron por ignorancia. Pero nosotros, el mundo occidental empapado de cristianismo por los cuatro costados, llevamos pecando gravemente desde hace mucho tiempo en nuestras vidas y en nuestras leyes, y no por ignorancia precisamente. Nosotros no tenemos excusa. Pecamos por aquello que Cervantes decía que era propio de demonios, por ingratitud, por malicia, por haber olvidado deliberadamente “Todo lo que Dios nos ha dado, que nos reconcilió con Él por la sangre de Cristo (…) no teniendo en cuenta nuestros pecados” (2 Cor. 5, 18-19).

Igual sucedió con el pueblo judío tras su división en dos reinos. Judá miraba con autosuficiencia a su hermana Israel (que había defeccionado por sus pecados) y se consideraba el único depositario de la antorcha mesiánica. Sin embargo, Dios le bajó los humos y le recordó con toda claridad que “la rebelde Israel es menos culpable que la infiel Judá" (Jer. 3,11), precisamente porque ellos nunca debieron de caer si eran conscientes de ser la última antorcha en la tierra del Dios vivo.

De nosotros los cristianos podemos decir lo mismo: “más graves son nuestros pecados que los que cometió el pueblo judío”. 

El Apóstol nos puso en guardia sobre esa horrible posibilidad y advirtió severamente -porque intuía lo que iba a suceder (2 Tim. 3, 1 y ss.)- que anduviésemos con cuidado, porque éramos paganos e hijos de la ira (Ef. 2,3), y sólo por pura misericordia habíamos sido elevados por la Gracia de la fe. Las palabras de su Epístola a los Romanos deberían estar grabadas en el frontispicio de todas las iglesias cristianas del mundo:

“No seas orgulloso y ten mucho cuidado. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Ten presente la bondad y la severidad de Dios: severidad para con los caídos; bondad para contigo, con tal de que permanezcas en esa bondad; pues, de lo contrario, también tú serás cortado (…)

Porque tú fuiste cortado del que por naturaleza era acebuche, y contra la propia naturaleza, fuiste injertado en el olivo bueno” (Rm. 11, 20-24).

Es evidente que nuestro mundo cristiano -meros acebuches infructuosos, injertados por pura gracia en un olivo fecundo-, se ha reído de ese gravísimo aviso de San Pablo, olvidando además algo muy decisivo. Que si se han cumplido los oráculos contra los judíos –los olivos genuinos-, también se realizarán los referidos a nosotros. Y seremos cortados.

El pecado del pueblo judío tuvo terribles consecuencias. Se verificaron las profecías del Señor durante su discurso apocalíptico, y durante dos milenios soportaron persecuciones y pogromos en todos los lugares donde se asentaron, e incluso un sicópata austriaco programó en el siglo XX su exterminio total. Y esos desastres derivaban en última instancia, aunque de manera muy misteriosa, de un pecado muy grave, pero en buena parte realizado por ignorancia, pues:

“si hubieran conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria” (1 Cor. 2,8).

Dios les castigó severamente, aun siendo el pueblo elegido, pero nunca dejó de amarles:

“Sólo por un momento te abandoné / Pero con inmensa piedad te regojo de nuevo / En un rapto de cólera oculté Mi rostro de ti un instante,/ Mas con eterna bondad me apiado (…) Vacilarán los montes,/ Las colinas se conmoverán / Pero mi bondad hacia ti no desaparecerá Ni vacilará mi alianza de paz/ -dice el Señor- / Que de ti se apiada” (Is. 54. 8-10).

Pero el Señor, si examinamos detenidamente las Sagradas Escrituras, ninguna esperanza dará al nuevo Israel (a nosotros) en bloque. Nosotros, meros paganos convertidos por la fe, no tendremos segunda oportunidad si volvemos a las andadas, a las fábulas, la idolatría y la perversidad moral (al panorama devastador descrito en Rm. 1, 18-29, que nuestro mundo reproduce con morbosa delectación, con explícita provocación al Altísimo).

“Porque si pecamos deliberadamente después de haber crecido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino una terrible expectación y el ardor vindicativo el pecado, del fuego que consume a los rebeldes” (Hb. 10,26).

Mientras los judíos se salvarán como pueblo por la fe (Rm. 11,26 dice expresamente todo Israel), sólo un pequeño resto fiel de nosotros los cristianos (el nuevo Israel que sobreviva durante los tiempos finales), se salvará:

“la maldad creciente enfriará la caridad de muchos pero el que persevere hasta el final se salvará” (Mt. 24,12).

Y viviremos un tiempo tan terrible que:

“Si no se acortasen esos días se pondrían en peligro la salvación de los elegidos” (Mc. 13,20).

Otros textos bíblicos insisten en esa apostasía final y en la gravedad de sus consecuencias, pero creo que basta lo dicho.

¿Vale la pena insistir hoy en ello? Me temo que estos avisos son una mera voz que clama en el desierto y que los pocos voceros que quedan son descalificados y parodiados como “profetas de calamidades”.

Esto es lo que hay. El mundo que nos rodea -neopagano y antes cristiano-, ha decidido definitivamente perderse por el agujero de un inodoro lleno de podredumbre, despreciando lo que Dios ha hecho -y sigue haciendo- por su salvación. Como si fuera “una cerda que vuelve a revolcarse en el cieno y un perro que devora lo que ha vomitado”.


jueves, 29 de septiembre de 2022

Nuevo libro "Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba"

 


Queridos amigos, acabo de publicar un libro y os mando el enlace por si queréis adquirirlo.

Enlace al libro

El libro se titula “Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba”, y es una colección de artículos, ensayos y relatos sobre la Biblia que he sacado de mi blog –noliteconformari.blogspot.com- y, salvo uno, los he ido difundiendo en estos últimos meses en la web Infovaticana. El título está tomado de un versículo del profeta Jeremías y los escritos se agrupan en dos partes, Antiguo y Nuevo Testamento. En ambas, he intentado destacar sobre todo la vigencia en nuestro tiempo de los textos bíblicos que comento y cómo ayudan a comprenderlo y a comprendernos.  

Las fotos de portada y contraportada las sacamos en agosto de 2017 en uno de los lugares más hermosos de la tierra, el mar de Galilea, el mar de Jesús.

No se puede adquirir en librerías, sólo en la web AMAZON.ES. Siento de veras haberlo hecho así. Me hubiera encantado seguir el procedimiento convencional de publicación como en mi primera novela, y que entraseis en alguna librería para buscarlo. Pero de esta manera ahorro tiempo y sobre todo costes.

El precio es de 15,60 EUROS. El libro tiene unas 200 páginas. 

