sábado, 25 de junio de 2022

28 de junio.



A los reyes y gobernantes de las naciones del pasado nunca se les hubiera ocurrido señalar algún día del calendario para conmemorar el hecho mismo de la comisión de ciertos comportamientos improductivos de una parte  minoritaria de sus súbditos, y que, de generalizarse, contribuirían al colapso de la sociedad en la que mandaban. Aunque aquí habría que hacer una distinción entre fines y medios, y precisar que en muchas sociedades paganas se celebraron festivales sacros en los cuales y con la meta de lograr un objetivo en principio bueno -la alabanza y gloria de los dioses (del concepto que tenían de lo divino)-, todo desenfreno se permitía y se implementaba.  En efecto, las "Bacanales" en Grecia o las "Saturnales" de Roma eran celebradas en abril y diciembre respectivamente, y allí se desmadraban mujeres y hombres con todo tipo de excesos, pero tenían como último fin el culto a divinidades paganas, Dioniso o Saturno. Es decir, el motivo principal era religioso, aunque habría que aclarar -como nos recuerda San Agustín- que siendo los dioses paganos el equivalente a los demonios de la fe judeocristiana, en última instancia se adoraba a Luzbel, el primero de los diablos. De ahí que esos fastos se acompañasen de embriagueces, de orgías y de despiporren. La celebración de la festividad implicaba, por tanto, un serio pecado, pero matizado por la ignorancia en la que vivían los paganos. 

 

En definitiva, aún con el error, con la ignorancia y con la barbarie de los pueblos que no conocieron a Cristo, todas sus festividades tenían como meta complacer a los dioses en los que ellos creían. No escatimaban en medios como vemos en el caso de los aztecas, los cananeos o los cartagineses cuyas celebraciones generaban una espeluznante efusión de sangre humana, sin excluir la de los niños. Los procedimientos eran repugnantes pero el fin que pretendían -abstrayéndose de esos métodos criminales- era legítimo, pues respondía al principal deber de cada hombre y cada sociedad -inserto en lo más profundo del corazón de ambos- de adorar y ofrecer sacrificios a Dios, se concibiese éste como se concibiese.           

 

Por la misericordia de Dios, los tenebrosos tiempos del paganismo se clausuraron con la venida de Cristo, y ya no es excusable ni la inmoralidad de los medios ni la deformación en lo que se entiende por los fines. El cristianismo no sólo trajo la religión verdadera, sino que purificó la razón con la más sensata filosofía, elevó la naturaleza del hombre al introducirle en el ámbito sobrenatural de la Gracia, y le dotó de herramientas divinas -los sacramentos- para perseverar en la lucha contra los tres enemigos coaligados desde la caída de Adán: el mundo, el demonio y la carne. Y por supuesto estableció la máxima de que el fin no justifica los medios. El amor de Dios al hombre logró el asombroso milagro de quitarnos un peso que nos aplastaba muy superior a nuestras fuerzas, levantarnos y hacernos verdaderamente libres -auténticamente hombres-, como de manera magistral expresó San Pablo en esa carta magna de la libertad cristiana que es la Epístola a los Gálatas (sobre todo el Capítulo 5º): "Cristo nos liberó para gozar de libertad; permaneced pues firmes y no os sujetéis de nuevo al yugo de la esclavitud".

 

Los Estados Cristianos -incluso aquellos que después traicionaron la fe y abrazaron el laicismo- no pudieron prescindir de ese aluvión de buena nueva, y se reconocieron en el calendario aquellos días donde los cristianos recordaban eventos gloriosos de su religión, dándoles así una eficacia civil.

 

En todo caso, como apunté al principio, ninguna sociedad pagana había cometido la insensatez de promocionar aquellos comportamientos en principio irrelevantes para el Estado pero, a la larga, disolventes si se generalizaban, como son -desde el punto de vista cristiano- aquellos pecados graves que claman al cielo, y que se engloban con el término de sodomía. Hasta hace escasos años. Porque su reivindicación se ha convertido, en nuestros días, en costumbre política y social (y no es de extrañar que en poco tiempo se transforme en festividad oficial, marcándose con un rotulador rojo el día 28-J).

Más allá de que se usen medios repulsivos -las cabalgatas del orgullo son vomitivas, una apoteosis de mal gusto, una banalización de la inmoralidad sexual-, la novedad de esa farsa radica en el impío fin de felicitarse por un comportamiento que en sí mismo es una ofensa descomunal -y deliberada- a Dios y a sus leyes (de ahí la frecuente aparición en sus cabalgatas de grotescos personajes disfrazados con vestiduras eclesiásticas). 

