jueves, 19 de enero de 2023

"Aunque me matara, seguiría esperando en Él": la fe bíblica en la resurrección.

En memoria de Joseph  Ratzinger/Benedicto XVI (1927-2022), cuya fe e inteligencia dirigieron mi retorno a Cristo.

I

Uno de los episodios más impresionantes y dramáticos de la historia de los reyes de Israel lo localizamos en el capítulo XXVIII del I Libro de Samuel. El pueblo judío se encontraba espiritualmente huérfano, pues el gran profeta de ese tiempo, Samuel, había fallecido poco antes y "todos en Israel habían llorado su muerte" (I Sam. 28,3). El rey Saúl había sido rechazado vigorosamente por el propio profeta debido a sus desobediencias a los mandatos divinos,  y aunque aún ceñía la corona, se palpaba en el ambiente que no duraría mucho. La figura emergente del joven David, admirado por el pueblo, pero envidiado por el rey, se abría paso con una irresistible fuerza, y los intentos del rey de deshacerse de él habían fracasado. En esa época, David se encontraba desterrado entre los filisteos -un enemigo secular de los judíos- y sirviendo lealmente con la fuerza de su brazo a uno de sus cinco reyes, Aquis de Gat. Tal era la violencia con la que David acometía sus empresas, que el reyezuelo filisteo consideró que "se está volviendo odioso a Israel y así será siempre mi servidor" (I Sam. 27, 8-12). 

Ese contexto fue considerado propicio por los filisteos para preparar una batalla que infligiese una definitiva derrota a Israel. Saúl contempló de lejos el campamento filisteo en Gilboá y se apoderó de él un intenso miedo, imagino por la sensación de orfandad debido a la muerte de Samuel y la ausencia del mejor de sus guerreros, su yerno David (el cual probablemente engrosase las filas del enemigo). El terror de Saúl se transformó en abierto pánico, cuando se percató de que Dios "no le respondió ni por sueños, ni por el Urim ni por los profetas" y, probablemente, en su recuerdo se repitiese ese terrible oráculo que Samuel le anunció años atrás: "Y como tú has rechazado sus mandatos ahora Él te rechaza como rey. Te ha quitado el reino para entregárselo a un compatriota tuyo mejor que tú" (I Sam. 15,28). Y ese momento había llegado sin duda.

Es casi seguro que Saúl tenía la intuición de que en esa batalla se pondría fin a su vida, pero no le aterraba tanto esa certeza sino el horrible silencio de Dios; necesitaba urgentemente oír su sentencia porque así podría resignarse y asumir con cierta paz tan desastrosa confirmación. Desesperado, pues, hizo lo peor que podía hacer: recurrir al auxilio de una vidente, una adivina, una invocadora de muertos que se hallaba en la localidad de Endor. Saúl, años atrás, había expulsado a todos los nigromantes, videntes, echadores de cartas y adivinos de Israel en cumplimiento del mandato divino, pues "al Señor le repugnan quienes hacen esas cosas" (Dt. 18, 10-12). Pero eso no fue obstáculo para que la noche antes de la batalla se presentase con dos escoltas en la casa de esa maga, con la pretensión de que invocase al espíritu de Samuel, transgrediendo la ley de Dios con el fin de tranquilizar su conciencia. La vidente -tras recordar a Saúl que el rey castigaba esa conducta con la muerte y obtener garantías de que no se aplicaría-, hizo lo que el monarca había ordenado. Y, estando en trance, dio un horrendo grito, anunciando que "un dios sube de la tierra", un espectro con forma de hombre anciano embozado en una capa. 

