viernes, 18 de marzo de 2022

El origen en Dios del poder, su traslación al gobernante y las formas políticas en la obra de Balmes

                                                                                                                     

I

Sacerdote y escritor, Jaime Balmes nació en la localidad barcelonesa de Vic en 1810, y murió treinta y ocho años después en su ciudad natal.  Una vida breve, pero muy fecunda,  en la que desplegó una intensísima labor intelectual y filosófica, sobre todo en la década de los cuarenta del siglo XIX y hasta su muerte. Nos legó obras señeras del pensamiento español como su famosísimo “El criterio” (un manual de verdadera higiene intelectual) o su “Filosofía fundamental” (uno de los más importantes libros de filosofía españoles del siglo XIX, pues es el primer contacto crítico en España con la filosofía de Inmanuel Kant). Y quizás su más importante libro –Balmes lo denominaba por antonomasia “su obra”- El protestantismo comparado con el catolicismo”, una prodigiosa apología de nuestra fe católica y una verdadera filosofía de la historia, donde analiza los caminos divergentes de las naciones católicas y protestantes, y destacará la inmensa superioridad intelectual, espiritual y moral del catolicismo sobre la fe basada en el libre examen.

También, en la convulsa época de los años cuarenta del siglo XIX, el sacerdote Balmes tuvo fuertes inquietudes políticas, pero debido a su profunda independencia intelectual, decidió nunca escribir en publicaciones no dirigidas por el mismo.  Y el día 07 de marzo de 1844 -unos meses después de la caída de Espartero- fundó su más importante periódico “El pensamiento de la nación”. Desde una visión tradicionalista y profundamente patriótica intentó por este medio influir para que se produjese el matrimonio entre la reina Isabel y el hijo del pretendiente carlista –Carlos Luis o Carlos VI-,  a fin de acabar con el enconado pleito dinástico por el que sangraba la patria desde el muerte de Fernando VII. Por muchas causas no se logró ese enlace, que hubiera normalizado en parte la convulsa historia española del siglo XIX.  Balmes –que había dedicado inmensos esfuerzos a ese ideal-, se dedicó desde entonces y hasta su muerte a agrupar sus “Escritos políticos”, y a escribir un agudo ensayo sobre las primeras medidas políticas de Pio IX al llegar al solio pontificio. Sin embargo, enfermo de tuberculosis, se retiró a Vic, su ciudad natal, donde moriría el 09 de julio de 1848. 

II

El primero de sus “Escritos Políticos” se tituló “Consideraciones políticas sobre la situación de España”,  y  lo escribe Balmes en 1840 durante la dura regencia del general Espartero, en la cúspide de su gloria tras el abrazo de Vergara. En un momento –en el capítulo V de su tratado-, nuestro pensador (observando los vertiginosos cambios que sucedían), dirá algo que resume a la perfección la idea capital de su reflexión histórica: “era nada menos que derribar cuanto llevaba el sello del tiempo y alzar sobre sus ruinas monumentos  improvisados por el pensamiento del hombre”. 

Para profundizar en lo que Balmes denominaba “aquello que llevaba el sello del tiempo”, es decir, aquellos principios sobre los que se había forjado con estabilidad y solidez una sociedad y su gobierno, hemos de acudir a otros textos balmesianos, pero por encima de todo, a una de sus obras fundamentales (por no decir, su obra maestra): “El protestantismo comparado con el catolicismo”, concretamente desde los capítulos  XLVIII a LVIII de ese libro. Esta obra genial –escrita al mismo tiempo que su opúsculo sobre la etapa de regencia de Espartero- Balmes fija los principios generales de su visión del poder, de su origen, de su ejercicio y de sus límites.

En relación con el origen del poder Balmes es rotundo: todo poder procede de Dios. Y lo expresará con estas impresionantes palabras:

Todo poder proviene de Dios pues el poder es un ser, y Dios es la fuente de ese ser; el poder es un dominio, y Dios es el Señor, el primer dueño de todas las cosas; el poder es un derecho, y en Dios se halla el origen de todos los derechos; el poder es un motor moral, y Dios es la causa universal de todas las especies de movimiento; el poder –en definitiva- se endereza a un elevado fin, y Dios es el fin de todas las criaturas y su providencia lo ordena y dirige todo con suavidad y eficacia”-

La necesidad de un poder para la supervivencia de las sociedades está inserta en la misma condición social del hombre; porque como dice Salomón: “Donde no hay gobernador se disipará el pueblo” (Prov. 29,18), y como advierte San Pablo: “quien resiste a la potestad, resiste a la voluntad de Dios” (Rm. 13).

Balmes pondrá especial énfasis en criticar la absurda postura de Rousseau, que hace depender las sociedades y los derechos del poder civil de meras convenciones humanas, de un contrato social, de un pacto, en definitiva. Balmes desmontará la teoría del pacto social como impotente para cimentar el poder, pues no es bastante para legitimar su origen ni sus facultades.

Porque en cuanto a su origen, Balmes nos dirá rotundamente que el pacto explícito no ha sucedido jamás, pues ese pacto no puede obtener el consentimiento de todos los individuos presentes y futuros; en consecuencia, ese pacto es una mera ficción, no una realidad. Ni las sociedades pasadas, ni las actuales se constituyen así, por lo que esta teoría es una mera elucubración sin base real del filósofo ginebrino.

