domingo, 5 de julio de 2020

Fe, esperanza y caridad. Sobre una Misa Tradicional en Lucena (Córdoba).




FE y CARIDAD 


En el discurso de apertura de la Segunda Sesión del Concilio Vaticano II, en 1963, el papa Pablo VI manifestó lo siguiente: “El Concilio quiere ser un despertar primaveral de inmensas energías espirituales y morales latentes en el seno de la Iglesia. Se presenta como un decidido propósito de rejuvenecimiento, no sólo de las fuerzas interiores sino también de las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales”.

Apenas diez años después, el mismo papa tuvo que rendirse a la evidencia del rotundo fracaso de esos estupendos propósitos. En la homilía del 29 de junio de 1972, con ocasión de la festividad de San Pedro y San Pablo, afirmará: “Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. […]. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad”.


Ayer asistí, junto con algunos asociados de UNA VOCE SEVILLA, en Lucena (Córdoba) a la Misa Tradicional Votiva en honor de la patrona de esa localidad corbobesa, la Santísima Virgen de Araceli (que había sido trasladada de su ermita a la parroquia) ; misa organizada por nuestros hermanos UNA VOCE CÓRDOBA y celebrada en la bellísima Parroquia de San Mateo de esa localidad.



Luego, compartimos una comida de hermandad los miembros de ambas asociaciones, donde –como observó atinadamente el Presidente de UNA VOCE SEVILLA-, la mayoría de los asistentes eran gente muy joven, tanto chicos como chicas.


Sobre la Santa Misa Cantada aún ahora la recuerdo con inmensa emoción. Hacía tiempo –y no sólo por el desierto litúrgico generado por la crisis del COVID19- que no asistía a una ceremonia de tanta belleza . Durante esa hora y media-que pareció un suspiro- estuve con los dedos tocando el Cielo. Al ser una Misa Votiva en honor a la Santísima Virgen, la Liturgia de la Palabra proponía en primer lugar la lectura de Isaías, aquella en la que profetizaba al Rey Acaz el nacimiento de un hijo –el futuro monarca Ezequías-, un gran reformador litúrgico y moral, que destruiría los restos idolátricos con los que aún coqueteaba el pueblo judío. Sin embargo, el texto del profeta se interpretaba mesiánicamente por la referencia a un nacimiento virginal –o de una doncella-; así los Santos Padres vieron reflejado en ese texto el nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo.


Como ya había leído el texto latino en el misal –y conozco bien la traducción- me limité a escuchar con los ojos cerrados el perfecto latín del Padre franciscano, Joaquín Pacheco, que oficiaba el Santo Sacrificio.


Imposible fue no emocionarse con aquella expresión -Ecce, virgo concipiet et pariet filium et vocabit nomen eius Emmanuel-. Pero aún, a pesar de todo, pude retener mis lágrimas.



No sucedió así con la segunda lectura, que de tanto escucharla, leerla y meditarla en el pasado, el latín ahora se transformaba en verdadera lengua materna. Pues ¿a quién puede extrañar el más grandioso saludo hecho nunca en la historia de la humanidad?


“Ave María, Gratia plena, Dominus tecum”.


Me tuve que subir la dichosa mascarilla a la altura de los ojos, para ocultar las lágrimas que, sin respetos humanos y sin consideración a las gentes que me rodeaban (a metro y medio por supuesto), brotaban de mis ojos.


Si con la lectura de Isaías toqué con los dedos el cielo, con la lucana tuve la sensación de que una maternal caricia de la bienaventurada Virgen María, nos abrazaba a todos los que asistíamos a ese Santo Sacrificio, y que nos hacía repetir en un único corazón, su humilde y eterna respuesta a Nuestro Padre del Cielo, por mediación del ángel Gabriel:


“ Ecce ancilla Domini; fiat mihi secundum verbum tuum”.


Concluida la Liturgia de la Palabra –o Misa de los Catecúmenos- , comenzó la Misa de los Fieles con ese impresionante Ofertorio en silencio que comienza “Suscipe Sancte Pater , onmipotens aeterne Deus, hanc inmaculatam hostiam…” . Y de algún modo a partir aquí la Misa, dejando atrás lecturas de esperanza, va adquiriendo el tono dramático del Sacrificio real (y sacramental) que va a consumarse a continuación. Por eso, ya no nos centramos tanto en la alabanza al Dios que nos lo ha dado todo –su amor, su paternidad e incluso su Hijo-, sino más bien nos miramos a nosotros mismos, a nuestros pecados y a nuestra indignidad ante quien va a morir por amor a cada uno de sus hijos. Por un amor puro, que no nos merecemos, y que jamás seremos capaces de merecer, y pese a ello, nos lo regala en cada Santa Misa.


