viernes, 5 de marzo de 2021

Las tres justicias del Libro de Job.


                     

INTRODUCCION

Cuenta el libro del Génesis que el paraíso terrestre, donde moraban nuestros primeros padres, estaba regado por cuatro arroyos, denominados Pisón, Gihón, Tigris y Eúfrates, los cuales recibían sus aguas de un misterioso río cuyo nombre desconocemos (Gen. 2,10-14). Expulsada del Edén la primera pareja humana a causa de la desobediencia, pronto se olvidó toda referencia geográfica de los dos primeros (aunque se salvaron sus nombres). En cambio, en cuanto a los segundos, se les identificó desde siempre con los dos inmensos ríos que hoy nutren una región del oriente, en cuyas tierras, según la historia, se inicia la civilización.

La desmemoria sobre la ubicación de esos ríos, así como del principal del que recibían sus limpias aguas, fue uno de los muchos efectos secundarios de la culpa de Adán y Eva. El más importante, como sabemos, fue el decreto de destierro, dictado con la explícita intención de impedirles el acceso al Árbol de la Vida (Gen. 2,8), el cual les garantizaba la inmortalidad. Perdida la inocencia original, tirados por la borda los dones sobrenaturales que Dios les concedió (inmortalidad, impasibilidad, integridad), era peligroso que la raza humana, entregada a la malicia, quisiera ser como Dios, y por ello, se le destinó a un mundo hostil y se le fijó un plazo, cumplido el cual, retornarían al polvo del que fueron hechos. “Me amasaste como arcilla y al polvo me has de devolver” (Job. 10,9)

Con la rescisión de los dones sobrenaturales, no sólo perdimos la inmortalidad; también la justicia original, lo que implicaba necesariamente la entronización de la injusticia y de la ley del embudo en la sociedad humana desde entonces. No obstante, el hombre no perdió sus dones naturales, que de alguna manera seguían reflejando la verdad, el bien y la belleza del Creador. Así, pudo desarrollar su anhelo de justicia en algunos monumentos de la razón humana, como por ejemplo el derecho romano, cuyas instituciones jurídicas aún hoy usamos los que nos dedicamos profesionalmente a discernir y ayudar a resolver los conflictos de intereses entre los hombres.

No todo, por tanto, se perdió con la expulsión del Paraíso. La imagen de los dos ríos que olvidamos -Pisón y Gihón- y de los otros dos que recordamos -Tigris y Eúfrates- me parece una hermosa metáfora de esa gran verdad católica, que nos recuerda que el ser humano no fue privado íntegramente del sentido de la rectitud, y aunque corrompido en parte por el pecado, aún puede ejecutar ciertas obras de justicia, guiándose por la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn. 1,9),

“Hay un espíritu en el hombre,

El soplo de Dios, que lo hace inteligente”

                                                                     (Job. 32,8)

luz que alumbra su razón, aunque a veces débilmente. Pero para que esa justicia natural se implementase con vigor en su conciencia era necesario reconocer al menos la fuente básica, el río principal del que recibían las aguas los cuatro anteriores, de ignoto nombre también, pues Dios siempre será esencialmente desconocido (Hch. 17,23) mientras pesemos en este suelo.

Mas voy al oriente y no está,

A occidente y no lo encuentro;

Lo busco al norte y no aparece,

En el sur se esconde y no lo veo”

                                                   (Job. 23, 8-9)

La luz de la ley natural, inserta en el corazón de cada hombre, recibía su ratificación de la ley divina, de Aquél en quien el concepto abstracto de justicia se personificaba con plenitud. Apartada de ese fundamento, la ley natural se negocia en la almoneda del capricho, el edificio de la justicia se resquebraja, la injusticia hace estragos por doquier, los pueblos se revuelven y llegan conflictos y guerras. Pero como el hombre no puede vivir siempre en un estado de barbarie, cada vez que se derrumba debe volver a elevarlo una y otra vez –como el mito de Sísifo-, aunque parece ignorar tozudamente que sólo resisten aquellos muros que reflejan de alguna manera el origen divino de la ley humana, y se remiten a ese originario río del Paraíso.  

