martes, 28 de julio de 2020

La recepción de la Sagrada Comunión en la mano o la historia de una desobediencia (y 2)



Una vez comentado el hecho histórico de la “aprobación” por Roma de la llamada “comunión en la mano”, paso a continuación a referirme a otros contenidos del documento de mi obispo, que producen la desagradable impresión de querer deformar, hasta el extremo de lo absurdo, la posición de los que defendemos la comunión según la tradición. Errar en la narración de un suceso histórico cercano en el tiempo es impropio de un documento objetivo que, según afirma en su encabezamiento, es fruto “de un concienzudo estudio, con pertinentes consultas a canonistas y liturgistas”. Pero lo segundo, es poco serio y moralmente inaceptable.

Dice el documento:

“No se puede afirmar, sin embargo, que los cristianos durante nueve siglos hayan estado comulgando irreverentemente, o peor, sacrílegamente”.

¿Quién ha afirmado esa barbaridad, excelencia? ¿Lo exponen algunas de las misivas que le han enviado cristianos de su diócesis, preocupados por la deriva que está tomando este asunto, hasta el punto dramático de serles negada la comunión en algunos casos? Si alguno ha dicho ese disparate, me parece de mal gusto destacarlo en su carta. No enfanguemos el terreno del debate. Usted sabe perfectamente que la naturaleza del problema no es estrictamente disciplinaria –como destacó Pablo VI en la “Memoriale Domini”- sino que afecta a la conciencia de los fieles, y no se puede tratar este grave asunto con la conocida falacia del hombre de paja, mostrando el primer argumento estúpido que haya podido expresar algún desequilibrado. Estoy convencido que la mayoría de esos fieles le han expuesto no sólo razonamientos con fuerza lógica e histórica, sino también con intensa emoción, pues hablamos de Cristo –nuestro Señor- y de cómo debemos estar y actuar ante Él.

Es hoy materia viva de discusión de historiadores la manera en que se recepcionaba antaño la Santa Eucaristía por los fieles, por lo que es muy atrevido afirmar, como hecho contrastado, los nueve siglos de comunión en la mano. No sólo atrevido, sino peligroso y perturbador, porque parece contradecir al mismo Concilio de Trento, el cual no debió tener en cuenta tal “novenario” cuando consideró, nada más y nada menos, como Tradición Apostólica, que sólo los sacerdotes recibiesen el Pan divino con sus manos. Obviamente, como cristiano, me tomo más en serio la mención de ese Concilio –tan denostado por la progresía- que las discusiones sin tasa acerca de las prácticas de la iglesia primitiva, una cuestión que curiosamente (por las escasas fuentes, y la necesidad de suplir esa ausencia con imaginación) fascina más a los protestantes que a nosotros los católicos. Parece que la rehabilitación –de facto- de Lutero, a quien se le ha calificado como “testigo del evangelio” por un dicasterio romano, comienza a dar sazonados frutos. Por cierto, Lutero odiaba a muerte el Santo Sacrificio del Altar, esto es, la Santa Misa.

En fin, volviendo a lo anterior, ningún cristiano tradicional, con una mente clara, tachará como hereje o sacrílego a cualquier católico que de buena fe haya comulgado en la mano, bien en el pasado o lo haga ahora. Sólo el Señor conoce nuestras conciencias, y no es un problema de ser más o menos santos, ni tampoco de si la boca es más santa que la mano (como también, de manera muy poco elegante y descendiendo a niveles que causan sonrojo, alude en su carta). Hablamos de otra cosa mucho más grave, y es triste que no quiera captar el problema de fondo. Antes hablé de desobediencia. Ahora hablo de fe, o más exactamente, de sensus fidei.

Se puede explicar con una analogía. Hasta que el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María fue definido ex cathedra por Pío IX en 1854, la cuestión podía ser objeto de discusión entre los católicos. De hecho, nuestro obispo conocerá perfectamente que en su diócesis de Sevilla, durante el siglo XVII se concitaron tremendas discusiones –y no sólo académicas, pues el mismo pueblo participaba- entre una minoría representada por los dominicos (quienes amparados en la insigne autoridad de santo Tomás de Aquino cuestionaban el dogma aún no definido), y los franciscanos, partidarios del mismo, con la sublime expresión de Juan Duns Scoto (“Potuit, decuit, ergo fecit”). Cuando Roma habló, se zanjó para siempre la cuestión –Roma locuta, causa finita-, y a partir de entonces cualquier católico que cuestione esa verdad definida, queda fuera de la comunión católica, apartado como hereje. Hay que destacar que fue la fuerza del pueblo cristiano la que logró con su fe la proclamación de ese dogma. Roma acogió con generosidad el sentido de la fe de la mayoría de los católicos. 

Pero, como veremos, en 1969 no se respetó el criterio de los católicos sobre la recepción de la eucaristía, pese a las rotundas respuestas dadas por los obispos del orbe en la encuesta que les propuso el papa. El pueblo no sólo no deseaba cambar la forma de comulgar, sino que incluso no admitía que se introdujese la práctica novedosa: no lo iban a aceptar de buen grado. Pero Roma no hizo caso.

La cuestión de la manera de recibir la comunión por los fieles no es dogmática, ciertamente, pero tampoco, como afirma Pablo VI, es una cuestión meramente disciplinar. Pablo VI lo califica como “cosa de tanta importancia, que se asienta en una tradición antiquísima y venerable, además de tocar la disciplina”.

¿Por qué destaca Pablo VI su importancia? Sin duda por los argumentos que a continuación despliega en su instrucción: la pérdida de la debida reverencia, el riesgo de profanación y –ojo a lo que dice- la adulteración de la sana doctrina.

¿Alguien puede decirme, tras leer esto, que la cuestión es un asunto de disciplina eclesiástica o de una venerable tradición a la que podemos mandar al asilo?

