domingo, 25 de octubre de 2020

El orgullo del profanador y el COVID19.


Con el país deprimido ante la posibilidad de un segundo confinamiento, nuestra vicepresidenta del ejecutivo, Doña Carmen Calvo, anota exultante en twitter lo siguiente:

“Hoy hace un año que el Gobierno hizo posible la exhumación del dictador del Valle de los Caídos. Ya no está en una tumba de estado ni puede ser enaltecido”.

A mi juicio, no hay motivo alguno para enorgullecerse; es más, creo que lo sucedido hace un año fue una acción tan miserable -y tan sacrílega- que había serios motivos para preocuparse. Para inquietarse entonces, e intuir que algo tan repugnante tendría graves consecuencias en un futuro no muy lejano. La realidad, desgraciadamente, ha superado a la ficción. 

En efecto, acaba de cumplirse un año desde aquel triste acontecimiento. Miramos ahora nuestra patria y nos preguntamos si alguien, en la peor de las pesadillas, imaginaba entonces una España como la que tenemos hoy, a día 25 de octubre de 2020. Es evidente que nadie podía prever lo que vendría poco después de que todos contemplásemos en directo -unos con tristeza, otros con satánico regodeo- cómo se profanaba sacrílegamente la tumba del antepenúltimo Jefe de Estado español: un cristiano enterrado bajo la cruz más grande del mundo, y que con sus aciertos y errores (algunos sin duda muy graves), dio leyes cristianas a nuestra nación. En todo caso, se trataba de un bautizado sepultado en sagrado. Jamás, por tanto, debió haberse consentido tal aberración, y los primeros que abandonaron el buen combate (II Tim. 4,7) y se pusieron de perfil fueron nuestros obispos. ¿Alguien se extraña de que algunas encuestas -meses después, con la catástrofe ya sobre nuestras vidas- coincidan en el declive de la práctica religiosa? En el pasado, los dramas colectivos provocaban exactamente lo contrario: una vuelta del pueblo sufriente a la fe perdida y una confianza sólida en los pastores.

Como sabemos, el detonante de este mal presente ha sido un virus que nos está destrozando física, económica, material, moral y espiritualmente (y que lo seguirá haciendo hasta que Dios se apiade de nosotros). Y por si no fuera suficiente, agregamos a este despiadado horror, soportar el peor -el más sectario e ineficaz- de los gobiernos posibles, de tal modo que nunca como ahora en nuestra patria se ha vislumbrado la sombra de la destrucción definitiva de la sociedad civil, primero confinada, luego anestesiada y sin derechos, para ser finalmente humillada y sometida a la pobreza; lo que nuestros abuelos en la postguerra llamaban la sopa boba.

Ambos hechos -la profanación de la tumba en octubre y la difusión, sea natural o artificial (que no lo sé), de ese minúsculo asesino- son inmediatamente sucesivos en el tiempo, pero obedecen, desde el punto de vista natural, a causas muy diferentes. En ese sentido, si somos rigurosos intelectualmente, no podemos aplicar a ambas tragedias la regla “post hoc ergo propter hoc”, por cuanto la primera es un evento local y de naturaleza político-sacrílega, y la otra es un hecho biológico y universal, iniciado a miles de kilómetros de aquél.

Ahora bien, el cristiano debe afinar su percepción para intentar encontrar tanto el sentido de su vida personal, como una correcta lectura teológica del tiempo en el que el Señor le ha colocado en la existencia. Para ello, el mismo Señor le ha regalado en su bautismo tres estados, que, si bien están en potencia, pueden ser desarrollados a voluntad de Nuestro Señor: el cristiano es sacerdote, es profeta y es rey, y puede desplegar esos dones con su oración, con su estudio de las Sagradas Escrituras y del magisterio, y con sus buenas acciones, siempre en beneficio de los demás.