El problema de la justicia se plantea de una manera estremecedora –y también misteriosa- en la narración bíblica del drama de Job. Este relato, dejando aparte su divina inspiración, es una de las más sublimes creaciones literarias jamás brotadas del espíritu humano, a la misma altura que las tragedias de los griegos, o las de Shakespeare, Racine o Calderón. En sus poéticas páginas, lo que convencionalmente entendemos como justicia o injusticia, da varias vueltas de tuerca hasta el punto de dejarnos perplejos y con numerosos interrogantes, que sólo podrán ser iluminados –no respondidos del todo- con los libros del Nuevo Testamento. Y así, tras reiteradas lecturas, llegué a diferenciar en él tres puntos de vista –diferentes, y hasta antagónicos- sobre el concepto de la justicia en relación con su fuente primera, la perfección de Dios, y los quiero apuntar ahora para desarrollarlos luego.

Primero, lo que denomino justicia del demonio, por reflejar –aunque muy de pasada- esa actualísima deformación de tan noble concepto, que vemos un día sí y otro también, y cuyo fundamento es la endiosada autonomía del hombre, que no admite la ley divina, ni su desarrollo racional y moral, la ley natural. Esa justicia, que puede razonablemente definirse como diabólica, parece sintetizarse en la única frase que pronuncia la desnortada mujer que Job, en la que le incita a maldecir a Dios y a suicidarse.   

Segundo, la justicia de las obras, que es condenada por Dios. El Señor, al final del relato, reprueba con dureza los (aparentemente) sensatos discursos de los tres amigos de Job (basados en una razonable justicia conmutativa y una defensa a ultranza del proceder divino), y la vez reivindica a éste, cuando en realidad, tras una lectura atenta del libro, este conmovedor héroe trágico no tiene nada que ver con el símbolo de la paciencia del imaginario popular; más bien es la voz de una rebeldía que, a veces, llega a la explícita blasfemia. Sin embargo, ¿incomprensiblemente?, Dios condena esa justicia de las obras (la de los tres amigos), y justifica a Job, pues es éste –a pesar todo lo que ha dicho, y que ha merecido reprobación de aquellos – el único que ha hablado bien de mí (Job. 42,8).

Tercero, la que denomino la justicia de la fe, que no se explica –Dios ni pretende ni intenta hacérsela comprender a Job (o a nosotros), en su impresionante discurso desde la tormenta (Job. 38,1)-, pero lo cierto es que le convence rotundamente, y el doliente reconocerá:

“Sólo de oídas te conocía

Pero ahora sí te han visto mis ojos.

Por eso me retracto y me arrepiento

Echado en el polvo y la ceniza”

                                   (Job. 42, 5-6)

  1.- La MUJER de JOB o la JUSTICIA del DIABLO.-

Con sus posaderas en el suelo y su espalda apoyada en una tapia, Job se rascaba sus dolorosas y malolientes llagas con un trozo de teja. Su sufrimiento físico, con ser atroz, no llegaba a la altura del tormento de su alma, pues no podía comprender por qué “los terrores de Dios se han alineado contra mí” (Job. 6,4). O en palabras de Dámaso Alonso en su impresionante poemario Hijos de la Ira:

El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo, y una ramera de solicitudes mi alma”.

Para colmo de males, el piadoso sufriente acababa de escuchar una grave blasfemia proferida por uno de sus seres más cercanos –su esposa-, pero contuvo su primer impulso de abofetearla. Incluso sus agrietados labios iniciaron un boceto de sarcástica sonrisa (el dolor de sus comisuras no le permitía más), mientras reflexionaba sobre la extraña ironía o crueldad de El Shadday –ese era el primitivo nombre del Todopoderoso-, por arrebatarle todos sus bienes y su salud…, pero mantenerle a su lado a su esposa desquiciada, que ahora le zahería con su odio.

Como en un gigantesco teatro del absurdo, la feliz vida del matrimonio se había trasmutado en una desdicha que parecía no tener límites. Por culpa del huracán que derribó una casa, habían muerto sus diez hijos; sus cosechas y ganados fueron devastados de una vez por rayos y tormentas, y sus criados asesinados por bandas de enemigos caldeos; putrefactas heridas cubrieron la tersa piel de Job, y penetraron hasta el corazón de su esposa. Lo habían perdido todo, y como en el conocido refrán, la miseria entró por la puerta, y el amor escapó por la ventana. En consecuencia, ese drama los separó, de modo que ambos adoptaron dos actitudes radicalmente antagónicas: el marido se refugió en un piadoso estoicismo (que no duraría mucho, como veremos), y su consorte –que antaño habría sido una mujer tan discreta y hacendosa como la del libro de los Proverbios (31, 10-31)-, fue poseída por un atroz resentimiento. Y como la tortura de la gota de agua, le reprochaba una y otra vez a su doliente esposo:

-         ¿Todavía perseveras en tu necedad? Maldice a Dios y muérete de una vez

Pero Job, conteniéndose como dijimos, respondía a su mujer con profunda sabiduría, digna de un Séneca impasible:

-         Mujer estúpida, si hemos aceptado de Dios los bienes ¿no debemos aceptar el mal?