Intentemos profundizar un poco más. Cualquier católico bien formado sabe con la certeza de la fe que la Hostia consagrada es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y si ante el mero nombre de Jesús toda rodilla debe doblarse (Fil. 2) ¿Qué haremos cuando verdadera y realmente Él está delante de nosotros?

El pueblo cristiano sacó la consecuencia inevitable, y me da igual si el siglo en que captó esa necesidad fue el II, el IV, el IX o el X. El pueblo comprendió que, ante Él, nuestro Dios y Señor, sólo podíamos –como hizo Moisés en el Sinaí- postrarnos a causa de la inmensidad de un misterio que nos desborda, por un amor inmerecido que jamás podremos alcanzar. Por eso, cada vez que comulgaba, tenía que ponerse de rodillas y cuando lo recibía, de manos del sacerdote, se consideraba indigno de tocar con las suyas el misterio de los misterios, el amor de los amores; la realidad de un Dios hecho pan, no para que nuestra mano lo cogiese, sino para un hombre consagrado nos lo pusiera en la boca, a fin poder injertarlo en nuestras entrañas, como prenda de nuestra salvación.

¿Era esa convicción fruto del fanatismo de los denostados “años oscuros”, de la exageración medieval, de una presunta hibris cristiana, o sencillamente, era un gesto absolutamente coherente con la inmensidad infinita del regalo que recibía el cristiano? Lo cierto es que hubo un momento el que el pueblo cristiano –y no por imposición de los sacerdotes- recibía de manera absolutamente natural –y universalmente- el sacramento de rodillas y en la boca (salvo situaciones excepcionales, vinculadas a la persecución). Y cada vez que un cristiano se postraba y recibía la comunión en la boca, se reafirmaba una y otra vez que era el mismo Dios a quien se recibía. Es decir, una cuestión de carácter aparentemente disciplinario, el pueblo cristiano –no Roma- la convirtió en sólida tradición, como una muestra de reverencia de los católicos al Santo de los Santos por los siglos de los siglos.

Es esencial insistir que en 1969, los obispos del orbe, a la cuestión, planteada por el Papa sobre la recepción de la nueva manera de comulgar por el pueblo, respondieron mayoritariamente que el pueblo no iba a aceptar de buen grado ese nuevo “rito” (así califica la instrucción el nuevo modo de recepción), incluso aunque se les hiciera “una preparación catequética bien ordenada” (es decir, el sentido de la fe del pueblo vencería ante los argumentos novedosos de los teólogos modernos, porque no se ventilaba una cuestión menor o meramente disciplinaria) . Decía no porque, aún en los años 60, el pueblo tenía un sentido católico de la vida, porque su percepción de fe le advertía exactamente de los mismos peligros que el propio Santo Padre preveía en el cambio de “rito”: Pérdida de la fe en la Presencia Real y facilidad para ser profanado (no solo materialmente, sino de manera más subrepticia: rebajando su sacralidad y diluyendo con errores la fe sólida del pueblo). 

Eso ya no es disciplina. Eso toca de lleno a la doctrina y al dogma. Y eso es lo que pasó.

Podemos decir, volviendo a la analogía, que si el sentido de la fe del pueblo cristiano –el español sobre todo- coadyuvó a que se proclamase el dogma de la Concepción Inmaculada de Nuestra Madre del Cielo, esta misma intuición de los católicos selló la disciplina sacramental acerca de la manera de comulgar. Sin embargo, en un caso, Roma actuó conforme al sentido de la fe del pueblo cristiano, y, en el otro, hizo lo contrario, y además de manera artera y ladina: aceptando la práctica tradicional, pero poniendo las bases de su desaparición; abriendo la puerta a una novedad llena de peligros, que todos sabían positivamente que iban a consumarse pues los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz (Lc. 16,8).

Hacerlo, además, en la época del caos del postconcilio facilitó que el mal se propagase con diabólica velocidad; sí, he dicho el mal, no porque sean malos los que comulgan en la mano, sino porque obran en contra de lo que –como comprobaron los obispos- creyeron con profundo sentido de la fe sus padres y abuelos, produciendo un “cambio dañoso, tanto para la sensibilidad como para el culto espiritual de los mismos Obispos y de muchos fieles". Atención a lo que dice. No sólo la fe el pueblo enfermaría sino también los obispos sufrirían ese daño. En efecto, la fe de los cristianos hoy sufre una tremenda regresión respecto a la de sus padres, y cincuenta años después, un humilde cristiano tiene que criticar con dolor un texto de su obispo sobre la manera de recibir la comunión.

Sí, la comunión en la mano objetivamente (esto es, sin juzgar la intención, la fe o la santidad de quienes así la reciben), es un mal. Es una desobediencia y una traición al sentir de los católicos que nos precedieron, que en fe y fervor ganaban por goleada a nuestra generación. Por eso decimos no, ahora y siempre, haya o no pandemias. Por eso digo NO.

Concluyo con un texto de Baltasar Gracián, un excepcional escritor español, jesuita por más señas, que vivió en el siglo XVII y es el autor de una de las tres más grandes novelas escritas en España, El criticón (las otras dos son El Quijote y La Regenta). Escribió un único libro religioso en su vida –El comulgatorio-, y de él he recogido estas palabras con la que concluyo mi reflexión:

“Advierte, alma, que al mismo Cristo, gloriosamente llagado tienes dentro de esta Hostia; oye lo que te dice: “Acércate a mí, recíbeme y tócame, no ya con los dedos sino con tus labios; no con la mano grosera, sino con tu lengua cortés, con tu corazón amartelado; pruebe tu paladar a qué saben estas llagas; pega esos labios sedientos a la fuente de este costado abierto; apáguese la sed de tus deseos en este manantial de consuelos” (El Comulgatorio. Meditación XLII, nº 2)

domingo, 26 de julio de 2020

La recepción de la Sagrada Comunión en la mano o la historia de una desobediencia (1).


