sábado, 18 de diciembre de 2021

Lecciones de liturgia para nuestro tiempo en la historia de Israel. La reforma de Ajaz y la contrarreforma de Ezequías.

 


                                                                               I
UNA REFLEXION del PAPA EMERITO SOBRE LA INTANGIBILIDAD de la LITURGIA. Ni VERDAD sin CARIDAD ni CARIDAD sin VERDAD

Nuestro querido papa emérito, Benedicto XVI, en su libro autobiográfico "Mi vida" (1997), incluyó una frase que ha dado mucho de que hablar, generalmente en sectores tradicionalistas, y que a mi juicio llega al meollo de la gran crisis de la fe católica de nuestros tiempos. 

"Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia". 

El origen de ese hundimiento, según señala en párrafos anteriores, se encuentra en la manera violenta -y no orgánica- en la que se procedió a susituir la liturgia codificada por San Pío V en 1570.

"El hecho de que, después de un período de experimentación que a menudo había desfigurado profundamente la liturgia, se volviese a tener un texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo. Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia. Se suscitaba por cierto la impresión de que esto era completamente normal" (subrayados míos).

Pero no lo era, porque como bien explica Benedicto XVI, el desarrollo de la liturgia:

"Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad"(subrayado mío). 

Y al aprobar el Misal de Pablo VI, se siguió otro camino, más radical y evidentemente revolucionario: 

"se hizo aparecer la liturgia de alguna manera ya no como un proceso vital, sino como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica",

Y como consecuencia de ello, 

"nos ha producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la impresión de que la liturgia se «hace», que no es algo que existe antes que nosotros, algo «dado», sino que depende de nuestras decisiones". (subrayados míos)

La trascendencia de esa última fase podemos calibrarla desde el axioma de "lex orandi, lex credendi". Alterar algo tan íntimamente vinculado con las creencias cristianas (como es la liturgia en la que se manifiesta públicamente la fe), no puede menos que afectar directamente a los contenidos en lo que se expresa esa fe del pueblo. Dicho de manera más rotunda: si podemos modificar la liturgia con tal impunidad, poco nos costará -con el mismo descaro- ir diluyendo los contenidos de la fe católica en un mundo donde palabras como "pecado", "penitencia", "expiación", "sacrificio" o "mortificación" han dejado de tener sentido. Pero como los principios fundamentales de la fe son por definición inalterables -tienen la consideración de dogmas o doctrinas seguras-, se nos conmina  hoy a que los apartemos en anaqueles polvorientos de bibliotecas universitarias, y atendamos a una visión "más pastoral y menos doctrinal", "más ecológica y menos celestial", "más horizontal y menos vertical" -"más tiempo y menos espacio" (en expresión del papa Francisco)-, aunque asumamos el riesgo de orillar lo que creyeron y vivieron los cristianos desde hace cientos de años. De este modo se juzga siempre con desconfianza a quienes pretenden salvar la fidelidad estricta a la fe recibida  y no están dispuestos a ponerla en la almoneda del consenso,  pues -según se nos advierte una encíclica reciente, Evangelii Gaudium, (94) 2013 - esa "supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria da lugar a un elitismo narcisista y autoritario". Siendo benévolos, esa frase hubiera parecido cuanto menos incomprensible a tantos papas del pasado reciente (y no reciente) que se desvivieron para que se mantuviese la pureza de una fe, siempre atacada por los modernistas de ayer y de hoy. Ellos sabían bien lo que se jugaba.

En definitiva, no cabe duda de que se pretende abiertamente que nosotros y las futuras generaciones cristianas nos libremos de esas presuntas rémoras que se asocian a rigideces que obstaculizan una vida cristiana presuntamente sana. Pero, con todo respeto, sentimos discrepar, porque, a nuestro humilde juicio, lo que verdaderamente hace enfermar a la fe cristiana es la vacilación en principios innegociables.  Como dijo el Cardenal Pie, el cristianismo es Verdad y es Caridad (no es Verdad sin Caridad, ni es Caridad sin Verdad), y por ello, como Verdad, debemos ser necesariamente intolerantes en las doctrinas seguras; ahora bien, como Caridad, debemos amar de corazón a todos los hermanos, incluso a los más errados (Caritas in veritate., como escribió Benedicto XVI).  Me resulta por ello muy doloroso que documentos eclesiásticos actuales, con insultante franqueza, pretendan disociar a los cristianos que defienden la Verdad, de la reina de todas las virtudes de un seguidor de Cristo, cual es la Caridad.  

                                                                         II
                                 
LA DIVISION del REINO de DAVID y SALOMÓN. PARALELISMO con la DIVISION de la CRISTIANDAD en el SIGLO XVI

Pero ese proceso, que hoy vivimos -algunos con preocupación, la mayoría con esperanza (probablemente sincera)- no ha sido inédito en la historia sagrada. Ya sucedió en el devenir del pueblo que Dios eligió primeramente para llevar la salvación al mundo entero, el pueblo judío. Un mismo camino inadecuado, un itinerario de progresiva infidelidad a los principios (litúrgicos y doctrinales) que culminaría con la destrucción del primer templo, y del destierro a Babilonia. Los llamados "Libros Históricos" de la Biblia -sobre todo a partir de la división del Reino tras el reinado de Salomón- son una fuente fundamental  para comprender lo que ahora exponemos, y por ello -aunque pretendo centrarme en los reinados de Ajaz y Ezequías -siglos VIII y VII A.C.- es necesario que dé unas pinceladas generales de esa historia.

En primer lugar, como es sobradamente conocido, tras la edad de oro de cuatro décadas de gobierno de Salomón, narrada con todo lujo de detalles en la Biblia, el pueblo judío se dividió en dos reinos, uno al norte (Israel) y otro al sur (Judá). Las razones de esa división fueron espirituales y políticas. Espirituales, a causa de la progresiva corrupción del reinado de Salomón, que esclavo de su sensualidad y de su  amor y debilidad por las mujeres -tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas, casi todas extranjeras (1 Rey. 11,3)-, aceptó todo tipo de idolatrías en la nación, debilitando el culto central en Jerusalén y corrompiendo con su mal ejemplo al pueblo. Y políticas, por el hecho de que para mantener los deslumbrantes fastos de de su corte ("donde ni la plata era apreciada dada la abundancia del oro" (2 Cron. 9,20), asfixió con terribles impuestos al pueblo, de tal modo que a su muerte, los israelitas del norte pidieron a su sucesor ser tratados con menor rigor (1 Rey. 12,4). Pero éste, su hijo Roboán, mal aconsejado por unos niñatos (2 Cron. 10,8-10), se negó con arrogancia, provocando la guerra y la separación del reino del Norte, que entronizó como rey a Jeroboán.
 
Las primeras medidas tomadas por este abyecto monarca -con intención de evitar que su pueblo acudiera a Jerusalén a rendir homenaje a Dios-, fueron entronizar dos becerros de oro en Betel y en Dan, nombrar sacerdotes sin pertenecer a la tribu sacerdotal por excelencia -la de Leví-, y tolerar en el país el culto idolátrico a dioses de naciones limítrofes. El destino fatal del Reino del Norte, desde esa apostasía, quedó sellado e Israel fue despeñándose en mayores abyecciones, sin excluir matanzas de dinastías reales completas y sacrificios humanos. Y en el año 722, los reyes asirios Salmanasar V y Sargón II, conquistaron el país del norte, desterraron a su población y repoblaron el territorio, agrupando allí a naturales israelitas con ciudadanos asirios, de donde que surgirían los samaritanos, raza odiada a muerte por los judíos. 

Es fácil asociar el drama de la división del reino de Salomón a la catástrofe de la cristiandad europea del siglo XVI, con el cisma y las herejías de Lutero y de los mal llamados reformadores. Observemos los paralelismos, en cuanto a inicio, en cuanto a desarrollo, en cuanto a consecuencias y en cuanto a su posible final.

1º.- El cisma luterano comenzó con la excusa de las indulgencias, que era el método preferente con el que Roma pretendía conseguir financiación para costear la impresionante basílica de San Pedro (al igual que Salomón quiso construir, además del templo, edificios civiles espectaculares, gravando con durísimos impuestos al pueblo). 

2º.- El cisma se desarrolló en una cristiandad europea, llena de orgullo, que había dejado atrás los mal llamados "años oscuros" con el mal denominado renacimiento, que proponía una vuelta a las bellezas del paganismo; se ponían las bases de la banca moderna, con un flujo incesante de riquezas del nuevo mundo descubierto. De manera paralela, la abundancia del reino salomónico, el desembargo permanente de riquezas y mercancías procedentes desde todos los sitios, incluido el sur de España (Tarsis), llevó al pueblo a despreocuparse de su primera obligación: alabar y bendecir a Dios en el Templo de Jerusalén, sustituyéndola por la adoración idolátrica de templetes y árboles sagrados en los montes (1 Rey. 11,7). Una situación ya profetizada en la ley de Moisés: 

"y cuando tus vacas y tus ovejas se multipliquen, y tu plata y oro se multipliquen, y todo lo que tengas se multiplique, entonces tu corazón se enorgullecerá, y te olvidarás de YHWH, tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto de la casa de servidumbre" (Dt. 8,14). 
 
3º.- Una vez consumado el cisma, se consolidaron dos maneras diferentes de comprender la fe cristiana: una desde la tradición y la autoridad de la Iglesia, y otra desde la revolución y el juicio de cualquiera sobre un libro como la Biblia, que exige necesariamente una interpretación eclesial (2 Ped. 1,20). Por ello es fácil asociar a Judá con el catolicismo romano (una liturgia principal -la romana-, y una doctrina única e inamovible), y a Israel con los Estados y las numerosas comunidades protestantes surgidas en la Europa septentrional (cada una con cultos y creencias diferentes y mudables). 

4º.- Finalmente, al igual que el reino del Norte fue destruido por Asiria, hoy el protestantismo de Europa ha sido barrido por la teología liberal (y sustituido por una mundanidad más diabólica que cristiana). Echando un vistazo a la realidad de las iglesias luteranas del norte de Europa, confirmamos sin vacilar la traición a los principios bíblicos en los protestantes de hoy: pueden ingresar en la masonería, no condenan el aborto (una modalidad de "pasar a sus hijos por el fuego según las abominaciones de los gentiles" (2 Rey. 16,3), casan homosexuales, consagran obispesas lesbianas y hasta nombran pastores que se definen como ateos. En definitiva, han acogido con gusto los principios rabiosamente anticristanos de un mundo que se aboca a su perdición. Digamos, aunque suene brutal, que han dejado de ser cristianos. Ya no son judíos sino samaritanos, con perdón para estos.  