Agradeciendo vuestra atención y rogándoos que lo difundáis, recibid un fuerte abrazo. Luis

 

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Os pongo a continuación el índice del libro y el "Prólogo de un amigo del autor".  

ÍNDICE

PRÓLOGO de un AMIGO del AUTOR

PRIMERA PARTE: ANTIGUO TESTAMENTO

1º.- La creación desde la nada: apuntes sobre dos textos del Antiguo Testamento                                                                                  

2º.- ¿Profetas halagüeños o profetas de calamidades?                  

3º.- Las tres justicias del Libro de Job                                             

4º.-  El profeta Miqueas en el Sínodo de la Sinodalidad                    

5º.- La idolatría del Israel histórico, la ideología del Israel de Dios   

6º.- El más hermoso pasaje bíblico sobre la santidad del matrimonio, expurgado de las biblias modernas                                                   

7º.- Lecciones de liturgia para nuestro tiempo: de la reforma de Acaz a la contrarreforma de Ezequías                                                             

SEGUNDA PARTE: NUEVO TESTAMENTO

1º.- La salutación del ángel a María según las biblias españolas           

2º.- Dos historias de conversión: la loca y el estafador                       

3º.- Mi padrenuestro                                                                         

4º.- Reino de Cristo, reino del diablo                                                 

5º.- Nota del Jueves Santo                                                                

6º.- Olivos y acebuches. La ignorancia  y la ingratitud                        

7º.- Tres ensayos sobre la Revelación de San Juan con la mirada hacia el tiempo que esperamos                                                                           

1º.- Una misma figura femenina, una misma iglesia                            

2º.- La defenestración del demonio a la tierra                                    

3º.- Sobre el milenarismo                                                          

 

PRÓLOGO DE UN AMIGO DEL AUTOR.-

El libro, generoso lector, que tienes entre tus manos es una recopilación de artículos y breves ensayos escritos por un católico acerca de las Sagradas Escrituras, y que han sido seleccionados de su blog noliteconformari.blogspot.com y se han ido publicando durante los últimos meses en la página web Infovaticana (salvo uno inédito). Por eso te juzgo como generoso (no por adulación), pues gastas tu dinero en su trabajo, aun cuando en internet puedes localizar los diferentes textos escritos por este buen amigo. Gracias en su nombre por adquirirlo, y tengo la esperanza de que no te defraudará.

El título de la obra, tomado de un delicioso verso del profeta Jeremías, quiere expresar su amor inmenso al Libro (al único que debemos citar en mayúsculas). Además de proporcionar unas enormes satisfacciones intelectuales (por la belleza y sublimidad de tantas de sus páginas), la Biblia es una atalaya que ilumina día tras día el único camino de salvación posible para todos los hombres.        

Ha destacado en el subtítulo los dos instrumentos de viaje que dirigen la mayoría de los ensayos: en primer lugar, una brújula para no perder el norte: la necesidad como cristianos de tomarnos en serio y seguir los grandes principios religiosos, litúrgicos y morales que se extraen de la Biblia (sin concesiones al espíritu maléfico de nuestro tiempo, al que el autor zahiere sin piedad).

En segundo término, una guía para entender lo que viene.  Incide él especialmente, de manera no sistemática –desperdigada por diferentes ensayos-, en el camino emprendido por la Iglesia Católica desde el Concilio Vaticano II (postconcilio), contrastando éste con los senderos claros que nos marca la Biblia. El resultado de ese choque, como observará el atento lector, no puede llevarnos a otro escenario –oscuro y luminoso a la vez- que el horizonte de los tiempos finales. De ello se ocupan especialmente los tres últimos capítulos (sin duda los más polémicos, por la dificultad del tema y la interpretación que se propone).    

No son ensayos sistemáticos –como ya he dicho- ni están confeccionados por un biblista o un teólogo (el autor es abogado). Pero sí cree tener legítimamente el título más importante para meditar sobre ellos: ser un buen y constante lector de los libros que le apasionan, el primero de los cuales es la Biblia. Y tener la tranquilidad, la seguridad y la convicción de que la definitiva palabra sobre las Sagradas Escrituras la tiene la autoridad de la Iglesia Católica “columna y fundamento de la verdad”. Por lo tanto, su obra se somete sin reparos a la autoridad eclesiástica en todos aquellos errores –sin duda involuntarios- contra la fe, la moral y la doctrina en los que haya podido incurrir. Cierto es que en algunos momentos su crítica al estado de nuestra querida Iglesia Católica y a sus pastores es muy ácida, pero yo, que conozco al autor, afirmo que sólo lo mueve su inmenso amor a la Iglesia que Nuestro Señor fundó sobre Pedro y su fe.  

La mayoría de los ensayos los ha escrito a la manera que el maestro Montaigne compuso los suyos. Esto es, partiendo de una idea primitiva, dejar fluir el pensamiento de modo que vayan agrupándose las nuevas, hasta que el ensayo adquiriese una consistencia y coherencia. Por ejemplo, el ensayo más largo del libro –el que concluye la primera parte, y que trata sobre la liturgia- se inició tras la lectura de un versículo bíblico en el que señalaba que el rey Ajaz de Israel había alterado los altares del templo de Jerusalén (copiando el modo en el que estaban en Siria). De esa minúscula idea –que inmediatamente le evocó esa modalidad de iconoclasia contra los altares fijos tras la reforma litúrgica operada una vez concluido el Concilio Vaticano II- brotó el ensayo más extenso de cuantos ha escrito.

En la sección del Nuevo Testamento ha incorporado una oración muy personal sobre el Padrenuestro (en la línea de las Confesiones de San Agustín), un par de relatos breves sobre dos pecadores redimidos por Cristo, y una meditación que realizó este mismo jueves santo de 2022, en vísperas de su salida como nazareno en su Hermandad del Silencio.  

Les dejo con el libro de mi amigo Luis. Le conozco muy bien, y no deseo que mi cariño interfiera en el juicio sobre la bondad o mediocridad de su libro, que sólo corresponde al lector no contaminado por lazos de amistad u odio. Sólo agregaré aquello que expresó el Señor de la Montaña al inicio de sus prodigiosos ensayos: Lector, éste es un libro de buena fe.


domingo, 18 de septiembre de 2022

Reino de Cristo, reino del diablo.

