jueves, 27 de octubre de 2022

La lección de Antígona a la Junta de la Macarena.


I

LA LUZ EN LAS TINIEBLAS

Recuerdo que hace bastantes años, en una madrugada del Viernes Santo en Sevilla, me quedé sin salir de penitente en mi cofradía de Jesús Nazareno a causa de un pronóstico de lluvia. Sin embargo, otras hermandades desafiaron a los elementos y pusieron sus pasos en la calle. Entre ellas estaba la de la Esperanza Macarena. Recuerdo también que esa fue la única madrugá de mi vida en la que estuve callejeando con los amigos, buscando las cofradías que habían decidido hacer la Estación de Penitencia. Y recuerdo, finalmente, que vimos a la Macarena en la Plaza de San Juan de la Palma (donde se encuentra la sede de otra de las más señeras hermandades sevillanas y a la que también me honro pertenecer, la de Nuestra Señora de la Amargura).

Estaba amaneciendo, y en la plaza -repleta de gente, sorprendentemente reposada- se escuchaba el trinar de los gorriones.  Evoco ahora la llegada del paso de la Macarena; haberse parado a mi lado  y quedarme durante un buen rato admirando un rostro de mujer que parecía haber sido esculpido por ángeles. La iniciática y suave luz de la mañana, unida a la intensa candelería del primoroso paso, proporcionaba a la imagen de la señora una belleza nueva que no había percibido antes; ni durante las ocasiones en que había acudido a su Basílica ni en foto alguna. Emocionado, comprendí desde entonces un poco mejor por qué tantos sevillanos se presentan ante ella para contarle sus dolores y sus esperanzas

Tras la levantá, la banda interpretó -cómo no- la marcha Amarguras, himno oficioso de nuestra Semana Santa. Y mientras el paso se perdía por la calle Feria, tuve la certeza de que esos momentos especiales -entre tantos que he vivido en cada semana mayor de mi ciudad- se acurrucarían en un lugar preferente de mi memoria para nunca borrarse. 

II

LAS TINIEBLAS EN LA LUZ

Recupero ahora esta deliciosa escena de antaño pero lo hago con pena, porque leo que la Junta de Hermandad de esta ilustre corporación ha decidido obedecer y plegarse a un mandato injusto e irreligioso. Una orden que procede de una ley de memoria que es un insulto a la memoria y al respeto debido a los muertos enterrados en sagrado. Concretamente, la exhumación de un militar y hermano de la corporación que -más allá de sus actos crueles durante la vesania global de nuestra guerra civil-, liberó a los católicos hispalenses de la furia marxista y evitó una destrucción definitiva del patrimonio artístico y religioso de la ciudad de Sevilla, incluida esa inigualable imagen mariana que es la Esperanza Macarena.  Sin embargo, olvidando lo anterior, la Junta directiva de la Hermandad, aconchada en tablas, ha manifestado:

"su voluntad de cumplir escrupulosamente la legislación vigente en virtud de su respeto a las leyes en un estado democrático". 

Digo yo que podían haberlo expresado de un modo más explícito, de la siguiente manera:

"por miedo reverencial a las leyes de un Estado democrático -haciendo abstracción de si son o no objetivamente justas- pisoteamos las leyes divinas que exigen que se deje descansar en paz a los muertos que están sepultados en un lugar sagrado; más aún, que reposan al amparo de nuestra amada titular, la Virgen de la Macarena, a la que el militar sepultado  -hermano honorario de la hermandad- salvó de una muy probable destrucción".