Sin embargo, Judá -es decir, Roma- todavía no ha defeccionado. Y creo que los católicos hacemos un buen servicio a nuestra querida Iglesia Católica, si, desde nuestra humilde posición de cristianos laicos (y apasionados por la Biblia y la Historia de la Salvación), señalamos los peligros que divisamos en el horizonte, la olla hirviendo que se vierte del norte, según dibujó el profeta Jeremías (1,13). Muchos vinculados -como se indicó al principio, citando a Josef Ratzinger - a la novedad de la liturgia impuesta manu militari a partir de los años 70. Para ello, debemos avanzar algo más de dos siglos desde los tiempos de Salomón y examinar el reinado de un nefasto monarca de Judá, Ajaz.    

                                                                    III

EL REINADO CRIMINAL de AJAZ. El DESMANTELAMIENTO del TEMPLO y la REFORMA ECUMENICA de la LITURGIA

Cuando el veinteañero Ajaz llega al trono de Judá en el año 736 A.C. quedan apenas catorce años para que el reino hermano del norte, Israel,  sea aplastado y exterminado por la bota de los asirios. Irónicamente uno de los principales responsables de esa destrucción fue el propio Ajaz, al echarse en los brazos del rey de  Asiria, Tiglatpleser III, para defenderse de una coalición de Israel y Siria contra él, la denominada por los historiadores guerra siro-efraimita.

Esa alianza fue un auténtico desastre para Judá, pues Asiria no le ayudó al principio  ("Tiglatpleser rey de asiria vino y le oprimió sin prestarle ayuda" (2 Cron. 28,20), y eso a pesar de que el atribulado Ajaz entregó al rey asirio los tesoros del Templo y del Palacio Real (2 Rey. 16,8). Judá sufrió una dolorosísima derrota, infligida por su hermano del norte en coalición con Siria  (2 Cron. 27,8) y Ajaz acabaría sometido hasta la ignominia a Asiria. Para colmo, se produjo una invasión del reino por parte de los filisteos del oeste y de los idumeos del sur.
 
Desde el punto de vista de la historia sagrada, el vasallaje de Judá respecto de alguna potencia no era en sí mismo algo negativo. Leemos en el libro del profeta Jeremías, que éste aconsejaba al rey Sedecías no rebelarse contra el dominio babilónico (Jer. 27,12), y  la actitud de Nuestro Señor respecto al yugo de Roma fue pacífica. El problema surgía cuando esa sumisión política llevaba aparejada la adopción de las costumbres idolátricas de la potencia dominante, y eso fue lo que hizo Ajaz, hasta llegar a la barbarie de pasar a su hijo por el fuego "conforme a las abominaciones de las naciones que el Señor había arrojado ante los israelitas" (2 Rey. 16,3). Tal era su miseria moral y perversidad religiosa, que entregó todos los utensilios sagrados del templo al rey asirio Tiglatpleser III, aunque éste, como dijimos, le despreciaba (2 Cron. 28,20). Por ello, decidió ofrecer sacrificios a los dioses de otro rey, el monarca sirio (que le había derrotado tiempo atrás) razonando que: "si los dioses de los arameos (los sirios) les ayudan, yo les ofreceré sacrificios y me ayudarán" (2 Cron. 28,23). Resulta asombroso que precisamente con un rey de esta calaña -que cambiaba de dioses como de muda-, y en ese dramático contexto histórico, el profeta Isaías emitiese el luminoso oráculo mesiánico de la virgen encinta, que dará a luz a Enmanuel (Is. 7,14). Los caminos del Señor son inescrutables.

Según el Segundo Libro de los Reyes, el rey asirio escuchó finalmente a Ajaz, y conquistó Damasco y toda Siria, matando a su rey Resín. (2 Rey. 16,9). Acudió Ajaz a la capital siria a rendir vasallaje a su nuevo señor, el rey Tiglatpleser III, y entrando en el templo de uno de los dioses de Damasco, quedó gratamente sorprendido por la estructura y la disposición de su altar. Y con el visto bueno del rey asirio (2 Rey. 16,18), decidió reformar el templo (y el culto) en Jerusalén, al modo de lo que había visto en Damasco.  

Tal reforma no podía hacerse sin la aprobación del Sumo Sacerdote, un tal Urías, pero en un tiempo de tanta miseria moral, el poder religioso no iba a poner dificultades. Al fin y al cabo -pensarían el rey y Urías- qué más da la disposición de unos altares o el hecho de que al rendir culto e incensar a YHWH se incluyan las divinidades y los usos litúrgicos de otros pueblos, si todas esas manifestaciones no son sino retazos de la incomprensible divinidad. Y además ¿no se lograría un mundo más pacífico -y más ecuménico, más solidario- si todos juntos, los monoteístas o los politeístas, adorasen al misterio de los misterios, en su poliédrica y proteica realidad? ¿Qué más da que se identifique la divinidad con un árbol, una estatua, o con el sol o los héroes del pasado, si todo puede ser incluido en el concepto, inabarcable para cualquier mortal, del ser eterno y sublime? ¿No ha sido la intransigencia de nuestros antepasados, con su cháchara de un  Dios único y celoso y la arrogancia de ser el pueblo elegido, la que nos ha llevado a esta humillación en que nos hallamos? ¿No es mejor llevarse bien con todos, que ser malquisto por nuestra intolerancia religiosa? ¿No necesitamos, de una vez para siempre, ponernos al día?
 
Muy probablemente el rey de Judá hizo reflexiones parecidas a estas, las consideró muy razonables (y progresistas, diríamos hoy), y tomó su idolátrica decisión. Se la comunicó a Urías, "enviándole una imagen del altar y todas las instrucciones para su construcción" (2 Rey. 16,10) . Y aunque éste, como primer sacerdote judío, debió horrorizarse ante tal requerimiento, cedió al deseo de su rey y procedió a obedecerle. Para percibir cómo en una generación se había corrompido el sacerdocio levítico, bastaría recordar que unos cincuenta años antes, otro sumo sacerdote llamado Azarías se opuso con firmeza a que el rey Uzías se irrogase la potestad sacerdotal y quemase incienso en el Altar del Templo  (2 Cron. 26,18). 
 
"Y el sacerdote Urías edificó el altar, conforme a todo lo que el rey Ajab había enviado de Damasco (...). Luego que el rey vino de Damasco y vio el altar, se acercó el rey a él y ofreció sacrificios en él; y encendió su holocausto y su ofrenda, y derramó sus libaciones, y esparció la sangre de los sacrificios pacíficos sobre el altar. El altar de bronce  que estaba frente al Señor lo desplazó de delante del templo, del punto entre el altar y el templo del Señor, hacia un lado de nuevo altar, hacia el norte(2 Rey. 16, 11-14). 

Como narra sucintamente la Biblia, este rey criminal y un sumo sacerdote felón perpetraron una reforma litúrgica en toda regla, con la finalidad de favorecer las buenas relaciones con los pueblos que le rodeaban, especialmente Asiria (hoy diríamos con una intención ecuménica): se atribuyó el munus sacerdotal, desplazó el altar de bronce (el lugar sacratísimo donde se ofrecían los sacrificios a YHWH) y lo sustituyó por otro altar con las hechuras del idolátrico que el rey había contemplado en Damasco; a aquél lo abandonó a un lado del nuevo altar, hasta que "deliberase qué hacer con él" (2 Rey. 16,15). Según otras traducciones de ese último -y complicado- versículo bíblico, el rey "se ocuparía de él", o "será mío para preguntar", insinuando con ello que probablemente el mismo Ajaz emplease el sagrado altar de bronce como instrumento de adivinación o videncia, transgrediendo la rotunda prohibición de Dt. 18,10. Ese mal ejemplo sería sin duda imitado por el pueblo, que acudiría en masa a charlatanes, videntes o echadores de cartas, dejando de confiar el Dios providente en el que creyeron sus padres. 
 
Luego desmontó el impresionante mar de bronce que descansaba sobre doce bueyes del mismo metal (usado para las abluciones de los sacerdotes, que ya no serían necesarias, ¿purificarse de qué?), y lo puso sobre un pavimento de piedra (2 Rey. 16,17). Además cambió la estética de la entrada del templo "a causa del rey de Asiria" (2 Rey. 16,18); todo hecho en definitiva para diluir la verdadera adoración del pueblo judío hacía al Dios único, de modo que el culto que en lo sucesivo se ofreciera en Jerusalén no se diferenciase en demasía de los rituales idolátricos de las naciones de alrededor.
 
Es muy posible, además, que eliminase la lengua litúrgica, sustituyendo el hebreo por el idioma arameo, que era el que desde hacía mucho tiempo hablaban los judíos (2 Rey. 18,21). Una medida que agradaría al rey asirio, pero que también era popular, ya que facilitaba al pueblo el seguimiento del nuevo culto, y de paso contribuiría a modificar poco a poco -de modo imperceptible- la sustancia de las creencias religiosas del pueblo, lex orandi, lex credendi. Se abandonó, por tanto, el venerable idioma sacro de un pueblo único, y se impuso la lengua franca de ese tiempo.  
 
Y como colofón, el mal precedente de que Ajaz ejerciera funciones sacerdotales pese a la prohibición legal de que cualquier profano se inmiscuyese en funciones sacerdotales (Num. 18,4), abriría la puerta a que laicos (como diríamos hoy) se atreviesen a acceder, durante la liturgia divina, a los lugares más sagrados del templo.  

Así fue en sustancia la reforma de Ajaz. "Nada nuevo bajo el sol" (Ecle. 1,9). 

Pero al morir el rey Ajaz, el verdadero Sol de Justicia -que es la Luz Divina- iluminó al hijo de este desalmado, y regaló a Judá uno de los momentos más importantes de su historia, con la entronización de Ezequías. 

Tenía veinticinco años cuando subió al trono y gobernó veintinueve. Desde el punto de vista histórico, resistió dignamente al implacable poder asirio, personalizado en Senaquerib, aunque es cierto que los relatos de II Reyes y II Crónicas presentan una doble cara: por una parte, una situación de vasallaje (2 Rey. 18,14), en la que se vio obligado a entregar al rey de Asiria un copioso tributo, además de las "puertas del Templo del Señor y las columnas que él mismo había inagurado" (2 Rey 18,16). No obstante, esa debilidad no significó ceder del modo abyecto en que se humilló su padre. De hecho, resistió heroicamente al brutal asedio que Senaquerib sometió a Jerusalén tras conquistar Laquis, y fue su confianza en la Palabra de Dios a través del profeta Isaías, la que al final salvó la ciudad santa (2 Rey. 19,35-36). Y construyó el famoso túnel de agua -que todavía hoy se conserva- desde el Manantial de Gihón a la Piscina de Siloé, para abastecer la ciudad santa. Desde el punto de vista religioso -que es el que nos interesa- , purificó el templo, destruyó íntegramente las idolatrías de su padre, restableció el culto de siempre, recopiló los Proverbios de su glorioso antepasado Salomón (Prov. 25,1), y se volvió a celebrar una Pascua Judía en Jerusalén, tan conmovedora o más que la que primera que celebró Moisés, la víspera de la liberación del pueblo elegido por Dios.   