Y anota el escritor sagrado: Job no pecó con sus labios.

Como veremos luego, eso no es exactamente así. Job sí pecará –y gravemente a nuestro juicio- por verter expresiones tan ofensivas contra Dios, como la que acaba de oír a su mujer. Pero ahora nos interesa centrarnos en esa mujer, no tanto como persona, sino como símbolo. Como imagen de la primera de las tres justicias que encontramos en este prodigioso libro bíblico, la que yo denomino la justicia del diablo, o la manera en la que el hombre moderno, abiertamente rebelado contra su Creador, entiende con frecuencia el concepto de lo que es o no justo.   

A Dios se le puede maldecir por acción o por omisión. La mujer de Job, de la primera manera. El mundo moderno, de la segunda. Las constituciones y los textos legales modernos blasfeman, de una manera tan elocuente como silenciosa, por omitir deliberadamente el nombre de Dios, y desligar la racionalidad de las leyes que promulgan sus parlamentos de cualquier principio que remita al río de origen de ellas mismas, y sin el cual, acaban pervirtiéndose.  

Siendo Dios el fundamento de toda racionalidad y de todo poder, si una nación elimina a Dios y a la religión de sus leyes, se tambalea la misma sociedad civil, que comenzará a desvertebrarse. Primero de manera imperceptible, pero cuando se alcance ese punto que hombres (moderados y hasta píos) jamás imaginaron posible, éstos se preguntarán aterrados cómo se pudo llegar a esto. Mas serán tan necios que no encontrarán la causa en esa gravísima omisión, y seguirán creyendo que puede revertirse ese camino al infierno –humano y sobrehumano-, manteniendo la visión blasfema de una ley sin Dios, pero introduciendo algo de moderación y sensatez en aquel error de base; es decir, disminuyendo la velocidad pero no revertiendo el camino; poniendo tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y es que, esclavizados por esa inercia del mal (1 Jn. 5,19), jamás se atreverán a derogarlo en totalidad. Nuestro país, hoy, es la prueba definitiva de la evolución diabólica, en una sola generación, de esa ingeniería legal y civil, con unos gobernantes sirviendo claramente al demonio (aunque no crean en su existencia) y otros (que sí suelen creer en él, pues incluso se definen como católicos de misa dominical), que también le obedecen con su cobardía moral. Más que entre malvados, vivimos entre “ciegos, guías de ciegos” (Mt. 15,14).

La justicia del diablo propone, como la esposa de Job, que se le otorgue al ciudadano el derecho explícito a blasfemar (a maldecir a Dios), o a acabar con la propia vida humana cuando se tuerza la fortuna –muérete de una vez-. Pero también que el hombre ocupe sin complejos el lugar del Santo de los santos y se reconozca a sí mismo derechos que violan la justicia y la naturaleza de las cosas, como el derecho a matar la vida humana en el vientre materno o el derecho a que un pecado abominable adopte el rango de una de las más venerables instituciones naturales de la humanidad (el matrimonio). Incluso el derecho a mutilar de manera grotesca los caracteres sexuales que el Todopoderoso ha dado sustancial e irreversiblemente a toda persona (lo que se denomina autodeterminación de género, sin duda la modalidad más ridícula de las inmensas posibilidades de querer ser como dioses (Gen.3,5), el momento cumbre en el que diablo es, en su mayor ornato, el mono de Dios). 

Los Estados y sus gobiernos, más que pretender el bien común de sus integrantes y ser un instrumento al servicio de los ciudadanos, se convierten en un fin en sí mismo y en un poderosísimo enemigo de aquellos que aún tengan la funesta manía de pensar y actuar como dos milenios de civilización cristiana nos han enseñado, entre los que sobresale ese eterno principio de "obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch. 5, 29); un verdadero Leviatán, por tanto, que impone una moral (¿?) y un pensamiento único, no por casualidad anticristiano. En resumen, a través del poder político se facilita y aun promueve el mal, con el principal objetivo de la esclavitud espiritual del ciudadano. Pues ya lo advirtió el Señor “todo el que comete pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8,34).  

Job reacciona con sabiduría ante esa tentación diabólica, y asume estoicamente –aunque sólo mientras su consorte está junto a él- que el bien y el mal provienen de la justa providencia de Dios, que nacimos desnudos y moriremos desnudos, y que nada nos llevaremos en el incógnito viaje final.