Ante esta cobardía -e ingratitud-, me vino inmediatamente a mi memoria, por contraste, la inmortal obra de Sófocles, Antígona.  Ella, la desdichada hija de Edipo, quería inhumar piadosamente a su hermano; los dirigentes macarenos quieren exhumar impíamente a otro hermano. En dicha tragedia, Antígona desobedece la prohibición de Creonte de enterrar el cadáver de Policines (por haber sido traidor a la patria), y procede a darle sepultura, aunque ello le cueste la vida. En este tiempo nuestro, unos acobardados ejecutarán una orden injusta para evitar represalias. Sí, injusta, porque los socialistas y comunistas, que han heredado hoy las ideologías perversas y totalitarias de los que pretendieron aniquilar con violencia (y hasta sadismo) la fe cristiana, no tienen legitimidad moral alguna para obligar a una hermandad católica (que fue víctima directa de ellos) a transgredir un deber divino, como es el descanso de un católico que tanto bien proporcionó a esa hermandad. 

Antígona -a diferencia de esa Junta- representa lo más digno de la condición humana y, a la vez, una profunda paradoja en la que intuimos que el ser humano está destinado a un fin más sublime que su mera estancia en la tierra; todas las generaciones han juzgado sin excepción a la desobediente mujer tebana como un modelo, y al fiel cumplidor de la ley que era Creonte como un villano. Porque los hombres -hasta nuestro tiempo- sabíamos con certeza que, en cualquier jerarquía de valores, los mandatos divinos se situaban en la cima. 

Por tanto, la lección de esa tragedia es manifiesta: los deberes para con Dios beben anteponerse siempre a las obligaciones humanas. Como sentenció San Pedro ante el Sanedrín judío, en los Hechos de los Apóstoles:

"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".

Y estamos hablando de un drama escrito en el siglo V A.C. Nada hay nuevo bajo el sol, nos explica el Eclesiastés. Lo más noble de la condición humana nos interpela y nos exige afirmar hoy a toda costa, como hace Antígona, que ninguna ley humana:

"tiene fuerza para borrar e invalidar las leyes divinas, de modo que un mortal pudiese quebrantarlas".

En definitiva, tenebrosos tiempos los que vivimos que hasta los viejos textos de los paganos -como el que narra el heroísmo de esa mujer de Tebas- dan sublimes ejemplos de piedad a los cristianos adocenados y aborregados de nuestro tiempo, enseñándonos el único camino correcto. Cuando se profanó el Altar de la Basílica del Valle para humillar al antepenúltimo Jefe del Estado, la jerarquía católica en bloque -a quien aquél salvó de su aniquilación en los años 30-  calló y se puso de perfil. Ahora, unos laicos cristianos persisten en la misma ignominia, la misma ingratitud. 

Parece que en esta época terminal todos los cristianos hubieran asumido que, ante la democracia como dogma -es decir, el pueblo que se enorgullece de suplantar la ley de Dios-, debe decaer la tradicional obligación de defender los fueros divinos, de resistir la injusticia, de combatirla sin excusas y de no arrodillarse ante ella. Frente a la lección de esta heroica mujer, la norma moral que impera en nuestro tiempo se resume en un axioma: ante la diosa democracia ni Dios ni sus leyes importan. Ergo, el celo divino es fanatismo, Antígona una intransigente y el martirio un absurdo.

Como cristiano no acepto este nuevo orden. Y como muchos otros no quiero rendirme ante este horizonte de tinieblas, que se extiende más cada día. Por eso vuelve a mi mente la belleza de esta portentosa imagen de la Virgen María, madre de todos los hombres. Porque su dulce rostro, que aúna tristeza y alegría, nos asegura a todos sus hijos que a pesar de nuestras flaquezas, caídas y vacilaciones, si nos aferramos a ella, conservaremos la Fe, no se diluirá nuestra Caridad y, por encima de todo, seremos salvados en Esperanza  


sábado, 8 de octubre de 2022

El perro que devora lo que ha vomitado: un esquema de la historia de la salvación.



I

Para entender debidamente esa caída en picado de la fe cristiana en nuestros días, e intentar explicar qué consecuencias futuras pueda tener esa abierta apostasía de naciones y de buena parte de bautizados, creo necesario indagar en los misteriosos paralelismos y similitudes que se dan entre la historia de gloria y decadencia del cristianismo y la historia –de elevación y hundimiento también- del pueblo de Israel. Pues de la nación judía brota la salvación para toda la humanidad por Jesucristo “luz de las naciones y gloria de Israel” (Lc. 2,32).