                                                                           IV

LA CONTRARREFORMA de EZEQUIAS. Ni CULTO sin SANTIDAD ni SANTIDAD sin CULTO. DIGNIDAD del SACERDOCIO
 
Comencé esta reflexión sobre la historia de Judá e Israel, citando a Benedicto XVI cuando escribió que la raíz fundamental de la crisis eclesial que hoy nos afecta cada vez con mayor intensidad tiene una naturaleza litúrgica.  Ezequías, aunque vivió veintisiete siglos antes que nosotros, pensaba exactamente igual que nuestro papa emérito, y la prueba está en la importancia que le da la Biblia a la "contrarreforma" litúrgica emprendida por este excepcional monarca, pues el Segundo Libro de las Crónicas, la describe con detalle e incluso con emoción en  tres de los cuatro capítulos que narran su reinado
 
"Todo lo que había emprendido en favor del Templo, de la Ley y de los mandamientos lo hizo para buscar de todo corazon a Dios, y por eso tuvo éxito" (2 Cron. 31,21), dicen las Sagradas Escrituras como resumen de su reinado. Frente al sincretismo religioso impuesto por su padre, Ezequías creía firmemente en un Dios -YHWH-, creador de todo, todopoderoso, justo y providente; que había elegido a Israel desde hacía muchas generaciones, y como ya anunciaban los profetas de su tiempo -Isaías, Oseas o Miqueas-, para una misteriosa misión universal que trascendía su estrecho marco nacional. Estaba convencido también de que los dioses de las naciones, por poderosos que pareciesen, ante Dios no eran más que espantajos de melonar (como diría Jeremías)y que la causa de la postración actual era la infidelidad a los mandatos divinos y al culto tal y como había sido enseñado desde tiempos antiguos. Infidelidad, que llevada al extremo, había sido la verdadera causa del colapso definitivo del Reino hermano del Norte.  

Hay un gesto asombroso que denota la firmeza de Ezequías en su reforma, y es la destrucción de una escultura que se vinculaba nada más y nada menos que con Moisés, el histórico libertador de Israel. Se trataba de la imagen de la serpiente de bronce sobre un asta, que según cuenta el libro de los Números en su capítulo 4º, usó Moisés para curar al pueblo en el desierto, tras una invasión de esos venenosos reptiles (imagen, por cierto, recordada por Cristo en el Evangelio de Juan). Como sucede muy a menudo -incluso hoy día- con los objetos que se ligan a personajes sagrados del pasado, la justa veneración de los mismos -como una manera útil de llevarnos a Dios- suele conducir a una no disimulada idolatría, convirtiendo en mágicos utensilios que sólo deben servir para amar más a Dios y confiar en su justo proceder. Eso había sucedido en Judá, probablemente influenciado por el ambiente irenista imperante, y se rendía culto e incensaba a dicha serpiente, llamándola Nejustán (2 Rey. 18,4). La destrucción de la imagen probablemente causara tristeza (e indignación) en el pueblo sencillo, pero con ello Ezequías les daba una lección magistral, y proclamaba que su hoja de ruta -como diríamos hoy- no iba a tolerar concesión alguna a los errores y flaquezas que habían llevado al reino a la decadencia en la que se encontraba. Dicho de otro modo: no puede acometerse una reforma a fondo, dejando el más mínimo cabo suelto. Aunque duela atarlo.
 
La labor de restauración de Ezequías tuvo una doble faceta, cultual y espiritual, y ambas estaban íntimamente ligadas. Ni culto sin santidad, ni santidad sin culto, pues sólo así se harían realidad las sublimes palabras de Dios a Moisés en el desierto: "Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex. 19, 5)
 
Ezequías abrió las puertas del Templo (que llevaban cerradas desde la muerte de su padre), pero no entró en él porque con una profunda sabiduría comprendió que sólo debían ser los sacerdotes y levitas -previamente purificados- quienes restaurasen, limpiasen y quitasen las inmundicias  que se habían ido acumulando durante el reinado de Ajaz (2 Cron. 29,4). Estaba convencido de que una de las piedras angulares de la recuperación de la piedad del reino, en palabras del profeta Ezequiel (44,23), era "enseñar al pueblo a discenir lo santo de lo profano, y darle a conocer la diferencia entre lo puro y lo impuro".  Si Ajaz penetraba en el templo a hacer adivinaciones, Ezequías no se atrevía ni a cruzar el umbral de la entrada. Esos ejemplos contradictorios nos advierten de que la puesta en practica de lo manifestado por el gran profeta del exilio exige restringir el acceso de laicos a funciones sagradas, ya que se acaba produciendo el nefasto efecto de que éstos pierdan la conciencia de lo que es de Dios y de lo que no. La recuperación de los ámbitos rigurosamente sagrados debe ser el cimiento de toda reforma litúrgica, como pareció entender Ezequías al no atreverse a traspasar el portalón del templo.  
 
Los consagrados cumplieron su arduo trabajo y se presentaron ante el rey, diciéndole: "Hemos purificado todo el Templo; el altar de los holocaustos y todos sus accesorios, la mesa de los panes de la ofrenda y todos sus accesorios. También hemos restaurado y purificado todos los objetos que el rey Ajaz había profanado con su infidelidad durante su reinado,  y ya están ante el altar del Señor" (2 Cron. 29,18-19).

Este texto de las crónicas da a entender que se restauró íntegramente y colocó en su sitio pristino el altar de bronce (o de los holocaustos) -apartado de su lugar por Ajaz para hacer sus adivinaciones- y se montó de nuevo el mar de bronce -que había sido despiezado por éste-. En definitiva, se quitó del templo todo rastro que evocase a los cultos abominables de las naciones vecinas. Y se retornó al culto de siempre. 
 
Ezequías no dudaba de que la santidad del culto pasaba por recuperar el prestigio de los sacerdotes y levitas, y por ello les exhortó "a no ser negligentes porque el Señor os ha elegido para que permanezcáis en su presencia, para servirle, para ser sus ministros y para ofrecer incienso" (2 Cron. 29,11). El sacerdocio, ayer, hoy y siempre, sólo -repito, sólo- tiene una doble y esencial misión: ofrecer el Sacrificio grato a Dios, y servir con su sabiduría de guía al pueblo en su vida espiritual, orando, corrigiendo y perdonando sus pecados, y llevándolos a Dios. Son tan impresionantes ambas, que cuando se anteponen otros menesteres o se difumina la diferenciación con los laicos, se pone fecha de caducidad al sacerdocio.  
 
Después de ello, Ezequías convocó a los jefes del pueblo para ofrecer una ofrenda de ganado mayor "en sacrificio por la Casa real, por el Santuario y por Judá" (2 Cron. 29,20), tal y como se hacía, antes de los cambios realizados por el rey impío. Aunque los sacerdotes eran los únicos que debían ofrecer el sacrificio, tal fue el número de reses que se degollaron ese glorioso día, que no podían preparar todas las víctimas del holocausto, por lo que "los levitas les ayudaron hasta que terminó la tarea y hasta que se purificaron los demás sacerdotes. De hecho los levitas habían sido más diligentes para purificarse que los sacerdotes" (2 Cron. 29,34). Este detalle -una irregularidad del culto, producida por una situación de fuerza mayor- es importante ser destacado como prueba de que las posibles imperfecciones, derivadas de la falta de medios del culto al Altísimo, le son plenamente gratas, cuando se hacen con un corazón puro, rebosante de amor a Dios. Luego incidiremos en ello, cuando reflexionemos sobre la celebración de la Pascua que se recuperó en el reinado de Ezequías. 
 
Por último, la firmeza en el bien y la verdad que mostró el rey con sus reformas prendió en el pueblo de Judá, y muy poco tiempo después se identificó sin reserva con ella, como observamos en dos hechos que narra el Segundo Libro de Crónicas. En primer lugar, en el entusiasmo con el que los israelitas "fueron por las ciudades de Judá y rompieron las estelas, destruyeron las aserás y derribaron los alteres y lugares altos que había en Judá, y en el territorio de Benjamín, de Efraín y de Manasés" (2 Cron. 31,1). En la misma capital, "derribaron los altares que había en Jerusalén donde se quemaba incienso y los arrojaron al torrente Cedrón" (2 Cron. 30,14). Como vemos, acertó Ezequías con su firmeza al destruir a Nejustán, y aunque pudo enfadar entonces a buena parte del pueblo, a la larga esa drástica medida fue perfectamente asumida, hasta el punto de ser imitada con vigoroso celo divino por el mismo pueblo. Y en segundo lugar, destacamos la respuesta generosísima del pueblo a la petición de su rey de que proveyesen a las necesidades de los sacerdotes. Como dijo el sumo sacerdote Azarías "Desde que se comenzó a traer al templo la ofrenda reservada (a los sacerdotes), hemos comido hasta la saciedad y todavía queda en abundancia porque el Señor ha bendecido a su pueblo" (2 Cron. 31,10). 


                                                                                    V
 
LA GRAN PASCUA JUDÍA. MÁS IMPORTANTE la ALEGRIA y PUREZA del CORAZÓN que la PERFECCIÓN FORMAL de la CEREMONIA.
 
Desde hacía años no se celebraba la festividad de la Pascua en Israel el primer mes anual, el de Nisán. Ese dato nos choca sobremanera porque si hay una fiesta identificada de manera definitiva con el modo de ser y sentir de los israelitas era aquella que Moisés, el gran caudillo, libertador y configurador del pueblo de Israel, les había ordenado celebrar a perpetuidad "Ese día será para vosotros memorable y lo celebraréis como institución perpetua de generación en generación" (Ex. 12,14). Ese incomprensible olvido es  la prueba evidente de cómo la corrupción política de la monarquía había traspasado y podrido todo el cuerpo social de la nación. 
 
Cuando Ezequías envió mensajeros por todo Israel, de norte a sur, desde Dan a Bersebá, a fin de invitar a los israelitas sobrevivientes de la devastación asiria a subir a Jerusalén para celebrar la Pascua en honor del Señor, la respuesta no fue precisamente positiva: "la gente se reía de ellos y les hacía burla" (2 Cron.30, 10).  Sin embargo, algunos de las tribus de Aser, Manasés y Zabulón "se humillaron y acudieron a Jerusalén" (2 Cron. 30,11), acogiendo el ruego de Ezequías donde se les exhortaba a "no ser como sus padres y hermanos (...) ellos se rebelaron contra el Señor, Dios de sus padres" (2 Cron. 30,7). Judá, por su parte, respondió que sí de manera unánime porque allí ya se sentían los efectos del gobierno reformador de Ezequías. 

Los dos aspectos que más quiero destacar de esa Pascua renovada son, por una parte, la alegría y autenticidad con la que los israelitas vivieron esos días festivos, y en segundo lugar -e íntimamente ligado con lo anterior- la flexibilidad a la hora de tratar ciertas irregularidades cultuales. 
 