Pero si la teoría del pacto no es suficiente para explicar el origen del poder, menos aún ese pacto puede justificar las facultades de que está revestido ese poder. Como ejemplo Balmes pondrá el derecho de vida y de muerte, que sólo puede haber provenido de Dios; el hombre no tiene ese derecho, de ningún pacto suyo puede resultar una facultad de que carece con respecto a sí mismo y a los demás.

Pero el gobernante –dirá San Pablo en la Epístola los Romanos- “no en vano empuña la espada” (Rm. 13,4), y ostenta ese poder de vida y de muerte, “porque su autoridad proviene de Dios” (Rm. 13,2). De Dios, por lo tanto; no de ningún pacto.

Balmes, al igual que critica el pactismo de Rousseau, también condenará el radicalismo de algunos protestantes (los anabaptistas del siglo XVI, precedente de los anarquistas modernos) quienes, invocando la libertad cristiana, negaban la sujeción a cualquier autoridad. El poder siempre es necesario (en la familia y en la sociedad), y es algo que no deriva de convenciones o pactos sino que está inserta en la propia naturaleza humana, puesto que el hombre, en feliz expresión de Aristóteles, es un “animal social”.

Por lo tanto, el origen de la sociedad y del poder que se ejerce sobre ella se funda en el mismo orden natural, está dictado por el sentido común y apoyado en la experiencia de cada día: el hombre –explicará Santo Tomás de Aquino- está dotado de habla, lo que es señal de que por la naturaleza misma no puede vivir solo, por lo que ha menester reunirse con sus semejantes. Es, pues, una verdadera necesidad, derivada de la misma naturaleza de las cosas. Y de la naturaleza de las cosas, concluye el  teólogo el carácter de derecho divino y natural, de la obediencia debida a las autoridades.

Pues siendo natural al hombre –dirá Santo Tomás- vivir en compañía de muchos, necesario es que haya quien rija esta muchedumbre, porque donde hubiese muchos, si cada uno procurase para sí solo lo que le estuviere bien, la muchedumbre se desuniría”.

III

Ahora bien, asentado ese principio básico, Santo Tomás no desciende a una cuestión más polémica como es la relativa a la comunicación o traslación de este poder al gobernante. La pregunta es la siguiente, ¿Dios entrega el poder inmediatamente al gobernante, o más bien lo entrega mediatamente?

O como lo plantea Rafael Gambra, ¿Es la sociedad la que contiene en depósito la soberanía que recibe de Dios, transmitiendo esa soberanía al gobernante, que por tanto detenta el poder mediatamente? ¿O más bien Dios transmite directamente la soberanía al gobernante legítimo, sin que al cuerpo social le incumba más que su designación o aceptación?

La cuestión no es baladí. Un gobernante que cree que su poder es directamente entregado a él por Dios ve la realidad de una forma diferente a aquel que cree que su poder deriva de Dios, pero por mediación de la sociedad o comunidad humana, que es el primer detentador del poder.

¿Cuál es la postura de Balmes sobre esta cuestión capital?  Primeramente, Balmes observa que la Iglesia no ha decidido dogmáticamente sobre este asunto. Sabemos que el origen en Dios de todo poder es una Verdad, asentada en la Escritura, en la Tradición, en los Santos Padres y en los excelsos teólogos católicos de la antigüedad, pero no podemos decir lo mismo sobre la cuestión de cómo se comunica el poder civil, ni sobre los modos o las formas políticas para regir una comunidad humana. Eso queda bajo el criterio de la prudencia política.

Por lo tanto, ambos puntos de vista –comunicación inmediata o comunicación mediata- son admisibles para un católico, si bien Balmes desde el principio y sobre todo atendiendo la autoridad de dos insignes teólogos jesuitas del siglo XVI, el Cardenal Belarmino y Francisco Suárez, se decantará por la postura del poder mediato del gobernante. Es decir, el poder es entregado por Dios directamente a la comunidad y, a la vez, transmitido por ésta al gobernante.  El gobernante, por tanto, no recibe directamente su poder de Dios, sino de manera mediata o indirecta. Sólo la potestad eclesiástica –el Santo Padre- recibe directamente el poder de Dios, no la potestad civil que siempre es mediata, a excepción de los casos concretos que nos describen las Sagradas Escrituras (Saúl, David).  

Ahora bien, Balmes no sólo se funda en la autoridad de Belarmino y Suárez para apoyar este punto de vista, sino que aporta poderosos argumentos para sostener como más conveniente esta tesis. Tres razones en concreto:

a).- Sin duda es la posición más equilibrada para limitar el poder sin ponerle excesivas trabas a su ejercicio, y, sobre todo, para dejar a la sociedad a cubierto de los desmanes del mal gobernante y del déspota, pero sin hacerla desobediente o revoltosa.

b).- Esta postura tiene un gran valor sicológico, pues sirve para recordar al poder civil, que el establecimiento de los gobiernos y la determinación de su forma ha dependido de alguna forma de la misma sociedad y, especialmente, deja meridianamente claro que ningún individuo ni ninguna familia pueden lisonjearse de que hayan recibido de Dios el gobierno de los pueblos, Y  

c).-Se hace una debida distinción entre el poder civil y el poder religioso, pues la máxima autoridad del poder eclesiástico –el Santo Padre de Roma – sí es de divina elección, con lo que a la vez que se fija una distinción clara entre las dos potestades –la civil y la eclesiástica-, se establece la mayor autoridad moral de la Iglesia frente al poder civil.