 


I

La inmensa mayoría de los que hoy estudian los hechos históricos protagonizados por Jesucristo lo hacen desde una metodología racionalista que excluye a priori cualquier milagro, aunque no pueden negar el hecho evidente de que fue un taumaturgo y sanador excepcional. Todas las fuentes históricas recogen ese dato, incluso las más contrarias a su Persona (Porfirio, Celso, el Talmud judío...). Nos cuentan los Hechos de los Apóstoles "que ciertos exorcistas judíos ambulantes invocaban el nombre de Jesús para expulsar a los espíritus malos" (19,13), a pesar de que durante su vida pública los judíos hostiles le acusaban de acoger el poder de Belcebú ¡para expulsar al mismo Belcebú! Donosa contradicción, que llevo al Señor a sentenciar esa profunda frase de que "si un reino está dividido contra sí mismo no puede subsistir" (Mc. 3,24). 

Pero los que conocieron de cerca al Señor -en vida y tras su muerte- no explicaron su misterio con la pobre metodología reduccionista del racionalismo moderno, llena de prejuicios cientificistas. Ni obviamente con la ristra de insultos incongruentes de los judíos.

"Lo que han visto nuestros ojos, lo que contemplamos y palpamos con nuestras manos (1 Jn. 1,1), es que ese hombre, que pasó haciendo el bien y liberando a todos los oprimidos por el diablo, era el Mesías, el Señor y, en definitiva, la última y exclusiva Palabra de Dios sobre el mundo, de tal modo que "sólo en el nombre de Jesús podemos ser salvos" (Hch. 4,12).

En la Epístola de San Pablo a los Colosenses encontramos esta impresionante frase:

“por él mismo (por Jesucristo), fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra (...) absolutamente todo fue creado por él y para él” (Col. 1-16).

Es una afirmación contundente de la divinidad del Señor, pues remite a la acción creadora de Dios en Gn. 1, con la que se identifica. Parece además una frase muy impropia de una mentalidad judía como era la de Pablo, educado en un rigurosísimo monoteísmo a los pies de Gamaniel (Hch. 22,3). Pero no había más opción que reconocer con todas sus consecuencias, so pena de traicionarse a sí mismo:

"eso que hemos visto y oído"

El apóstol ya había llegado a la fe en la divinidad de Cristo por habérsele revelado el Señor en su resurrección (1 Cor. 15,8,  Hch. 9,3 y ss.) y por sus experiencias místicas (2 Cor. 12, 2-4). Pero también había escuchado a los discípulos del Señor de primera mano (Gal. 1,18) episodios sobre la vida de Jesús y su poder, no sólo como taumaturgo, sino también sobre la naturaleza. Por ejemplo, les oiría narrar cómo el Señor multiplicó unos panes y unos peces, o cómo pacificó una tempestad, prodigios que implican un total dominio cosmológico, eventos que sólo Dios puede realizar.

Pero hay que preguntarse el motivo principal por el que el Señor hacía milagros. Y si examinamos estos, encontramos que Jesús nunca interviene para demostrar su poder (su divinidad) ante los atónitos espectadores, sino por motivos mucho más sencillos y humildes: para dar de comer al hambriento, para quitar la angustia de sus discípulos y -atención a esto- "porque os he dado ejemplo, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis" (Jn. 13,15). Como si nos dijera: sí, podéis multiplicar milagrosamente los panes al constituir una comunidad nueva (el Reino de Dios), tan impregnada por mi Espíritu que podáis afirmar "entre ellos no había ningún indigente" (Hch. 4,34). Y eso es un milagro tan impresionante como el que realicé, porque si saqué unos peces de la nada, el cristiano con la gracia ha llegado a transformar su ser, destruyendo al hombre viejo y naciendo un hombre nuevo, un prodigio mayor que el que hice yo multiplicando unos peces.

También seréis capaces de parar el terror de una tormenta si me lleváis consigo en todas y cada una de las tribulaciones de vuestra vida –aunque os parezca que estoy ausente, “dormido en el cabezal de popa” (Mc. 4,38)-, porque yo siempre estoy con vosotros (Mt. 23,20) y en la vida y en la muerte sois del Señor (Rm. 14,8). Y suceda lo que suceda, sabéis que creyendo en mí "todas las cosas cooperan para nuestro bien" (Rm. 8,28). ¡Incluso os digo que "si tuvierais fe como un gramo de mostaza, le diríais a ese monte que se viniera aquí y vendría" (Mt. 17,20)!

Nuestra mentalidad actual, ferozmente racionalista y cientificista, nos recalca que hay en el universo unas reglas inmutables que ni Dios puede cambiar, pero debemos tener fe en que Jesús es el Señor de la creación, de la historia y del universo, por lo que jamás debemos dudar de que todo lo que pidamos en su nombre pueda realizarse. Y de que los milagros existen.

Jesús los hacía, como hemos visto, como muestra de caridad hacia sus paisanos y hacia todos aquellos que iban a verle por diversas necesidades, sin distinción de judíos o paganos. Pero también -y es lo más decisivo- como ejemplo a seguir para la comunidad que formaba y que iba a ser el embrión de lo que Él denominaba el Reino de Dios. Esta expresión encerraba, sin duda, la clave de toda su predicación, el corazón de su misión. "Si yo echo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros" (Mt. 12,28). Y la primera consecuencia es que "el que cree en mí hará también las obras que yo hago y aún mayores, porque yo voy al Padre. Y todo lo que vosotros pidáis en mi nombre yo lo haré para que el padre sea glorificado en su Hijo" (Jn. 14,12).

De las parábolas del Señor deducimos por tanto que el Reino no es sino una continuación en nosotros, sus discípulos, de su misma vida, durante la cual pasó haciendo el bien. En la parábola del grano de mostaza, el Señor explica con luminosa sencillez su obra presente y futura: Él se entregará por nosotros (el grano que si no muere no fructifica, tal y como nos refiere Juan 12,23). Sin embargo, de ese único grano (pues sólo en Cristo nace el auténtico Reino), precisamente por morir, ha brotado un bellísimo arbusto; sus ramas somos los cristianos de ayer y de hoy que “debemos andar como Él anduvo" (1 Jn. 2,6). Y hacerlo de tal modo que, con nuestra ardiente caridad y buenas obras (fruto de su Gracia y de nuestra cooperación con ella), hagamos crecer ese árbol para que los pájaros del cielo -las bendiciones celestiales- se posen sobre nosotros.