En un documento del Arzobispo de mi ciudad, D. Juan José Asenjo (1), del pasado día 14 de mayo de 2020, a fin de "resumir el estado de la cuestión sobre la forma de administrar la sagrada comunión en tiempo de epidemia", se "recomienda vivamente" que, a causa de la excepcionalidad que ha producido la crisis sanitaria del COVID19, los fieles que vayan a comulgar, reciban la Sagrada Forma en la mano. No se obliga, se recomienda.


Afirma nuestro pastor que esta decisión cuenta con "el refrendo de los profesionales sanitarios", y "la inmensa mayoría de los obispos de todo el mundo", quienes han "recomendado o preceptuado" esa forma de recibir la comunión.


Lo primero que me gustaría decir es que me parece muy noble y muy necesario que mi obispo se preocupe por la salud de fieles y sacerdotes, sobre todo teniendo en cuenta que esta epidemia (aún no erradicada) se está cebando con las vidas de las personas mayores, y desgraciadamente muchos sacerdotes están en ese grupo de especial riesgo. Si, en efecto, como consecuencia de no tomar las medidas médicas oportunas, fallecieran muchos consagrados, el colapso de asistencia litúrgica, pastoral y sacramental en nuestra diócesis -en todas en realidad- en unos meses sería impresionante, y el pueblo cristiano sufriría la imposibilidad de acceder a los sacramentos.


Nada por tanto que objetar a las buenas intenciones de mi arzobispo, quien además -según afirma- cuenta con el apoyo de profesionales sanitarios, si bien me consta que hay médicos que han considerado que es más arriesgado recibir la comunión en la mano que en la boca. Por ejemplo, leo en "infocatólica" que:


"el profesor Filippo Maria Boscia, presidente de la asociación de médicos católicos, expresó el pasado mes de mayo, durante el confinamiento, su sentir: "como médico, estoy convencido de que la comunión en la mano es menos higiénica y, por lo tanto, menos segura que la comunión en la boca. Definitivamente, las manos son las partes del cuerpo más expuestas a los patógenos".


E igualmente, veintiún médicos católicos austriacos recomendaban recibir la comunión al modo tradicional, de rodillas y en la boca, pues entienden que si la reciben así, al estar el sacerdote a diferente nivel que el fiel, hay


"menos riesgo de infección que cuando se administra la comunión de manos. En ese caso, el sacerdote y el receptor están al mismo nivel, por lo que el riesgo de infección por gotitas es mayor".

Por lo tanto, cuando nuestro arzobispo menciona el "refrendo de los profesionales sanitarios" , quizás hubiera sido más exacto referir "refrendo de (algunos) profesionales sanitarios", o incluso le concedo "refrendo de (la mayoría de) los profesionales sanitarios".


Pero no es ese aspecto científico discutido lo que quiero comentar, sino otras afirmaciones que hace mi obispo, dos concretamente:


1º.- Su mención a la instrucción del papa Pablo VI "Memoriale domini" de 1969, con afirmaciones que no responden a la realidad.


2º.- Determinadas expresiones donde parece -resalto esa palabra, parece- criticar las motivaciones de aquellos cristianos -como el que ahora escribe-, que jamás tomaran en sus manos el Cuerpo del Señor (salvo, obviamente, el supuesto extremo de tener que protegerle en caso de profanación).


En relación con lo primero -y siento decirlo-, es falsa la afirmación de que "La comunión en la mano fue permitida por la Santa Sede después de haber consultado al Episcopado universal en 1968". Repito, es contrario a la verdad histórica lo que se afirma en esa frase, la haya escrito el Arzobispo o algún auxiliar o secretario suyo.


Lo que dice dicha Instrucción de la Sagrada Congregación del Culto Divino (en 1969, por cierto) es exactamente lo contrario. Que tras consultar el papa al episcopado universal, constató que la mayoría de los obispos del mundo a).- No deseaban que se aceptase el nuevo medio de recibir la comunión en la mano, b).- No deseaban que se hicieran experimentos (sic) con ese tema y c).- Creían que los fieles católicos no iban a aceptar de buen grado (sic) esa novedad. Además, la Instrucción de 1969 añade a continuación:




"Se ve por las respuestas dadas que la mayor parte de los obispos estiman que no debe cambar la disciplina vigente, más aún, que el cambio sería dañoso, tanto para la sensibilidad como para el culto espiritual de los mismos Obispos y de muchos fieles"




Por lo tanto, la Santa Sede confirmó (en 1969) la tradición de recibir la comunión de rodillas y en la boca.


"En consecuencia, la Sede Apostólica exhorta calurosamente a los Obispos, sacerdotes y fieles que se conformen diligentemente a la ley vigente y nuevamente confirmada, tomando en consideración el juicio dado por la mayor parte del Episcopado católico, la forma empleada por el rito actual de la sagrada liturgia y también el bien común de la misma Iglesia"



No es cierta, como vemos, la afirmación del documento de mi obispo de 14 de mayo del presente año. Ahora bien, no son tan necios los que redactan los documentos a nuestro obispo como para hacerle avalar algo tan burdo que cualquiera que conozca mínimamente esos hechos podría objetarle. Por eso, esa mentira, en realidad, es mucho más grave porque mezcla una falsedad (aprobación por Roma a una práctica que se ha considerado indeseable) con una verdad (aceptación excepcional y por vía de indulto de esa mala praxis, exclusivamente en sitios donde estuviera implantada). Y esa excepción, que Roma hizo a regañadientes a una prohibición (lean el documento y constatarán la desolación que muestra), la hace pasar el documento como una verdad general. Y digo que eso es más grave porque si una mentira pura podía atribuirse a ignorancia, una mentira de esta naturaleza supone una manipulación consciente de un lector incauto. Sinceramente, siento vergüenza no tanto por la mentira, sino porque nuestros obispos sigan creyendo que sus fieles somos menores de edad, y pueden engañarnos como a un niño con que viene el coco.