En consecuencia, es la Iglesia quien debe frenar –con los medios espirituales que dispone- al poder civil, y no al revés.

No en vano destacará Balmes que los protestantes criticaron duramente al Cardenal Belarmino, porque entendían que el poder del monarca era directamente entregado por Dios. Con esto, al igualar (o confundir) el poder del monarca con el de la autoridad eclesial, se abría paso a que las arbitrariedades del monarca o sus desvaríos en materia de fe se impusieran a la sociedad, mero ente pasivo entre Dios y el monarca. La última consecuencia de ese camino fue la descristianización y la secularización, frutos agusanados de la revolución protestante. 

En resumen, la visión balmesiana del origen y el ejercicio del poder sigue la doctrina tradicional de la Iglesia, y de los escritos de sus grandes doctores, fundamentalmente Suárez, Belarmino y Santo Tomás de Aquino, y podemos resumirla en cinco puntos.

1º.- Todo el poder emana de Dios, y ante Dios toda autoridad (celestial o terrestre) debe doblar la rodilla (Fil. 2).

2º.- Dios transmite ese poder al hombre en sociedad, pero la comunidad humana no es un mero contrato de seres solitarios (como pensaba erróneamente Rousseau) sino algo radicalmente inserto en la condición del hombre, que le mueve a vivir en común con sus semejantes.

3º.- Dios, por tanto, traslada el poder a la sociedad humana para que -con el propósito de procurar el bien común- pueda ejercerlo en sus respectivos ámbitos de actuación -Estado (ámbito civil) e Iglesia (ámbito espiritual)-, siendo la Iglesia una autoridad moral muy superior al Estado, aunque no puede irrogarse funciones de éste. "A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César" (Mc. 12,17).

4º.- El poder civil, aunque es cedido por Dios a la sociedad directamente, ésta lo puede trasladar a su vez a un monarca, a una aristocracia o lo puede ejercer ella misma a través de representantes. Es decir, el poder de un Rey, de una Aristocracia o de un Parlamento democrático, no es directa (o inmediatamente) dado por Dios (en contra de lo que han creído los tratadistas protestantes), sino indirecta (o mediatamente).

Por tanto, salvo los casos específicos que nos narran las Sagradas Escrituras (Saúl en 1 Sam. 10,1, o David en 1 Sam. 16,13), y, por supuesto, el caso del Santo Padre de Roma, el derecho de los reyes no es directamente dado por Dios.

5º.- En definitiva, todas las diversas maneras de ejercicio del poder -monarquía (poder de uno solo), aristocracia (poder de unos pocos) o democracia (poder de todos los ciudadanos), son aceptadas por la Iglesia (es decir, no hay preferencia por la democracia como creen muchos hoy día, o por la monarquía como postulaba Santo Tomás); todas son válidas, siempre que se salvaguarde;

a).- El bien común de la sociedad y

b).- Los derechos de la Iglesia para ejercer su función de salvar a todos los hombres (función mucho más importante que la ejercida por la autoridad civil).

Como dice Miguel Ayuso, examinando el pensamiento político de Rafael Gambra: “Un pueblo gobernado con justicia y animado por una fe común, las virtudes de sus ciudadanos se ven exaltadas y se potencia su fecundidad por el eco ambiental que encuentran y por el respaldo de la autoridad”.

O como bellamente manifestará Balmes en su “Filosofía elemental”: “La perfección de la sociedad  consiste en la organización más a propósito para el desarrollo simultáneo y armónico de todas las facultades del mayor número posible de los individuos que la componen. En el hombre hay entendimiento cuyo objeto es la verdad; hay voluntad cuya regla es la moral; hay necesidades sensibles cuya satisfacción constituye el bienestar material. Y así, la sociedad será tanto más perfecta cuanta más verdad proporcione al entendimiento del mayor número, mejor moral a su voluntad, más cumplida satisfacción de las necesidades materiales”.

IV

Finalmente, destacaremos que en la última de sus obras, Pio IX, un breve tratado sobre las primeras medidas implementadas por este papa, Balmes se granjeó la enemistad de algunos grupos tradicionalistas radicales, debido a la defensa de estas actuaciones del papa que muchos tacharon de liberales, tras el complicado pontificado de Gregorio XVI.  Sin embargo, esta obra es un soberbio tratado político donde examina:

1º.- La vertiginosa velocidad de la historia,

2º.-La necesaria firmeza e inmovilidad de la verdad de la fe.

3º.-Las variaciones de las formas políticas (democráticas o absolutistas), que ninguna de por sí es mala o buena, y cuya aplicación en cada circunstancia humana concreta está regida no por criterios dogmáticos sino de mera prudencia humana.

Atinadamente, Balmes afirma que la historia demuestra ni las formulas políticas absolutistas garantizan siempre la protección de la fe católica  ni las formas más democráticas son siempre perjudiciales a la fe:

"En las formas políticas no hay nada que sea esencial a la religión: todas le ofrecen sus inconvenientes y sus ventajas". 