Saúl comprendió enseguida que se hallaba ante Samuel, e hizo un gesto de adoración -inclinándose hasta tocar el suelo con la frente (I Sam. 28,14)-, ante lo cual ese fantasma le reprochó "que le hubiera molestado haciéndole venir". Saúl le manifestó su angustia porque "me están atacando los filisteos y Dios me ha abandonado". Samuel, como era previsible y en un tono de displicencia, le confirmó la terrible verdad del rechazo de Dios, de su derrota y de su muerte; y lo hizo con una de las profecías más estremecedoras de todo el Antiguo Testamento: "Mañana tú y tus hijos estaréis conmigo" (I Sam. 28,19). Una expresión tan terrible, tan distinta y tan parecida a aquella otra luminosa frase del Nuevo Testamento: "hoy mismo estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23,43). 

El rey, que además no había comido en todo el día, se desmayó, y una vez recuperada la conciencia, aceptó resignado la ineluctabilidad de las decisiones del Cielo. Llegó la batalla y con ella la derrota del rey: sus tres hijos y sus ayudantes perecieron en ella, y Saúl, herido por las flechas de los enemigos, se arrojó sobre su espada para no ser capturado vivo.   

II

Este antiguo relato bíblico confirma, entre otras muchas cosas, la increencia del pueblo judío de tiempos de la monarquía (siglos XI a VI A.C.) en una vida plena después de la muerte. Eso no significaba una aniquilación completa, puesto que de la lectura de la Biblia (A.T.)  deducimos que tras el fallecimiento, tanto los buenos como los malos iban a un lugar denominado Sheol, y en este lugar (ubicado, según se suponía, bajo la tierra), todos los que morían parece que permanecían en estado de inconsciencia, pues:

"En la muerte no hay memoria de ti, 

en el Sheol ¿quién te recuerda?

                                  (Sal. 6,5).

Y, como dijimos, allí acababan todos sin distinción de buenos o malos:

"Al fin y cabo a todos les espera lo mismo: al justo y al injusto; al bueno y al malo; al puro y al impuro; al que ofrece sacrificios y al que no los hace; lo mismo al bueno que al pecador, al que hace juramentos y al que no los hace" (Ecl. 9,2) (1).  

Es más, muchos creían que ese estado sería irreversible, sin esperanza, como vemos en esa dramática reflexión de Job:

"El agua del mar podrá evaporarse

y los ríos quedarse secos

pero mientras el cielo exista

el hombre no se levantará de su tumba,

no despertará de su sueño"

                                          (Job. 14,12).

Otros libros bíblicos del postexilio -a partir del siglo V A.C.- confirmaban ese religioso escepticismo de los judíos hacia una vida de ultratumba. Del hombre justo que muere, a lo sumo, sólo quedará su buen recuerdo:

"El hombre tan solo es un soplo en el cuerpo

pero el nombre del bondadoso no se extinguirá.

Ten cuidado de tu nombre

pues él te sobrevivirá

más que mil tesoros preciosos.

La dicha dura pocos días

pero el buen nombre dura para siempre"

                                          (Sir. 41, 11-14).

Tengamos presente que estos versículos proceden  del Libro de Ben Sirá (o Eclesiástico), que fue escrito, según se nos precisa en su prólogo, en el año 38 del reinado del rey egipcio Evegertes II (en el año 132 A.C.). Aunque se trata de un libro deuterocanónico y no fue incorporado a la biblia judía -ni luego a las protestantes- la Iglesia afirmó su canonicidad. Un libro que, además, fue tan habitualmente usado por los Padres de la antigüedad, que se acabó intitulando "Eclesiástico". Como vemos, casi a las puertas de la llegada de Nuestro Señor, muchos judíos sabios que habían estudiado a fondo las Escrituras judías -como nos recuerda el autor del Eclesiástico en su prólogo- seguían sin admitir una vida mejor tras la muerte. 