Y nosotros los cristianos –que no podemos ignorar adónde se aboca nuestro mundo- probablemente algún día padeceremos un sufrimiento tan injusto como el soportado por Job, y entonces sí sabremos reaccionar –por un don divino, que no por nuestra fuerza- con su claridad y rotundidad. Mientras no llegue ese momento, seguiremos como ahora, como hombres moderados y hasta píos, queriendo apagar el incendio global que contra el mundo despliega el diablo desatado, soplando disimuladamente contra las llamas para no llamar mucho la atención.      

II.- Los AMIGOS de JOB o la JUSTICIA de las OBRAS.-

Se ha marchado la mujer de Job, y éste ha llegado al límite. Él no era judío (aunque sin duda el autor de este libro sí), sino natural de algún lugar del oriente pagano llamado Hus. Pero probablemente, durante su infancia y juventud, sus padres –o quizás un preceptor hebreo de los que marcharon exiliados a Oriente- le enseñaron el desprecio al politeísmo popular,

“Viendo lucir el sol,

El curso radiante de la luna,

No me dejé seducir secretamente

Mandándoles un beso con la mano”

                                      (Job. 31, 25-26)

y sobre todo, a reconocer que había un solo Dios, de quien recibíamos los bienes (y los males), y al que había que adorar y amar siempre, aunque nuestra suerte fuera adversa.

La verdad de un Dios único, justo y benevolente, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos, se le grabó a fuego en su corazón y prometió no sólo jamás pecar, sino también purgar por pecados ajenos, pues “se  levantaba todos los días de madrugada para sacrificarse y ofrecer holocaustos  por si sus hijos hubieran ofendido a Dios” (Job. 1,5).

Ante su mujer –probablemente porque no quería agravar su desequilibrio- pronuncia unas palabras en las que ya casi no cree. Sí, es cierto que bien y mal vienen de Dios, que nos lo ha dado todo, pero es tal la magnitud inexplicable de su sufrimiento, que ante Él pareciera que

“aun teniendo yo razón, su boca me condenaría

Aun siendo inocente, me declararía culpable”

(Job. 9, 20)

Esa convicción tiene visos de blasfemia, porque Dios –suma bondad y justicia- jamás puede metafísicamente condenar a un inocente. Pero Job no sólo comienza a pensar en esos términos, sino que los incluso los corregirá y aumentará, al atribuir a Dios una diabólica delectación por el sufrimiento del inocente:

Si un azote mata de improviso

Se ríe de la angustia del inocente”

                                       (Job. 9,23)

Aquí ya no habla el hombre religioso y equilibrado, sino el pagano desesperado ante el infortunio de los hados, aunque formalmente los identifique con un único Dios. Es una expresión parecida a la brutal que usa Gloucester en El rey Lear, cuando su hijo bastardo Edmund ordena que le arranquen los ojos:

“somos para los dioses, lo que las moscas para los niños;

Nos matan para su diversión”

                                                                      (El rey Lear. Acto IV, Escena I)

Huida la mujer, aparecen sus tres amigos –Sofar, Bildad y Elifaz-, que sin lugar a dudas son auténticos, no lo son de boquilla, pues “los tres se pusieron de acuerdo para ir a compartir su pena y consolarlo. Al verlo de lejos no lo reconocieron. Empezaron entonces a llorar a gritos, rasgaron sus mantos y empezaron a echar polvo sobre sus cabezas. Se sentaron en el suelo a su lado siete días y siete noches, sin decirle una sola palabra, viendo su terrible dolor”  (Job. 2, 11-13).

Sin embargo, vencida la semana, Job explota y comienza a lamentarse ante ellos, maldiciendo el día de su nacimiento (Job. 3,1), y deseando haber muerto a la vez que Dios le introdujo en el mundo; graves insultos en definitiva a la obra creadora del Altísimo, a la debemos acoger como un don y no como una carga que hay que abandonar, como el lastre de un naufragio.

“Muera el día en que nací,

La noche que anunció: ¡ha sido concebido un varón!

(…)

“¿Por qué dio luz a un desdichado

Vida a los que viven amargados,

Que suspiran en vano por la muerte

Y la buscan con más ansia que a un tesoro

A los hombres carentes de futuro

Porque Dios les ha cerrado el paso?

                                               (Job. 3, 2. 20-22)

Ante estas expresiones irreverentes, los amigos de Job, que sin duda tenían su misma creencia en un único Dios, justo y enemigo de la maldad, le redarguyen con elocuentes discursos, cuyo común denominador es la estricta justicia conmutativa de Dios, que premia al justo y castiga al malo, según las obras de cada uno. Ergo, si Job era feliz y ahora está sufriendo, debe haber pecado, y por ello padece el adecuado castigo del Altísimo.