Cuando el sacerdote –Alter Christus- eleva al Señor , ahí le ahí vemos, en la cruz que levantaron sus verdugos –es decir, nosotros con nuestros pecados- , mientras Él seguía intercediendo y amándonos sin medida…. “Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt”, “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”. En verdad no sabemos, porque somos meras criaturas, pero sí comprendemos con nitidez que, por parte de Él, la Santa Misa es el perfecto y único Sacrificio que, aun pasado, se actualiza real y sacramentalmente ahora. Y por parte de nosotros, es una “eucaristía”, una “acción de gracias” por los beneficios que de Él recibimos.


Todos arrodillados, en absoluto silencio y piedad –como estuvieron los millones de ángeles ante el Calvario y están ante cada misa que se celebre en el mundo-, tenemos la certeza de que nunca podremos comprender la magnitud de ese misterio que se exhibe ante nuestros anegados ojos. Pero sabemos que el mismo poder bondadoso y eterno que creó la realidad desde la nada –y nos hizo a cada uno de nosotros-, es el que actúa allí. Y que somos bendecidos por poder acercarnos al Misterio de los Misterios, a Dios, que es Uno y Trino, que es Amor y que nos lo demostró, de una vez para siempre, con la locura de la cruz.


Cuando comulgamos lo hacemos de rodillas y en la boca, pues somos indignas criaturas ante Él, y no debemos tener la osadía de la pobre cananea que tocó su manto para librarse de sus hemorragias, o como la Magdalena, que se abrazó a sus pies cuando le reconoció tras la resurrección. Ellas lo hicieron en momentos de absoluta necesidad; nosotros, aunque desde luego podríamos invocar lo mismo que aquellas mujeres de fe, preferimos ser humildes y dejar que sólo manos consagradas toquen al Señor. Y le pedimos que la vida no nos ponga en la tesitura de tener que cogerle (o acogerle) algún día con nuestras sucias manos, para protegerle de sus enemigos.


“Ite Missa est”. Ha concluido la Misa, el acto más excelso de alabanza al Creador, que definitivamente no es obra humana sino divina. Verdad, Bien y Belleza absolutas, unidas sin confusión mezcla o división. Sacrificio definitivo del Hijo que, acogido benévolamente por el Padre, remite nuestros pecados, y tiene por tanto un carácter también propiciatorio.


¿Falta algo por darnos el Creador? En principio no, pues el Sacrificio del Hijo, realizado de una vez para siempre y ofrecido al Padre, ha sido ahora actualizado y en sí mismo es absolutamente perfecto, por lo que la respuesta parece ser negativa. Por eso se dice, “Id, la misa ha concluido”. Sin embargo, podríamos añadir lo que recuerda Santa Teresa de Jesús en Las Moradas: “Harto desatino sería pensar (que no es posible quedar nada por decir), pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco le tendrán sus obras ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas?”(Libro VII, Cap. I).


En efecto, la naturaleza humana, que no actúa sólo con la cabeza sino también con el corazón, venera a la maternidad tanto o más que a la paternidad, y eso creo que es fácil de entender y no requiere más explicaciones. Aunque los teólogos modernos, con algo de razón, admiten el doble carácter, paternal y maternal, de Dios, yo prefiero no entrar en este tipo de cuestiones por considerarlas peligrosas e innecesarias. El Dios bíblico es padre ante todo, y precisamente por eso, en su plan de salvación, ya nos ha dado a una madre, la más excelsa, hermosa y buena de la historia, la bienaventurada Virgen María. La ha consagrado, por sus inmensos méritos, Reina del Cielo y de la tierra; madre de Dios, madre de los creyentes y madre de la Iglesia. De ella, en su invocación de Virgen de Araceli, nos despedimos con lágrimas en los ojos, y la Salve en nuestros labios. De ti me despido, madre, con el corazón henchido de amor:


“Salve, Regina, Mater misericordiae,

Vita, dulcedo, et spes nostra, salve.

Ad te clamamus, exsules filii Hevae,

Ad te suspiramus, gementes et flentes

In hac lacrimarum valle.

Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos

Misericordes oculos ad nos converte;

Et Jesum, benedictum fructum ventris tui,

Nobis post hoc exilium ostende

O clemens, O pia, O dulcis Virgo Maria.



