sábado, 13 de febrero de 2021

El bien, la verdad y la belleza prueban que Dios existe.


Voy a exponer este famoso argumento teísta en una serie de proposiciones, que comentaré una a una, rogando a los que tengan la paciencia de leer hasta el final, que me indiquen, si lo estiman oportuno, los errores o falacias lógicas en que haya podido incurrir.

1º.- Nadie razonable duda de que existen el bien, la verdad y la belleza, y de hecho seguirían existiendo como conceptos objetivos aunque el hombre racional no existiera en el mundo.  

Es evidente que, aunque no existiera el hombre ,e incluso, aunque no hubiera absolutamente algo físico en la realidad, aun así, seguirían existiendo verdades indiscutibles y eternas como las de los teoremas matemáticos y geométricos (por ejemplo, en un triángulo rectángulo la hipotenusa al cuadrado equivale siempre a la suma de los cuadrados de los catetos), o los principios axiológicos objetivos (por ejemplo, que un hipotético ser consciente y libre no debe hacer a los demás lo que no quiere para él) o incluso estéticos (una hipotética arquitectura fabricada con diseño y proporción es objetivamente más hermosa que un montón de piedras y palos puestos al azar sin orden ni lógica).  

Por tanto, aunque no existiera lo material, no podemos negar que existirían esas certidumbres (científicas, morales y estéticas). 

2º.- Esas tres certidumbres -llamémoslas con el nombre único de "verdad"-, son por lo tanto objetivas; sin embargo residen ahora de algún modo en la mente humana, porque sin la inteligencia no podrían ser captadas como tales verdades en abstracto.

Existe la verdad, por lo tanto, y posee los rasgos de objetividad y eternidad como dijimos. Ahora bien, parece que, como si fuese un buen parásito, necesita de la mente humana para establecerse. Digamos que, en la realidad exterior al hombre, la verdad está como implícita pero dispersa (multiplicidad de verdades) en los múltiples objetos que nos muestran los sentidos, y que nuestra mente la descubre, organiza y clasifica, de modo que puede afirmarse que existen verdades en potencia o en bruto en cada cosa (son verdades parciales), que se aprehenden por nuestra mente para captar en definitiva su universalidad y eternidad, es decir, la verdad en sentido estricto.  

Ahora bien, ¿en dónde estaba la verdad antes de que el hombre, ser dotado de inteligencia y libre voluntad, racionalizase la complejidad de la realidad? 

Se admite en general por los científicos que en el principio no había nada, pero surgió progresivamente algo -el mundo material, compuesto de materia, energía, espacio y tiempo-, que parece diseñado de antemano mediante un plano previo que contiene esas verdades. Por ejemplo, vemos los hexágonos de un panal de abejas, y no dejamos de preguntarnos por qué lo hacen así desde siempre, con esa perfección diríamos matemática; el hexágono -que es la verdad de una figura geométrica con seis lados- adopta una imagen perfecta en la obra de esos animalillos, aunque sabemos que ellas no lo concibieron o inventaron, más bien les fue impuesto desde fuera. Los que dicen que fue la naturaleza la que les otorgó esa facultad, no pueden explicar por qué la naturaleza (que parece claro que no tiene en sí misma racionalidad) pudo grabar en el instinto de un ser minúsculo, que carece de razón, una figura geométrica, anterior a las abejas y hasta a la misma existencia de lo que llamamos naturaleza.

El mundo material, por tanto, parece seguir una guía bien trazada, de tal modo que al final aparece algo también material pero ontológicamente diferente, el hombre. Éste dispone de un depósito espiritual o mente donde acoge esas verdades, aprehendiéndolas del mundo que le rodea, captándola con sus sentidos, abstrayéndolas con su razón y organizando moral y autónomamente con ellas su vida. La mente humana pareciera ser ese depósito espiritual  donde se posase y reposase definitivamente la verdad desde su eterno vuelo. Nuestro simpático parásito parece que ha encontrado su hogar perfecto.  

3º.- Existiendo la verdad objetiva, sin haber surgido todavía la mente humana, es absurdo afirmar que esas verdades objetivas existieran desligadas de una racionalidad, sea cual fuera ésta.  

Estamos llegando al núcleo de nuestro argumento. Captamos la verdad (aunque no de manera completa, y a veces mezclándola con falacias) porque existimos como hombres racionales, que requieren de sentidos materiales para percibir (imperfectamente) las cosas. Pero cuando el hombre no existía, aún así seguía estando en alguna parte la verdad inmaculada, sin errores. Todavía no había surgido la racionalidad humana que la acogiese en su mente y la extendiese en magnas obras de pensamiento, de moral o de creación artística, pero ahí se encontraba, antes de él. Eran verdades eternas para ser algún día acogidas por él, incluso para transgredirlas por estar dotado de libertad.  