La Instrucción de 1969, -y con la intención de evitar escándalos allí donde se comulgaba a la manera de los protestantes-, lo permitió excepcionalmente (a título de indulto), pero exigiendo que las Conferencias Episcopales (sólo de los países donde aquello estuviera extendido) solicitasen la confirmación de la sede apostólica. Y eso es lo que hicieron -como dice el documento de nuestro arzobispo- los obispos españoles en 1975, cuando lo cierto era que en España, en el año 1969 -el de mi nacimiento-, todos los católicos (sin excepción) comulgaban de rodillas y en la boca. En 1969 y, casi seguro también, en 1975. Yo tenía por entonces 5 años, pero el testimonio de mis mayores era inequívoco.


Es decir, Roma exhortaba a mantener la práctica tradicional, y en España se seguía pacíficamente ésta. Cinco años después vino la desobediencia. Nadie puede negar entonces que pasados cinco años, los obispos españoles -bien por su cuenta, o bien, tras examinar el presunto cambio producido en este asunto en la mayoría del pueblo español (si es que se produjo, pues muchos me dicen que no)-, decidieron desobedecer a Pablo VI. Sí, desobedecer, ser rebeldes a la normativa del Papa, aunque en realidad se trataba de algo mucho más grave, pues comulgar en la mano o en la boca no era un asunto estrictamente disciplinar. La misma instrucción de Pablo VI afirma que:


"Pues una mutación en cosa de tanta importancia, que se asienta en una tradición antiquísima y venerable, además de tocar la disciplina".


Y por último, como los buenos documentos de la Iglesia, éste tenía naturaleza profética que, como era de esperar, se ha cumplido con exactitud en nuestro tiempo:


"y además también puede traer consigo peligros, que se teme podrán surgir del nuevo modo de administrar la sagrada comunión, a saber: que se llegue a una menor reverencia hacia el augusto Sacramento del Altar, o a la profanación del mismo Sacramento o a la adulteración de la recta doctrina".


Hay que estar muy ciego o ser muy malvado para negar que esa hydra de tres cabezas -los tres peligros anteriores- causan estragos hoy en todas las naciones (recepción por parte de pecadores públicos y no arrepentidos, profanaciones, y falta de fe en la Presencia Real) . Y sabemos el año en que esa hydra nació y quién fue su madre: la desobediencia de nuestros obispos a las claras órdenes del papa. Un pecado especialmente repugnante.


Si me preguntasen por que jamás comulgaré, recibiendo al Señor en la mano, aparte de argumentos de toda naturaleza conformes a la tradición, añadiré como corolario éste: porque tiene origen en un pecado, y nada fundado en el pecado puede agradar a Dios.


(Continuará)


(1).- Dicho documento se ha enviado a algunos fieles, que manifestaron al arzobispo su preocupación por la situación de hostilidad que percibían cuando pretendían comulgar por el modo tradicional. La copia que poseo no está firmada por él, aunque sí consta su nombre a pie de página. 

sábado, 11 de julio de 2020

Unplanned, dos mujeres y el mito de la caverna



De las cosas que heredé de mi padre, tengo un especial cariño a una Biblia en cuatro tomos, con numerosas ilustraciones de obras señeras del arte religioso universal. Cada cierto tiempo, coloco uno de los tomos, abierto por alguna página, sobre un atril situado en un mueble a la entrada de mi casa, y siempre dejo una candela junto a ella, que enciendo cada mañana y apago al acostarme.


Hace unas semanas coloqué el tomo, que estaba abierto por una página con una preciosa ilustración del encuentro de María e Isabel, al inicio del la historia de nuestra salvación. Curiosamente, el texto no era el del Nuevo Testamento, sino el de la conocida profecía del profeta Jeremías sobre una nueva alianza que sustituiría a la primera. Con buen sentido, se ha visto a San Juan Bautista como conclusión de los profetas del viejo testamento, mientras que el Señor es inicio y culminación -Alfa y Omega- de la definitiva y universal alianza de Dios con todos los hombres. Por eso esa imagen era perfecta en ese sitio.


Ayer fui solo al cine para ver la película "Unplanned", y al volver a casa me di cuenta de que casualmente la foto de esa página representaba a dos extraordinarias mujeres encinta (de seis meses Isabel, de poco tiempo María). Y también observé que el pabilo de la vela estaba muy débil, pues apenas quedaba cera. Y como un intenso contraste me vinieron a la mente muchas duras imágenes de esa imprescindible película.


No quiero hablar de la crueldad, cobardía y horror del acto del aborto terapéutico, filmado sin truculencias pero con tremendo realismo (sí fueron en cambio brutales y desagradables las escenas del efecto de un aborto químico con la píldora RU-486). Tampoco quiero centrarme en la hipocresía y maldad de una asociación como "Planned Parenthood", que definiéndose como una entidad sin ánimo de lucro, no vive de asesorar y proteger los "derechos reproductivos"("proveedor de servicios de salud reproductiva" dicen), sino del negocio de la muerte. De hecho, en un momento de la película, la responsable de esa clínica abortista compara el negocio de las hamburgueserías con el de esa asociación. Los beneficios de las primeras no se obtienen de la carne de vacuno sino de las bebidas y las patatas fritas, cuyos márgenes son mucho más grandes. Los de "Planned Parenthood", de matar la vida de millones de fetos en todo el mundo. Ese es, pues, el origen de su beneficio: matar.