En cuanto a lo primero, no pueden leerse esos capítulos sin compartir la felicidad de un pueblo, triturado por propios y extraños, que ahora, merced a un rey piadoso y sabio, levantaba la cabeza y afirmaba con orgullo y emoción su condición de "pueblo santo para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha escogido para ser pueblo suyo de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra" (Dt.7,6).
 
El profeta Isaías, que vivió en ese tiempo, expresó con inmensa emoción cómo Dios se apartó de ellos por su pecado, pero también con qué intensidad su misericordia se apiadaba de nuevo de ellos gracias a su penitencia: "Por un breve instante te abandoné, pero con gran ternura te recojo. En un arrebato de ira te oculté mi rostro en un momento, pero con amor eterno me apiado de ti, dice tu Redentor, el Señor (...) Aunque se aparten los montes y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, ni vacilará mi alianza de paz, dice el Señor, que está enamorado de ti" (Is. 54, 8-10). Algunos exégetas modernos han atribuido este texto a otro Isaías, y lo han ubicado casi dos siglos después, en tiempos del exilio en Babilonia. Y muchos creemos que también puede insinuar la conversión final de los judíos a Cristo. Pero sin duda, en el corazón de cada hombre o mujer que celebró con lágrimas esa Pascua en Jerusalén, vibraba el renovado amor de Dios a su pueblo, tan maravillosamente reflejado en esos versos. 
 
Como muestra de ese estado de júbilo en que vivieron esos días, cuentan las Crónicas que se prorrogó una semana más los siete días de la fiesta de los ázimos, tras la pascua. Fue una decisión unánime, del rey, de los sacerdotes y del pueblo, "Toda la asamblea decidió en consejo prolongar la fiesta siete días más y así lo hicieron con gran alegría" (2 Cron. 30,23).  
 
La primera Pascua que se celebró no estuvo exenta de ciertas anomalías debido la precaria situación con al que se encontró Ezequías al ocupar el trono. Primeramente las fechas, pues ya se les echaba encima la primavera e iba a resultar imposible poder celebrarse en el primer mes del calendario judío. Tampoco "los sacerdotes se habían purificado en número suficiente y el pueblo no se había reunído en Jerusalén" (2 Cron. 30,3). Probablemente, los trabajos de reconstrucción y purificación del Templo fueran muchísimo más complejos que los descritos con brevedad en la Biblia, y los anuncios a todo Israel aún no habían llegado todo el territorio, sin duda debido a la dramática situación en la que se encontraban los hermanos del Norte. Habían venido pocos peregrinos, y aun así, era tal la escasez de sacerdotes, que iba a resultar muy complicado cumplir con las minuciosas reglas de purificación que se describen en el Levítico. No había otra solución que "celebrar la Pascua el segundo més" (2 Cron. 30,2) (Num. 9,11), pero esa extraña posibilidad generaba un problema aún mayor: que los muchos que acudiesen, merced a esa oportunidad, no pudiesen purificarse adecuadamente (2 Cron. 30,18), lo que significaba una clara transgresión del firme mandato de la ley de Moisés para la celebración de la fiesta judía por antonomasia. Para un judío cumplidor de la ley, el retraso de la celebración de la Pascua un mes podría ser aceptado a regañadientes en una situación de estricta necesidad. Pero lo segundo no podía tolerarse en modo alguno, pues era como insultar a la santidad de Dios a quien se rendía homenaje. En definitiva, el sentido común, y la prudencia y la fidelidad rigurosa a las normas levíticas obligaban a retrasar la celebración al año próximo. 
 
Pero para Ezequías, esperar un año para conmemorar la fiesta de la liberación del Pueblo, aunque desde el punto e vista ritual era necesario, desde el punto de vista político era un sinsentido. Supondría cercenar su obra reformadora, cuya máxima expresión de liberación y unión nacional imponía la obligatoriedad de celebrar la fiesta en la que se conmemoraba la libertad de un pueblo oprimido durante siglos: el Israel de tiempos de Moisés, por la acción de los egipcios; el Israel de la época de Ezequías  -lo que quedaba de él- por la maldad y la idolatría de pésimos reyes. En definitiva, retrasar la Pascua un año significaría una relajación peligrosa, como poner un paréntesis que rompiese la continuidad de su obra, y no podía desaprovecharse la inercia este momento en que había logrado -al menos para Judá- recuperar el fervor y la esperanza de un resurgimiento nacional, político y religioso.
 
Desde la perspectiva religiosa -la más importante para el rey- en la mente de él debió retumbar la voz rotunda de otro profeta contemporáneo, Oseas, quien describió así la vuelta de los humildes y arrepentidos peregrinos del norte: " Ellos caminarán tras el Señor, que rugirá como un león; rugirá y vendrán temblando tus hijos desde Occidente. Vendrán temblando como pájaros desde Egipto, como palomas desde el país de Asiria, y los instalaré en sus casas -oráculo del Señor-" (Os. 11, 10-11). Oseas, que al igual que sus compañeros en la profecía, proclamaba que para Dios era mucho más importante la misericordia que los sacrificios (Os. 6,6), marcaba a fuego el camino al rey: no sólo las impurezas rituales, sino hasta los mismos pecados eran literalmente olvidados por Dios (Is. 43,25) ante el corazón contrito y arrepentido del pecador (Sal. 51,17). Siete siglos después, Nuestro Señor Jesucristo lo explicó de manera definitiva en la conmovedora parábola del Hijo Pródigo.      
 
El rey, en consecuencia, "intercedió por todos ellos diciendo: Que el Señor que es bueno, perdone a todo el que tenga el corazón dispuesto a buscar a Dios, al Señor Dios de sus padres, aunque no tenga la pureza requerida para el santuario".(2 Cron. 30, 18-19).  Y el Señor "escuchó a Ezequías y perdonó al pueblo" (2 Cron. 30,20). 
 
Y como no puede haber miseria ni tristeza en todo aquello que Dios ha limpiado, la Pascua se celebró de una manera gloriosa. En la ciudad santa se volvieron a unir, cimentados en la fe en YHWH -como si fueran un sólo pueblo- "los refugiados de Israel y los habitantes de Judá" (2 Cron. 30,19).  Y con profunda emoción, el cronista concluye este capítulo "había una alegría tan grande en Jerusalén como no se había visto en la ciudad en los tiempos de Salomón, hijo de David, rey de Israel. Los sacerdotes y los levitas se levantaron y bendicieron al pueblo. Su voz fue escuchada y su plegaria llegó a lo más alto, hasta la santa morada de Dios en los cielos" (2 Cron. 30,26-27).
 
                                                                         VI
 
                                                               CONCLUSION 
 
La reforma santa de Ezequías, desgraciadamente, no tuvo continuidad. A su muerte, su hijo Manasés (y el de éste, Amón). superaron con creces al perverso Ajaz en todas las abominaciones cometidas, y eso marcó un definitivo punto de inflexión en la historia del reino del sur, de Judá. Ni siquiera la magnífica labor reformadora del siguiente rey, Josías, pudo parar ya el castigo divino, cuya maza sería Nabucodonosor, quien golpearía la cabeza de la pequeña nación de la que surgiría el Mesías, el Salvador del mundo.
 
"He aquí que voy a traer tal desgracia sobre Jerusalén y Judá que a cuantos la escuchen les zumbarán los oídos. Extenderé sobre Jerusalén el cordel de Samaría y la plomada de Ajab, limpiaré a Jerusalén como se limpia un plato que se friega y se vuelve boca abajo. Desecharé al resto de mi heredad y los entregaré en manos de sus enemigos" (2 Rey. 21, 12-14). 
 
Para concluir, quiero extraer como cristiano una lección de esta fascinante historia de pecado y redención. No son unos hechos ajenos a nosotros, porque los cristianos somos el nuevo Israel de Dios y como refiere el Eclesiastés: "Lo que fue es lo que será. Lo que se hizo es lo que se hará. Nada hay nuevo bajo el sol" (Ecle. 1,9).
 
Estos relatos prueban de manera rotunda el vínculo entre la liturgia y la fe, entre la liturgia y la santidad, por eso es necesario reivindicar la intangibilidad y el respeto reverencial a la primera, como garantía de lo segundo. Tanto Ajaz como Ezequías reformaron la liturgia, pero Ajaz sólo la deformó porque no tenía en su mente ni en su corazón lo que agradaba al Dios único; sus pretensiones eran otras (desacralización, ecumenismo e identificación con el globalizado mundo asirio). 
 
Ezequías, sin embargo, sólo tenía en el horizonte cumplir la voluntad del Dios único y verdadero y, pese al entorno hostil que le rodeaba, su reforma fue en rigor una recuperación de la liturgia anterior a Ajaz, sin concesión mínima al error. Con Ajaz pocas veces en la historia estuvo el pueblo de Judá más alejado de YHWH, mientras que con Ezequías era el mismo Dios el que se complacía y perdonaba las irregularidades y defectos de la liturgia, porque contemplaba agradado la veneración del pueblo a las leyes y el culto antiguo, el culto de siempre, lex orandi, lex credendi.
 
Trazar un paralelismo con nuestro tiempo se lo dejo al juicio de cada lector.
 
 
                                                                               
 
 
   



sábado, 4 de diciembre de 2021

Breve ensayo sobre el milenarismo cristiano. Una reflexión desde los textos sagrados.



 

Nunc autem meum regnum non est hinc” (Ioan. 18,36 in fine)(Nova Vulgata) (1979)(www.vatican.va)

O lo que es lo mismo:

Ahora, sin embargo, mi reino no es de aquí” (Jn. 18,36 final) (Nueva Vulgata) (1979)(www.vatican.va)

 

“En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta suprema, sagrada congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse del sistema del milenarismo mitigado, es decir, del que enseña que Cristo Señor, antes del juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra. RESPUESTA: el sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad(Decreto del Santo Oficio de 21 de junio de 1944).


“Esa impostura del Anticristo aparece ya esbozada en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la iglesia ha rechazado esa falsificación del Reino futuro con el nombre de “milenarismo”, sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (Catecismo de la Iglesia Católica, 676).

INTRODUCCION

Hace unos días, durante mi lectura bíblica vespertina, me detuve especialmente en un pasaje de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, concretamente en el Capítulo 15, versículos 22 a 28. El Apóstol nos explica ahí cómo ocurrirá la resurrección final, y parecía aludir a tres resurrecciones sucesivas: la de Cristo como primicia, la de los que son de Cristo en su venida y, cuando venga el fin, la del resto (aunque esta última se deduce sólo indiciariamente, siendo negada por muchos).

Casualmente, mientras los leía, mi mente relacionó esos textos paulinos, en una fugaz y clara intuición, con tres eventos que describe el Libro del Apocalipsis (desde 19,11 hasta 20,11, Segunda Venida de Cristo como Rey, Reino Milenario y finalmente Juicio Final).