"La acción de un gobierno no depende únicamente de las formas, sino del espíritu que a él preside: mientras la Inglaterra emancipa a los católicos, mientras las repúblicas de América piden misioneros, mientras los Estados-unidos dejan en amplia libertad a los fieles, la Rusia comete aquellos atentados de que tan sentidamente se lamentó en una alocución Gregorio XVI. La democracia es funesta cuando está falta de religión y de moral; pero es todavía más temible que la anarquía, un monarca absoluto, cuyo gobierno adolezca del mismo vicio"

Por eso Balmes dirá que “La absoluta resistencia a toda idea de libertad se podrá defender en teoría como el único medio de salvación de las naciones; pero la verdad es que esa teoría se halla en contradicción con los hechos”. Balmes no encuentra sentido a una resistencia absoluta y sin concesiones a lo que es el hecho más relevante de la historia y de la política europea y mundial del siglo XIX (y añadiríamos que hasta ahora).

"El mundo marcha; quien se quiera parar será aplastado, y el mundo continuará marchando. La Religión y la moral son eternas; ellas no perecerán: cuando los hombres crean haber pulverizado los cimientos del magnífico edificio, verán que el edificio no se desploma porque está pendiente del cielo, la corriente de los siglos arrebatará lo terreno, pero lo celeste durará"

Por eso, para Balmes, aunque varíen las formas políticas -democráticas o absolutistas-, lo importante y decisivo es que se mantenga firme la fe, la moral y el dogma. Porque en definitiva, por muy importante que sea el ejercicio de la política, el más grande y definitivo negocio del hombre es la salvación de su alma, y el encuentro definitivo con nuestro Padre del Cielo, origen del poder y de todo lo creado. Stat crux dum volvitur orbis.

sábado, 5 de marzo de 2022

El más hermoso pasaje bíblico sobre la santidad del matrimonio, expurgado de las biblias modernas.



A mi querido amigo de Madrid, José Gabriel Concepción, quien me dio noticia de esta omisión en las ediciones modernas de la Biblia. 

                                                                                    I

El cristiano paciente y perspicaz que haya tenido la sana costumbre de leer durante años diversas ediciones anotadas de las Biblias católicas en castellano (desde aquella primera que tradujo y comentó Felipe Scío de San Miguel en 1793, hasta las últimas que se publican en nuestro siglo XXI),  sin duda percibirá -con desasosiego e incluso indignación- un cambio radical de acento o de perspectiva en las últimas editadas. No, obviamente, en el mismo texto bíblico, pues las traducciones católicas en general siguen siendo buenas (tengan su origen en la Vulgata latina o en los manuscritos hebreos o griegos). 

La novedad radica  en el contenido de las introducciones a los libros sacros y en las anotaciones a pie de página. En las viejas ediciones, dichas observaciones pretendían acercarnos a la comprensión espiritual de escritos milenarios de divina procedencia, e incitarnos a vivir en la santidad que nos exige el Señor (el Autor último de la Biblia). Jamás se les hubiera pasado por la mente a los comentaristas criticar tal o cual aspecto de un libro sagrado, pues sentían un venerable temor reverencial por sus sacras palabras. Para todos los cristianos, el goce intelectual que nos proporciona la lectura del más grande libro jamás escrito, debe subordinarse siempre a la función que le ha designado su divino Autor, que no es otra sino guiarnos hacia la meta de la salvación que gratuitamente nos ofrece. Lo demás, aun siendo apasionante, es secundario. 

La Biblia no se nos ha regalado para acariciar nuestros oídos, para satisfacer nuestra sed de conocimiento o belleza, o para hacernos creer que somos muy cultos por recitar de corrido la lista de los jueces de Israel o los reyes de Judá. Parece olvidarse, especialmente hoy, que la Sagrada Biblia, ya sea leída o escuchada frecuentemente, tiene la sagrada misión de llevarnos a la salvación, a Cristo. Sólo en la medida que hayamos creído y asimilado las verdades sobre la historia sagrada que allí se expresan (sobre todo, el amor increíble de Dios que en ninguna circunstancia abandona al hombre pecador, enviando a los profetas y finalmente a su propio Hijo), y las hayamos convertido en cimientos de nuestras particulares existencias, podremos alcanzar felizmente la meta. La Biblia está formada, como todo libro, de palabras, pero todas se concentran en una sola Palabra, como dice San Juan de la Cruz:

"porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es Palabra suya, que no tiene otra- todo nos habló junto y de una vez en toda esta sola Palabra".

Vana -y diría que hasta contraproducente- es la lectura de la Biblia si sus palabras no nos encaminan a la Palabra, al Verbo de Dios, a Jesucristo. A la definitiva gloria, que es el cumplimiento de aquello que San Agustín afirma emocionado en sus Confesiones: 

"nos hiciste para Ti y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en Ti, Señor". 