Lo que sí quiero comentar es la extraña ceguera que parecían sufrir todas aquellas personas (todas mujeres) que trabajaban allí, excepción hecha de los médicos y sanitarios (es un decir) y de la máxima responsable de esa clínica. Aquellas mujeres -como Abby Jonhson, la protagonista principal a la cabeza- parecían no comprender lo que es un aborto, y trabajaban en un ambiente alegre donde abstracciones como "derecho a decidir" o "derechos reproductivos" eran una valla que no permitía ver la carnicería humana detrás de ella, a escasos metros de donde trabajaban; en quirófanos donde, aparte de asesinar, se dejaban cicatrices horrendas en el alma de las que pudieron ser madres. Estremecedor el plano donde se ve a varias mujeres, tras el aborto, con camisones tan blancos como sus rostros, mirando todas al suelo y agarrando sus vientres.


Cuando Abby Johnson contempla en directo un aborto (tras años trabajando y ascendiendo allí, tras recibir un premio de esa asociación de matarifes, e incluso tras haber consentido dos abortos voluntarios en el pasado), toma entonces conciencia de la realidad del mal al que está contribuyendo. Corta por lo sano, ingresa en un grupo provida y se enfrenta valientemente "a una de las asociaciones más poderosas del mundo", como le recuerda su antigua jefa para amedrentarla (la única verdad que dice en toda la película). Al final, Abby redime con lágrimas su alma, y en la valla de ese matadero coloca dos rosas en recuerdo de los dos hijos que asesinó en el pasado.


Ahora bien, ¿es posible de buena fe tal ceguera? ¿Es necesario ver morir a alguien a manos de otro para saber lo que es un homicidio? La propia Abby -que es la que narra su experiencia durante la película- admite al principio que su historia es muy incongruente, y eso es lo que más me llamó la atención: la capacidad del ser humano para construir un muro de abstracciones que le protejan de la cruda realidad, aunque a veces ésta -por inspiración del Altísimo sin duda alguna- se nos muestra tal y como es. Y entonces podemos desprendernos del error, vislumbrar la verdad, obrar bien y en definitiva salvarnos.


Hace veinticinco siglos el filósofo Platón, en el libro VII de "Las Leyes" narró el famoso "Mito de la Caverna", en el cual unos hombres encadenados, dentro de una gruta, contemplan en la pared del fondo las sombras de una serie de figuras. Las figuras reales, en realidad, están detrás de ellos -sobre un muro-, y más atrás aún hay una luz que al proyectarse sobre ellas, generan las sombras que contemplan esos encadenados. Ahora bien, lo que contemplan los encadenados, son pálidas imágenes de la Verdad, que se encuentra en el mundo de las Ideas Platónicas y que gracias a la luz de un sol (Dios o el Bien) que se emite sobre ellas, se manifiesta imperfectamente en nuestro entendimiento  Vemos una "ecografía" de la realidad, una verdad -sin duda- pero está oscurecida. La verdad es la adecuación del entendimiento con la realidad. Los esclavos ven la sombra de un toro porque tras ellos hay un toro real.


El caso que nos plantea esa película es diferente, y es un signo de la modernidad. La mayoría de los que defienden el aborto no ven ni la sombra de la verdad del aborto. A la madre ni siquiera se le muestra una ecografía. Lo que ven es otra cosa radicalmente diferente: un mentiroso bien ajeno -derechos reproductivos, derecho a decidir, titularidad absoluta del cuerpo de la mujer-, y lo que le ocurre a la verdad no es que se oscurezca, es que literalmente desaparece. Parece como si el sol, el dios o el bien del que brota la luz (que permite al menos que lo que vemos en la pared sea una pálida aparencia de la realidad), se hubiera transmutado en un ser malvado, padre de la mentira y la confusión, que logra que aprehendamos algo totalmente diferente, en apariencia positivo y que anula lo que deberíamos percibir sin esa manipulación, y con el único fin de extender su reino de la muerte y del terror por todo el mundo. Afortunadamente, Abby logró darse la vuelta ,y concienciarse de que no era un dios benévolo quien movía aquellos hilos, sino el ser al que los cristianos llamamos con los nombres de Satanás o el Adversario. O como le calificó Nuestro Señor: el padre de la mentira.


Nuestro mundo ha dado una vuelta de tuerca al famoso mito platónico, pues ya lo que nos ofrece nos es una sombra de la verdad, sino sencillamente lo contrario, la falsedad. Los asesinatos de inocentes no se centran en las víctimas, sino en los injustos derechos de los verdugos, que igual se pueden llamar derechos reproductivos para las feministas o, hace ochenta años, protección de la nación racial para los nazis. Se oculta la verdad para no asumir que hablamos simple y llanamente de asesinatos de seres humanos inocentes. Eso es un signo de nuestro tiempo, el predominio de la mentira. El periodista francés Revel así lo expresó en su lúcido ensayo "El conocimiento inútil": "La primera fuerza que rige al mundo es la mentira". No una verdad emborronada, no. Es sencillamente la mentira.


O esa inmortal frase del escritor austriaco Stefan Sweig, en su ensayo sobre Calvino y Servet: "Matar a un hombre no es defender una doctrina -digamos hoy ideología-, sino matar a un hombre».


Como dije, llegué a mi casa tras la película, y contemplé con alegría la imagen del abrazo de esas dos mujeres. Pero el pabilo de la vela estaba mortecino, y muy poco después se apagó. Parecía que con esa pequeña luz que se apagaba, una inmensa tiniebla se cerniese sobre nuestro desdichado mundo. Pese a ello, aquellas mujeres embarazadas seguían indicando, con su cariñoso abrazo, que nada ni nadie podrá destruir el amor, porque es mucho más fuerte que la muerte.

domingo, 5 de julio de 2020

Fe, esperanza y caridad. Sobre una Misa Tradicional en Lucena (Córdoba).