También es cierto que, desde la época del exilio babilónico, fue abriéndose poco a poco en el pueblo judío la convicción de una resurrección de los justos para la Vida (con mayúsculas)  y de los malos para la infamia, para el infierno (no confundir con el sheol que, como hemos visto, era un lugar neutro para buenos y malos). Ya en la estremecedora imagen del Siervo de YHWH de Is. 53, se entrevé una reivindicación del justo que sufre, el cual "puesto que se entregó en sacrificio por el pecado tendrá larga vida " (Is. 53,10). Y esa novedosa percepción se fue instalando ante el hecho de que las rígidas reglas mosaicas, que fijaban automáticamente en esta vida la felicidad y la riqueza para los buenos, y la desdicha y la pobreza para los malos (Dt. 28) carecían de sentido ante las diferentes catástrofes nacionales sufridas por Israel (exilios e invasiones). Pero es que, además, la prueba de la experiencia humana adveraba que más bien sucedía al revés:

"Es este mundo he visto algo más: que no son los veloces los que ganan la carrera ni los valientes quienes ganan la batalla; que no siempre los sabios tienen pan ni los inteligentes son ricos ni los instruidos son siempre bien recibidos" ,

Y sorprendentemente, el genial autor de este breve pero magistral libro del Qohelet, no atribuye tales efectos a la misteriosa -pero justa- Providencia de Dios sino al mero azar, como si fuera un pagano descreído:

"Todos dependen de un momento de suerte"

                                                                (Ecl. 9,11).  

La primera mención bíblica a la resurrección la encontramos en el famoso y espectacular fresco que nos dibuja el profeta Ezequiel en el capítulo XXXVII de su libro. Ezequiel había sido deportado a Babilonia junto con el rey Joaquín sobre el año 598 A.C.  Fue una primera deportación parcial, pero él ya advertía de la definitiva, que se consumaría en el 586 A.C., cuando tras la conquista y destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, prácticamente todo el pueblo fue llevado a Babilonia. Este impresionante profeta previó la futura destrucción de Jerusalén (Ez. 9, 8-10), pero su mirada se extendía mucho más allá de los dramáticos sucesos contemporáneos.  En una visión asombrosa, observó cómo la gloria de Dios abandonaba Jerusalén (Ez. 10) y, relacionada con esa huida, profetizó una restauración que parecía ir más allá del pueblo judío, donde se le daría al pueblo de Israel "un nuevo corazón y un nuevo espíritu" (Ez.11,19), como si anticipase ese nuevo culto que el Señor explicó a la samaritana "en Espíritu y en Verdad" (Jn. 4,23). Pero la visión más conocida de este profeta del exilio fue la de este capítulo XXXVII, un valle lleno de esqueletos y osamentas, los cuales -ante su invocación-, comenzaron a recuperar tendones, carne, piel y, en última instancia,  el aliento de la vida:

"Así dice el Señor: ven de los cuatro puntos cardinales y da vida a estos cuerpos muertos" (Ez. 37,9).

Aunque algunos han interpretado esta poderosa imagen como un anuncio de la futura resurrección individual de cada hombre, probablemente el sentir del profeta fuera otro: mostrarnos la situación real de la nación judía, derrotada y exiliada: "El pueblo de Israel es como estos huesos. Andan diciendo. nuestros huesos están secos: no tenemos ninguna esperanza, estamos perdidos" (Ez. 37,11). Pero la seguridad de la vuelta del pueblo a su tierra de Israel -una certeza estrictamente política- se la garantiza el Señor: "Voy a sacar a los israelitas de las naciones a donde fueron a parar; los reuniré de todas partes y los haré volver a su tierra. Haré de ellos una sola nación en este país, en los montes de Israel, y tendrán un solo rey" (Ez. 38, 21-22).  

En definitiva, sólo en libros tardíos, como el Libro de Daniel o II Macabeos (cuya redacción podemos situarla el siglo II A.C., aunque partes del libro de Daniel muy probablemente fueran bastante más antiguas), se expresará definitivamente una convicción clara de la inmortalidad en sentido individual (no como nación); así como la reivindicación por Dios de los justos y el castigo de los impíos:

"Muchos de los que duermen 

en la tumba, despertarán:

unos para vivir eternamente

y otros para la vergüenza

y el horror eternos"

                            (Dan. 12,2).