Esa intuición me aseguraba que esos y otros versículos de las Cartas de San Pablo sobre los tiempos últimos, se ajustaban con facilidad a pasajes paralelos del libro que cierra la Biblia, la Revelación de San Juan. Eso sí, siempre y cuando siguiéramos una lectura literal y continua de los capítulos 19 -desde el versículo 11-, 20 y 21 de este último libro de las Escrituras (no una lectura alegórica e interrumpida como se hace por los teólogos de manera casi unánime, al menos desde el siglo IV, como luego veremos).  Posteriormente, comprobé comparativamente versículo por versículo, y descubrí que esa impresión fugaz no había errado, o al menos no presentaba incoherencias. 

Por supuesto, soy consciente del terreno resbaladizo donde piso. El milenarismo es, a mi juicio, la mayor polémica doctrinal del cristianismo, pues existe una clara quiebra -desde al menos el siglo IV- entre lo que creyeron mayoritariamente los primeros cristianos, y lo que hoy se predica. Doctrina incómoda, que suele esquivarse por los teólogos, pero renace cíclicamente en tiempos de crisis (como el nuestro), y que curiosamente suscita extrañas pasiones (a favor y en contra). También hay que admitir que, en nuestra era de postmodernidad, esta cuestión no se toma en serio ni siquiera por la mayoría de los cristianos, como se puede constatar simplemente introduciendo la entrada "milenarismo" en google o youtube). 

La cuestión de fondo del problema es determinar qué significa el Reino que anunció Jesús desde el inicio de su predicación (Mt.4,17). Opiniones hay para dar y tomar, pero sea lo que fuere, es seguro es que ese reino todavía no ha llegado, porque en la  oración que el Señor nos enseñó se pide que venga a nosotros (es decir, Cristo todavía no reina, pero lo hará). También, en la alabanza que elevamos a la bienaventurada Virgen María, dejamos claro que este mundo es un valle de lágrimas; no es en modo alguno el reino que se dibuja en numerosos pasajes bíblicos, sobre todo del Antiguo Testamento. 

Pero el reino no está lejano porque es inminente (Mc. 1,15), y de algún modo está ya operante puesto que, según Nuestro Señor:  "está dentro de vosotros" (Lc. 17,20).  Y la Iglesia Católica, en la Constitución "lumen Gentium" del Concilio Vaticano II, se autodefine como el "reino de Cristo presente actualmente en misterio". 

En fin, intentaré llegar a donde mi fe y mi inteligencia puedan, y para ello seguiré cuatro reglas básicas: primera, tomarme muy en serio el asunto, porque no se puede ser cristiano sin desear ardientemente que llegue el reino (o milenio) prometido; segunda, "aprovecharme para todo lo que con el favor divino, hubiere de decir -a lo menos para lo más importante y oscuro de entender- de la divina Escritura, por la cual guiándonos no podemos errar, pues el que en ella habla es el Espíritu Santo" (San Juan de la Cruz. Subida del monte Carmelo). Es decir, sólo es importante la Palabra de Dios, mis interpretaciones y opiniones personales son desde luego prescindibles; tercera, no ampararme en el prestigio de autoridades, y cuarta, "si yo en algo errare, por no entender bien así lo que en ella como en lo que sin ella dijere, no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la Santa Madre Iglesia Católica, porque en tal caso totalmente me sujeto y resigno no sólo a su mandato, sino a cualquiera que en mejor razón de ello juzgare" (San Juan de la Cruz. Subida del monte Carmelo).

En cinco puntos desarrollaré este tema. En primer lugar, expondré la interpretación literal del mileniodesarrollando los hechos que irán acaeciendo en los tiempos finales hasta el juicio final, a fin de que, a través de esa sucesión cronológica de eventos, los captemos con mayor claridad. A continuación explicaré la mayoritaria interpretación alegórica. En tercer y cuarto lugarharé una reflexión personal sobre los problemas de ambos sistemas, y por último, intentaré responder a la pregunta de si puede hoy un católico defender la interpretación literal, sin merma de la unidad de fe que debemos siempre mantener, y de la lealtad con nuestros pastores. 

Sería muy conveniente que el lector que tenga la amabilidad y paciencia de seguirme, tenga a mano una Biblia, como apoyo de su lectura. 

I

INTERPRETACIÓN LITERAL y LECTURA CONTINUA de los CAPITULOS 19,20 y 21 del APOCALIPSIS

La interpretación literal postula que los capítulos 19 (desde el versículo 11), 20 y 21 hay que leerlos como eventos sucesivos en el tiempo. Pero antes de éstos hechos, el acontecimiento que inicia la salvación es la resurrección de Cristo.

1.- Resurrección de Jesucristo al tercer día desde su muerte. Es la primicia de nuestra futura resurrección, e inauguración de los tiempos escatológicos (1 Cor. 16,23). Comienza el tiempo de la Iglesia hasta la vuelta de Cristo. Pero justo antes de su retorno, principia el misterio de la iniquidad. 

2.- El misterio de la iniquidad. La segunda venida de Cristo estará causada por la aparición del hombre de la iniquidad (el anticristo), cuya acción había comenzado en los tiempos apostólicos, pero cuya manifestación se producirá al final de los tiempos (2 Tes. 2,3-7). Es importante destacar que el libro del Apocalipsis, describe su aparición en el inicio del capítulo 13, inmediatamente después de que el diablo haya sido expulsado a la tierra por San Miguel  (12,9). El diablo, despeñado y enfurecido, aprovecha para" hacer la guerra (...) a los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús" (Ap. 12,17), y sin duda su instrumento más poderoso es el anticristo, bestia espantosa que sale del mar (Ap. 13,1), y que es esperada por el demonio desde la orilla (Ap. 12,18). 

La acción del Anticristo será especialmente perversa, porque por la acción del diablo, vendrá con todo poder, y con falsas señales y prodigios y engaños malvados perderá a los que no aceptaron el amor de la verdad para salvarse (2 Tes. 2, 9) (con ello se refiere a que muchos cristianos, al final de los tiempos, falsearán la fe recibida). Sabemos que su reinado de terror contra los santos durará tres años y medio (Dn. 7,25), pero se acortarán esos días porque si no fuese así “se pondría en peligro hasta la salvación de los elegidos” (Mt. 24,22). Una minoría de cristianos –un resto fiel- ha contemplado horrorizada cómo el anticristo, apoyado por una relevante y prestigiosa autoridad religiosa (falso profeta) (Ap. 13,11), ha ocupado el mismo lugar de Dios (2 Tes. 2,4). Es perseguida con saña inaudita y se refugia en las catacumbas, orando por la segunda venida del Señor para poner fin a la iniquidad. Pero ese momento ha llegado.

3.- Tiempos finales. Segunda venida de Cristo. Han pasado tres años y medio (o menos) desde que el anticristo impuso su reinado de terror sobre los santos. Aparece en el Cielo un Caballo Blanco cuyo nombre es Verbo de Dios y Rey de Reyes y Señor (la referencia a Cristo resucitado y glorioso es manifiesta y no requiere más explicaciones) (19,11-16). De su boca, sale una espada para herir a las naciones, y Él las apacentará con cetro de hierro (19,15) (es decir, acabará gobernándolas). La bestia (el anticristo) y el falso profeta se reúnen para hacer la guerra al jinete blanco y a su ejército (19,19).

4.- Derrota del Anticristo. El Señor derrota, extermina con el soplo de su boca al inicuo (2 Tes. 2,8).

5.- Castigo inmediato y eterno del anticristo y del falso profeta, pero no del diablo.- Ambos (anticristo y falso profeta) son destruidos por el poder del jinete blanco, y castigados eternamente en el lago de fuego (el infierno) (19,20). El otro personaje de esa trinidad demoníaca (el diablo) no es arrojado, de momento, al lago de fuego o infierno (como los otros), sino que simplemente es encadenado (durante mil años) en la prisión del abismo (20,1). Este lugar, aunque evoca un entorno infernal sin duda, no  es el estanque hirviente de fuego donde penan ya para toda la eternidad sus otros compinches. 

Más adelante (20,10), tras cumplirse el término de los mil años, el mismo diablo –tras un último ataque a los santos- será arrojado expresamente allí, y compartirá ese horrendo y perpetuo destino con ellos dos. Pero de momento sólo está atado “para que no seduzca a las naciones”, lo que implica a mi juicio que habrá un mundo nuevo –con naciones-, inmune a la acción del diablo. Es uno de los efectos benéficos de la segunda venida de Cristo, porque verdaderamente “el Señor bendecirá a su pueblo con la paz” (Salmo 29,11).

6.- Primera resurrección de los que son de Cristo.- Con la segunda venida de Cristo, tras derrotar al anticristo y al falso profeta, resucitarán los que son de Cristo (1 Cor. 16,23 final). Quiénes son específicamente éstos, se verá claramente en el capítulo 20 del Apocalipsis.

7.- Habrá cristianos supervivientes a la era del anticristo que se unirán a los primeros resucitados tras la venida del Señor.- El texto más antiguo del nuevo Testamento (Primera Epístola a los Tesalonicenses, escrita posiblemente a fines de la década de los 40 D.C.), reitera ese misterio de la segunda venida y la resurrección primera con palabras impresionantes: “porque cuando la voz del Arcángel y la trompeta de Dios den la señal, el Señor mismo descenderá del Cielo y resucitarán en primer término los que vivieron en Cristo (1 Tes. 4,16). A continuación (versículo 17) precisa el Apóstol que los cristianos fieles que estén vivos durante ese maravilloso acontecimiento , se unirán para siempre con el Señor y con los resucitados en los cielos, sin aclarar lo que sucede a continuación. Pero si acudimos a 1 Cor 15, 24-25 deducimos claramente que no se irán al Cielo con Cristo, pues el Señor aparece reinando con ellos a fin de derrotar a sus enemigos. En consecuencia, tanto unos como otros tendrán parte con Cristo en su reino (Ap. 20,6) 

8.- El reino milenario y los afortunados por la primera resurrección.- Se ven unos tronos, y algunos –no se indica quienes, aunque probablemente sean los apóstoles de Cristo (Lc. 22,30)- se sentaron sobre ellos con poder de juzgar. A continuación se especifica quiénes se beneficiarán de la resurrección primera (y que serán la primera generación humana del mundo milenario): las almas de los degollados por dar testimonio de Jesús, los que no habían adorado a la bestia (al anticristo), ni a su estatua y no habían recibido la marca de la bestia en sus frentes y sus manos. Éstos vivieron de nuevo (es decir, resucitaron –primera resurrección, versículo 5-), y reinaron con Cristo mil años (cifra que bíblicamente se interpreta como un tiempo extenso, vgr 2 Ped. 3,8).