Pero una verdad científica exige un raciocinio riguroso, una verdad moral exige un asentimiento imperativo racional, y una verdad estética exige una mente equilibrada y con criterio; luego, toda verdad, antes del hombre y después del hombre, debe tener necesariamente un soporte racional continuo desde siempre y para siempre, sin que sea posible discontinuidad alguna.  La verdad en sí misma no puede existir ajena a la razón, aunque sus efectos sí se manifiesten fuera de ella. Dicho de otra manera: la verdad científica, moral o estética, reside necesariamente en un raciocinio eterno (que es el único lugar donde se garantizaría la eternidad que le reconocemos a la verdad). Se prueba de la siguiente manera: si no existiese ese raciocinio eterno, si la verdad sólo morase en el raciocinio temporal de la criatura humana, significaría inevitablemente que ahí nació, luego no existiría la verdad más allá de la existencia humana; luego no será objetiva y eterna. 

Pero eso no tiene sentido, porque hemos admitido que la verdad existe antes de la mente humana . Si no está en la mente humana, necesariamente debe residir en otro entendimiento, antes y después del humano; la verdad no puede vivir fuera de su medio natural, que es el pensamiento, como un pez no puede vivir fuera del agua. Es como un parásito bueno -como dijimos- que moriría fuera de lo que denominamos inteligencia. Pero la verdad no puede morir porque demostramos que es eterna. Luego la inteligencia donde resida lo es también necesariamente.

4º.- Debe, por tanto, existir un soporte de esas verdades, una racionalidad fuera y más allá del hombre, y que además tenga la misma eternidad de esas verdades objetivas, de tal modo que una vez que aparezca el hombre, éste pueda descubrirlas, que no crearlas.

La verdad exige, por tanto, un soporte necesario de naturaleza espiritual (entendido en sentido amplio como contrapuesto a material o físico, puesto que precede a la materia); un soporte espiritual, necesario continuo porque sin él, se produciría el absurdo de que no podría existir absolutamente la verdad (que sabemos que existe y desde siempre). Si, como ya dijimos,  el único soporte de la verdad, el bien y la belleza fuese la racionalidad humana -es decir, un soporte temporal, con un inicio y un final, el de la especie humana- no serán verdades absolutas y eternas, sino nacidas desde la racionalidad humana. En tal supuesto, el ser humano no descubriría la verdad (pues ésta no le precedería), sino que él la crearía, en cuyo caso se daría el contrasentido de que un ser finito crease una realidad que existe ex ante y ex post. Absurdo a todas luces. En materia de verdad, descubrimos lo previo (que es eterno); no creamos lo nuevo (que no es eterno). Nosotros participamos ahora, en fin, de una verdad que existe antes de todo tiempo (lo que hemos ya probado), y moraba en una inteligencia tan eterna como es ella (lo que estamos intentando probar). 

Violaríamos, por tanto, el principio de contradicción, si afirmáramos la objetividad eterna de la verdad, y a la vez sostuviésemos que su único soporte fuese la razón humana (que es temporal como sabemos, pues está vinculada a la vida del hombre, la cual nadie duda que tiene un inicio en el tiempo).  

Nadie, en fin, con un mínimo de seso niega que esas verdades existían antes de los hombres comenzasen sus andanzas en la tierra, y ahí seguirán aunque se extinga la especie humana y desaparezcan sus grandes obras. Por lo tanto, si las verdades existen eternamente,  ¿tiene sentido afirmar que estaban, antes de la mente humana, como desperdigadas y confusas, primero en una nada absoluta, y luego actuando misteriosamente y configurando e impregnando de sentido y de rigurosas leyes físicas y morales la realidad material (y espiritual) que iba a surgir como por arte de birlibirloque?  Eso es tan absurdo como afirmar -siguiendo la metáfora anterior- que un parásito puede vivir fuera de un huésped, ¡y puede crear ex nihilo a su huésped para ocuparlo! No podemos atribuir,  en fin, poder, finalidad y sentido a las ideas abstractas de verdad, bien y belleza, a menos que las conexionemos con un raciocinio que tenga además voluntad y capacidad de hacer y crear. En definitiva, estas ideas en sí mismas, no pueden vivir sin estar contenidas en una inteligencia; no tienen capacidad finalista alguna si no están dirigidas por el soporte que las contiene desde siempre, soporte inteligente, racional, eterno, y dotado además de inmenso poder y bondad. 

5º.- Esa racionalidad intemporal, donde se encuentran desde siempre las verdades eternas, es Dios. Luego Dios existe .