Las Escrituras judías parecían avalar esa interpretación. La ley de Moisés anunciaba que “Si tú escuchas de verdad la voz de Yavhé tu Dios, cuidando de todos los mandamientos que te prescribo hoy (…) vendrán sobre ti todas las bendiciones siguientes… (Dt. 28, 1-2). Bendiciones, que se identificaban con todos y cada uno de los bienes que poseía Job, antes de acaecerle su desgracia: salud, buenos hijos, riquezas, vastas tierras fértiles y la paz en ellas…

Esa misma ley divina advertía también que “si desoyes la voz de Yahvé tu Dios, y no cuidas de practicar sus mandamientos y sus preceptos que yo te prescribo hoy, te sobrevendrán y alcanzarán todas las maldiciones siguientes… (Dt. 28,15). Que coinciden con la devastación del cuerpo y de los bienes de Job, tras permitir Dios al diablo que le atacase (Job. 1,12).   

La conclusión, por tanto, es obvia. Job necesariamente algo habrá hecho. Job no es sincero. Por consiguiente, debe reconciliarse ya con Dios, para que éste le retorne su favor. Así, Bildad, indignado ante las palabras del husita por acusar de injusto a Dios, le recuerda que:

“¿Puede Dios torcer el derecho

Pervertir Shadday la justicia?

Si buscas pronto a Dios

Y diriges tu  súplica a Shadday

De inmediato velará por ti,

Te devolverá tus legítimos bienes”

                                              (Job. 8, 3-6)

Y así también los otros dos, intentando preservar el honor de Dios, frente a las impías quejas de Job. Gran parte del libro se ocupa en referirnos, por un lado, los discursos de estos amigos, y por otro las respuestas ácidas de Job, donde como vimos, en determinados momentos, se alcanza la gravedad de la blasfemia. Parece un diálogo de sordos. La elocuencia de los amigos no logra traspasar la barrera del dolor de Job y alcanzar su corazón, porque éste es honesto consigo mismo y tiene la certeza de que sus actos justos y pensamientos virtuosos no habían cambiado y, sin embargo, su vida se había deshecho como un azucarillo. Mientras más brillantes eran los discursos que oía, más percibía que eran falsos. Quizás entonces comenzase a intuir que todos ellos discutían sobre un dios que acaso no fuese el verdadero Dios. Pero era el que residía en el imaginario popular, y por eso Job reprocha a los tres que:

Ciertamente vosotros sois el pueblo

Y con vosotros morirá la sabiduría”

                                                (Job. 12,2).

Entre tanto, Dios asiste en silencio al fragor de esa disputa, entre los que (desde la barrera de la salud) pretenden a toda costa salvar el honor del Creador, y el que (desde el coso del dolor) parece empeñarse en debatir con Él acerca del sentido de su tragedia, aunque con la certeza de la inutilidad de tal empeño:

“No es un hombre como yo para decirle:

-comparezcamos juntos en un juicio.

No hay un árbitro entre nosotros

Que ponga su mano entre los dos”

                                           (Job. 9, 32).

III.- DIOS o la JUSTICIA de la FE.- 

Pero Dios, en un instante, se le aparecerá a Job en la tempestad, y no para resolver el debate (pues es irresoluble al entendimiento humano) sino para mostrar con su imponente e invisible realidad –perceptible a través de la inmensidad y sabiduría de la creación- lo desenfocado del mismo.

Sí, sin duda son blasfemas las palabras de Job, fruto de su acerbo dolor, y por ello le pregunta retóricamente con aire de reproche:

“¿Quién es éste que denigra mis designios,

Diciendo tales desatinos?

                                              (Job. 38,2)

Pero también son desatinadas –y más graves aun- las razones de los amigos, que juzgan injustamente a Job, y pretenden encuadrar la infinita majestad de un Ser trascendente en los pliegues de su mente, sin conocer nada de su ignota Providencia. Concretamente, explicar la justicia divina en los términos de una mera justicia conmutativa, cuando lo cierto es que nosotros le debemos a Dios absolutamente todo y Él no nos debe absolutamente nada.

“Si fueres justo, ¿qué le darías a Él?