Pues bien, desde el punto de vista sobrenatural sí me parece aceptable fijar un vínculo entre ambos hechos tan diversos. Como comprendo que muchos me tacharán desde ya de fanático, irracional o directamente perturbado (o más piadosa e irónicamente me dirán -como a San Pablo en el Areópago de Atenas- que “ya te oiremos otro día” (Hch. 17,12)”, invito a los que aún creen en la providencia de Dios sobre el mundo, a que sigan aquí. Y a los que no crean en ella, a los que no acepten que “si el Señor la ciudad no guardare, en vano el vigía la habrá guardado” (Sal. 126), a esos les pido que apaguen sus dispositivos. Y sinceramente me disculpo con ellos tras haberles hecho perder el tiempo con mis reflexiones.

Me dirijo por tanto a mis hermanos cristianos. Las razón por la que creo muy posible el enlace de ambos acontecimientos comienza a intuirse en aquella verdad católica que afirma que el pecado de cada persona, en cada lugar y tiempo donde hayan existido y existan hombres, puede compararse a un virus que se propaga y va mutando -generalmente a peor- por la historia universal, bordando una inmensa red de pecados, enlazados unos con otros, hasta crear lo que lúcidamente nuestro papa Juan Pablo II, definió como una “estructura de pecado en el mundo”. 

El hombre -como dijo el apóstol Juan- es de Dios, pero el mundo está en poder del Malo (1 Jn. 5,19). Dos mil años después de la primera venida del Señor, los inmensos beneficios de fe, de esperanza y de caridad que tal acontecimiento histórico trajo a la humanidad, están en progresiva regresión, eso es incuestionable. Las verdades doctrinales y morales quedan diluidas -y finalmente anuladas- cada vez con mayor intensidad en una corriente rápida y abundante de universal apostasía, disfrazada de laico humanismo.

Las viejas leyes de los antiguos estados cristianos se subvierten y se vuelven anticristianas -y a veces diabólicas, como el aborto-; la aprobación, cada vez más descarada, en los países antaño cristianos de normas contrarias a las verdades de fe y de moral nos conduce forzadamente hacia los tiempos finales. Es -podemos decirlo así- el camino o proceso histórico normal que descubrimos con la lectura atenta de las Escrituras.  El Señor vendrá porque -como él mismo lo explica en Lucas- el mundo mayoritariamente habrá transitado por el mal camino hasta perder fe. Y mientras no llegue ese momento, sucederán catástrofes universales, como pueden ser virus mortales (véase por ejemplo Ap. 16,2).

Sin embargo, hay también un camino o proceso extraordinario -digámoslo así- para anticipar ese inevitable desenlace, y es la rotunda respuesta que el Cielo suele dar a la comisión de determinados pecados. Transgresiones que desde el punto de vista estrictamente humano no parecen objetivamente tan graves, pero que resultan especialmente repugnantes a la mirada eterna de Dios, y por tanto las castiga de un modo terrible, y generalmente de manera inmediata. Y ahí es donde me fijo en la profanación realizada en España en octubre de hace un año, y lo sucedido muy poco después con el llamado virus chino.

Diréis que hay crímenes mucho peores que hollar una tumba cristiana, un sitio sagrado. Por ejemplo, la legalización de las matanzas del aborto en casi todos los países del mundo cristiano (con sus millones de inocentes inmolados a un moderno Moloc llamado progreso); un hecho que, a mi juicio, ha debido marcar un antes y un después en la paciencia de Dios con el mundo pecador. Desde los años setenta ese pecado no ha hecho más que extenderse, y sin embargo parece -repito, parece- que no porque progrese ese mal, se va a anticipar el juicio y adelantar el castigo inevitable, el cual llegará -nadie lo dude- a su debido tiempo.

Sin embargo, sí creo que se ha producido un castigo anticipado con esa insidiosa pandemia, como pena del Cielo, por la profanación de octubre. Me fundo en la especial gravedad, de acuerdo a las sagradas Escrituras y al magisterio de la Iglesia, de aquellas transgresiones que de alguna manera implican un acceso prohibido a un lugar Santísimo, como lo es una tumba sellada, situada en el lugar más sagrado del mundo, el Altar de una basílica católica donde se reproduce, Misa tras Misa, el Sacrificio único de Cristo. 