Hagamos un somero seguimiento de ambas trayectorias, contrastándolas con la vida de Nuestro Señor.

1º.- Ambos pueblos –el judío y el cristiano- tuvieron su origen en territorios hostiles. El pueblo de Israel se configura verdaderamente en Egipto, desde donde el gran libertador Moisés lo saca de su esclavitud, convertido en una única nación de doce tribus. El cristianismo, por su parte, surge en Judea, y muy pronto comenzarán los problemas de convivencia con los judíos, hasta el punto que, al igual que Israel inició un éxodo hacia la tierra prometida, el cristianismo emigró de Judea para extenderse a todo el mundo, tal y como había mandado el Señor:

“Id, pues, y haced discípulos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”  (Mt. 28,19).

Jesús nació en Belén de Judá, lejos de su patria -Nazaret, Galilea- y desde el principio su vida quedó marcada por la persecución. El mismo desierto que cruzó Israel, lo atravesará Él con sus padres huyendo del odio de Herodes el Grande (Mt. 2,14). 

 

2º.- Judíos y cristianos avanzaron por un largo camino, lleno de obstáculos –en el desierto, los primeros y en las persecuciones, los segundos- hasta arribar a la tierra de promisión. Si en el caso judío esto significaba haber conquistado materialmente la tierra de Canaan, en relación con los cristianos implicaba el triunfo espiritual sobre Roma, a partir de la época de Constantino (y también en cierto modo material, sobre todo desde la época de Teodosio).

La misión de Cristo comenzó con un doloroso fracaso en la localidad donde se crió (Lc. 4), pero una vez se hubo establecido en Cafarnaún fue verdaderamente apoteósica. Las masas le seguían para escucharle y verle hacer milagros; hasta el punto que "Jesús no podía entrar manifiestamente en ninguna ciudad y se quedaba fuera, en despoblado, pero acudían a Él de todas las partes" (Mc. 2,45).

3º.- Los dos pueblos tuvieron que combatir peligros espirituales muy concretos: Israel, mediante la denuncia profética, a la tentación de la idolatría; la cristiandad, con los escritos vigorosos de los teólogos y Padres de la Iglesia, a las herejías.

El mismo Señor fue "fue empujado al desierto, donde estuvo cuarenta días tentado por Satanás" (Mc. 1,13), siendo el común denominador de estas tentaciones la consecución del éxito mundano de su obra.  

4º.- Ambos credos alcanzaron su cénit en un momento concreto de la historia. Israel durante la monarquía de David y de Salomón (siglos IX y X A.C), con su mayor expansión territorial y gloria histórica. La cristiandad, a mi juicio, la alcanzó en el siglo XIII, y no porque se llegase en esa época su máxima extensión (eso sucederá en el siglo XVI, merced a España), sino porque el cristianismo, como nunca había sucedido antes ni sucedería después, impregnaba todo el poder y el saber del siglo, desde reyes santos (San Luis IX de Francia, San Fernando de Castilla), teólogos excelsos (San Alberto, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura) o santos fundadores de órdenes imprescindibles para comprender la historia de la cristiandad (Santo Domingo de Guzmán o San Francisco de Asís). Y fue además el siglo de las catedrales góticas.

En fin, la gloria de esa época, su altura intelectual, la belleza de su arte y la santidad de sus santos, ha sido muy bien explicada por el imprescindible escritor inglés Chesterton en su biografía sobre Santo Tomás, que siempre recomiendo leer.