Con esta reflexión preliminar sobre las Sagradas Escrituras quiero recomendar su frecuente lectura, pero no de cualquier manera, sino del mismo modo en que la hacían los cristianos que nos precedieron: con profunda veneración, con el vértigo de saber que quien nos está hablando es el mismo Dios. Insisto en en ese punto porque hoy tengo la triste impresión de que hemos perdido -yo el primero- esa inocente ingenuidad (o la pureza) con la que nuestros antepasados la devoraban (Jer. 15,16). Ello ha sido causado, en buena parte, por el hecho de que las introducciones y notas modernas, desgraciadamente, no sólo no contribuyen como antaño a reforzar nuestra confianza en la impronta divina, sino que incluso incitan a dudar de la misma. No cuestiono, por descontado, que los especialistas en lenguas antiguas y en el examen de los miles de manuscritos existentes efectúen una correcta depuración de los textos para eliminar todo aquello que pueda ser interpolado o apócrifo. Eso está muy bien, lo que hoy me pone en guardia, lo que me preocupa, es otra cosa.

Que la Biblia no ha bajado físicamente del Cielo, y que ha sido escrita por hombres es una verdad de perogrullo, pero para un cristiano hay una realidad más decisiva aún, y es su divina inspiración (una verdad de fe). Las palabras de las Sagradas Escrituras, antes de ser plasmadas en el papiro o el pergamino por sus autores, les fueron previamente inspiradas por Dios, que contó con la personalidad y la libertad de cada uno de ellos.  El gran problema de la lectura bíblica de nuestro tiempo no radica en el desequilibrio de grupos integristas que minimizan la faceta humana para exaltar la divina; es exactamente el contrario. El provocado por la gran mayoría de comentaristas de las biblias modernas, que parecen empeñados en que miremos con ceño fruncido la autoría divina. Eso es lo especialmente grave. Ya no se trata de una necesaria crítica textual externa, sino de una labor de corrosión del núcleo mismo de las Escrituras -la creencia en su origen divino-, edición tras edición, durante los últimos setenta años. De una manera imperceptible al principio -como la termita sobre un viejo mueble-, pero que va produciendo la demolición del fundamento último de las Sagradas Escrituras. En unos casos, se juzga con suficiencia hipercrítica algún libro (con lo que acabamos leyéndolo con desconfianza, quitándole el valor inconmensurable que sólo por su divina inspiración ya posee, con independencia de sus méritos literarios); en otros casos, ocurre algo mucho más grave: se hace una interpretación modernista (es decir, evolucionista) de las verdades que se contienen en los textos bíblicos, desechando como  prejuicios de sociedades primitivas lo que no cuadre con nuestra visión moderna del mundo (es decir, casi toda la biblia). En ambos supuestos las conclusiones son demoledoras para la fe: si Dios no sabe cómo inspirar a alguien para que escriba correctamente un texto, o si Él no posee una verdad firme, sino que va mudándola a tono con los caprichos de los hombres en cada generación, es obvio que la inspiración divina de los libros -y hasta la existencia del Ser divino que inspira- queda tocada y hundida. 

Si los primeros traductores de la biblia al castellano, desde el protestante Casiodoro de Reina en 1569 hasta los católicos de los años 60 del siglo XX, hubiesen leído las introducciones, comentarios o notas que nosotros, ya curados de espanto, hemos visto en tantas biblias católicas modernas, probablemente pensarían que el tiempo del Anticristo había llegado, y para quedarse. ¿Es comprensible -y es un ejemplo menor- que en una biblia católica como la Biblia Schokel Mateos de 1975 (cuya traducción, desde el punto de vista literario, es ciertamente de una calidad excelsa), se mire con displicencia un libro canónico como el de Tobías, afirmando que fue un libro muy apreciado en el pasado, pero que hoy no, pues:

"Nos molesta la falta de tensión dramática, el fácil recurso a lo maravilloso, los discursos y plegarias insistentes, el recurso a las lágrimas para expresar la emoción. Son convenciones de época que hoy no funcionan".

¿No nos evoca ese tono crítico al despectivo "epístola de paja" con el que Lutero descalificó la Epístola Católica de Santiago? 

Para que pueda calibrarse cómo ha dado un giro de ciento ochenta grados la veneración debida a un texto inspirado por Dios, la Biblia Nacar-Colunga (1944), en su introducción, así lo lo juzga: 

"hermoso librito, que contiene en forma narrativa preciosas lecciones de piedad, de paciencia y de obras de misericordia". 

La excepcional Biblia Platense (o Straubinger) (1951) describe así a Tobit:

 "Brillan en él extraordinariamente las virtudes de la religión, la fe en las divinas promesas, la firme esperanza en Dios, que le da alegría y fortaleza en las pruebas y la más tierna caridad para con el prójimo"

Otra magnífica biblia en castellano, la Biblia del Escorial, de Justo Pérez de Urbel (1966), comenta lo siguiente: 

"El libro pone delante belleza de la vida de familia de familia de los mejores judíos. Una observancia cuidadosa de la ley se haya combinada con una piedad ferviente y con el amor al prójimo"

Retengan esto último de "amor al prójimo", porque en la ferozmente modernista "Biblia de nuestro pueblo" (2015), se nos dirá casi lo contrario: que la piedad de Tobías:

"nos recuerda al fariseo que entra en el templo para dar gracias a Dios por lo "bueno" que era, porque "no era como los demás" (Lc. 18,9-14). 