FE y CARIDAD 


En el discurso de apertura de la Segunda Sesión del Concilio Vaticano II, en 1963, el papa Pablo VI manifestó lo siguiente: “El Concilio quiere ser un despertar primaveral de inmensas energías espirituales y morales latentes en el seno de la Iglesia. Se presenta como un decidido propósito de rejuvenecimiento, no sólo de las fuerzas interiores sino también de las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales”.

Apenas diez años después, el mismo papa tuvo que rendirse a la evidencia del rotundo fracaso de esos estupendos propósitos. En la homilía del 29 de junio de 1972, con ocasión de la festividad de San Pedro y San Pablo, afirmará: “Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. […]. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad”.


Ayer asistí, junto con algunos asociados de UNA VOCE SEVILLA, en Lucena (Córdoba) a la Misa Tradicional Votiva en honor de la patrona de esa localidad corbobesa, la Santísima Virgen de Araceli (que había sido trasladada de su ermita a la parroquia) ; misa organizada por nuestros hermanos UNA VOCE CÓRDOBA y celebrada en la bellísima Parroquia de San Mateo de esa localidad.



Luego, compartimos una comida de hermandad los miembros de ambas asociaciones, donde –como observó atinadamente el Presidente de UNA VOCE SEVILLA-, la mayoría de los asistentes eran gente muy joven, tanto chicos como chicas.


Sobre la Santa Misa Cantada aún ahora la recuerdo con inmensa emoción. Hacía tiempo –y no sólo por el desierto litúrgico generado por la crisis del COVID19- que no asistía a una ceremonia de tanta belleza . Durante esa hora y media-que pareció un suspiro- estuve con los dedos tocando el Cielo. Al ser una Misa Votiva en honor a la Santísima Virgen, la Liturgia de la Palabra proponía en primer lugar la lectura de Isaías, aquella en la que profetizaba al Rey Acaz el nacimiento de un hijo –el futuro monarca Ezequías-, un gran reformador litúrgico y moral, que destruiría los restos idolátricos con los que aún coqueteaba el pueblo judío. Sin embargo, el texto del profeta se interpretaba mesiánicamente por la referencia a un nacimiento virginal –o de una doncella-; así los Santos Padres vieron reflejado en ese texto el nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo.


Como ya había leído el texto latino en el misal –y conozco bien la traducción- me limité a escuchar con los ojos cerrados el perfecto latín del Padre franciscano, Joaquín Pacheco, que oficiaba el Santo Sacrificio.


Imposible fue no emocionarse con aquella expresión -Ecce, virgo concipiet et pariet filium et vocabit nomen eius Emmanuel-. Pero aún, a pesar de todo, pude retener mis lágrimas.



No sucedió así con la segunda lectura, que de tanto escucharla, leerla y meditarla en el pasado, el latín ahora se transformaba en verdadera lengua materna. Pues ¿a quién puede extrañar el más grandioso saludo hecho nunca en la historia de la humanidad?


“Ave María, Gratia plena, Dominus tecum”.


Me tuve que subir la dichosa mascarilla a la altura de los ojos, para ocultar las lágrimas que, sin respetos humanos y sin consideración a las gentes que me rodeaban (a metro y medio por supuesto), brotaban de mis ojos.


Si con la lectura de Isaías toqué con los dedos el cielo, con la lucana tuve la sensación de que una maternal caricia de la bienaventurada Virgen María, nos abrazaba a todos los que asistíamos a ese Santo Sacrificio, y que nos hacía repetir en un único corazón, su humilde y eterna respuesta a Nuestro Padre del Cielo, por mediación del ángel Gabriel:


“ Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum”.


Concluida la Liturgia de la Palabra –o Misa de los Catecúmenos- , comenzó la Misa de los Fieles con ese impresionante Ofertorio en silencio que comienza “Suscipe Sancte Pater , onmipotens aeterne Deus, hanc inmaculatam hostiam…” . Y de algún modo a partir aquí la Misa, dejando atrás lecturas de esperanza, va adquiriendo el tono dramático del Sacrificio real (y sacramental) que va a consumarse a continuación. Por eso, ya no nos centramos tanto en la alabanza al Dios que nos lo ha dado todo –su amor, su paternidad e incluso su Hijo-, sino más bien nos miramos a nosotros mismos, a nuestros pecados y a nuestra indignidad ante quien va a morir por amor a cada uno de sus hijos. Por un amor puro, que no nos merecemos, y que jamás seremos capaces de merecer, y pese a ello, nos lo regala en cada Santa Misa.


Cuando el sacerdote –Alter Christus- eleva al Señor , ahí le ahí vemos, en la cruz que levantaron sus verdugos –es decir, nosotros con nuestros pecados- , mientras Él seguía intercediendo y amándonos sin medida…. “Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt”, “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”. En verdad no sabemos, porque somos meras criaturas, pero sí comprendemos con nitidez que, por parte de Él, la Santa Misa es el perfecto y único Sacrificio que, aun pasado, se actualiza real y sacramentalmente ahora. Y por parte de nosotros, es una “eucaristía”, una “acción de gracias” por los beneficios que de Él recibimos.


Todos arrodillados, en absoluto silencio y piedad –como estuvieron los millones de ángeles ante el Calvario y están ante cada misa que se celebre en el mundo-, tenemos la certeza de que nunca podremos comprender la magnitud de ese misterio que se exhibe ante nuestros anegados ojos. Pero sabemos que el mismo poder bondadoso y eterno que creó la realidad desde la nada –y nos hizo a cada uno de nosotros-, es el que actúa allí. Y que somos bendecidos por poder acercarnos al Misterio de los Misterios, a Dios, que es Uno y Trino, que es Amor y que nos lo demostró, de una vez para siempre, con la locura de la cruz.