Podemos decir que antes del discurso sobre el "Pan vivo bajado del Cielo" que pronunció en la Sinagoga de Cafarnaún, la obra de Jesús cundía y reunía en torno a sí a muchísimas personas. Sin embargo, la mayoría desconocía absolutamente el sentido de su estancia entre nosotros. Sólo iban a verle porque "habéis comido pan para saciaros" (Jn. 6,26), aunque Jesús les exhortaba a trabajar "no por el alimento que se acaba sino por el alimento que dura dando vida definitiva, el que os va a dar el Hijo del Hombre" (Jn. 6,27). Cuando comenzaron a intuir que el signo humano de Jesucristo no sería una corona de oro sino de espinas, podemos decir que "se fueron saliendo uno a uno comenzando por los más viejos" (Jn. 8, 9).

5º.- La Monarquía judía y la Cristiandad entraron en fases de decadencia. El pueblo judío se dividió; uno en el norte (Israel) y otro en el sur (Judá), y a causa de esa debilidad fueron cayendo como fruta madura en las garras de Asiria, Caldea, Grecia y finalmente Roma (las cuatro bestias del capítulo 7 del Libro de Daniel). En cuanto a la cristiandad, vivió un tiempo atroz en el siglo XIV (peste negra, la filosofía nominalista de Occam y la decadencia de la escolástica), que abrió la puerta al renacimiento, y con este movimiento se entró de bruces en la modernidad (y se comenzaron a degustar los frutos envenenados de ésta, productos de la rebelión de Lutero). La Iglesia -la cristiandad- dejó así de tener influencia en el concierto de las naciones, y consecuencia de ello fue asumir –ya en nuestro tiempo- su renuncia a cualquier teología seria del Reino de Cristo y a la mera posibilidad de Estados Católicos.

Probablemente, como hemos apuntado, el punto de inflexión de la predicación del Señor sucediera en la sinagoga de Cafarnaún, cuando tal y como nos describe Juan, comenzó a predicar abiertamente los dos más grandes escándalos -ayer y hoy- de su vida: que moriría en redención de nuestros pecados y que habría que comer su Carne y su Sangre (Jn. 6). Pocos se quedaron con Él, las masas le abandonaron (Jn. 6, 66-68).

Igual que el pueblo judío se dividió en dos, los cristianos nos separamos y dejamos de participar en una fraterna mesa común. Primero en el cisma de Cerulario, Patriarca de Constantinopla, en el año 1054, que dividió al cristianismo entre oriente y occidente (aunque se salvaron las verdades básicas de la fe y los sacramentos, salvo la autoridad petrina). Y, sobre todo, con la herejía luterana (siglo XVI), que disgregó literalmente toda la fe cristiana desde la autoridad de Roma hasta los sacramentos, la eclesiología, la moral o la escatología. Significativamente, lo primero que fue destruido con ese desenfreno fue el elemento más fuerte de nuestra unión, el sacramento de unidad por excelencia y el memorial que el Señor nos ordenó hacer de su muerte, la Santa Misa (Lutero y Calvino no disimularon nunca el odio que sentían ante el Altar donde se actualizaba el Sacrificio del Señor). Pero en la Disputa de Marburg (1529) se constató que jamás los protestantes se pondrían de acuerdo en el significado del principal Signo que nos legó el Señor y, de ese modo, se dividirían continuamente en nuevas sectas y subsectas, asumiendo más y más errores. Quedó probado así que el principal motor de esa revolución protestante fue el fautor de toda división, el diablo.     

6º.- El pueblo de Israel –tras el deicidio cometido, matando a Jesús- fue prácticamente aniquilado por Roma, primero en la guerra de los años 66 a 73 D.C. y finalmente en la del año 136 D.C. El emperador Adriano reprimió a sangre y fuego la rebelión de Bar Koba, cerró para siempre el acceso de los judíos a Jerusalén, refundó la ciudad como Aelia Capitolina, y construyó un templo dedicado a Venus en el lugar donde se asentaba el calvario y el sepulcro del Señor.