Ignoro en base a qué retorcido juicio alguien puede identificar la caridad inmensa de Tobit con el fariseo hipócrita del templo, citado por Lucas; pero parece que haya olvidado dos cosas muy importantes: primero, que el Señor, a la vez que nos previene contra la vanagloria por las buenas acciones que hagamos, nos pide igualmente que "brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt. 5,16). Y segundo, que a causa de las obras de misericordia que hacía Tobit -por ejemplo, enterrar a los muertos-  se jugó literalmente la vida y la hacienda hasta el punto que Salmanasar, rey de Asiria, lo condenó a muerte, lo puso en búsqueda y captura, y le confiscó sus bienes (Tob. 1,19-20). Igualito, como vemos, que el orgulloso fariseo que cita el evangelio lucano. 

Precisamente del libro de Tobías voy a tratar en en el punto siguiente. Pero me pregunto ahora si algún pío lector podrá tomarse en serio los sublimes, graves y difíciles consejos que en él se encuentran, cuando sus modernos comentaristas católicos han dejado claro, con su indisimulado desdén, que no creen de hecho en su inspiración divina (aunque sin afirmarlo directamente, a diferencia de Lutero que despreciaba éste y otros libros del Antiguo y aun del Nuevo Testamento). Porque si tuvieran la convicción de su origen divino, se enjuagarían la boca antes de hablar así. 

Pero mucho más preocupante que meterse con el estilo o los ejemplos de piedad tradicional de los libros bíblicos (que es en el fondo, una manera de protestantizar la fe católica), es cuestionar directamente las verdades de fe: ¿Es admisible, que en la ya citada "la Biblia de nuestro pueblo" (2015) -que tiene el nihil obstat del mediático obispo Oscar Madariaga-, en uno de sus comentarios a pie de página, se niegue la Verdad dogmática -definida en el Concilio de Trento- de la caída del hombre, creado en estado de inocencia? 

¿No se lo creen? Pues lean la herejía, en la nota a Gen 3, y pásmense.

"Conviene desaprender (sic) en gran medida lo que la catequesis y la predicación tradicionales (sic) nos ha enseñado. Se nos decía que el ser humano había sido creado en estado de inocencia, de gracia y de perfección absolutas, y que, a causa del primer pecado, ese estado original se perdió".

"Se nos decía...". Una barbaridad de ese calibre sería impensable hace años. Parece que hablemos de dos religiones contrapuestas si leemos el comentario que hace la Biblia Straubinger (1951) a dicho pasaje:

"Toda la tradición lo toma como un acto de desobediencia y aunque la desobediencia de Eva precedió a la de Adán, no hay duda de que éste es la causa primera del pecado original y de su propagación por ser nuestra cabeza y la causa primera de la generación (...). Comienza aquí el drama del género humano, que se desarrolla de pecado en pecado hasta el pecado del último hombre, sólo interrumpido por el entreacto de la Redención. Mas en el último acto veremos, como afirma San Pedro, el gran milagro de la "restauración de todas las cosas" (Hchos 3,21) y en esto se funda nuestra "bienaventurada esperanza" (Tit. 2,13).

El problema es que los disparates de la Biblia de nuestro pueblo (2015) no se detienen en el primer libro del Génesis sino que se extienden prácticamente hasta el libro del Apocalipsis. No discuto la traducción (que me parece muy buena, ya que es una versión de la Biblia Schokel); repruebo con asco sus notas (doy fe de ello, porque -sin ser masoquista- me las he leído y las he subrayado). Y la sensación general que me suscita esa desagradable lectura es el desprecio indisimulado de los que las han redactado por toda la tradición católica: las Sagradas Escrituras -la Palabra de Dios-, sólo es Palabra de Dios si pasa por el colador del teólogo modernista, obsesivamente encamado con las aberraciones de su tiempo como hoy son el feminismo, el género, el multiculturalismo, el progresismo neomarxista, el indigenismo o el ecologismo. Todo eso encontramos a espuertas en las interminables notas de esa "Biblia de nuestro pueblo" (2015), pero no quiero aburrir -ni torturar- al amable lector. Porque podríamos afirmar, como San Juan al final de su Evangelio, que de incluir los disparates "no cabrían los libros que en el mundo se han escrito" . Esa no es la fe de la Iglesia. 

En definitiva, ante una impostura como esta -y reitero que cuenta con el nihil obstat de un simpático obispo católico-, prefiero zambullirme en cualquier biblia protestante seria (descendiente de la magnífica Biblia del Oso), pues aunque es verdad que omiten algunos libros del Antiguo Testamento -entre ellos, el de Tobias- generalmente traducen bien, no ponen notas y por tanto no despachan barbaridades contra la verdad y la inerrancia de las Sagradas Escrituras, lógica consecuencia de su divina inspiración.

                                                                            II

La introducción anterior, aunque bastante pesimista, me ha parecido necesaria para el tema que quiero abordar, puesto que toca de lleno dos problemas que allí planteé: la crítica textual que determina qué textos deben incorporarse o no a una edición fiel de la Biblia, y, sobre todo, el significado último de la Biblia como guía de salvación para los cristianos. En realidad, lo que quiero tratar enlaza ambas cuestiones en un solo interrogante:

¿Es conveniente admitir en la Sagrada Biblia, textos de inmenso calado espiritual para nuestra santificación como cristianos, que han sido incluidos en las primeras traducciones latinas (Vulgata), desde los tiempos de San Jerónimo (siglos IV y V), aunque no se hayan encontrado dichos textos en multitud de manuscritos antiguos hebreos, arameos o griegos? ¿O conviene, por el contrario, seguir un criterio de rigurosa depuración crítica que deseche pasajes que no cuenten con una apoyatura textual sólida, pese a que muchas generaciones de cristianos lo tuvieron como verdaderamente inspirado? 