Ora pro nobis sancta Dei Genetrix.

Ut digni efficiamur promissionibus Christi”.


II 

ESPERANZA 


Con la Santa Misa celebrada en la Parroquia de San Mateo de Lucena, podríamos decir que quedaron fortalecidas las tres virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad.


La fe, porque en la Misa Tradicional, celebrada en un templo antiguo de inmensa belleza, ornado con delicadeza y proporción, y oficiada por un sacerdote con un cuerpo de acólitos que parecían tener una misma alma y un mismo corazón, me confirma sin la más mínima sombra de duda, las Verdades y doctrinas que he recibido, de acuerdo al axioma, lex orandi, lex credendi.


La caridad, porque es imposible meramente comprender una gota de ese océano de belleza, sin sentir el fuego del amor de Dios.


Y La esperanza, porque ahí –en esa celebración que tan intensamente ha tocado el corazón de quien esto escribe- veo la mano de Dios, que jamás abandonará a su amada Iglesia, por infieles, cobardes o mezquinos que seamos sus miembros, estén o no consagrados.


Por eso, -volviendo con las citas del papa Pablo VI al inicio de este escrito- creo que cuando se refería con entusiasmo –en 1964- a “rejuvenecer las formas rituales” y constató años después -1972- que no se había producido rejuvenecimiento alguno, sino caos y confusión –doctrinal sobre todo, pero también litúrgica-, no comprendió entonces la verdadera razón de esa catástrofe. Con la bonita expresión de “rejuvenecer”, lo que en realidad se había conseguido fue afear con afeites espantosos (muy modernos) el rostro augusto y casto de la bimilenaria Iglesia Católica. A una venerable anciana, llena aún de vida y de sorprendente belleza, se la prostituyó, se la vistió con los ropajes de una adolescente inmadura –la modernidad-, se la embadurnó con maquillajes agresivos que le dieron un rostro espantable, de tal modo que las Iglesias vanguardistas parecen garajes o discotecas, y la liturgia una asamblea libertaria donde no hay ni distinción ni diferencia entre sus miembros, diluyéndose la noción de lo sagrado. En definitiva, “no le abrió los brazos al mundo, sino las piernas”, en brutal expresión del gran escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila. Y nadie puede dudar que la denominada reforma litúrgica haya sido, al menos, concausa de ese desastre, pues hasta nuestro querido papa emérito Benedicto XVI lo afirma con rotundidad en su autobiografía.



Tras asistir a la Misa Votiva de Lucena, me pregunto por qué había de cambiar algo en ella. Si aquella manifestación de amor de Dios es excesivamente elevada para los fieles, habría que aclarar que lo es para cualquier mortal que tenga fe, ya sea analfabeto o lector de millones de libros. Nadie puede alcanzar la cima de lo que se nos está ofreciendo, y probablemente el cristiano ignorante –con fe de carbonero-, por su humildad, tenga mayor sensibilidad para percibir su misterio que el hombre culto, cuyas letras le vuelven soberbio y escrupuloso. Todos –absolutamente todos los mortales- somos indignos y miserables ante Dios. Y ni siquiera en el Cielo –cuando seamos semejantes a Él según nos prometió- podremos llegar a comprender la infinita profundidad de su misterio amoroso. Él es el Ser por excelencia. Nosotros no.


¿Vamos a aguar el mismo misterio, para hacerlo digerible a la torpeza de nuestro entendimiento? Ahí está el problema. La Santa Misa está hecha exclusivamente para agradar a Dios, no para agradar a los hombres, ¿Lo hemos olvidado? Y precisamente por esa impotencia humana ante ella, nos fascina y qué inmenso gozo siente el cristiano que asiste a ella, con la certeza de que todo aquello le supera, precisamente porque sabe que al ser obra de Dios, necesariamente no puede abarcarlo.


Ahora nos aburrimos en las Misas modernas precisamente porque lo comprendemos casi todo, y la mediocridad de nuestra vida se cuela en las formas, la música y los comportamientos y gestos de sacerdotes y fieles. Giro antropocéntrico llaman a esta degeneración. Yo lo llamaría obra diabólica. “Quien reforma un Rito, hiere a un dios” nos vuelve a recordar la sabiduría de Gómez Dávila.