Con la palabra Reino -en su fase histórica- se alude, pues, a la iglesia cristiana, Cuerpo Místico de Cristo, inflamado de caridad, pero que debe estar en perpetua vela (Mc. 13,37) para evitar un mal que ya comenzó en la época apostólica y se multiplicó con el tiempo (sobre todo si éste era propicio para la Iglesia): que, a causa de la expansión de la Iglesia, se enfríe esa caridad inicial que brota de la semilla de Cristo muerto y resucitado. Y suceda que el Señor nos reproche -como hizo a la iglesia de Éfeso, símbolo según Leonardo Castellani de la primera iglesia apostólica- "que has dejado el amor primero" (Ap. 2,4).  Curiosamente, la única de las siete cartas del apóstol Juan que no expresa crítica alguna, es la dirigida a la iglesia de Esmirna, la cual representa –si seguimos esta interpretación del maestro argentino- a la iglesia machacada durante grandes persecuciones romanas. Nunca olvidemos aquello que nos advierte San Pablo: “todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución” (2 Tim. 3,12). Y el Señor no nos llama bienaventurados cuando triunfamos sino cuando nos persiguen.

Hay que vivir, en consecuencia, en nuestras comunidades cristianas con caridad ardiente y generosidad sin límite porque su Caridad nos urge (2 Cor. 5,14); compartir hasta de lo que no se tenga (Hch. 4, 32-35), apreciar a los demás como superiores a nosotros mismos (Fil. 2,3), en el Espíritu del Señor que por amor a vosotros, siendo rico se hizo pobre, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos" (2 Cor. 8, 9).  El verdadero Reino no es, en definitiva, un espectáculo de fuegos artificiales, está más bien “dentro de nosotros” (Lc.17,21), transforma nuestras vidas y nos permite trabajar, como hicieron las generaciones del pasado, por un mundo donde Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.  

II

Pero hoy escuchamos una seria objeción de los adversarios de la fe cristiana y de los incrédulos. Nos dicen que el Reino es una ensoñación, que no vemos ninguno de sus frutos y que la vida de los cristianos es un calco de los comportamientos de los que no lo son (a excepción de los extraños ritos que practican una minoría).

No parece en principio un juicio injusto. Si nos fijamos con detenimiento, a día de hoy la inmensa mayoría de las sociedades occidentales conservan las hermosas cáscaras de un pasado cristiano –vemos iglesias, catedrales, días de fiesta señalados en los calendarios, a veces procesiones…-, pero los verdaderos templos del Espíritu Santo (1 Cor. 6,19), que somos los bautizados, llevamos un corazón de piedra que en nada desmerece al de los paganos, los cuales además ya nos van ganando en número (con lo que pronto no quedarán ni las cáscaras). Es lo mismo que se nos narró en aquella escena conmovedora de la película El Padrino III, en la que futuro papa Juan Pablo I, le enseña a Michael Corleone una piedra que estaba dentro de una fuente y la compara con el cristianismo en Europa. Por fuera sí estaba húmeda (pues no había ningún país del viejo continente y del mundo occidental que no hubiese sido impregnado con la Palabra del Señor), pero al partirla, su interior estaba seco. Cristo no reinaba de verdad en las vidas de los europeos.

Pero en todo caso, ese aparente juicio sensato de ateos y agnósticos es erróneo, y así hay que recalcarlo porque no atiende muchas de las características del Reino y menos aún las condiciones en las cuales ese reino se consumará definitivamente. Si hubieran leído con detenimiento las Sagradas Escrituras, se darían cuenta de que todo se está cumpliendo:

1º.- El vínculo del Reino con la historia universal siempre será secreto y misterioso (sólo Dios puede desvelar ese misterio). Leemos en Marcos (Mc.  4, 26-29): 

“Así es el Reino de Dios,  como cuando un hombre echa una semilla en la tierra; duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y crece sin que se sepa cómo” (Mc.  4, 26-29).  

El Señor nunca vincula el desarrollo del Reino con hechos espectaculares y notorios (Lc. 17,21), sino con la oscuridad y la invisibilidad del crecimiento de una planta desde una semilla. Aunque nos parezca que el Reino en algún momento de la historia alcanzaba su plenitud, luego nos damos cuenta de que era un error, un grotesco espejismo. Nuestro Rey es un Rey crucificado ¿lo olvidamos?, y es precisamente cuando más padecen los cristianos el momento en que el Reino va creciendo, pues como afirmó Tertuliano en su Apología, “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”.  Las coordenadas para juzgar a los reinos mundanos son inútiles para explicar la novedad espiritual del Reino de Dios.  

2º.- La fase histórica del Reino (que no debemos confundir con el Reino en sí mismo o su consumación) se ha ido implantando durante los siglos en los que el cristianismo servía de guía espiritual –e incluso de base legal- a los pueblos más importantes de la tierra. Y, en todo caso, la Palabra del Señor ha sido llevada en nuestros días por los heroicos misioneros a todos los lugares del mundo. Y el hecho de que parezca que haya cundido poco, o que la fe dé señales alarmantes de retroceder en el mundo más desarrollado, también estaba previsto. El Señor, con su parábola  del trigo y de la cizaña (Mt. 13, 24-30), nos advirtió que existe un enemigo -el diablo- que siembra la cizaña cuando duermen los hombres (13,25). Es decir, si el cristiano incumple el mandato estricto de velar, el demonio puede arruinar su obra. Los hombres modernos, embriagados por el progreso material y los impresionantes descubrimientos de los últimos siglos (y que además han mejorado considerablemente su vida y su confort),  dejaron de rezar,  luego de creer en Dios y finalmente han llegado a creer –con el demonio- que pueden alcanzar la meta de “ser como dioses”, con autonomía plena “para decidir el bien y el mal” (Gn. 3,5).

3º.- Y en tercer lugar, si los ateos y descreídos leyesen bien las Sagradas Escrituras, se percatarán de que precisamente el progresivo retroceso del cristianismo, en las naciones cristianas y en sus ciudadanos, es una conditio sine qua non para que se cumpla lo que los cristianos pedimos día a día en la oración del Padrenuestro: que venga a nosotros tu Reino (o dicho de otro modo: que hagas llegar a su plenitud tu Reino, que nosotros torpemente preparamos). Ese retroceso será tan espectacular en los últimos tiempos (y las causas que lo provocarán tan terribles), que el Señor tuvo que consolarnos con la promesa de que "se "acortarían esos días para no poner en riesgo la salvación de los elegidos", porque si no "nadie sería salvo" (Mt. 24,22).  

Concluyo ya, y vuelvo a lo que es la esencia del Reino. El Reino –como indicó Jesús- reside con toda su radicalidad transformadora dentro de cada uno de nosotros, para que demos como hombres y como comunidades los mejores frutos al mundo. Ahora biensi la convicción de su implantación procede de nuestros cálculos y nuestros instrumentos y no de su Gracia, aunque usemos de excelentes medios para propagarlo y aunque triunfemos y las estadísticas nos puedan asegurar que hay más católicos que nunca, al final nos encontraremos con sociedades barnizadas de fe, pero cuya madera está siendo pertinazmente devorada por las termitas del diablo. Y al final el barniz se caerá, y contemplaremos el rostro siniestro de quien “como león rugiente anda alrededor, buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8).