Ya adelanto que este último criterio -el peor de los dos, a mi juicio- es el que ha prevalecido en nuestro tiempo. 

Los pasajes a los que refiero esta polémica se encuentran en el Libro deuterocanónico de Tobías, concretamente en el capítulo 6, versículos 16-22, y en el  capítulo 8, versículos 4 y 5, y tratan de lo que tradicionalmente se ha denominado "la continencia en los tres primeros días del matrimonio de Tobías y Sara", 

Nos encontramos, a mi juicio, con uno de los textos más hermosos y de mayor humanidad y espiritualidad el Antiguo Testamento. Lo narro sucintamente: sobre una joven pareja recién casada -Tobías y Sara-, se cierne una terrible maldición impuesta por un demonio (Asmodeo), que ha ido ocasionando la muerte sucesiva de los anteriores siete maridos de Sara en la noche de bodas, antes de la consumación del matrimonio. Tobías, en obediencia al Arcángel San Rafael,  inciensa la cámara nupcial quemando las entrañas de un pez pescado en el río Tigris, y después de ello espera con su esposa tres días para unirse en el acto matrimonial, a fin de orar junto a ella. Sigo la traducción de la Biblia Scio (1793):

"(6-16) Entonces el ángel Rafael le dijo: Óyeme, y te mostraré quién son aquéllos, contra los que puede prevalecer el demonio.  (17) Pues aquellos que abrazan el matrimonio de manera, que echan a Dios de sí, y de su mente, y se entregan a su pasión, como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento: sobre los tales tiene potestad el demonio. (18) Mas tú, cuando la hubieres tomado por mujer, entrando en el aposento, no llegues a ella en tres días, y en ninguna otra cosa te ocuparás, sino en hacer oración con ella. (19) Y aquella misma noche, quemando el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. (20) Y la segunda noche serás admitido en el ayuntamiento de los santos patriarcas. (21) Y la tercera noche conseguirás bendición, para que de vosotros nazcan hijos sanos. (22) Y pasada la tercera noche, recibirás la doncella en temor del Señor, llevado más bien del amor de tener hijos, que de la pasión, para que consigas en los hijos la bendición reservada al linaje de Abraham. 

Tobías y Sara siguen las piadosas reglas de Rafael "porque somos hijos de santos y no podemos juntarnos a la manera de los gentiles que no conocen a Dios" (8,5). 

Estos bellísimos textos, sólo aparecen en la Vulgata latina, pero no en los códices más antiguos en griego (el Sinaítico del siglo IV  y el Vaticano del siglo V), por lo que las biblias modernas, que prescinden en mayor o medida de la Vulgata, los suprimen íntegramente. Los localizamos incluso (puestos entre corchetes) en las protestantes Biblia del Oso (1569), traducida por Casiodoro de Reina, y en la Biblia del Cántaro (1602), de Cipriano de Valera (si bien, en esta última, el libro de Tobías se ubica en una sección que el protestante sevillano titula como apócrifos). Las católicas Biblias Bover Cantera (1947) y Straubinger (1951), también los incluyen (aquella, en letra cursiva), pero no así la primera biblia católica traducida desde los idiomas originales, la Nacar-Colunga de 1944. 

Las biblias posteriores que he consultado -entre ellas, la biblia oficial de la Conferencia Episcopal Española (CEE), que es la empleada en las Misas y los actos litúrgicos de nuestro país-, al igual que todas las posteriores al Concilio Vaticano II, los omiten. 

Y, de manera sorprendente a mi juicio, no se han metido en la Neovulgata latina (1979), cuya dilatada redacción concluyó al inicio del pontificado de San Juan Pablo II. Con lo que el único futuro de estos textos es ser preservados en viejas ediciones bíblicas, como una reliquia del pasado. 

Pero hay que destacar que muy probablemente San Pablo conociese esos versículos del libro de Tobías, pues en 1 Tes. 4,3-5, parece evocarlos, empleando incluso una expresión idéntica:

"Ahora bien, esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que huyáis de la impureza, que cada uno de vosotros sepa tratar su propio cuerpo de una manera digna y honesta, sin dejarse llevar por la pasión, como hacen los paganos que no conocen a Dios".