En efecto, si nos vamos a la Antigua Alianza, recordamos el terror del pueblo judío cuando Moisés subía a la montaña sagrada del Sinaí, y ésta mostraba una cumbre llameante y atronadora, que significaba la presencia allí del Dios vivo, del Dios único y verdadero, del Dios escondido sin imagen ni forma. Le estaba estrictamente vedado al pueblo acercarse a la montaña, pues

Cualquiera que tocare la montaña morirá sin remedio” (Ex. 19,12).

Recordamos igualmente, aquel recinto arcano y misterioso del templo de Jerusalén, situado tras un finísimo velo de lino donde se situaba el Arca de Dios, un lugar tan sagrado que, como indica la Epístola a los Hebreos,

sólo una vez al año entra el sacerdote, no sin sangre, la cual ofrece por sí y por los pecados del pueblo” (Hb. 9,7).

Evocamos, por último, al mismo Arca de la Alianza, que causó la muerte de un levita llamado Uzá, cuando éste intentó evitar su caída tras zozobrar uno de los bueyes que lo trasladaban a Jerusalén (2 Sam. 6,6-7).

Estas impresionantes realidades eran sólo sombras de una Nueva Alianza, donde el Señor se nos hace literalmente presente en cada Misa, en cada Santo Sacrificio. Pero en la Nueva Alianza ya no hay un velo terrestre que prohíbe el paso a los mortales, pues Nuestro Señor

no entró en un santuario hecho de mano, imagen del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse en ahora en el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb. 9,24)

Con la Nueva Alianza por la sangre de Cristo, ese velo literalmente se rasgó de arriba abajo (Mc. 15,38), quedando ya el Sagrario y el Altar terrestre comunicados sin obstáculos con el Cielo y con la Iglesia celeste; son, pues, los lugares más sagrados de la tierra, un puente sin peaje hacia la Gloria. Y, en continuidad con las figuras del Antiguo Testamento, espacios donde cualquier profanación, representa el más grave insulto a Dios. Al mismo Dios que dirigió al pueblo de Israel por su travesía en el desierto hasta la tierra prometida, y al mismo Dios que hoy dirige al nuevo Israel de Dios hacia la patria del Cielo.

Pero es que, además, no sólo se ha mancillado el espacio sacro del sacerdote -el altar-, allí donde el mismo Cristo se hace presente en cada eucaristía; es que además la profanación se ha agravado por remover el cuerpo de un cristiano, que murió en gracia, y que por tanto da igual cómo se llame y lo que hubiera hecho en el pasado. Las Sagradas Escrituras dan el título de bienaventurados desde ya a todos aquellos que mueren el Señor. Así lo dice el libro del Apocalipsis:

¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, ya desde ahora! Sí, dice el espíritu, que descansen de sus trabajos pues sus obras los acompañan! (Ap. 14,13).

Alterar, pues, el descanso sacro de cualquier hombre o mujer que haya muerto, recibiendo los santos sacramentos, y que haya sido enterrado en un lugar sagrado, es un pecado no ya contra esa persona, sino un pecado contra la religión. Ya observamos la gravedad de conductas similares en el Antiguo Testamento cuando el rey Saúl perturba el descanso del profeta Samuel: la terrible maldición que por ello le sobreviene se extenderá a sus hijos (1 Sam. 28).  

Es decir, antes y ahora, es una ofensa directa e inmediatamente infligida a Dios. Más incluso en la Nueva Alianza, pues cualquier bienaventurado, cualquier justo, tras su tránsito en la tierra, entra ya directamente en la esfera de lo divino, con lo que la ofensa ya no es contra él sino contra el Dios de todos los hombres, en el que el muerto ya vive.  Es verdad que los graves crímenes en el mundo contra el prójimo -el mismo aborto o el homicidio, especialmente contra los mártires- son igualmente pecados contra el hombre y contra Dios, pero con una diferencia. Dios habitualmente retrasa el castigo de quienes han atacado a otros hombres, como podemos verlo en esos versículos del Apocalipsis, en los que frente a la reclamación de las almas de los mártires:

¿Hasta cuándo tú, Señor, el Santo y Verdadero,  no haces justicia y vengas nuestra sangre de los que habitan en la tierra?”,

se les pide paciencia hasta que se complete el número de hombres y mujeres que se les unirán en los martirios de los tiempos finales (Ap. 6, 10-11).