                                                    (Job. 35,7)

Aunque en rigor esos amigos no hayan faltado a la verdad, pues es verdad que Dios premia a los buenos y castiga a los malos, la voluntad de Dios se implementa de una manera y en unos tiempos muy diferentes a como suponemos los mortales: de forma casi contraria a los cortos criterios humanos, y en unos tiempos en los cuales se introduce una incógnita de eternidad. Una placentera vida puede ser el preludio de un desastroso final (como el del rico de la parábola de Lc. 16,19-31), y una desgraciada, lo contrario, indicios del favor de Dios, pues “si el Señor se ha indignado contra nosotros por breve tiempo para castigarnos y corregirnos, Él se reconciliará con sus siervos de nuevo” (2 Mac. 7,33). Por eso, el mismo Dios asegurará a Job que sus tres amigos han hablado rematadamente mal de Él (Job. 42,7). Y es que han pasado por alto varios postulados fundamentales:

Primero, que sólo Él –y nadie más- sondea la intimidad de cada hombre. Job, en contra de lo que creen los amigos, no ha sido castigado con tragedias por haber pecado, y aunque después hubiera blasfemado con sus palabras (dichas en el paroxismo de su dolor), sólo Dios calibra la gravedad de la ofensa, según las circunstancias íntimas y la sinceridad con la que se desborda un corazón desgarrado, cosas que exclusivamente Él puede conocer. No los amigos, por lo que actúan con temeridad manifiesta.

Además, es un error y acto de fariseísmo suponer la justificación de Dios porque nos juzguemos buenas personas o porque la vida nos sonría (como el rico que reza junto al publicano en el templo, Lc. 18, 9-14). Y que atribuyamos la desdicha (del otro) en esta vida a los pecados que él o sus antepasados cometieron (ejemplo claro es la pregunta de los discípulos al Señor, sobre la causa de la ceguera del mendigo que pedía cerca de la piscina de Siloé (Jn. 9,2).  Nadie está libre de culpa en este mundo, nos recuerda de manera machacona la Escritura (Lc. 13,3). La caída de nuestros primeros padres afecta solidariamente a todos y a cada uno de los hombres sin excepción (Rom. 3,10), y de una manera absolutamente desconocida para nuestras entendederas. Todo, según la ignota Providencia de Dios, cuya sabia mano conduce a sus elegidos a la salvación.

“yo soy el Señor, tu Dios

Que te toma de la mano y te dice:

No temas, que yo estoy contigo”

                                                                                                   (Is. 41,13). 

Lo segundo que han pasado por alto es más decisivo. Y es la clave más profunda -y complicada de entender- de este libro: los hombres estamos obligados a postrarnos siempre ante la Verdad (o lo que es lo mismo, ante Dios), pero no ante un simulacro de Él. Humillarse ante Dios es algo que recomiendan reiteradamente los hombres honrados y píos de toda época, raza o religión y, por tanto, los religiosos amigos de Job se lo piden a éste desde el principio de sus discursos. Sin embargo, Job no sólo desatiende tan loables consejos, sino que además adopta una actitud combativa y la sostiene en presencia de ellos. Sólo al final -y por un acontecimiento exterior que le transforma- mostrará su arrepentimiento “por hablar (sin cordura) de maravillas que me superan y que ignoro” (Job. 42,3). Por tanto, será justificado porque adopta la única actitud que nos hace gratos ante Él, pues “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51,17). Pero cede después de que Dios se le haga presente, antes no.

Si nos fijamos atentamente, hay una diferencia esencial entre los consejos de sus amigos, y el mandato bíblico que he citado del libro de los salmos: los amigos le exigen abajarse ante un dios que no es propiamente Dios, un dios fabricado a la medida de sus cortas mentes. Los amigos usan palabras como derecho, súplica o legítimos bienes; el salmo, en cambio, corazón contrito y humillado. Ante aquel dios no debemos postrarnos, sería como humillarnos servilmente a un ídolo. Nunca ante un dios do ut des. O la apertura a Dios es radical, incondicional y sin el menor viso de insinceridad -da igual una alabanza o un lamento-, o es una servidumbre interesada, con lo lo no seríamos gratos a Dios, porque caeríamos inconscientemente en la idolatría. 

Job -con agudísimo sentido- no cede a esa tentación de los amigos, y, por ello, el verdadero Dios se le hará presente, le justifica y a partir de ahí, es cuando se postra. Cierto es que Job y ellos tienen en mente a ese falso dios en su disputa dialéctica, pero la profunda intuición del husita le previene de la falsedad de los razonables discursos de sus amigos, y se niega a rendirse ante el dios que le exponen, porque sería un acto mecánico e inauténtico (y Dios no sólo es la Verdad, exige la verdad a quien pretende acercarse a Él en oración). Por eso Dios –el único y verdadero- justifica a Job y condena a los amigos porque no han hablado bien de mí como mi siervo Job” (Job. 42,8). Los amigos han intentado defender el honor de un ídolo, pero Job lo ha criticado, negándose a doblar las rodillas ante el mismo. Por eso es justificado, mientras que sus amigos son reprobados.