Aun así, ya en la época final del Segundo Templo -tal y como podemos observar leyendo las disputas del Señor con los saduceos o la aristocracia sacerdotal (Mt. 22, 29-32)-, la creencia en la inmortalidad individual nunca fue un dogma aceptado por todos los judíos. 

III 

Con estos datos bíblicos que he recordado, intentaré finalmente responder a una pregunta. El pueblo judío, durante cientos y cientos de años, no creyó en una vida mejor y más plena tras la muerte porque el Dios escondido optó por una pedagogía de revelación progresiva (la referida por San Pablo en  Gálatas, 3, 23 y ss.) y reservó la plenitud de la Revelación -incluida la futura Visión Beatífica en el Cielo- a la encarnación, vida, muerte y resurrección del Jesucristo, el Mesías de Israel. ¿Cómo pudieron entonces los judíos soportar, durante siglos, una religión tan rigurosa que exigía la creencia en un Dios único -una divinidad sin imágenes a las que adorar- y la implantación de la moral rigurosísima del Decálogo y la Ley (circuncisión, prohibiciones alimenticias, complejísimas leyes rituales...), sin la esperanza de un premio tras la muerte por tantos esfuerzos y renuncias? 

Tenemos que traer a colación al mundo politeísta que rodeaba por todos los lados a Israel, y cuyos errores religiosos (idolatría, divinización de los reyes, superstición, invocación de muertos...), se traducían en terribles fallas morales (aborto, sacrificio de infantes, y una amplia gama de depravaciones sexuales toleradas, que en Israel se castigaban con la muerte). Pero, además, el paganismo sí tenía esperanzadoras creencias de ultratumba -aunque probablemente las creyeran sin excesiva convicción-, y rendía frecuente culto a los antepasados. Digamos que la religiosidad pagana que rodeaba a Israel era sin duda más natural y acorde con la naturaleza caída del hombre, más fácil de ser vivida, por lo que la tentación de acogerla y asumirla fue una constante en la historia de los judíos. Sin embargo, YHWH rechazaba esa religión natural porque, incluso en el supuesto de que fuese desarrollada desde la buena intención, desembocaba siempre en la idolatría y la inmoralidad, y -como recordaba San Agustín- los dioses que estaban detrás de esas creencias eran simples demonios.  

Sinceramente no encontraba una respuesta satisfactoria a esta cuestión, hasta que, con ocasión de la reciente muerte de nuestro querido papa emérito y excelso teólogo Benedicto XVI -y como humilde homenaje a su persona- decidí leer otra de sus obras que compré hace años pero que reposaba pacientemente en una estantería de mi casa: su "Escatología" (Herder, 2007). Y -como sólo pueden lograrlo los grandes teólogos-, sus reflexiones iluminaron mi entenebrado pensamiento.

Los judíos creían verdaderamente en Dios (el único y con mayúsculas), y Dios deliberadamente no les reveló algo explícito sobre la vida tras la muerte, porque en su Providencia prefirió que esa creencia fundamental se fuera abriendo paso poco a poco, sin comunicarla desde un principio. Probablemente para que Israel no cayera -como vimos que acaecía en los pueblos paganos y en el episodio de la vidente de Endor (1 Sam. 28,14)- en la tentación de invocar y adorar a los muertos, la divinización de los grandes hombres y en un politeísmo de facto, olvidando que "sólo a Dios adorarás" (Dt. 6,13).

Los judíos se tomaron en serio la revelación -les gustase o no-, conscientes de que les venía de fuera, y que eran unos privilegiados por esa elección. Por eso -por temor reverencial- no añadieron a las mismas Escrituras elementos de cosecha propia (sí lo harían y profusamente en futuros comentarios extrabíblicos, que nuestro Señor criticó duramente por ser meras "tradiciones humanas" (Mt. 15,3). Pero lo que interesa ahora es que Israel fue el único pueblo de la tierra que verdaderamente tuvo fe en el Dios verdadero ("El que ES") y en la Verdad de lo que les había sido narrado por Moisés y los profetas, transmisores de la Palabra del Dios escondido. Y les exigió una fe incondicional en Él, pasase lo que pasase con sus vidas, y sin garantizarles ninguna recompensa celestial, más allá de una vida pacífica en la tierra y medios suficientes para mantenerse, siempre y cuando cumplieran las leyes dadas.