En definitiva, Dios puede perfectamente -en función de su infinita Sabiduría e inalcanzable Providencia- no esperar para castigar la perversidad humana, si ésta alcanza una insoportable altura sacrílega. Y eso es lo que, según mi sentido cristiano, ha sucedido, tras el repugnante sacrilegio perpetrado en octubre del pasado año.  

Porque el castigo comenzó poco después de la profanación, y aunque ha sido una pandemia universal -recordemos la solidaridad de la humanidad en el pecado de cada hombre-, nuestro país fue -y sigue siendo- uno de los que peores datos sanitarios y económicos presenta en el mundo, si no el peor. Tenemos, pues, una inmediata sucesión temporal de los dos acontecimientos muy distintos -profanación y liberación de un virus-, una responsabilidad directa de los gobernantes de nuestro país en un pecado de sacrilegio, y la especial saña con la que un virus ajeno nos ha castigado al poco tiempo; todo ello son datos objetivos e indiscutibles. Mi interpretación de la necesaria conexión entre ellos surge de mi sentido de fe y mi reflexión sobre el modo de actuar de Dios y de ejercer su providencia sobre el mundo, según las Sagradas Escrituras, siempre buscando nuestra conversión y salvación.  Desgraciadamente, en ese segundo aspecto, han fallado estrepitosamente nuestros pastores.

Y no creo que el Señor se compadezca pronto de nosotros. Nuestra nación ni se ha vestido (ni creo que se vista) de saco, ni ha ayunado (ni creo que ayune), como hizo el pueblo de Nínive tras la predicación de Jonás (Jon. 3,5). Asumamos el fracaso de que seremos los últimos en salir de este espanto, y los últimos en recuperar el pulso de nuestro país. 

No entiendo por tanto su orgullo, Sra. vicepresidenta Calvo, sea o no creyente. En todo caso, le deseo de corazón -lo digo sin la menor ironía- que el covid19 que vd. ha padecido no le cause futuros problemas, como sí se lo está provocando a muchos ya dados de alta.

miércoles, 14 de octubre de 2020

¿Todos hermanos?




Había quedado muy satisfecho con el extraordinario documento que el Santo Padre nos regaló hace unos días sobre San Jerónimo, el hombre que, entre los siglos IV y V, tradujo las Sagradas Escrituras al latín en ese monumento de cultura y fe que fue la "Vulgata". Como el propio título de la Carta indicaba, "Scripturae Sacrae Affectus", toda ella intentaba transmitir al lector de nuestro tiempo el inmenso amor por las Sagradas Escrituras del maestro dálmata, que murió en la misma ciudad que vio nacer a nuestro Salvador Jesucristo, en Belén de Judá. Y a fe que lo conseguía: San Jerónimo era un amante de la cultura clásica, hasta el punto que, como recuerda el documento, en una visión durante la cuaresma del año 375, el Señor le recordó, con cierta gracia, que "no era cristiano sino ciceroniano" (al igual que su contemporáneo San Agustín, a quien Homero le parecía "dulce, pero vano", y la Biblia, en cambio, verdadera pero áspera). A partir de entonces, las Sagradas Escrituras, toscas para San Jerónimo en comparación con los clásicos latinos y griegos, fueron vistas por él de una manera nueva, comenzó a venerarlas y emprendió la tarea inmensa de verterlas al latín.




En fin, un documento precioso que recomiendo a todos -cristianos y no cristianos, pero amantes de la civilización y el saber-, porque nos invita a degustar un excelso monumento de la cultura, que a la vez -sobre todo- es Palabra Divina que nos salva (o nos endereza en el camino de la salvación), escritas en un libro, plural y a la vez único, denominado "la Biblia".