9.- Destino de los otros muertos, de aquellos cuya muerte acaeció antes del reino milenario.- Los demás muertos no vivieron (es decir, no resucitaron) con los anteriores, pero lo harán cuando se cumplan los mil años (Ap. 20,5 y probablemente 1 Cor. 15,24)). Esos otros muertos, por exclusión de los que han resucitado la primera vez, sólo pueden ser los no creyentes, los no cristianos, los cristianos tibios y, en general, aquellos que se doblegaron ante el Anticristo, y sellaron sus manos y frente con su marca. Pero además de la exigencia de la virtud de la religión y la perseverancia en la fe, San Pablo en 1 Cor. 6,9-11 precisará unos vicios que cerrarán el acceso a ese reino: “los injustos no heredarán el reino de Dios. No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios”. Y sobre todo, el apego a la riqueza será el principal peligro, pues "es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja" (Mt. 19,24).

Todos ellos resucitarán tras cumplirse ese milenio, en el juicio final o de las naciones. Se perderán el Reino, porque vivieron como quisieron sus caprichos y, como advirtió el mismo Jesucristo, "estos ya han recibido su recompensa" (Mt. 6,2)

10.- Una hipótesis sobre la vida en el mundo milenario y la naturaleza del Reino de Cristo.- Los que vivieron -los que tuvieron parte en “la primera resurrección”-  son afortunados, porque sobre ellos no tiene poder la “segunda muerte” (es decir, la condena eterna al infierno), y serán sacerdotes de Dios y reinarán con Él mil años (Ap. 20,6). Recordemos que 1 Cor. 16,25 dice casi lo mismo: “es necesario que Él (Cristo) reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies”. Esos enemigos  –según San Pablo- se identifican con la muerte, y sin duda también, con el autor de la muerte, el diablo (Sab. 2,24), el cual, como sabemos por el Apocalipsis, sólo está encadenado durante el milenio. Recordemos que Jesús, ante Pilatos, dijo claramente que ahora su reino no es de aquí”.    

A mi juicio, la mención de que estos primeros resucitados no sufrirán la “segunda muerte”, no implica que dejen de ser mortales (pues se aclara, tanto en el Apocalipsis como en 1 Corintios, que la muerte expresamente será destruida al final de todos estos eventos que vamos describiendo, tras el juicio final -Ap. 21,19, 1 Cor. 15,26-, no antes). Tampoco se afirma que no puedan caer en tibieza o pecados (en principio leves), como se intuye en un pasaje escatológico del profeta Zacarías (Zac. 14,16 y siguientes). Por tanto, los primeros resucitados, en este reino milenario en la tierra, tras una larga vida feliz en la tierra, sin duda morirán (una muerte dulce en Cristo, sin miedos ni agonías), pero antes habrán tenido descendencia. Algunos deducen que, si el Apocalipsis afirma que "reinarán mil años", esa primera generación será inmortal, pero no creo que sea así. Si atendemos a que la muerte sólo será derrotada al final del milenio, la única consecuencia posible es que la expresión "reinarán con Cristo mil años", incluye a todas las generaciones sucesivas, y no únicamente a la primera. Para que esa primera generación fuese realmente absolutamente impecable e inmortal, el diablo y la muerte deberían haber seguido el camino del anticristo y del falso profeta cuando vino Cristo. Pero su destrucción definitiva se retrasa hasta el final del milenio, por lo que siguen influyendo en el nuevo mundo, pero de manera mucho menos intensa que en el pasado. Serán inmortales e impecables en el Cielo, no en la tierra.

Si mi hipótesis es correcta, ese mundo milenario no será el paraíso original de Adán y Eva, pues sus miembros, aunque serán excelentes personas -curtidos y santificados por los tiempos de martirio y persecución- no tendrán la santidad original por don sobrenatural como Adán y Eva. No obstante, la mansedumbre de sus integrantes, la intensidad de sus virtudes cardinales y teologales, especialmente su inmensa fe en Dios y, en virtud de ello, el hecho de serles casi siempre bien acogidas sus oraciones (Mc. 11,23),  influirá para que habiten en una naturaleza pacífica y fecunda, y se reduzcan las enfermedades y los desastres ecológicos (ese sería, pienso yo, el sentido de pasajes muy gráficos e hiperbólicos del Antiguo Testamento como Is. 2,4, 9,2-4, 11,6-9 o 33,24, donde expresamente vincula la salud física al perdón de la culpa en el nuevo reino). La presencia real de Cristo se vivirá en un Reino Eucarístico de una manera tan intensa como si su Divina Persona fuera visible (a eso quizás se refieran las continuas alusiones de los profetas del Antiguo Testamento a un culto en Jerusalén donde confluyan todas las naciones, vgr, Miq. 4,1-2), 

En definitiva, cada uno  llevará a fuego grabado en su corazón que hay que “obedecer a Dios antes que a los hombres”, y "todos -judíos y no judíos- mirarán al que traspasaron"(Zac. 12,10. Será un mundo sólo habitado por gente santa y organizado sabiamente, con el Señor como el rey amado por todos; sociedades empapadas de espíritu cristiano. Verdaderamente se podrá afirmar que jamás en la historia –ni siquiera en la época de mayor gloria intelectual y artística de la cristiandad (siglo XIII), o en la de mayor expansión territorial (siglo XVI)- Cristo fue rey verdadero de las naciones, hasta que llegó este milenio. Ese –y no otro- será el auténtico reinado de Cristo, porque se cumplen las rasgos del mismo que el Señor dijo a Pilatos: No es un Reino como los reinos del mundo (por eso dice el Señor que "ahora no es de este mundo", lo que no significa que no vaya a estar aquí). Y será un reino donde impere universalmente la Verdad de Cristo, único Señor al que todas las naciones del mundo rendirán homenaje (Sal. 46,10).

Pero pasarán las generaciones y, poco a poco, de manera imperceptible, se irá debilitando la santidad de ellos, a medida que se cumpla el plazo de mil años. El diablo, al estar encadenado, no podrá acercarse a las personas para tentarlas, pero el hecho de que el ser humano tenga constitutivamente libre albedrío, provocará que algunos se arrimen a él y se dejen influir por sus sofismas y engaños. Probablemente, ya al final, comiencen a producirse pecados graves, y llegada la fecha en que debe concluir el reino milenario, volverá a haber rebeldes en ese mundo pacífico y santo (Ap. 20,7-10). Poco antes, el diablo había sido desatado. 

11.- Enfriamiento de la caridad y el demonio es desatado.- En efecto, transcurrido ese periodo milenario, Satanás será soltado de su cadena (no es que se fugue, sino que en el designio inescrutable de Dios está decidido que vuelva a poner en riesgo a los descendientes de la primera resurrección), y acaudillando un ejército que se identifica con las fuerzas antirreligiosas del profeta Ezequiel (Gog y Magog) (Ez. 38-39), plantará nueva batalla a los santos, en el campamento o la ciudad donde están asentados (Ap. 20,9).

En relación con este extraño episodio, si seguimos la interpretación literal y para situarnos correctamente, debemos recordar que la Biblia nos describe varias defenestraciones sucesivas de este maligno personaje:

La primera se vincula a su expulsión del Cielo por su rebeldía, antes de que el Señor crease el universo (Is. 14, 12-15). Posteriormente, con la caída de Adán y Eva, Dios permitió que se enseñorease del mundo (1 Jn. 5,19), lo que implica -como se deduce de algunos pasajes bíblicos donde le presenta como el acusador (Ap. 12,10)que su cercanía al trono de Dios es exigida para presentar cargos contra los hombres ante el juez supremo (Job. 1,6).

La segunda se produce tras haber aparecido en el Cielo la impresionante Señal de la Mujer vestida de sol, a la que el demonio intenta dañar sin conseguirlo. Es importante destacar que, según todos los comentaristas del Apocalipsis, esa luminosa aparición (se identifique con la Virgen María o con el Israel de Dios), es el acontecimiento decisivo que activa los tiempos finales. Porque luego de su frustrado ataque a la mujer parturienta, se produce una batalla en el Cielo entre san Miguel y el demonio, a resultas de la cual "fue precipitado el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo o Satanás, el seductor del mundo entero y sus ángeles fueron precipitados con él" (Ap. 12,9). Pero esa caída a la tierra, celebrada con gozo en el Cielo (Ap. 12,10) será terrible para sus habitantes pues "maldición a la tierra y al mar porque el diablo ha descendido hasta vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo" (Ap. 12,12). 

Yo estoy persuadido -lo digo de pasada- que hoy vivimos en ese momento, por eso la acción del diablo en nuestro mundo es tan evidente y criminal: véanse los millones de asesinados por el crimen del aborto, véanse las leyes actuales que son un insulto explícito a la ley de Cristo, véase cómo el diablo ha convencido a buena parte de la humanidad de que "somos como dioses".   

La tercera defenestración será al estanque de fuego, ya para siempre y tras el milenio (Ap. 20,10). 

12.- Fin del Reino Milenario. Juicio final, Un nuevo cielo y una nueva tierra nueva. La Jerusalén celeste.-  Pero un fuego del cielo –es decir, una acción divina- destruirá a los últimos enemigos (esa acción divina no significa una tercera venida de Cristo, no sólo porque las Escrituras sólo hablan de dos venidas, sino porque además esa hipótesis está condenada por la iglesia). El diablo –esta vez sí- será arrojado definitivamente al lago de azufre, para compartir el tormento del anticristo y del falso profeta por los siglos de los siglos (significativamente, el versículo 11 del Capítulo 20 recalca que estos dos ya estaban allí desde antes). 

13.- Resurrección universal.- A partir del versículo 11 se describe la segunda resurrección (universal) y el juicio final que Cristo realizará a todos y cada uno de los hombres –los que participaron en ese milenio y los que no, a los buenos y a los malos-, destacándose que ahora es el momento en que la muerte y el hades son arrojados al estanque de fuego, que es la segunda muerte, y adonde irán aquellos cuyos nombres no se encontrasen escritos en el Libro de la Vida. 

14.- El Cielo.- Triunfo absoluto de Cristo, Hijo de Dios y Redentor de la humanidad. Los que sí fueron dignos, vivirán en la Jerusalén celeste, ciudad arquitectónicamente perfecta e iluminada por la luz divina (que es una manera de expresar la eterna felicidad, belleza, sabiduría e inmensidad del Cielo). Cristo entregará el reino a su Padre, Dios será todo en todos (1 Cor. 15,28), y los salvados “gozarán de la misma naturaleza divina” (2 Ped. 1,4). El destino del hombre no es la parodia mentirosa que nos ofreció el demonio en la tierra –“ser como dioses aquí (Gen. 3,5)– sino una verdadera divinización junto a Dios por los siglos de los siglos. Porque somos verdaderamente sus hijos (1 Jn. 3,1), porque por la fe hemos sido adoptados (Rm 8,14-17,Ef 1,3-5), y, como tales, somos herederos de su Gloria (Gal. 4,7). “Nunca podremos imaginar lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor. 2,9).

Hasta aquí la interpretación literal (expuesta según mi personal punto de vista). Probablemente este capítulo 20 (el reino milenario) –incrustado entre el 19 (Cristo viene a poner fin a los tiempos del anticristo) y el 21 (juicio final)- sea el más complicado de interpretar de toda la Biblia (que no es escasa en pasajes de difícil hermenéutica). 