Aun así, la perfección y santidad del Dios verdadero siempre está detrás de cualquier imagen parcial o errónea sobre la divinidad que construya el hombre, y por eso, en su intervención al principio le echa en cara a Job sus desatinos, pero no se los tiene en cuenta porque no ha cedido al acto de humillación idolátrica. En cambio, reprochará con dureza las razonables palabras de los amigos porque continuamente se postraban ante un fetiche de su imaginación y, sobre todo, tentaron al justo Job a hacerlo. Dios lo abarca todo, incluso permite que nuestra debilidad le confunda tantas veces con lo que no es Él, pero lo que no nos tolera es nuestra cerrazón en la mentira y la inautenticidad, porque nos da oportunidades continuas con su Gracia para corregir el errado juicio y la equívoca voluntad. Job lo había perdido todo, salvo un corazón auténtico e insobornable. Por eso Dios toma la iniciativa y le convierte.

Por eso, cuando a Job se le desvanece ese ídolo, cuando el único Dios se le hace presente –por pura Gracia-, cuando expresa conmovido que “te han visto mis ojos” (Job. 42,5) (no una visión física, cosa imposible, sino una percepción de estricta fe sobrenatural), se da cuenta de que ha estado desbarrando hasta entonces; asume, sin dudar, cuán errados eran sus juicios, se arrepiente enseguida y se postra. Porque, al igual que sus amigos, “sólo de oídas conocía (a Dios)” y, en consecuencia, lo habían concebido según sus cortas mentes.

Sin una experiencia viva de Dios (“ahora te han visto mis ojos”), cualquier queja ante Él -o cualquier alabanza- son pura palabrería (Mt. 6,7), expresiones ociosas y hasta idolátricas; por eso es tan urgente pedir sin cesar la Gracia de la fe, porque siempre la iniciativa es de Él. Incluso los libros piadosos, o las mismas Escrituras, pueden reportarnos la imagen de un dios falso, si el Señor no actúa en nuestro interior para iluminar con su Espíritu nuestra frágil inteligencia. San Pablo lo expresará magistralmente: "también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos qué pedir para orar según conviene, porque el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el pensamiento del Espíritu y conoce que su intercesión en favor de los santos responde a los deseos de Dios" (Rm. 8,26-27).  En suma,  “la letra mata, sólo el espíritu vivifica” (2 Cor. 3,6). 

Job acaba conociendo, por fe, al verdadero Dios. Los amigos, muy versados en la letra de las Escrituras judías –las obras de la ley- no le conocen realmente; memorizarán bien sus versículos pero no los han traspasado para llegar al corazón paternal de la Palabra divina. Ellos seguirán erre que erre con su falso ídolo, porque Dios tampoco se revela a ellos –como hizo con Job- para sacarles de su cerrazón, probablemente porque “Dios resiste a los soberbios, y da su favor a los humildes” (St. 4,6).

Paradójicamente, para Dios -que conoce el barro que somos-, las palabras sensatas de los amigos que exigían humillación a Job, denotaban falsedad y soberbia; mientras que, en la irreverente rebeldía de Job, contemplaba el último vestigio sincero de un corazón destrozado por cuatro partes.  

Al final –irónicamente- es Job el que debe rezar por sus amigos para que los terrores de Dios no se ceben contra ellos. En Job, que es un pagano, comenzamos a intuir la respuesta al gran misterio que sólo se revelará en el Nuevo Testamento: la apertura de Dios a los gentiles por la fe (Ef. 3, 5-6), y la reprobación de los judíos por su incredulidad (Rm. 11).

La luz del Nuevo Testamento nos pone de manifiesto, en definitiva, la insensatez del juicio por las obras que realizan los amigos de Job. Con ser imprescindibles, ni las buenas obras del hombre en esta tierra le garantizan la felicidad aquí, ni le aseguran la salvación en el Cielo. Será San Pablo quien lo exprese de manera definitiva en sus cartas. “El don de Dios no es por obras para que nadie se gloríe” (Ef. 2, 8-9).   