Ahí está la raíz de la crisis. ¿Tan complicado es darse cuenta? Hay que volver a la centralidad de Dios, a diferenciar lo sagrado de lo profano, a celebrar la Misa con la mirada de todos fija en el Altar y no en el oficiante; a utilizar una lengua imposible de contaminar; hay que volver a la Misa de siempre si queremos salir del túnel encenagado donde nos han llevado. Esa certeza, en definitiva, quedó grabada en mi corazón tras abandonar feliz de aquella Parroquia de San Mateo de Lucena (por cierto, para no perderse la capilla sacramental, una joya del barroco español sin lugar a dudas).


Pero ya dije, con mi querida Santa Teresa de Jesús, que el Señor siempre nos tiene preparado más de lo que pensábamos. El Apóstol lo confirma al exclamar que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, las cosas que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor. 2,9).

Concluida la Misa, fuimos a un hotel cercano para una comida fraterna, entre cristianos tradicionales de Córdoba y de Sevilla, la mayoría gente muy joven de ambos sexos. Y ahí, la virtud de la Esperanza, que de las tres teologales era la que menos había hasta entonces destacado, alcanzó un brillo como no pude imaginar.


Tras el postre, dieron excelentes discursos D. Agustín, presidente de UNA VOCE Córdoba; el sacerdote que ofició la Santa Misa –el franciscano Padre Joaquín-, y el Padre D. Alberto González Chavez, quien por cierto nos sorprendió con su espectacular voz, cantando la conocida canción del sembrador, de la zarzuela “La rosa del azafrán”. Pero con ser asombrosa interpretación –digna de un barítono de prestigio-, lo más importante fue su brillante reflexión sobre la necesidad de fortalecer fuertes vocaciones cristianas, ya sean llamadas a la vida consagrada (que él acertadamente consideraba como las mejores), o a cualquier otro estado, como la vida matrimonial. Presentó a dos jóvenes del grupo tradicional de Córdoba, que habían ingresado –o iban a ingresar- en el seminario, los cuales me admiraron no sólo por la rotundidad de su fe y su vocación, sino por su solidez humana. Al igual que muchos chicos y chicas de UNA VOCE CÓRDOBA, los cuales hablaron públicamente –animados por D. Alberto, al que todos tenían como un padre-. Y me quedé fascinado por el sincero amor con el que seguían a Cristo, vivían su fe católica y percibían la belleza de la Misa Tradicional. Y noté que era la Gracia del Señor quien fortalecía la fe de esos chavales (que no superaban los veintipocos años), y que esa Gracia les había verdaderamente regalado, como don añadido, una gran madurez personal, convirtiéndoles en hombres y mujeres adultos de fuerte personalidad, rotundas convicciones e inmensa fuerza para la lucha contracorriente. Lucha de la que todos ellos –como un valiente ejército- eran conscientes, pues sin excepción conocen perfectamente que “quien quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirá persecución” (2 Tim. 3,12).


Palpé con mi alma –si así puede decirse- la virtud de la esperanza, que agregada a la fe (fortalecida tras la Santa Misa), y la caridad, (infundida por esa dulce mediadora de la Gracia que es la bienaventurada Virgen María), convirtió la jornada de Lucena en uno de esos recuerdos que retiene la mente, precisamente porque están repletos lo que más nos falta en estos tiempos recios: de esperanza.


Esperanza en un resurgir de nuestra fe, probablemente unido a pruebas tremendas que aún no han llegado, pero que no tardarán. Y certeza en que ese resurgir, brotará como pequeño grano de mostaza, de la veneración de los jóvenes por la Misa Tradicional.


¡Pastores de la Iglesia, por qué nos despreciáis, y no queréis comprender que ahí está la única salida a ese túnel de oscuridades del que hablaba Pablo VI! ¡No seáis guías ciegos!


En fin, nos despedimos todos tras esa deliciosa velada, y volvimos a Sevilla. En mi coche conducía yo, e iban Javier Quintana, vicepresidente de UNA VOCE SEVILLA, y dos chavales, uno llamado Javier, y Catalina, una chica colombiana, asidua a la Misa Tradicional de Sevilla (actualmente suspendida). Ésta nos propuso durante el viaje rezar el rosario, y a todos nos pareció bien. Era sábado, y pensaba que los Misterios de ese día eran los gozosos, pero ella me aclaró que en el Rosario Tradicional, correspondían los gloriosos. Estuvimos rezando –en latín- cada misterio, y al llegar al último “La coronación de la Virgen María como reina de Cielo y tierra”, sólo pude pensar con el corazón rebosante de alegría y esperanza, en aquella profunda frase de San Ignacio de Antioquía:

“la fe es el principio, pero la Caridad es el término”.
   

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