¿No es, por tanto, inevitable admitir que ahora mismo están esas verdades preservadas en el hombre racional y en su obra, pero que más allá del hombre y de la naturaleza, cuando no había absolutamente nada, esas verdades también se guardaban en un soporte racional, que además y sobre todo era el mismo fundamento de todo lo que ahora consideramos bueno, bello y hermoso? Dicho de otro modo, percibimos ahora la verdad, el bien y la belleza (de las cosas) porque antes, ahora y siempre existe la Verdad, el Bien y la Belleza (en sí mismas), es decir, lo que llamamos Dios, el mismo ser necesario (e invisible al sentido humano), cuya esencia se identifica con su existencia, ipsum esse subsistens.  

Por lo tanto, dándole vueltas a este problema filosófico, llegué a la conclusión que lo único razonable  es asumir que esas verdades eternas dimanan de una fuente única y eterna (plenitud de racionalidad, de bien y de belleza). Y que esa fuente -aunque concedo que es absolutamente desconocida en esencia-, tiene necesariamente un poder inmenso de crear (la realidad material y biológica), y una voluntad firme y bondadosa de compartir su poder creativo con el hombre (un ser espiritual como Él), al que hizo a su imagen y semejanza (porque piensa y ama), y al que dotó de su mismo sentido de la belleza, la verdad y el bien, que en Él mismo se encontraban en plenitud ontológica.

6º.- ¿Es posible, finalmente, otra explicación diferente a la expuesta, que sea rigurosamente racional?

No, o al menos no la concibo. Como diría Santo Tomás en su Suma Teológica, cualquier otra posible explicación, está respondida y desmentida en los párrafos anteriores.





martes, 2 de febrero de 2021

Cientifismo

 


Me gusta la ciencia, me gusta su método de conocimiento, esto es, el examen –por vía inductiva y experimental- de las propiedades y aplicaciones de objetos que pueden ser pesados, medidos o contados, y que para ello usa de la magnífica herramienta que es la matemática. La ciencia proporciona así unos extraordinarios beneficios a la humanidad, al facilitar la vida práctica de las personas. Me agrada leer libros divulgativos sobre ella, sobre todo de aquellos aspectos de las ciencias que están, como diríamos, en el borde mismo del objeto de su análisis, tanto en el sentido más grande (el universo), como en el aspecto más reducido (la estructura última de la materia). Y con todos ellos -aunque a veces he tenido que hincar los codos en la mesa para entenderlos-, he disfrutado y sigo disfrutando. Porque allí donde acaba la física, en las orillas mismas de la materia, comienza la metafísica, la cual –de ser ciertas sus conclusiones acerca del ser subsistente y causa no causada- resulta, sin duda, mucho más decisiva para la vida de los hombres que los beneficios para nuestro confort que nos reportan las aplicaciones diarias del conocimiento científico. La física, en definitiva, me gusta, pero la metafísica me apasiona. Y con ambas me tengo que estrujar bien el cerebro para comprenderlas correctamente.

Sin embargo, he observado con preocupación cierta deshonestidad en algunos científicos que, situados en ese borde exterior o interior, se aventuran a ciertas conclusiones metafísicas en negativo, generalmente negando la existencia de cualquier objeto de conocimiento que exceda de los límites de ambos bordes, o despreciando la osadía de aquellos que pretendan fundamentar metafísicamente el hecho de la existencia de la misma materia, reduciendo, en fin, el conocimiento a la mera explicación o descripción de un sistema materialista cerrado y autosuficiente.  El simpático Carl Sagan lo definió de una manera definitiva en su mítica obra “Cosmos”: “El cosmos (universo) es todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será”. Amén.    

Pero con todos los respetos a Carl Sagan (q.e.p.d), eso no es ciencia, sino cientifismo; en definitiva, es una filosofía, o más concretamente, una pésima filosofía porque no pretende explotar el raciocinio humano hasta los últimos límites, sino expresar  su rotundo fracaso mediante un intolerante acto de fe: el único conocimiento válido es el científico materialista strictu sensu…y punto. Sólo existen la materia, la energía, el espacio y el tiempo como objetos físicos, y sólo la ciencia puede versar sobre ella. Y la filosofía que no moleste con dudas, que se limite a merodear por sus contornos, y que no se atreva a reiterar las pesadas e irresolubles preguntas del pasado acerca de fundamentos últimos de la realidad.