Lo que percibo en nuestro tiempo es que los cristianos hemos dejado de luchar (y ese es el peor error de un cristiano, que debe estar permanentemente en vela) y hemos permitido que la vorágine del mundo abiertamente anticristiano (1 Jn. 5,19) arramble con todo, desde las cruces en las encrucijadas de los caminos hasta las leyes morales en nuestros códigos, que parecen redactarse con la intención explícita de insultar abiertamente a Dios. Es terrible el tiempo en que vivimos, pero para nosotros, junto con muchas sombras, se abre una tenue luz pues se están dando las condiciones que fijan las Sagradas Escrituras para que el Señor vuelva y consume definitivamente su Reino. Y esos requisitos, esos signos de los tiempos, se resumen en una palabra: apostasía.  

¿Qué queda, pues, por hacer a nuestra generación? A mi juicio, juzgar con claridad que estos tiempos son de conversión y penitencia, en los que quedará “un pueblo humilde y pobre que esperará en el nombre del Señor"  (Sof. 3,12) y en el que deberemos integrarnos. No aspiremos a ser una inmensa secuoya, no. Únicamente quedará –como dijo Nuestro Señor- un pequeño arbusto donde se posarán ¡ojalá! las aves del cielo. La vuelta del Señor para consumar su Reino se realizará en un mundo que ha perdido la fe, como manifiesta el mismo Señor en Lucas (Lc. 18,8). Por eso el escritor cristiano -no católico- Rod Dreher, propone en su imprescindible obra "La opción benedictina" constituir pequeñas comunidades cristianas –siempre en comunión con la Iglesia de Roma y el Santo Padre si somos católicos-, como último refugio de la vida moral y piadosa devastada por el mundo moderno, un mundo al que podemos calificar ya sin ser hiperbólicos como reino del diablo. No salir del mundo (1 Cor. 5,10), pero sí construir refugios sanos. 

Oremos sin cesar y pidamos que el Señor venga pronto. Asumamos con alegría que son tiempos de purificación y de persecución, con la certeza de fe de que los padecimientos del presente podemos unirlos a la cruz de Cristo, con inmensa fuerza de salvación no sólo para nosotros sino para los demás. Tan es así, que deberíamos “alegrarnos por sufrir por vosotros, porque de esta manera completo en mi propio cuerpo lo que falta de los sufrimientos de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" (Col. 1,24). Al unirnos con nuestros sufrimientos a Cristo crucificado, producimos un milagro más grande aún que curar un cáncer terminal o frenar un huracán de nivel cinco: cooperamos a la redención del Señor, salvando muchas almas. 

¡Que el Señor nos permita ser sarmientos unidos a su vid! (Jn. 15,1). Que nos conceda vivir con la guía clarificadora que es su Palabra, la fuerza de su Gracia, la obediencia a sus dulces mandatos, el alimento de la Eucaristía y la sanación de los demás sacramentos. Y ojalá que podamos decir de cada una de nuestras comunidades -que esperan al Señor que no tardará-, aquellas emocionantes palabras que San Pablo dirigió a los cristianos de Colosas:

"Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. Cristo os ha perdonado, así hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de caridad, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo" (Col. 3, 12-14).

viernes, 26 de agosto de 2022

El camino hacia la apostasía: de las idolatrías de ayer a las ideologías de hoy.


I
Nos situamos en el año 587 A.C. La ciudad de Jerusalén y su grandioso Templo de Salomón han sido destruidos por Nabuzaradán, comandante de Nabucodonosor. El monarca babilonio, tras la conquista y como castigo tras dos años de asedio a la ciudad santa, ordenó ejecutar a los hijos del último rey judío, Sedecías, delante de éste, y a continuación le sacó sus ojos y cargándolo de cadenas de bronce lo llevó a Babilonia. Puso asimismo como gobernador de aquella devastada tierra judía a un tal Godolías, dándole el mando sobre los escasos hombres que no habían sido deportados a Babilonia.

Se cumplieron así los oráculos de los profetas de Israel, sobre todo de Jeremías, quien comenzó a profetizar durante una época de esplendor del rey reformista Josías (640-609 A.C.). Este último gran rey del Israel histórico murió en la batalla de Megido, combatiendo con el faraón egipcio Necao, y de ese modo dramático se truncó su piadosa reforma, yendo desde entonces el reino de Judá de descalabro en descalabro hasta la catástrofe del año 587 A.C. De aquel itinerario fallido y de la devastación final fue testigo privilegiado Jeremías, el apesadumbrado profeta de Anatot, que una y otra vez advertía de la locura de la resistencia armada al poder de Babilonia, y de la necesidad de acordar paces (Jer. 38, 15-16, 42, 10-13). Y sobre todo ponía el foco en un hecho crucial: las idolatrías del pueblo, corregidas y aumentadas tras la muerte de Josías, iban a ser la causa principal de esa desdicha nacional. Un pecado tan abominable que hizo exclamar a YHWH:

"me hicisteis sentir asco de este país de mi propiedad" (Jer. 2,7).

Aunque se cumplieron con puntualidad los acontecimientos profetizados, muy pocos seguían dando crédito a los oráculos de Jeremías. Después de aquella destrucción, éste se quedó en Judá con Godolías, el gobernador puesto por Nabucodonosor, pero el nuevo regidor no hizo caso a las advertencias de que se preparaba un atentado contra él, y fue asesinado unos meses después. El terror que sobrevino por haber matado al gobernador nombrado por el rey caldeo, produjo una desbandada general hacia Egipto, adonde se creía que no llegarían los deseos de venganza del rey. Pero antes -como para cumplir un mero trámite- consultaron a Jeremías, quien les dejó muy claro el error de huir a Egipto:

"El Señor diceSi estáis dispuestos a quedaros en esta tierra, yo os haré prosperar; no os destruiré sino que os plantaré y no os arrancaré pues me pesa haberos enviado esta calamidad, No tengáis miedo del rey de Babilonia, al que tanto teméis. No temáis, porque Yo estoy con vosotros para salvaros y libraros de su poder. Yo, el Señor, lo afirmo. Tendré compasión de vosotros y haré que él también os tenga compasión y os deje volver a vuestra tierra" (Jer. 42, 10-12)    

El oráculo del Señor era rotundo: el castigo que se había infligido a Judá era tan enorme que hasta se podría decir que le "pesaba al Señor", y por tanto Él mismo aplacaría cualquier deseo de venganza del rey babilonio. La huida a Egipto era una pésima decisión, pues:

"Todos los que están empeñados en irse a vivir a Egipto, morirán por la guerra, el hambre o la peste. Nadie quedará con vida; nadie escapará a la calamidad que les voy a enviar" (Jer. 42, 17).