Cuando comulgamos lo hacemos de rodillas y en la boca, pues somos indignas criaturas ante Él, y no debemos tener la osadía de la pobre cananea que tocó su manto para librarse de sus hemorragias, o como la Magdalena, que se abrazó a sus pies cuando le reconoció tras la resurrección. Ellas lo hicieron en momentos de absoluta necesidad; nosotros, aunque desde luego podríamos invocar lo mismo que aquellas mujeres de fe, preferimos ser humildes y dejar que sólo manos consagradas toquen al Señor. Y le pedimos que la vida no nos ponga en la tesitura de tener que cogerle (o acogerle) algún día con nuestras sucias manos, para protegerle de sus enemigos.


“Ite Missa est”. Ha concluido la Misa, el acto más excelso de alabanza al Creador, que definitivamente no es obra humana sino divina. Verdad, Bien y Belleza absolutas, unidas sin confusión mezcla o división. Sacrificio definitivo del Hijo que, acogido benévolamente por el Padre, remite nuestros pecados, y tiene por tanto un carácter también propiciatorio.


¿Falta algo por darnos el Creador? En principio no, pues el Sacrificio del Hijo, realizado de una vez para siempre y ofrecido al Padre, ha sido ahora actualizado y en sí mismo es absolutamente perfecto, por lo que la respuesta parece ser negativa. Por eso se dice, “Id, la misa ha concluido”. Sin embargo, podríamos añadir lo que recuerda Santa Teresa de Jesús en Las Moradas: “Harto desatino sería pensar (que no es posible quedar nada por decir), pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco le tendrán sus obras ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas?”(Libro VII, Cap. I).


En efecto, la naturaleza humana, que no actúa sólo con la cabeza sino también con el corazón, venera a la maternidad tanto o más que a la paternidad, y eso creo que es fácil de entender y no requiere más explicaciones. Aunque los teólogos modernos, con algo de razón, admiten el doble carácter, paternal y maternal, de Dios, yo prefiero no entrar en este tipo de cuestiones por considerarlas peligrosas e innecesarias. El Dios bíblico es padre ante todo, y precisamente por eso, en su plan de salvación, ya nos ha dado a una madre, la más excelsa, hermosa y buena de la historia, la bienaventurada Virgen María. La ha consagrado, por sus inmensos méritos, Reina del Cielo y de la tierra; madre de Dios, madre de los creyentes y madre de la Iglesia. De ella, en su invocación de Virgen de Araceli, nos despedimos con lágrimas en los ojos, y la Salve en nuestros labios. De ti me despido, madre, con el corazón henchido de amor:


“Salve, Regina, Mater misericordiae,

Vita, dulcedo, et spes nostra, salve.

Ad te clamamus, exsules filii Hevae,

Ad te suspiramus, gementes et flentes

In hac lacrimarum valle.

Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos

Misericordes oculos ad nos converte;

Et Jesum, benedictum fructum ventris tui,

Nobis post hoc exilium ostende

O clemens, O pia, O dulcis Virgo Maria.



Ora pro nobis sancta Dei Genetrix.

Ut digni efficiamur promissionibus Christi”.


II 

ESPERANZA 


Con la Santa Misa celebrada en la Parroquia de San Mateo de Lucena, podríamos decir que quedaron fortalecidas las tres virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad.


La fe, porque en la Misa Tradicional, celebrada en un templo antiguo de inmensa belleza, ornado con delicadeza y proporción, y oficiada por un sacerdote con un cuerpo de acólitos que parecían tener una misma alma y un mismo corazón, me confirma sin la más mínima sombra de duda, las Verdades y doctrinas que he recibido, de acuerdo al axioma, lex orandi, lex credendi.


La caridad, porque es imposible meramente comprender una gota de ese océano de belleza, sin sentir el fuego del amor de Dios.


Y La esperanza, porque ahí –en esa celebración que tan intensamente ha tocado el corazón de quien esto escribe- veo la mano de Dios, que jamás abandonará a su amada Iglesia, por infieles, cobardes o mezquinos que seamos sus miembros, estén o no consagrados.


Por eso, -volviendo con las citas del papa Pablo VI al inicio de este escrito- creo que cuando se refería con entusiasmo –en 1964- a “rejuvenecer las formas rituales” y constató años después -1972- que no se había producido rejuvenecimiento alguno, sino caos y confusión –doctrinal sobre todo, pero también litúrgica-, no comprendió entonces la verdadera razón de esa catástrofe. Con la bonita expresión de “rejuvenecer”, lo que en realidad se había conseguido fue afear con afeites espantosos (muy modernos) el rostro augusto y casto de la bimilenaria Iglesia Católica. A una venerable anciana, llena aún de vida y de sorprendente belleza, se la prostituyó, se la vistió con los ropajes de una adolescente inmadura –la modernidad-, se la embadurnó con maquillajes agresivos que le dieron un rostro espantable, de tal modo que las Iglesias vanguardistas parecen garajes o discotecas, y la liturgia una asamblea libertaria donde no hay ni distinción ni diferencia entre sus miembros, diluyéndose la noción de lo sagrado. En definitiva, “no le abrió los brazos al mundo, sino las piernas”, en brutal expresión del gran escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila. Y nadie puede dudar que la denominada reforma litúrgica haya sido, al menos, concausa de ese desastre, pues hasta nuestro querido papa emérito Benedicto XVI lo afirma con rotundidad en su autobiografía.



Tras asistir a la Misa Votiva de Lucena, me pregunto por qué había de cambiar algo en ella. Si aquella manifestación de amor de Dios es excesivamente elevada para los fieles, habría que aclarar que lo es para cualquier mortal que tenga fe, ya sea analfabeto o lector de millones de libros. Nadie puede alcanzar la cima de lo que se nos está ofreciendo, y probablemente el cristiano ignorante –con fe de carbonero-, por su humildad, tenga mayor sensibilidad para percibir su misterio que el hombre culto, cuyas letras le vuelven soberbio y escrupuloso. Todos –absolutamente todos los mortales- somos indignos y miserables ante Dios. Y ni siquiera en el Cielo –cuando seamos semejantes a Él según nos prometió- podremos llegar a comprender la infinita profundidad de su misterio amoroso. Él es el Ser por excelencia. Nosotros no.