Lo que estoy intentando explicar podemos captarlo mejor, pensando sobre una de las más dramáticas frases del justo y sufriente Job. En un momento determinado, Job mira al Cielo, exclamando: "Aunque Él me matara, seguiría esperando" (Job. 13,15). Para un cristiano hoy -que cree en la gloria que Jesús le consiguió tras su muerte- ese estremecedor verso pierde mucha fuerza, porque sabe que Dios ya le ha prometido el Paraíso, como se lo aseguró al buen ladrón que se rindió a su misericordia. Pero ni Job, ni ningún judío (hasta que vino Jesús) se habían encontrado con la imagen más radical (y auténtica) de Dios, la de su Hijo -solidario hasta la muerte con el sufrimiento humano-, que le estuviera diciendo: ten esperanza pese a tu dolor, Yo estoy contigo y te salvaré "porque he experimentado todas tus pruebas" (Hb. 4,15). Por el contrario, el judío sólo sabía con rotunda certeza de fe -porque Dios así se lo había revelado- que el ser humano perdió su oportunidad en el Edén, y que su destino tras su paso por la tierra, no era otro que la fosa, pues:

"el polvo volverá a la tierra, como antes fue; y el aliento vital a Dios, que es quien lo dio"

                                                                                                           (Ecle. 12,7).

Aún así, con esa certeza en la brevedad de la vida -y en su dureza y tantas veces en su sinsentido- el creyente se ponía, como un  niño ante su madre, en manos de Él. Aunque fuese, como Abraham, un anciano sin hijos y tuviera que emigrar con su mujer estéril de su rico país a otra tierra; aunque fuese, como Job un hombre decente y bueno que lo hubiera perdido todo en una sucesión de absurdos y desgracias; aunque fuese como el pueblo exiliado en Babilonia, abocado -por implacable regla histórica- a ser absorbido hasta desaparecer en esa poderosísima sociedad pagana (lo que no sucedió). Como explica la Epístola a los Hebreos:

“Nuestros antepasados fueron aprobados por Dios porque tuvieron fe”

                                                                                                                                    (Hb. 11,2).

Incluso la misericordia de Dios no abandonó definitivamente al pueblo elegido cuando cometió el más terrible de los pecados: rechazar y crucificar al Hijo de Dios, a Jesús el Mesías prometido, y oponerse a la nueva Ley de la Gracia. Misteriosamente les toleró que conservasen su fe -ya arcaica- porque en su sabio designio estaba el concederles en el futuro el retorno a su casa -otro impresionante milagro contra la lógica de la historia (y ya cumplido en 1948 y en 1967)-. Ya sólo les queda -en el momento en que la Providencia determine- "mirar al que traspasaron" (Zac. 12,10, Jn.19,37) y convertirse (Rm. 11,26). ¡Que el Señor nos permita ver ese ultimo prodigio!

En definitiva, el judío soportó todas las pruebas porque tenía la convicción de fe de que sólo queda Dios cuando se pierde toda esperanza. Incluso en el horror de Auschwitz. Por eso, a mi juicio, el rasgo definitorio de ese pueblo no es la esperanza -como se ha dicho y proclama su himno nacional, Hatikva- sino la fe.  La fe precede a la esperanza, y aunque se pierda ésta, jamás podría perderse aquella en el Dios judío, -"El que ES" (Ex. 3,14)-, por la misma certeza metafísica de que "el ser no puede no ser". Así creía este pueblo, hasta en los peores momentos, convencido de que por esa fe inmarcesible siempre volvería a renacer la esperanza destrozada. Como tantas veces ha sucedido en la historia de esta excepcional nación, tantas veces muerta y tantas resucitada. 