A pesar de habían asegurado a Jeremías que "nos guste o no tu respuesta, obedeceremos al Señor"  (Jer. 42,6), los judíos ya tenían decidido ese nuevo "éxodo inverso" hacia Egipto, y sin hacerle caso, tomando con ellos al desgraciado profeta, se encaminaron hacia las ciudades egipcias de Tafnes, Migdol y Menfis, donde se asentaron.

Jeremías sabía que la decisión de huir a Egipto era pésima, pero no tanto por su conocimiento profético sobre la devastación que el rey babilonio iba a provocar en tierras egipcias. Lo que atormentaba sobre todo al profeta era el hecho de que en un país como Egipto, que adoraba todo tipo de cuadrúpedos y reptiles "cosas repugnantes que yo detesto" (Jer. 44,4), sus conciudadanos no sólo olvidarían pronto que era la idolatría el origen de su postración, sino que darían incluso una vuelta más de tuerca, y responsabilizarán a la época de reforma del gran rey Josías -y su contundente guerra contra los ídolos y los altos en los bosques (2 Rey. 23,3 y ss.)-, de las desgracias que les acontecieron. Es decir, en Egipto, los restos del pueblo de Judá que no fueron desterrados a Babilonia, avanzarían un escalón más en su abyección y cometerían una abierta apostasía. Sus hermanos del norte -los samaritanos- habían caído en el sincretismo casi dos siglos antes, mezclando la ley judía con ritos asirios, pero ellos -el reino del sur, el reino de la promesa mesiánica (Jer. 33,14)- engordarían esa iniquidad, al rechazar abiertamente al Señor y a su ley, pese a reconocer que de Él procedían los mensajes de Jeremías: 

"No haremos caso de ese mensaje que nos has traído de parte del Señor. Al contrario, seguiremos haciendo lo que habíamos decidido hacer. Seguiremos ofreciendo incienso y ofrendas de vino a la diosa Reina del Cielo (Istar o Astarté) como lo hemos hecho hasta ahora y como antes los hicieron nuestros antepasados y nuestros jefes y reyes de las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén" (Jer. 44,16-17).

La razón para esa apostasía era muy sencilla. Pensaban que acogiendo la idolatría (práctica de todos los pueblos del mundo, salvo Israel) la vida les iría mejor. 

"Pues antes teníamos comida en abundancia, nos iba bien y no nos vino ninguna desgracia, pero desde que dejamos el incienso las ofrendas de vino a la Reina del Cielo, nos falta de todo, y nuestra gente muere de hambre o en la guerra" (Jer. 44, 17-19). 

Ante este panorama, es lógico que el Señor, por boca de Jeremías, sentenciase que "la rebelde Israel es menos culpable que la infiel Judá" (Jer. 3,11). 

La Biblia -y la historia- confirman que Nabucodonosor atacó Egipto. Fue durante los años 568 y 567 A.C. , en el intervalo de los faraones Hofrá (o Apries) y Amasis (o Amosis II), y aunque las fuentes históricas no bíblicas no informan de las consecuencias de esa invasión, del Libro de Jeremías (43, 8-13) deducimos que fueron desastrosas, al menos para aquella parte del país del Nilo habitado por los exiliados judíos. 

En definitiva, el último oráculo que conocemos del profeta Jeremías -sellado probablemente con su sangre- se cumplió, castigándose de esta manera la enésima desobediencia del pueblo elegido.  El pueblo que muchos siglos antes, dirigido por Moisés, salió de Egipto para alcanzar su libertad, realizaba ahora un éxodo invertido que le llevaría a redoblar la idolatría y finalmente a la muerte. Sin embargo, los otros  judíos, los desterrados en Babilonia, se fiarían de sus profetas -fundamentalmente de Ezequiel y Daniel-, no se contaminarían con los ídolos de los caldeos y por ello -en cumplimiento del oráculo de Jeremías- a los setenta años pudieron retornar a su tierra, liberados por Ciro el grande (Jer. 25,11). Como dijo el profeta Hababuc "el justo vive por la fidelidad" (Hab. 2,4).      

 II

Hemos visto que las recurrentes caídas en la idolatría de Judá, advertidas por todos los profetas, fueron la razón de que el reino se abocase a su exterminio por el brazo ejecutor de Nabucodonosor. No hay ya la menor duda histórica de que la conmoción del pueblo judío ante este acontecimiento catastrófico produjo más adelante una reacción diametralmente opuesta, que llevaría a una soterrada idolatría de la ley mosaica (que sería interpretada de un modo literal, rígido y antihumano), y a la distinción farisaica entre judíos justos y pecadores. Esa nueva concepción ya se puede intuir en el rigorismo de los libros bíblicos de Esdras y Nehemías, redactados a la vuelta del exilio de Babilonia, y que fijaban la prohibición de matrimonios con paganos (porque ellos habían llevado a la idolatría al pueblo elegido) e incluso ordenaban el repudio de las estas mujeres y de los hijos habidos con ellas (condenando de este modo a la pobreza más extrema a éstos) (Esd. 10,3). Es decir, como reacción ante el peligro del retorno a las idolatrías, se sacrificaba el supremo mandato de YHWH de la misericordia con los débiles y necesitados (Is. 1,17) (Mt. 15,3). Y así se seguirá hasta el momento en el que aparece Nuestro Señor Jesucristo. 