Sin embargo, el mero sentido común nos asegura de que existe algo que llamamos mente (o espíritu), y que tiene unas inmensas potencialidades cognoscitivas por la vía de la abstracción (universalizando lo particular de la cosa material, ascendiendo a causas primeras, buscando causas últimas, y explorando lo necesario tras lo contingente), amén de potencialidades creadoras (a través de la belleza de la obra artística o intelectual). También nos dice que conceptos como “verdad”, “bien” o “belleza –que sólo un loco niega que existan- no encajan en una visión estrictamente materialista, y finalmente nos recuerda que todos los hombres usan –para la ciencia y la mera vida corriente- de ciertos principios son en rigor indemostrables (como el principio de identidad, de contradicción o de causa-efecto), y que si no los atendiese se haría imposible no sólo la ciencia, sino la misma vida humana. Hay, pues, más vida tras el cientifismo materialista. Muchísima más.  

El cientifista nos argüirá, entonces, desenterrando el mantra kantiano de que las conclusiones intelectuales a que llegamos por ese camino son indemostrables noúmenos, y que por tanto sólo hay que atender a la certeza que dan las ciencias, y que si, como sucede, la ciencia nos ayuda a vivir más y mejor aquí, para qué necesitamos otras cosas. Kant –según el cientifista- fijó para siempre los límites del conocimiento, y conceptos como yo, mundo o Dios son meros noúmenos, es decir, conocimientos razonables, pero inasequibles a la experiencia empírica y por tanto no demostrables.    

Habría que responder a ello que, aun admitiendo que fuera cierto el sistema de Kant (que en España fue criticado por Balmes en su extraordinaria Filosofía Fundamental), en todo caso, el filósofo prusiano nunca llegó al disparate del cientifista moderno, que concluye falazmente en que al no poder verificarse de manera empírica el noúmeno, se deduce su inexistencia o, al menos, su irrelevancia para determinar y condicionar cómo vivir. Y por lo tanto “comamos y bebamos que mañana moriremos” (1 Cor. 15,32). De hecho, Kant asumió una vía más allá de la razón pura -la razón práctica- para poder admitir la verdad del noúmeno más importante, Dios.

Por tanto, el cientifismo jamás podrá, desde su cerrado esquema a priori, contestar satisfactoriamente a determinadas preguntas sobre la existencia humana (las más decisivas). Pero no es comprensible eliminar esas indagaciones del pensar humano (como parece que se pretende hoy, desde ámbitos académicos y mediáticos), sino que procede profundizar en otras vías, en los ricos caminos por el que han transitado los grandes filósofos de la humanidad (especialmente los que respetaron la objetividad de la realidad, y no cayeron en esos errores monumentales del idealismo o del positivismo).

Parece muy poco científico, pues, no aventurarse en caminos –más allá de la materia- para buscar un conocimiento que puede ser verdadero, y que tantas luces dio en filosofías antiguas como la de Santo Tomás de Aquino. Un conocimiento que, además, es más decisivo que el que nos aporta la ciencia, porque –de ser ciertas las conclusiones a las que se puede llegar por ese razonable camino- ampliaría el objeto del conocimiento de una manera vertiginosa. La ciencia es útil, aquí y ahora; pero aquel conocimiento, aparte de ser útil para la vida, aquí y ahora (en cuanto la fundamenta rotundamente), nos abre la puerta de un mundo nuevo, para cuyo conocimiento vale la pena arriesgarse a transitar.  Es más, negaríamos el mismo hecho de ser hombres si cerrásemos la puerta a filosofar, a buscar la primera y última causa del ser.   

El cientifismo, en conclusión, no es ciencia sino filosofía…y de la peor; es suicida, es filosofía que se niega a sí misma. Sin embargo, es frecuentísimo oír hoy por muchos ámbitos, sobre todo universitarios, ese eco cientifista, y si alguna vez alguien tiene la funesta manía de pensar más allá de los esquemas puramente materialistas, se le llama iluso o se le espeta que pierde el tiempo.  El cientifista del siglo XXI es el heredero del positivista del siglo XIX, e intenta poner las últimas tachuelas al ataúd de la filosofía, que Comte comenzó a colocar.

Afortunadamente, el hombre por naturaleza es curioso (su espíritu lo es), y se cuestiona los sistemas que pretenden encerrarle, con la ayuda del ambiente mediático, en una vida meramente sensitiva e ínfima.  Incluso en nuestra época, donde el ser humano de manera preocupante ha descendido a niveles animalescos en su vivir y en su pensar, por cada clavo que eche un cientifista al ataúd de la filosofía, habrá muchos más que con alicates en la mano, arranquen esos clavos. Porque muchos tenemos aún la esperanza de abrir definitivamente la caja de nuestra existencia y confirmar, algún día, lo que intuíamos con casi absoluta seguridad en nuestra vida en la tierra. Que existía la verdad, el bien y la belleza, con una peculiaridad: que había que escribirlas en mayúsculas.