Esa misma fe que muestra Job, también aparece en los textos poéticos de Israel, y Josef Ratzinger en su "Escatología", cita los bellísimos versículos del Salmo 73: 

"Porque era un necio que no entendía.

¡Era ante ti igual que una bestia!

Sin embargo, siempre he estado contigo .

Me has tomado de la mano derecha,

me has dirigido con tus consejos

y al final me recibirás con honores.

¿A quién tengo en el Cielo? ¡Sólo a ti!

Estando contigo, nada quiero en la tierra.

                                     (Sal. 73, 24-26).

Esa es la fe pura e incondicional que YHWH le exigió al Pueblo de Israel -y la que le salvó como pueblo-, y también la que nos pide a nosotros, los cristianos (aunque ciertamente, tras Jesús, es mucho más fácil creer en Dios porque ahora sí sabemos Quién es verdaderamente, lo que hizo por amor al hombre y lo que nos dará). Cualquier otro dios es un simulacro y aceptarlo, una idolatría; sólo al Dios bíblico se le debe amar absoluta e incondicionalmente sobre todo y sobre todos. Como hizo siempre el pueblo judío, a las duras y a las maduras. Como debemos hacer los cristianos, con más motivo aún. 

Para concluir, Josef Ratzinger en su "Escatología" interpreta estos últimos versículos del Salmo 73 con impresionante lucidez, rechazando la idea de una copia por parte del judaísmo de los planteamientos sobre la inmortalidad de las civilizaciones circundantes como la griega (sobre todo a parir del siglo IV A.C.). Es la fe bíblica, expresada en la oración al Dios verdadero y único, la que abre esa certeza de que "Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo a imagen de su propio ser"   (Sab. 2,23).  Por ello afirma rotundo nuestro querido papa teólogo -y con esto concluyo- que la creencia en la resurrección en el pueblo judío se vincula necesariamente a la oración, el momento en que la fe se desborda en gratitud emocionada:

"Sin ningún influjo exterior; sin esquemas filosóficos o mitológicos, y sí únicamente a través de lo profundo de la comunión con Dios que experimenta el orante, ha surgido esa certeza: la comunión con Dios es más fuerte incluso que la destrucción del cuerpo".


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(1).- Conviene matizar esta idea de la absoluta igualdad de todos los mortales en el Sheol, atendiendo a lo que nos describió Nuestro Señor en la Parábola del pobre Lázaro y del rico (Lc 16, 22-26). En esa parábola  -que no es por tanto un relato histórico- el Señor nos dice que a la muerte de ambos, el primero va al Seno de Abraham y el segundo al infierno (que tampoco se trata del infierno o hades donde irán los condenados definitivamente) . Es cierto que ninguno de ellos goza de la Visión Beatífica (lo que implica sin duda una evidente frustración); el primero, porque aún no se ha producido el acontecimiento que nos abrió definitivamente el Paraíso (la muerte redentora de Jesús y su resurrección); el segundo, porque con su mala vida, se ha cerrado esa posibilidad para siempre. Pero sin duda el Señor nos indica, mediante esta parábola, diferentes estados dentro del sheol. Y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) en su numeral 633, así lo confirma. Quizás con la doctrina posterior del Purgatorio, descrito por algunos místicos con diferentes niveles (dependiendo del estado de cada alma), podamos entender que, en efecto, el Sheol de los judíos tenía diversa gradación, para los buenos y para los malos. En todo caso -y disculpen la pequeña irreverencia- las malas pulgas con las que salió el santo profeta Samuel del Sheol ante la invocación de la pitonisa de Endor, parece darnos a entender que, como nos recalca significativamente el A.T. en diversos pasajes, no era un lugar o estado especialmente deseado por nadie. Como dijo nuestro querido y recordado Papa teólogo, Benedicto XVI, en su excepcional libro sobre la "Escatología" : "El abismo de esa vaciedad aparece en toda su amplitud en el hecho de que Yahveh no está allí" .