A su venida, no quedaba en Israel el más mínimo indicio de aquella idolatría clásica (adoración de espantajos de melonar fabricados de madera o piedra, ofrecimiento de incienso en los altos de los montes, acogida de ídolos de países vecinos...), pero como contrapartida los judíos habían caído en un error más grave si cabe, el fariseísmo. Contra esta sutil muestra de idolatría -la de la letra muerta, y no vivificada por el Espíritu- combatió el Señor toda su vida-  pues no está el hombre hecho para la ley sino la ley para el hombre, y en la línea de los más grandes profetas de la antigüedad, recordará el oráculo de Oseas "misericordia quiero y no sacrificios" (Mt. 9,10-Os. 6,6) y el del profeta Isaías (Mt. 15, 8-Is. 29,13): 

"Este pueblo me honra 

de labios afuera,

pero su corazón está lejos de mí"

Digamos que si la  idolatría clásica consistía en un adorar una cosa que se veía (la figura o el árbol) , la idolatría farisaica implicaba una ceguedad (pensaban que adoraban y complacían a Dios invisible con el cumplimiento de su ley, aunque su interpretación dañase al prójimo, con lo que no adoraban al Dios escondido (Is. 45,15) sino a la letra muerta de la ley, a la nada). Tanto el Señor como San Pablo  incidieron en este punto capital: la ceguera del pueblo elegido (Mt. 23,14, 2 Cor. 3,14, Hch. 28,26). Y fue esa ceguedad la que abocaría a la segunda destrucción de Jerusalén y del Templo (70 D.C.) por obra de los romanos, como ya advirtió el Señor cuando, desde el Monte de los Olivos, lloró por la Ciudad Santa:

"Te destruirán por completo, matarán a tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo en que Dios vino a salvarte" (Lc. 19,44)

III

Casi dos mil años después, los católicos (me refiero a los conscientes de serlo con coherencia -pese a las caídas-, y que desean vivir y morir como tales) debemos preguntarnos si, merced a la gracia de Cristo, hemos eliminado de nuestras vidas cualquier comportamiento idolátrico. Podríamos pensar que sí, que en principio ya no tropezamos con la idolatría clásica: no adoramos ídolos de madera o piedra, salvo algunos católicos muy deficientes en nuestra fe que, cuando rezan alguna imagen sacra, creen que es la misma talla (y no la persona del cielo a quien representan), la que intercede por ellos. Tampoco creo que hayamos caído en esa ceguedad del fariseísmo de la letra muerta, porque creo sinceramente, como San Pablo afirmaba, que los católicos seguimos siendo "una carta escrita por Cristo mismo, no con tinta sino con el Espíritu del Dios viviente; una carta no grabada en tablas de piedra, sino en corazón humano" (2 Cor. 3,3). Aunque es cierto que puede existir alguna minoría desagradablemente rigorista y farisaica, pero por experiencia afirmo que no es aquel grupo de católicos al que frecuentemente suele referirse nuestro papa Francisco cuando emplea esas expresiones despectivas y en el que me incluyo.  

Sin embargo, percibo con intensidad dos novedosas idolatrías en el mundo católico, que parecen la consecuencia natural de las otras dos que hemos examinado y que son, a mi juicio, las últimas de la historia y por tanto las más peligrosas. Sin duda llevaban mucho tiempo gestándose -probablemente desde el siglo XVI con la revolución luterana- , pero en nuestro tiempo están dando sus frutos más acabados y deletéreos. Digo que son mucho más nocivas, porque si las anteriores encajaban el inabarcable concepto de Dios en objetos o criaturas irracionales (idolatría clásica), o deformaban el sentido de su revelación con la excusa del purismo (fariseísmo), éstas directamente quitan de en medio a Dios y en su lugar divinizan al hombre y a su obra: destruyen cualquier idea de Ser Trascendente y colocan a la criatura humana en su lugar (humanismo laico). Eliminan su Palabra y la sustituyen por subproductos humanos (ideologías). Ese es el común denominador de ambas: prescindir de Dios o abiertamente destruirlo (si eso fuese posible). 

Nuestro actual mundo católico parece que ha sido literalmente abducido por estas nuevas idolatrías, y al igual que en el Israel de la caída, las razones para acogerlas y sostenerlas podemos explicarlas por la enorme presión mediática de los poderosos que las sustentan, y por el miedo a caer, si nos mantenemos en la fidelidad, en el ostracismo intelectual y aun en la pobreza económica (sobre todo en un mundo donde la información navega a velocidad de crucero). 

La ideología se puede definir como un conjunto de ideas que caracterizan a una colectividad, la cual las mantiene contra viento y marea, aunque exista el riesgo probable de ser erróneas. Para el católico, el problema comienza cuando ese sistema de ideas relativamente novedoso, pasa de ser cuestionado por unos y aprobado por otros, a obtener un consenso muy amplio, y ello le obliga a dudar, relativizar, matizar o directamente cambiar la Verdad revelada que ha recibido: es decir, sustituir la Palabra (tal y como se nos ha dado en las Sagradas Escrituras y en la Tradición) por las palabras (cualquiera de las que nos propone el mundo). El católico coherente sabe que aquélla es la única certeza que debe defender, diga lo que diga la ideología de turno de cada época. Nada (ningún sistema nuevo de pensamiento) ni nadie (cualquier pirado que alegue divina inspiración) debería removerle un milímetro de esa convicción. 

Pero la realidad hoy es otra desgraciadamente, como vemos en estos cinco ejemplos.

Uno. La exigencia que el católico sea un tolerante demócrata, y que se olvide aquella regla tradicional que postula que no es la denominación del sistema político (democracia, dictadura, oligarquía) la que determina su bondad o maldad, sino el ejercicio del poder, de conformidad a la ley natural, la recta moral y a una justa distribución de la riqueza; en definitiva, que acepte sin rechistar como vox populi, vox Dei, las decisiones aberrantes de los legisladores de su país democrático. E incluso, en el caso de que alcance una mayoría suficiente para derogarlas, no lo haga porque hay que defender a las minorías y sus derechos consolidados (aunque esos "derechos" se refieran a un crimen abominable como el aborto o insulten por sistema a la ley natural entregada por Dios a todo hombre). Dicho de otro modo, que sea tan tolerante con las personas y como con sus disparates, olvidando la sólida doctrina recordada por algunos papas del pasado de que el error no tiene derechos, que la religión católica es Verdad ( y por tanto debe ser intolerante con el error y extirparlo siempre) y a la vez es Caridad, por lo que el amor al prójimo -aunque esté gravemente errado- debe ser la máxima de su proceder, y que uno de los mejores ejercicios de la caridad es corregir al que yerra.   

Dos. La  defensa a ultranza por el católico de los modelos económicos bien neoliberales o bien neomarxistas, ambos derivados del liberalismo, y que ponen el acento en los aspectos crematísticos y monetarios de la vida.  Puesto que son notoriamente vías incorrectas para conducirnos al reino que Jesucristo nos prometió (nos llevan al opuesto, al de Mammon, al del diablo, vgr. 1 Tim. 6,10), indudablemente ese católico comete franca idolatría, pues olvida la advertencia del Señor de que no podemos apegarnos a la riqueza ni servir a la vez a Dios y al dinero, y que la salvación de los ricos será mucho más que complicada. ¿Qué católico hoy se exonera de ese engañoso dilema -o liberal o  marxista- que se nos propone en nuestra época, cuando los dos son las caras de una misma moneda falsa que pervierte el reino de Cristo? 