Pero yo me pregunto si nosotros, los cristianos hemos corregido y aumentado el deicidio de los judíos. Porque acaso hayamos hecho algo peor que crucificar a Cristo (su cuerpo): hemos pretendido aniquilar su Espíritu, quitándolo primero de nuestras leyes, y luego de nuestras almas (estorbaba a nuestra visión de un progreso infinito). Por ello, a mi juicio, nosotros los cristianos estamos en la fase de la historia, anunciada ya por los Evangelios, del “comienzo de los dolores” (Mt. 24,8). Quizás no debemos pensar –por ahora- en una destrucción física, material y nacional (como le sucedió al pueblo judío en las dos fases de la guerra romana), sino más bien en una decadencia definitiva de la fe, que anule a la vez la esperanza y la caridad de la mayoría de los cristianos:

“El exceso de maldad enfriará la caridad de muchos, pero el que persevere hasta el final se salvará” (Mt. 23, 12-13).

Será nuestro Jueves Santo, nuestro Getsemaní. ¿O quizás ya es?

Pero sabemos con las Sagradas Escrituras que nuestra desgracia no se quedará ahí. Esa decadencia irá acompañada de persecuciones terribles -dirigidas por un oscuro personaje denominado Anticristo-, que quizás no veamos nosotros, pero sí las generaciones no muy lejanas que nos sucederán:

“Os entregarán a los tribunales, os odiarán en las sinagogas y compareceréis ante los reyes por causa mía  (…) todos os odiarán por causa mía” (Mc. 13, 9 y 13).

Será nuestro Viernes Santo, nuestro calvario.

“Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20). El triunfo de Cristo tuvo que pasar por la cruz, iniciándose su agonía el jueves santo por la noche en un hermoso huerto de olivos al oriente de Jerusalén. Un poco antes, durante una cena repleta de emociones, advertirá a sus amigos que "esta noche vais a fallar todos a causa de mi nombre" (Mt. 26,31), y así sucederá: sus discípulos le abandonarán durante su prendimiento (Mt. 26,56); Pedro le irá siguiendo "de lejos" (Mt. 26,58), sin convicción, sin fe, lleno de terror por lo que digan los enemigos de Cristo que le rodean por todos los lados, y al final gritará ese terrible: "no sé quién es ese hombre" (Mt. 26,74). Sólo su madre, unas mujeres y un discípulo anónimo estarán junto a Él mientras desde el árbol de la cruz nos regala su Vida a todos los hombres.   

7º.- Finalmente, tras dos mil años de purgatorio, buena parte del pueblo de Israel por decisión de la Providencia ha vuelto a su tierra, y se ha creado un estado moderno. Se constata así que las promesas bíblicas a Israel, a diferencia de las cristianas, siempre están directamente vinculadas a lo material, a la tierra. Ese retorno se prevé en los profetas (que anuncian la vuelta de los desterrados), pero también en los Evangelios:

“Jerusalén será pisoteada por los paganos hasta que llegue a su fin el tiempo de los paganos” (Lc. 21,24).

 

Jesús resucitará, y tras quedarse durante cuarenta días con sus discípulos, ascenderá a los Cielos desde donde intercede ante el Padre por todos nosotros (Hb. 9,24). Esos cuarenta días (no cronológicos) de Cristo Resucitado entre sus discípulos parecen insinuar las primicias del futuro Reino de Cristo, cuando Él venga de nuevo en gloria, derrote al anticristo y reine para poner fin a sus dos últimos enemigos: el diablo y la muerte (Ap. 19 y 20):

“Pues es necesario que Él reine hasta que ponga a sus enemigos de estrado de sus pies” (1 Cor. 15,25).

Ese Reino de Cristo consumado es la presencia radical de Cristo resucitado entre los discípulos de hoy y del mañana, un tiempo de paz y felicidad para los cristianos. La mayoría de los teólogos, en nuestros días, identifican el Reino con las mejores etapas históricas de la historia de la Iglesia; otros, sin embargo, lo asocian con un tiempo nuevo, escatólógico, más allá de la historia (un fin de los tiempos) pero vinculado misteriosamente a nuestro mundo. Las Escrituras parecen avalar esta última interpretación minoritaria, pero en todo caso, me atengo con humildad al juicio de la Iglesia.