Pero hay otra interpretación, y más aceptada hoy, la interpretación alegórica que ahora trataremos.

II

La INTERPRETACIÓN ALEGÓRICA del CAP. 20 del APOCALIPSIS

Según este sistema, el capítulo 19 (desde el versículo 11 hasta el versículo 21, en que concluye), seguiría en el versículo 10, del capítulo siguiente, el 20. Desde 20,1 hasta 20,10 se narra (con la metáfora de un reino de mil años) la historia de la Iglesia de Cristo, de nuestros dos mil años de historia cristiana.  Por lo tanto, 

1.- La narración del capítulo 20 no sigue cronológicamente a la del capítulo 19. Técnica de recapitulación.-  Tras la derrota del anticristo y del falso profeta por Cristo en su segunda venida (y la defenestración de ambos al lago de fuego) (en el capítulo 19), Juan, autor del Apocalipsis, vuelve a usar de su habitual técnica de recapitulación, es decir, vuelve atrás y nos presenta un cuadro de la Iglesia cristiana, desde la primera venida de Cristo hasta su segunda venida (Cap. 20, 1-10).

2.- Cristo ha resucitado tras su muerte, nace la Iglesia y con la implantación de la Iglesia se instaura ya el Reino de los Mil Años (20, 1-10). Mil años, como ya expusimos, significa un tiempo largo e indeterminado Nosotros ahora estamos, por lo tanto, viviendo en el tiempo del milenio. La referencia a que el demonio es atado (Ap. 20,2), alude a los océanos de santidad que se han extendido por el mundo por la acción de los cristianos, movidos por el Espíritu Santo y con la fuerza de los sacramentos –sobre todo el Sacrificio de la Misa-, que ha mantenido en raya al diablo durante mucho tiempo.

3.- La autoridad de la Iglesia.- Los tronos donde se sientan a juzgar son las autoridades de la Iglesia (el Papa, los obispos y los presbíteros), con poder de juzgar (de atar y desatar) en nombre de Cristo.

4.- La primera resurrección es el bautismo cristiano.-. En cuanto a los mártires durante el tiempo de la Iglesia no resucitarán en un nuevo mundo futuro más bondadoso, sino que son felices, desde ya, con y en Cristo. 

5.- Últimos tiempos.- Enfriada la fe, será desatado el Diablo en los tiempos finales, y con ello se inicia el tiempo de Anticristo y del Falso profeta (aunque estas dos figuras maléficas no aparecen en este capítulo 20, pues se supone que fueron castigadas en el capítulo anterior). Derrota final del mal, y sin solución de continuidad se da inicio al juicio final (Capítulo 21).

Hay que citar, en favor de este punto de vista, dos inquietantes revelaciones privadas. Una de la Beata Ana Catalina Emmerich: “(el diablo) será liberado durante algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes del año 2000 de Cristo”, y otra de Santa Brígida de Suecia: "Cuarenta años antes del año 2000 el demonio será dejado suelto para tentar a los hombres. Cuando todo parezca perdido, Dios mismo, de improviso, pondrá fin a toda maldad. La señal de estos eventos será: que los sacerdotes habrán dejado el hábito santo y se vestirán como gente común, las mujeres como hombres y los hombres como mujeres".

Si fuesen ciertas estas revelaciones privadas, se confirmaría –de acuerdo a la postura alegórica- que nuestra época es ciertamente el tiempo del milenio. Y también conoceríamos otro dato que produce vértigo, porque ratifica lo que muchos intuimos: que nuestra generación estaría inmersa de hoz y coz en esos tiempos finales. Debemos indicar, de todos modos, que también con la interpretación literal se puede llegar a esa misma conclusión -que hoy vivimos tiempos finales, pero no en el milenio-, si se entiende que la liberación del diablo alude a su expulsión del Cielo (Ap 12,9) para actuar libremente en la tierra (lo que hoy es evidentísimo), y no al episodio de Ap. 20,7 (que acaecerá al final del milenio). 

Por tanto, desde mi punto de vista, el dies ad quem de los tiempos finales -de nuestro tiempo- no supondrá el juicio final sino el inicio del milenio.

III

PROBLEMAS de la INTERPRETACIÓN ALEGÓRICA.-

Debemos que dejar claro que ninguna de estas dos interpretaciones ha sido rechazada como herética por la Iglesia, y ambas presentan argumentos a favor y en contra. No obstante, hay mucho recelo contra la interpretación literal (es decir, milenarista), aunque la Iglesia sabe perfectamente que no puede condenar como herejía esa tradición doctrinal de los más importantes escritores apostólicos de la iglesia hasta el siglo IV (precisamente por eso, por ser una antiquísima tradición). E igualmente nos encontramos hoy un consenso casi unánime entre católicos en defender la interpretación alegórica, pese a los problemas graves que nos podemos encontrar, y que a continuación expongo.

1.- Por ejemplo, la identificación de los primeros resucitados con los bautizados, no cuadra con lo que dice San Pablo en 1 Cor. 15,23, porque del contexto de este versículo se deduce claramente que estos primeros resucitados lo serán en la segunda venida de Cristo, exactamente como se dice otra carta paulina, en 1 Tes. 4,16. Nada que ver con este sacramento cristiano. 

2.- En segundo lugar, si leemos Ap. 4, 9-11 -apertura del quinto sello- observamos a estas víctimas al pie del altar, pidiendo al Señor que ejerza la justicia (que un atributo del rey) y vengue la sangre que derramaron. El Señor les dirá que esperen hasta se complete el número de los que habrán de morir por Cristo. Si seguimos el sistema alegórico, esos mártires deberían ser dichosos desde ya con Cristo, con lo que no tiene sentido la vindicta que exigen, ni que la respuesta sea un tiempo de espera en el que incrementará el número de sacrificados por Cristo. Yo interpreto, por tanto, que la alusión a la espera, indica no sólo el castigo de sus verdugos, sino también una reivindicación de todos los mártires en la tierra, tal y como se deduce con toda claridad de la lectura del capítulo 20, pues entonces reinarán con Cristo.   

3.- Tampoco hay explicación convincente de por qué se nos describe la defenestración al infierno del anticristo y del falso profeta en un momento diferente a la defenestración del diablo, cuando lo lógico es que si, según los alegoristas, Cristo hubiese venido por segunda vez en gloria para el juicio final (y no, según defienden los literalistas, para inagurar el milenio), la triada satánica a la vez hubiera acabado en el estanque de fuego con esa venida. Si el capítulo 20 hay que interpretarlo como una historia alegórica de la Iglesia desde la resurrección de Cristo hasta su segunda venida, por qué la figura muy relevante del anticristo, ya estaba en el infierno cuando allí es lanzado el diablo tras la batalla final, y no estaba encabezando los ejércitos anticristianos, como en Ap. 19,20. Una lectura fluida del texto conduce inevitablemente a constatar la realidad de dos defenestraciones en el estanque de fuego (la del anticristo y el falso profeta por un lado (19,20), la del diablo por otro (20,10), con un intervalo temporal, que es el milenio

4.- Otro problema lo encontramos en el claro carácter sucesivo de las expresiones paulinas de 1 Cor. 15, 23-28: "Todos revivirán en Cristo, pero cada uno en su orden (1 Cor. 15, 22-23); "las primicias, Cristo" (1 Cor. 15,23); "luegoal momento de la parusía, los de Cristo" (1 Cor. 15,23); finalmente, vendrá el fin, cuando cuando Él entregue el reino a Dios Padre, después de haber destruido, todo principado, toda potestad y toda fuerza (1 Cor. 15,24); pues es necesario que Él reine hasta que ponga a todos sus enemigos como estrado de sus pies" (1 Cor. 15, 25); "el último enemigo destruido será la muerte" (1 Cor. 15,26). Y "cuando todo esté sometido, Cristo se someterá al Padre, y Dios será todo en todos" (1 Cor. 15,28).  

Es verdad que San Pablo jamás menciona la palabra milenio, pero eso es debido, a mi juicio, a que ni él ni nadie sabían cuánto iba a durar el tiempo del Reino (Hch. 1,7). Fue la generación cristiana posterior al Apóstol la que, estudiando las viejas Escrituras judías,  comenzaron a asociarlo, desde el punto de vista temporal, con esa expresión que meramente indica un tiempo largo pero indeterminado (Sal. 90,4 y 2 Ped.  3,8). 

Pero lo importante, a mi juicio, es destacar cómo se ajustan los eventos que describe San Pablo con los del libro del Apocalipsis:

-1 COR.- Cristo primicia (1 Cor. 15,23); APOC.-Cristo el primero y el último, el viviente, estuvo muerto pero ha resucitado  (Ap. 1,17-18).

- 1 COR-.- Resurrección, de los que son de Cristo en su parusía (1 Cor. 15,23); APOC.- Primera resurrección de los degollados por Cristo (los mártires) y los que conservaron la fe en el Señor (Ap. 20,4).

- 1 COR.-  Reinado de Cristo, pues es necesario que él reine hasta que sus últimos enemigos -la muerte, el hades, el diablo- sean destruidos (1 Cor. 15,25-26); APOC.- Los que vivieron reinaron con Cristo, serán sacerdotes de Cristo (es decir, lo harán presente en todo momento) y gobernarán con Él mil años"  (Ap. 20, 6). Tanto en san Pablo como en San Juan se afirma expresamente que la muerte -el último enemigo- no será destruido hasta el final (del reinado obviamente). (1 Cor. 15,26, Ap. 20, 14).

- 1 COR.- Sometido todo a Cristo, Dios será todo en todos (1 Cor. 15,28); APOC.- El cielo y la tierra  dejan paso a la novedad del Cielo (Ap. 20,11), Dios mismo estará con los hombres de una manera inefable e imposible de imaginar. Porque Él "hace nuevas todas las cosas" (Ap. 21,5). 

En definitiva, si siguiéramos la interpretación alegórica, se multiplicarían las dificultades para conciliar los pasajes expuestos. Inténtenlo y lo comprobarán. 

5.- Y finalmentequiero destacar que el tono triunfante y bienaventurado del capítulo 20, no cuadra con la historia del cristianismo. Más allá de los inmensos bienes que nuestra fe ha regalado al mundo, en la cristiandad siempre ha ha habido, como explicó el Señor, una mezcla de trigo y cizaña (Mt. 13, 24-30), y en este mundo vivimos como exules fili Hevae. Por tanto es mucho más coherente semánticamente una lectura continua de los tres capítulos, que no una recapitulación alegórica del capítulo central.

¿Qué concluyo, pues? Que, a mi humilde juicio, no sólo es más sólida la interpretación literal, sino que además tiene el haber de contar con el aval de la iglesia primitiva: el demonio es atado tras la derrota y condena eterna del anticristo y de su vocero, el falso profeta, a fin de que se facilite la santidad en un mundo en el que habrá santos, hombres y mujeres que han muerto y sufrido por Cristo (la primera resurrección, de la que expresamente hablan San Juan y San Pablo).