Sólo con la revelación de la Persona de Cristo –el nuevo Job sufriente- en el Nuevo Testamento, se clarificará el drama del husita, pero no con palabras grandiosas desde la tempestad (Job. 38,1), sino con una imagen de locura: la del hombre-Dios crucificado. De ahí -del divino Job de la nueva ley-, brota toda la sublime doctrina paulina de la inutilidad de las obras humanas para alcanzar la justificación (la justicia de las obras, la justicia de los amigos de Job), y la necesidad de la justicia de la fe (la del Job terrenal, cuando “ve a Dios”, cuando se convierte).

Es entonces, cuando arrepentido, agacha su cabeza ante su amor y su designio inescrutable, y adora en silencio. Que Dios le bendiga, reintegrándole la riqueza que perdió es secundario. Al igual que san Pablo, cuando conoció a Cristo –es decir, a Dios-, Job pensará en su corazón que “todo lo estimo ya por pérdida” (Fil. 3,8).

CONCLUSION

Aquí podía haberse cerrado este estremecedor relato, pero no es así, y eso nos deja pensativos. Que Dios le devuelva multiplicados todos los bienes perdidos nos parece un happy end forzado, una contradicción con la tesis fundamental del libro: la crítica con vigor, audacia y hasta sarcasmo a la concepción popular de la justicia divina que vincula automáticamente en esta vida (la única posible para el judío del tiempo de Job), los bienes con los buenos y los males con los malos. Crítica que se expresará en otros excepcionales libros bíblicos como el Eclesiastés:

“pues yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios porque le temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme a Dios.

Pues bien, un absurdo se da en la tierra. Hay honrados tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los honrados”

                                                                                 (Ecl. 8,14)

 De tal modo que:

“En mi vano vivir, de todo he visto

Honrados perecer en su honradez,

Y malvados envejecer en su maldad”

(Ecl. 7, 15-16)

Pero el autor sagrado, en el tiempo que escribió la historia de Job, no tenía otra opción. El universo judaico en el que se desenvolvía no alcanzaba a comprender hasta qué punto la conversión final de Job, superaba a todos los bienes materiales que la misericordia de Dios le pudiera reintegrar. De ahí que este genial poeta hebreo, aunque su experiencia vital le mostrase lo contrario, no podía concluir de otra manera que ratificando la denostada justicia de las obras en este mundo.

Pero una vez que Cristo vino a nosotros, los cristianos debimos haber enterrado definitivamente esa concepción. Quizás un eco de la entronización de la justicia de la fe lo encontremos en esa primera comunidad cristiana de Jerusalén, en la que “creían con un corazón y un alma, y ninguno decía ser suyo nada de lo que se poseía, sino que tenían todos los bienes en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante era la gracia sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían bienes y casas las vendían y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch. 4, 32-35).  

Esa era verdaderamente la justicia de la fe. Aunque narrada quizás con demasiado optimismo por Lucas, sin duda reflejaba con sinceridad el espíritu de una comunidad exultante, transformada por la presencia cercanísima de Jesús muerto y resucitado, y reunida en torno a una mesa fraternal para hacer presente al divino Maestro, celebrando lo que denominarían la fracción del pan (Hch. 2,42). 

Pronto se despertó de ese sueño. Pocos años después, San Pablo criticaba que, en las reuniones litúrgicas, los ricos se atiborraban de comida y bebida hasta embriagarse, mientras los pobres pasaban hambre (1 Cor. 11,21). De todos modos, a lo largo de dos mil años, siempre hubo comunidades humanas, elevadas sobrenaturalmente por la fe, la esperanza y la caridad, donde floreció la justicia de la fe y dieron fruto de ciento por uno. Pero hoy, sin civilización ni Estados cristianos, la justicia de la fe queda reservada a cristianos escasamente organizados (y cada vez menos), mientras una mayoría sigue razonando según la justicia de las obras (hoy no se instruye sobre de la fe católica de otra manera), y desde ese carril van saltando en masa, día a día, hacia la justicia del diablo, por la facilidad con la que los poderosos del mundo la expanden en todos los ámbitos y por todos los medios. Castellani, en "Las parábolas de Cristo" expresó esa decadencia con una estremecedora frase: "El último aliento de una religión que perece es el culto al diablo".

Mientras tanto, la imagen de Job herido, callado y orante, una vez que “sus ojos han visto a Dios”, parece anticiparnos la imagen de los pocos adoradores del Dios verdadero que quedarán en los tiempos finales, y que tan certeramente describió el profeta Sofonías:

“Aquél día (…)

Yo dejaré ante ti

Un pueblo pobre e indigente

Que esperará en el nombre del Señor”

                                                           (Sof. 3, 11-12).