Y hasta aquí podemos llegar, de momento. Cristo reinará, pero también juzgará. Y muchos de los que decían “Señor, Señor” pero nada hicieron para que se implantase su reino, o permitieron que las fuerzas del mal agostasen sus retoños serán duramente castigados.

II

En el punto anterior he realizado un esquema cronológico. Querría hacer ahora un modesto juicio general de todos estos impresionantes hechos, algunos de los cuales todavía no han acaecido, pero están -según creo- relativamente cerca. Pero no hablaré de lo que todavía no ha sucedido, sino de lo que ahora está sucediendo. Y aunque duela e indigne a muchos, este tiempo nuestro lo vinculo con aquellos desoladores versículos bíblicos, referidos a los cristianos que han abandonado, por sus doctrinas o por sus actos, el claro camino de salvación marcado por Cristo:

"Más les habría valido no conocer el camino de la rectitud que, después de conocerlo, volverse atrás del mandamiento santo que les transmitieron. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan acertado: El perro vuelve a su propio vómito" (2 Ped. 2,22, Prov. 26,11).

Los judíos crucificaron por manos de los paganos a Jesús y, aunque plenamente responsables, lo hicieron “conforme al plan proyectado y previsto por Dios” (Hch. 2,23), y en definitiva "por ignorancia” (Hch. 3, 17). La Sangre derramada de Cristo, que sólo ha tenido la misión de salvar, salvar y salvar, no ha supuesto por ello una maldición para el pueblo judío como muchos han creído (malinterpretando la profecía de Mt 27,25), sino más bien una bendición pues sabemos que al final

“todo Israel se salvará” (Rm. 11,26),

y sucederá así porque:

“en sus heridas (todos) hemos sido salvados” (Is. 53,5).

Dios eligió al principio de la historia a Israel, no por sus méritos y grandezas sino porque

“erais el más insignificante de los pueblos, y por ello Adonai os amó” (Dt. 7,7).

Israel representaba sólo una etapa histórica en ese viaje de la humanidad hacia la gloria final. Cumplida ya su importante función en la historia de la redención, ha vuelto por voluntad de Dios a la tierra prometida (de donde fue expulsado por sus pecados), a la espera de su último acto salvífico: “mirar al que traspasaron” (Zac. 12,10) y convertirse masivamente (Rm. 11,26). Porque los "dones de Dios al pueblo judío son irrevocables" (Rm. 11,29).

Ellos cayeron por ignorancia. Pero nosotros, el mundo occidental empapado de cristianismo por los cuatro costados, llevamos pecando gravemente desde hace mucho tiempo en nuestras vidas y en nuestras leyes, y no por ignorancia precisamente. Nosotros no tenemos excusa. Pecamos por aquello que Cervantes decía que era propio de demonios, por ingratitud, por malicia, por haber olvidado deliberadamente “Todo lo que Dios nos ha dado, que nos reconcilió con Él por la sangre de Cristo (…) no teniendo en cuenta nuestros pecados” (2 Cor. 5, 18-19).

Igual sucedió con el pueblo judío tras su división en dos reinos. Judá miraba con autosuficiencia a su hermana Israel (que había defeccionado por sus pecados) y se consideraba el único depositario de la antorcha mesiánica. Sin embargo, Dios le bajó los humos y le recordó con toda claridad que “la rebelde Israel es menos culpable que la infiel Judá" (Jer. 3,11), precisamente porque ellos nunca debieron de caer si eran conscientes de ser la última antorcha en la tierra del Dios vivo.

De nosotros los cristianos podemos decir lo mismo: “más graves son nuestros pecados que los que cometió el pueblo judío”. 