Es una reivindicación de los justos en este mundo, profetizada por el mismo Jesucristo en sus Bienaventuranzas:

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt. 5,4).

Es el Reino que el mismo Jesucristo anuncia escatológicamente en la última cena:

“Y os digo que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el día que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre” (Mt. 26,29).

En definitiva, todas las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento conducen inexorablemente al milenio, a un mundo nuevo donde reine la justicia, tanto en los profetas:

El resto de YHWH no cometerá iniquidad,

No dirá mentiras,

No habrá ya en su boca lengua falsa;

Mas apacentarán y reposarán

Sin que nadie los turbe” (Sof. 3,13)

Como en los libros poéticos:

"Un poco más, y no existirá ya el impío;

si buscas su lugar, no lo encontrarás.

Mas poseerán la tierra los humildes

y gozarán de inmensa paz" (Sal. 37,10-11)

En ese mundo terrenal, “reinará Cristo hasta que ponga a todos sus enemigos –el diablo y la muerte, los dos únicos que le quedan- como estrado de sus pies –al final del reino milenario-(1 Cor. 15,25).  Y reinará porque estará viviente en los corazones y las mentes de todos los ciudadanos de ese reino, que demostraron su fidelidad durante la terrible persecución del tiempo del anticristo. 

Postular una interpretación alegórica en razón de los problemas que puede provocar una lectura literal –que también existen sin duda y ahora veremos- puede producir un daño aún mayor a la fe: rendirse e interpretar un libro complicado como la Biblia como un conjunto de alegorías, mitos y fábulas, sin respetar ni los milagros reales de Jesús y ni su verdadera resurrección.  

IV

PROBLEMAS de la INTERPRETACIÓN LITERAL

Como ya hemos dicho, la interpretación literal ha sido mayoritariamente rechazada por los teólogos a partir del siglo IV, fundamentalmente por la autoridad de San Jerónimo (al que siguió San Agustín quien fue milenarista durante un tiempo, hasta que el gran sabio cristiano de Dalmacia le convenció de lo contrario). Pero la Iglesia muy mayoritariamente había sido milenarista hasta ese siglo, y no hace falta que dé ejemplos, pues cualquiera que haya estudiado sobre este tema puede mostrarlos en cantidad y calidad.

El rechazo de la inmensa mayoría de teólogos –a partir de entonces- a la interpretación literal y continua de esos capítulos controvertidos tiene que ver, a mi juicio, con dos hechos; la fantasía de los lectores y la evolución de la Iglesia.

En primer lugar, se produjo la degeneración del concepto del milenarismo, a causa de la imaginación desmesurada de ciertos comentaristas de las Escrituras, casi desde la misma época apostólica. Por ejemplo, Papías, obispo de Hierápolis en el siglo II, pintó con todo lujo de detalles ese mundo milenario, que sería una copia corregida y aumentada del paraíso terrenal.

“Habría días en los cuales las viñas crecerían cada una con 10.000 ramas, y en cada rama 10.000 ramitas, y en cada ramita 10.000 brotes y en cada brote 10.000 racimos y en cada racimo 10.000 uvas, y cada uva produciría 800 litros de vino etc”

Este planteamiento -ridículo y hasta diríamos que mahometano avant la lettre- resultaba sin embargo tan sugestivo y atrayente que muchos quisieron llevar hasta las últimas consecuencias ese mundo de felicidad y placer, dando lugar a la herejía –esa sí lo es- del milenarismo carnal o quiliasmo.  Papías –no lo olvidemos- fue un padre apostólico que acaso pudo conocer personalmente a San Juan Evangelista (y, sin duda, se relacionó con personas que trataron de manera cercana a los apóstoles, como Policarpo de Esmirna). En su Historia Eclesiástica, Eusebio de Cesarea, que no era milenarista y que incluso no creía que el Apocalipsis tuviera autoridad de libro inspirado (sólo a final del siglo IV, en los Concilios de Roma e Hipona se le dio la autoridad de Escritura Sagrada), da un juicio negativo de él. Y sólo atribuye el prestigio de Papías en la iglesia antigua al mero hecho de haberse comunicado directamente con personas que conocieron en persona a Jesús, porque le consideraba un “hombre de escaso entendimiento” (H.E. III, 39).

Pero quien alcanzaría la cima de esa degeneración sería un tal Cerinto, natural de Éfeso en el siglo II –donde conoció al ya muy anciano discípulo amado del Señor, Juan el Evangelista-. Este individuo, además de ser un heresiarca gnóstico, tenía una visión más que carnal del milenio, abiertamente pornográfica.  El sabio y bondadoso Juan lo detestaba, hasta el punto que –según cuenta Policarpo de Esmirna, citado por Eusebio-, un día entró el venerable anciano en un baño público de Éfeso, y al ver al archihereje, salió huyendo mientras gritaba: “¡Huyamos antes de que el edificio se venga abajo, pues Cerinto, el enemigo de la verdad, está dentro!" (H.E. III,28).   

La segunda razón del desprestigio de la visión milenarista es más bien histórica. A partir del siglo IV, la Iglesia Católica pasaba de perseguida a tolerada, y de tolerada a ser la religión oficial del imperio. Parece comprensible que a medida que la Iglesia Católica se iba abriendo paso dentro del imperio romano (sobre todo a partir de la época de libertad que se inició con Constantino y se culminó con Teodosio), y a la vez que se reforzaba y centralizaba su jerarquía, se pretendiera atar en corto a los teólogos y pensadores cristianos. Comenzaron a verse mal aquellos planteamientos revolucionarios, como lo era sin duda la existencia futura de un reino terrenal más allá de la pax romana de la que ahora gozaban los cristianos. Y creo que ésta fue la razón más poderosa de que se consolidase una visión alegórica –más modosita- del capítulo 20 de Apocalipsis, frente al punto de vista de la iglesia primitiva.

No pensaban igual los primeros cristianos, que vivían bajo la espada de Damocles de que a algún emperador le diese por iniciar alguna escabechina. A éstos, cuando leían la historia de Jesús triunfante y correinando con cristianos que habían sido perseguidos y vilipendiados, se les llenaba el corazón de esperanza ante un futuro sombrío.

Una anécdota que nos permitirá contemplar ese cambio de perspectiva, la encontramos en Eusebio. El gran historiador de la iglesia cuenta que muchos obispos supervivientes de la última gran persecución (la de Diocleciano), fueron al Concilio de Nicea (325) usando las postas imperiales que Constantino puso a su disposición. Y al llegar al espectacular palacio del emperador, junto a un bellísimo lago, y sentarse en aquellos asientos como si fueran reyes, pensaron que verdaderamente ya había llegado el Reino de Cristo.

¡Ay Constantino! ¡De cuánto mal fuiste madre,

no al convertirte, sino por aquella dote

que de ti recibió el primer rico padre!

(Divina Comedia. Infierno. Canto 19)

Esa es una de las razones por la que me decanto por la interpretación literal. Los cristianos generalmente sólo vemos la realidad con lucidez cuando nos persiguen, cuando las cosas no marchan bien, como sucedió con la Iglesia primitiva, cuya fe soportó terribles golpes.

Cristo reinará sin duda, el Padre "lo exaltará, lo entronizará como Señor, y hará que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en la tierra, en el Cielo y en el infierno" (Fil. 2, 9-11).

Pero reinará porque antes pasó por la cruz:

Se anonadó a sí mismo

Tomando la forma de siervo,

Hecho semejante a los hombres

Y, mostrándose igual a los demás hombres

Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte

Y una muerte de cruz” (Fil. 2, 7-8).

El cristiano, que tiene que ajustar su vida a la del Divino Maestro, sabe que sin cruz no hay gloria, no hay otro camino. Los que sufrieron las persecuciones se identificaron radicalmente con Cristo, y vivieron en la esperanza de que serían rehabilitados en un mundo nuevo donde imperaría la justicia. Y ese mundo renovado, con inmensa lucidez, lo vieron descrito en esos versículos del Apocalipsis, que tanto recelo producen hoy a los cristianos acomodados.

V

¿PUEDE un CATÓLICO SOSTENER HOY el PUNTO de VISTA LITERAL?.-

El último punto que quiero tratar es la compatibilidad o no de la interpretación literal del capítulo 20 del libro de la Revelación con las declaraciones doctrinales de la Iglesia Católica sobre esta polémica. Hasta la promulgación del Catecismo de 1992, la condena de 1944 –citada al inicio de esta reflexión- parecía únicamente condenar el milenarismo craso y carnal, mientras que el mitigado se consideraba meramente peligroso.

Algunos teólogos piensan que el tema ha sido definitivamente zanjado por la condena que el vigente Catecismo hace en el numeral 676, que descarta hasta el milenarismo mitigado. Pero sinceramente pienso que las justas advertencias de ese punto –pues los milenarismos son peligrosos en cuanto dan pie a extravagancias- no pueden condenar al devoto lector cristiano que interpreta a la letra un texto de las Sagradas Escrituras como es el Capítulo 20 del Apocalipsis, y que además tiene de apoyo a la casi totalidad de la iglesia primitiva. Tampoco creo que el punto 676, signifique que incurre en herejía formal o material aquel católico que piensa que la interpretación antigua es la más correcta.

¿Se puede lícitamente condenar que el piadoso lector de la Biblia se tome en serio lo que está leyendo, que tenga la certeza de que no se encuentra continuamente con alegorías y metáforas? ¿Interpretar de este último modo la Biblia –como un centón de narraciones orientales, repletas de imaginación y escasísimas de historia-, no es uno de los grandes triunfos del modernismo, que entiende que las Escrituras no tienen el más mínimo marchamo histórico? ¿No estamos hartos de leer versiones nuevas de la Biblia, hechas por católicos con el nihil obstat de obispos, en donde las notas a pie de página cuestionan, niegan y hasta ridiculizan algunos contenidos de la misma?

Por eso, como cierre, afirmo sin dudar que me fío de Cristo, de la autoridad de las Sagradas Escrituras como Palabra de Dios, y del juicio de la Iglesia Católica, que no sólo no ha condenado sino que además ha favorecido que se interprete literalmente la Escritura (Suma Teológica, Parte 1, Cuestión 1, Art. 10), cuando esa interpretación no sólo es la más adecuada (de acuerdo al contexto general de la historia de la salvación) sino que además fue sostenida casi unánimemente por la iglesia primitiva.

Y aunque me comprometí al inicio de este trabajo a no incluir comentarios de autoridades, como ya estoy acabando de verdad, haré una travesura e insertaré uno como conclusión: 

Lo que puede ser interpretado literalmente, interpretarlo alegóricamente es propio de incrédulos o de personas que buscan salirse de la fe” (Juan de Maldonado, citado por Leonardo Castellani).