Pero desgraciadamente, como es habitual de Francisco, ayer nos regalaba una de cal, pero hoy nos echa encima otra de arena. Días después, salió la última encíclica del Papa que versa sobra la "fraternidad humana", y sobre ella quiero simplemente indicar unas breves ideas, que pueden resumirse en la palabra decepción. Decepción, porque me parece un esfuerzo intelectual inútil para nuestro mundo. Para todos, para los cristianos y para los no cristianos.




En primer lugar, el cristiano no necesita de conceptos mundanos como la fraternidad cuando tiene como mandato divino (que exige la gracia sobrenatural) el "amor al prójimo" (mandato infinitamente superior, no sólo moral sino incluso "ontológicamente" al de la fraternidad), y cuando -como precisó el Señor (Lc 10, 25-37)- el prójimo se identifica con aquel sujeto que menos nos gusta en cualquier circunstancia (ayer un samaritano, hoy que cada cual mire su corazón y decida).




En cuanto al no cristiano, jamás podrá amar al prójimo, porque su lógica le dirá que es un absurdo amar al enemigo (como los judíos a los herejes samaritanos). Y no mostrará "fraternidad" con él, sino a lo máximo una mera tolerancia, condicionada eso sí a que éste no le haga la puñeta. Estará siempre a la defensiva en el mejor de los casos. Y esa tensión defensiva -como demuestra la historia, confirmando a machamartillo el dogma del pecado original- no puede durar mucho tiempo, y tarde o temprano se romperá y surgirá la violencia. Es doctrina de fe católica la imposibilidad de perseverar en el bien sin el auxilio de la Gracia, por lo que por muy buenas intenciones que alberguemos, acabaremos volviendo a las andadas. Como definió el Concilio de Trento, ni siquiera el justificado puede sin especial auxilio de Dios perseverar en la justicia recibida.




Por eso, para un cristiano el logro de la mundana fraternidad nunca será un objetivo; su objetivo será siempre su santificación (1 Tes. 4,3), y eso exige la Gracia; superar al "hombre viejo", y revestirnos del "hombre nuevo"; "debéis despojaros, por lo que mira a vuestro pasado, del hombre viejo, que se corrompe según los deseos depravados del error, y revestiros del hombre nuevo, el creado según Dios en justicia y santidad verdadera" (Ef. 4,22-23).




Y para un no cristiano, diga lo que diga, la fraternidad es imposible, porque en él habita aún el hombre viejo. Y sin conversión, morirá siendo viejo, "conforme a la vanidad de sus pensamientos, teniendo la razón oscurecida, apartados de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos a causa del endurecimiento de su corazón" (Ef. 4, 17-18). Por supuesto nunca reconocerá esa impotencia, porque tendría a continuación que admitir la naturaleza sobrenatural del objetivo. Y el soberbio por excelencia no le permitirá que en un acto de humildad acceda a esa conclusión inevitable.




En definitiva, el Señor no resumió su mensaje de salvación en la "fraternidad" sino en la "conversión" o el "arrepentimiento". No nos dijo, "si no sois fraternos pereceréis todos"; dijo otra cosa y muy diferente: "si no os convertís, pereceréis todos" (Lc. 13,5). ¿Puedo preguntar con cierta ingenuidad para cuándo una Encíclica que nos exija a todos los hombres -sobre todo a los bautizados- la conversión radical a Cristo, "el único nombre bajo el cual podemos salvarnos" (Hch. 4,12)?




Lo dicho, un documento inútil, casi nada católico. El apóstol Juan, en el Apocalipsis, me exhorta a que "conserve lo que he recibido" (Ap. 3,11). Hoy lo tengo muy claro: archivaré como una joya el documento sobre San Jerónimo, y olvidaré cuanto antes este texto, tan repleto de buenas intenciones que podría empedrar perfectamente el suelo del infierno.