El Apóstol nos puso en guardia sobre esa horrible posibilidad y advirtió severamente -porque intuía lo que iba a suceder (2 Tim. 3, 1 y ss.)- que anduviésemos con cuidado, porque éramos paganos e hijos de la ira (Ef. 2,3), y sólo por pura misericordia habíamos sido elevados por la Gracia de la fe. Las palabras de su Epístola a los Romanos deberían estar grabadas en el frontispicio de todas las iglesias cristianas del mundo:

“No seas orgulloso y ten mucho cuidado. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Ten presente la bondad y la severidad de Dios: severidad para con los caídos; bondad para contigo, con tal de que permanezcas en esa bondad; pues, de lo contrario, también tú serás cortado (…)

Porque tú fuiste cortado del que por naturaleza era acebuche, y contra la propia naturaleza, fuiste injertado en el olivo bueno” (Rm. 11, 20-24).

Es evidente que nuestro mundo cristiano -meros acebuches infructuosos, injertados por pura gracia en un olivo fecundo-, se ha reído de ese gravísimo aviso de San Pablo, olvidando además algo muy decisivo. Que si se han cumplido los oráculos contra los judíos –los olivos genuinos-, también se realizarán los referidos a nosotros. Y seremos cortados.

El pecado del pueblo judío tuvo terribles consecuencias. Se verificaron las profecías del Señor durante su discurso apocalíptico, y durante dos milenios soportaron persecuciones y pogromos en todos los lugares donde se asentaron, e incluso un sicópata austriaco programó en el siglo XX su exterminio total. Y esos desastres derivaban en última instancia, aunque de manera muy misteriosa, de un pecado muy grave, pero en buena parte realizado por ignorancia, pues:

“si hubieran conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria” (1 Cor. 2,8).

Dios les castigó severamente, aun siendo el pueblo elegido, pero nunca dejó de amarles:

“Sólo por un momento te abandoné / Pero con inmensa piedad te regojo de nuevo / En un rapto de cólera oculté Mi rostro de ti un instante,/ Mas con eterna bondad me apiado (…) Vacilarán los montes,/ Las colinas se conmoverán / Pero mi bondad hacia ti no desaparecerá Ni vacilará mi alianza de paz/ -dice el Señor- / Que de ti se apiada” (Is. 54. 8-10).

Pero el Señor, si examinamos detenidamente las Sagradas Escrituras, ninguna esperanza dará al nuevo Israel (a nosotros) en bloque. Nosotros, meros paganos convertidos por la fe, no tendremos segunda oportunidad si volvemos a las andadas, a las fábulas, la idolatría y la perversidad moral (al panorama devastador descrito en Rm. 1, 18-29, que nuestro mundo reproduce con morbosa delectación, con explícita provocación al Altísimo).

“Porque si pecamos deliberadamente después de haber crecido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino una terrible expectación y el ardor vindicativo el pecado, del fuego que consume a los rebeldes” (Hb. 10,26).

Mientras los judíos se salvarán como pueblo por la fe (Rm. 11,26 dice expresamente todo Israel), sólo un pequeño resto fiel de nosotros los cristianos (el nuevo Israel que sobreviva durante los tiempos finales), se salvará:

“la maldad creciente enfriará la caridad de muchos pero el que persevere hasta el final se salvará” (Mt. 24,12).

Y viviremos un tiempo tan terrible que:

“Si no se acortasen esos días se pondrían en peligro la salvación de los elegidos” (Mc. 13,20).

Otros textos bíblicos insisten en esa apostasía final y en la gravedad de sus consecuencias, pero creo que basta lo dicho.

¿Vale la pena insistir hoy en ello? Me temo que estos avisos son una mera voz que clama en el desierto y que los pocos voceros que quedan son descalificados y parodiados como “profetas de calamidades”.

Esto es lo que hay. El mundo que nos rodea -neopagano y antes cristiano-, ha decidido definitivamente perderse por el agujero de un inodoro lleno de podredumbre, despreciando lo que Dios ha hecho -y sigue haciendo- por su salvación. Como si fuera “una cerda que vuelve a revolcarse en el cieno y un perro que devora lo que ha vomitado”.