Desde antiguo los exégetas se han preguntado por el origen de este texto que sólo ubicamos en la Vulgata latina de San Jerónimo, pues los manuscritos más antiguos del Libro de Tobías -en hebreo, arameo o griego-, no lo contienen. Sobre esta cuestión hay opiniones para todos los gustos. Los más radicales y descreídos afirman que son de cosecha propia del misógino San Jerónimo, que los interpoló en el libro que traducía del caldeo al latín -pasando por el hebreo- con la ayuda de un intérprete. Parece ser que hizo la traducción de mala gana, pues dudaba -a diferencia de San Agustín- de la canonicidad de un libro, que estaba incluido en la Septuaginta, pero excluido de la Biblia Hebrea o del texto masorético (no obstante lo cual, era muy apreciado por el pueblo judío).  A otros -entre los que me cuento- nos parece una sandez pensar que San Jerónimo incluyese unos versículos propios en un libro dudoso (que podía acabar incorporado al Canon bíblico, como así fue en el Concilio de Roma del 382, bajo el papa Dámaso). Es muy conocida la veneración que el santo de Dalmacia tenía por  las Sagradas Escrituras ("conocer las Escrituras es conocer a Cristo" solía comentar), y es encomiable la honestidad y sabiduría con la que hizo la traducción al latín de los textos en hebreo, arameo y griego.  Lo más probable, en definitiva, es considerar que él dispuso de algún manuscrito, en hebreo o arameo, que no ha llegado a nosotros. Pero como hemos apuntado, sí debió conocerlo el mismísimo San Pablo. 

En cualquier caso, la historia de este pasaje es la prueba inequívoca de los extraños y maravillosos caminos de Dios, que permitió a las sociedades cristianas, durante siglos, inspirarse en la deliciosa historia de la santidad matrimonial de Tobías y Sara con el episodio de sus tres noches de continencia (la Iglesia Católica, en su prudencia y sabiduría divinas, siempre consideró esa práctica como piadosa y voluntaria, sin imponerla como mandato). 

Pero cuando esas mismas sociedades cristianas -a partir de los años 50 y 60- fueron diluyéndose a la manera de los gentiles, el Señor permitió que los nuevos traductores y exégetas antepusiesen su vasta cultura a su piedad cristiana, y eliminasen de las biblias un texto que tanto inspiró y santificó a los matrimonios de antaño. ¿Ironía celestial o castigo de Dios al pueblo cristiano -el que se configuró tras el Concilio Vaticano II-  que miraba con desdén esos textos porque estaba convencido de que había que vivir una fe adulta? Volveré al final con ello. 

Querría, antes de concluir, resaltar el contraste de las anotaciones a pie de página de la Biblia Scío (1793), con las aberrantes notas de tantas biblias modernas. Observen con qué sensatez, unción cristiana y belleza comenta esta "continencia de tres días", el escolapio D. Felipe Scio de San Miguel en su traducción:

"La continencia durante los tres primeros días no es una regla para todos. Pero ninguno de los Cristianos está dispensado de consagrar a Dios las primicias de su matrimonio por medio del sacrificio de un corazón puro, y de una humilde y fervorosa oración, desterrando cualquier otro pensamiento, que no sea el pedir a Dios en una santa unión de espíritu y de corazón, que los libre de los asaltos del demonio, y que derrame su bendición sobre ellos, y los hijos que han de nacer de su matrimonio". 

Y con qué lucidez el escolapio español glosa el versículo en el que Tobías le dice a Sara que no pueden obrar como los gentiles que no conocen a Dios. 

Qué lección esta para muchos Cristianos, que lo son solamente de nombre, cuyos  matrimonios no se diferencian de los de los gentiles sino en algunas ceremonias de religión a las que asisten por un momento, y tienen por puras formalidades, para vivir después en el matrimonio como idólatras ! Los matrimonios serían siempre felices si a un amor mutuo se justase una piedad sólida"

Creo que este último texto es verdaderamente profético. La vida matrimonial de la mayoría de los cristianos, a día de hoy, es sencillamente un calco de las uniones paganas. El feminismo y la cultura anticonceptiva han hecho terribles estragos en las almas de los fieles, y un texto como el que aquí hablamos hoy resulta incomprensible y ridículo a la inmensa mayoría de parejas cristianas que van a casarse, porque yo lo valgo. Esa es la constatación de decadencia de una fe, que nos exige el máximo en todos los ámbitos de nuestra vida, pero que no puede escapar de la vorágine, el hedonismo y la vida muelle que por todos los lugares oferta el mundo. Y quizás lo peor es no contar con la oposición firme de los pastores y rectores de la Iglesia, cuyos documentos tienden más a justificar ese estado de cosas, como si ya fuera  inevitable, que enfrentarse abiertamente a él.   

En definitiva, yo no veo la supresión de esos sublimes versículos como un problema de rigor exegético. Sin duda el conocimiento (y los medios técnicos) de los actuales traductores de la biblia son inmensamente superiores a los que disponían San Jerónimo, Felipe Scío de San Miguel o Félix Torres Amat, pero no creo que les llegasen a las suelas de sus zapatillas en fe y en piedad; en la profunda intuición de la Biblia como verdadera palabra de Dios, con independencia de los extraños caminos por los que se han conocido algunos de sus textos. 

Eliminar de la Biblia y de la predicación tan extraordinario pasaje presacramental, que insistía especialmente en la oración y la continencia de los esposos (como más adelante recomendaría el mismo San Pablo (1 Cor. 7,4), ha ido parejo a la catástrofe que ha recaído, poco a poco, sobre los matrimonios católicos de todo el mundo, cuyas tasas de prácticas anticonceptivas y de divorcio nos asustan. 

No es un problema técnico en definitiva. Es un castigo del Cielo, que siguiendo el mandato del Señor, ha decidido "no echar las margaritas a los cerdos" (Mt. 7,6).