¿Vamos a aguar el mismo misterio, para hacerlo digerible a la torpeza de nuestro entendimiento? Ahí está el problema. La Santa Misa está hecha exclusivamente para agradar a Dios, no para agradar a los hombres, ¿Lo hemos olvidado? Y precisamente por esa impotencia humana ante ella, nos fascina y qué inmenso gozo siente el cristiano que asiste a ella, con la certeza de que todo aquello le supera, precisamente porque sabe que al ser obra de Dios, necesariamente no puede abarcarlo.


Ahora nos aburrimos en las Misas modernas precisamente porque lo comprendemos casi todo, y la mediocridad de nuestra vida se cuela en las formas, la música y los comportamientos y gestos de sacerdotes y fieles. Giro antropocéntrico llaman a esta degeneración. Yo lo llamaría obra diabólica. “Quien reforma un Rito, hiere a un dios” nos vuelve a recordar la sabiduría de Gómez Dávila.


Ahí está la raíz de la crisis. ¿Tan complicado es darse cuenta? Hay que volver a la centralidad de Dios, a diferenciar lo sagrado de lo profano, a celebrar la Misa con la mirada de todos fija en el Altar y no en el oficiante; a utilizar una lengua imposible de contaminar; hay que volver a la Misa de siempre si queremos salir del túnel encenagado donde nos han llevado. Esa certeza, en definitiva, quedó grabada en mi corazón tras abandonar feliz de aquella Parroquia de San Mateo de Lucena (por cierto, para no perderse la capilla sacramental, una joya del barroco español sin lugar a dudas).


Pero ya dije, con mi querida Santa Teresa de Jesús, que el Señor siempre nos tiene preparado más de lo que pensábamos. El Apóstol lo confirma al exclamar que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, las cosas que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor. 2,9).

Concluida la Misa, fuimos a un hotel cercano para una comida fraterna, entre cristianos tradicionales de Córdoba y de Sevilla, la mayoría gente muy joven de ambos sexos. Y ahí, la virtud de la Esperanza, que de las tres teologales era la que menos había hasta entonces destacado, alcanzó un brillo como no pude imaginar.


Tras el postre, dieron excelentes discursos D. Agustín, presidente de UNA VOCE Córdoba; el sacerdote que ofició la Santa Misa –el franciscano Padre Joaquín-, y el Padre D. Alberto González Chavez, quien por cierto nos sorprendió con su espectacular voz, cantando la conocida canción del sembrador, de la zarzuela “La rosa del azafrán”. Pero con ser asombrosa interpretación –digna de un barítono de prestigio-, lo más importante fue su brillante reflexión sobre la necesidad de fortalecer fuertes vocaciones cristianas, ya sean llamadas a la vida consagrada (que él acertadamente consideraba como las mejores), o a cualquier otro estado, como la vida matrimonial. Presentó a dos jóvenes del grupo tradicional de Córdoba, que habían ingresado –o iban a ingresar- en el seminario, los cuales me admiraron no sólo por la rotundidad de su fe y su vocación, sino por su solidez humana. Al igual que muchos chicos y chicas de UNA VOCE CÓRDOBA, los cuales hablaron públicamente –animados por D. Alberto, al que todos tenían como un padre-. Y me quedé fascinado por el sincero amor con el que seguían a Cristo, vivían su fe católica y percibían la belleza de la Misa Tradicional. Y noté que era la Gracia del Señor quien fortalecía la fe de esos chavales (que no superaban los veintipocos años), y que esa Gracia les había verdaderamente regalado, como don añadido, una gran madurez personal, convirtiéndoles en hombres y mujeres adultos de fuerte personalidad, rotundas convicciones e inmensa fuerza para la lucha contracorriente. Lucha de la que todos ellos –como un valiente ejército- eran conscientes, pues sin excepción conocen perfectamente que “quien quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirá persecución” (2 Tim. 3,12).


Palpé con mi alma –si así puede decirse- la virtud de la esperanza, que agregada a la fe (fortalecida tras la Santa Misa), y la caridad, (infundida por esa dulce mediadora de la Gracia que es la bienaventurada Virgen María), convirtió la jornada de Lucena en uno de esos recuerdos que retiene la mente, precisamente porque están repletos lo que más nos falta en estos tiempos recios: de esperanza.


Esperanza en un resurgir de nuestra fe, probablemente unido a pruebas tremendas que aún no han llegado, pero que no tardarán. Y certeza en que ese resurgir, brotará como pequeño grano de mostaza, de la veneración de los jóvenes por la Misa Tradicional.


¡Pastores de la Iglesia, por qué nos despreciáis, y no queréis comprender que ahí está la única salida a ese túnel de oscuridades del que hablaba Pablo VI! ¡No seáis guías ciegos!


En fin, nos despedimos todos tras esa deliciosa velada, y volvimos a Sevilla. En mi coche conducía yo, e iban Javier Quintana, vicepresidente de UNA VOCE SEVILLA, y dos chavales, uno llamado Javier, y Catalina, una chica colombiana, asidua a la Misa Tradicional de Sevilla (actualmente suspendida). Ésta nos propuso durante el viaje rezar el rosario, y a todos nos pareció bien. Era sábado, y pensaba que los Misterios de ese día eran los gozosos, pero ella me aclaró que en el Rosario Tradicional, correspondían los gloriosos. Estuvimos rezando –en latín- cada misterio, y al llegar al último “La coronación de la Virgen María como reina de Cielo y tierra”, sólo pude pensar con el corazón rebosante de alegría y esperanza, en aquella profunda frase de San Ignacio de Antioquía:

“la fe es el principio, pero la Caridad es el término”.