Tres. La aceptación para el católico de la agenda homosexualista, y el rechazo de la sólida doctrina cristiana de que los actos homosexuales son intrínsecamente inmorales. Ya se excuse este católico en estudios presuntamente científicos, en la supuesta voluntad de Dios de que triunfe la libertad y el amor aquí y ahora (aunque contravengamos su ley divina y natural) o en no quedar mal ante la opinión mayoritaria de una sociedad debidamente reconducida, estará cometiendo un acto de idolatría, pues coloca al homosexualismo o las ideas del lobby LGTBI, a la misma o superior altura que la Palabra de Dios revelada en la Biblia, que condena sin excepción -y con extrema dureza- dichas conductas y las asocia significativamente con la idolatría.   

Cuatro. La consideración por el católico de la ecología o el respeto a los animales, no como una razonable actitud de cuidar y no dañar sin causa justa y proporcionada el entorno que Dios nos ha dado para desarrollar nuestra vida, sino como una ideología en firme. Hablamos de ecologismode un sistema de ideas que se imponen a las verdades reveladas, hasta el punto que desde ámbitos católicos se habla mucho más de conversión ecológica (para salvar -presuntamente- el planeta), que de conversión a Cristo (para salvar -sin la más mínima duda- cada alma de la condenación). O bien de animalismo, que postula tratar a un oso de manchas blancas y negras con más consideración que a un ser humano (cuando es éste y no aquél el creado a imagen y semejanza de Dios). En ambos casos podemos afirmar que es notoria la idolatría de ese católico, pues deforma e invierte la jerarquía de bienes que el Señor estableció en sus Sagradas Escrituras. 

Cinco. La acogida de un católico a ese sistema de pensamiento, erróneo desde la base, denominado ideología de género, que postula el carácter accidental y mudable de la condición sexual de la persona y no su naturaleza sustancial e inmutable. Con ello contraviene la recta razón, la experiencia, el sentido común y la doctrina bíblica, la cual establece que Dios creó al ser humano como macho y hembra, y afirma a la vez la  idéntica dignidad ante Dios de la persona humana con independencia de su sexo (pues el hombre y la mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios, son destinatarios de sus promesas de salvación (Gn. 1,27) y ambos están, biológica y espiritualmente, destinados el uno al otro, pues "en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón" (1 Cor. 11,11). Todo lo contrario a lo que propone ese feminismo moderno que, basándose en la ideología marxista de la lucha de clases, desenfoca y destroza la relación natural de amistad y cooperación del hombre y de la mujer, convirtiéndola en un pugilato permanente.

Basten esos ejemplos pero hay más, y todos ellos son virus pretenden fagocitar pausadamente el sistema de creencias y valores de la mejor tradición intelectual y moral de la Iglesia Católica, y que por estar basados en la Verdad revelada, no contienen mácula alguna. Probablemente, si se le preguntase a algún católico progresista, cómo puede mantenerse en la esquizofrenia de defender idolatrías ideológicas abiertamente contrarias a su fe católica, responda que también la fe debe evolucionar y adaptarse a las nuevas corrientes modernas de pensamiento, de sensibilidad y de espiritualidad, salvando eso sí las verdades básicas del Credo. Es decir, es la Palabra de Dios la que debe ceder a la ocurrencia del hombre, no el hombre quien necesita ajustar su conducta a las normas claras que fijan las Escrituras, con lo que de hecho la criatura se coloca por encima del Creador y el reino del hombre debe aplastar cualquier germen del Reino de Dios. 

Lo irónico de esto, es que ese cristiano progre (en rigor, idolátricomodernista) dice que sigue creyendo en Cristo, aunque probablemente, si le apretásemos sobre el contenido de su creencia, no reconoceríamos a Aquel al que adoramos los católicos como nuestro Señor y Salvador. Y ese es exactamente el problema: habiéndonos dejado ideologizar, no se puede salvar el Credo -como defendía nuestro cristiano progresista- porque al Dios Padre todopoderoso y a su Hijo único muerto por nosotros y que volverá a juzgarnos, los hemos convertido en piezas de museo. Decimos ¡Señor, Señor!, vamos a sus Misas y ¡hasta hablamos en su nombre! pero no hacemos lo que nos dice porque lo hemos reducido a un ídolo que reposa en el centro de un corazón que ya no late. Seguimos honrándole con los labios pero ya no con el corazón, porque la ideología ha contaminado su habitáculo y amenaza con llegar al núcleo. Una generación, dos a lo sumo pueden vivir en esa farsa, pero la siguiente entrará por la puerta grande a la apostasía y sustituirá en coherencia ese ídolo de trazas cristianas por una imagen de sí mismo. Y eso está pasando, aunque no queramos verlo.  

En definitiva, si estas ideas y muchas otras  -insultantes a la recta razón y a la revelación bíblica y a la doctrina de los más grandes sabios católicos- se implantasen ya de manera masiva y universal en el alma del pueblo católico (como lo están desde hace tiempo en nuestras leyes), podríamos concluir que se habría cumplido aquella profecía paulina que fija la cuenta atrás para el retorno del Señor: la rebelión contra Dios -apostasía global-, que activará la aparición de un hombre malvado que se levanta contra todo lo que lleva el nombre de Dios y llega incluso a instalar su trono en el templo de Dios, haciéndose pasar por Dios" (2 Tes. 2, 3-4). Como han destacado los mejores intérpretes del Apocalipsis, el Anticristo será el mayor humanista que jamás haya existido.

No sé cuándo sucederá tan horrible evento, aunque el camino parece trazado por un poder que está más allá de la comprensión humana. Pero sí sé que nuestra querida Iglesia Católica, que debería iluminar al mundo (Christus lux mundi est), cada vez se entenebra más en las idolatrías humanistas de nuestra época (no quiero pronunciar la palabra fornicación, pero esa es la me pide el cuerpo por ser la que utilizaban los profetas de antaño para denunciar el contubernio de la religión judía con los ídolos de su tiempo (Ez. 16, Os. 1 y 3). Y ahora, como nunca, parecen más comprensibles aquellas palabras que leemos en el Libro del Apocalipsis, dadas por el ángel a la Iglesia de Sardes:

"Despiértate y refuerza lo que todavía queda y está a punto de morir, pues he visto que tus hechos no son perfectos delante de mi Dios. Recuerda la enseñanza que has recibido; síguela y vuélvete a Dios. Si no te mantienes despierto, iré a ti como un ladrón cuando menos te lo esperes" (Ap. 3, 2-3).