Ello implica una verdadera revolución, pues nuestras sociedades culturalmente cristianas han superado en degeneración a las paganas, ya que no sólo han eliminado el ideal divino que latía tras aquellas inmoralidades sociales, sino que además hacen mofa de él. Podríamos decir que el demonio,  que estaba detrás de aquellas antiguas fiestas, fomentaba el desmadre general de los paganos y a la vez la piedad hacia sus falsos ídolos. Eliminados éstos y sustituidos por la verdad cristiana, el Adversario ha logrado -tras un trabajo de siglos- resucitar las viejas orgías del Mediterráneo y a la vez encauzarlas hacia la impiedad más absoluta. Esta celebración, de la que casi todo el mundo se hace eco y la aplaude, es la prueba concluyente de su rotundo triunfo en nuestro tiempo. Todo ello lo profetizó el Señor en la historia del espíritu inmundo que tras ser expulsado, vuelve otra vez con más fuerza y en tropel.  

 

Lo más peculiar y llamativo de esta modalidad de pecado publicitado por los poderes públicos, como he anotado, es que ya no existe, como antaño, una distinción clara entre fines y medios, porque ambos son abominables sin paliativos y en ellos se manifiesta un consciente y absoluto desprecio al Dios verdadero, que con su sangre redimió al hombre pecador, y a sus Sagradas Escrituras. Y no se rechaza por error al Dios cristiano en favor de otro dios falso, sino que todo este entramado de malicia se hace para la única gloria del hombre que -en pecado y sin Dios y sin su Gracia- sólo es una marioneta del demonio, y como tal, movida por aquel mentiroso (sin excluir su albedrío y su responsabilidad). En definitiva, ha alcanzado la perfecta consumación la promesa que el diablo hizo al hombre y a la mujer en el paraíso: "ser como dioses"; es decir, que su voluntad humana, pervertida en progresión geométrica, sea la exclusiva medida de su moral. Un hombre que, en vez de optar por ser redimido, elige ser un "hijo de la ira por naturaleza" (Ef. 2,3), un "vaso de ira, dispuesto para la perdición" (Rm. 9,22).

 

Que en ese ambiente insano se cante con jocosidad el "yo soy pecador, pecador, pecador..." es lógico... e inevitable. Ya no se puede afirmar que pecan por ignorancia como los desdichados paganos del pasado. Se confirma que, en efecto, nos encontramos ante hombres que, lejos de despreciar lo que ignoran, conocen muy bien aquello de lo que se burlan: la costosa redención de Cristo, pues no hubo, no hay y no habrá un hombre por el que no sufriese Jesús. Pero ellos "cuanto es de su parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública ignominia" (Hb. 6, 4-6).


Concluyo. Ante este estado de cosas, aún quedan firmes ciudadanos -cada vez menos- que conservamos el sentido de la decencia y el buen gusto, y nos negamos a comulgar con ruedas de molino, a tragar tal inmundicia, y a asumir como normal lo que es anormal, como natural lo que es antinatural y -lo que es más grave- como amor lo que no es sino un pecado grave que clama al cielo. Y no se me malinterprete, no hablo de personas concretas con tendencias homosexuales -muchos de ellos cristianos y hermanos en mi misma fe-, que a lo largo de su vida, como cualquier hijo de Dios, deben dominar los malos instintos que les tientan y les llevan al pecado, porque en ese sentido todos somos exactamente iguales, pecadores necesitados de redención (y quien esté libre de pecado que tire la primera piedra). Hablo de aquellos impúdicos exhibicionistas y sus lobbies a los que uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX -que por cierto tenía tendencias homosexuales-, se refirió avant la lettre con esta impresionante denuncia:

 

"Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman / contra el niño que escribe nombre de niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero, / ni contra los solitarios de los casinos / que beben con asco el agua de la prostitución, / ni contra los hombres de mirada verde / que aman al hombre y queman sus labios en silencio. / Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo, / madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño / del amor que reparte coronas de alegría"

(Federico García Lorca. Poeta en Nueva York. Oda a Walt Whiman).


sábado, 18 de junio de 2022

El enemigo es el modernismo, no el tradicionalismo.

El triunfo absoluto y diríamos definitivo en la Iglesia Católica de nuestro tiempo de la madre de todas las herejías, el modernismo, podemos apreciarlo en un sencillo hecho: la gran preocupación (y hasta obsesión) del primer papa santo del siglo XX fue combatir esta herejía racionalista, que suponía minar los sólidos cimientos de la fe, de la Revelación y de la moral que la Iglesia había recibido en deposito de una larga tradición cuyos inicios se remontaban a la iluminación del cenáculo de Jerusalén. Pero la gran preocupación (y hasta obsesión) del papa más mediático de inicios de este siglo XXI es precisamente atacar el tradicionalismo, la convicción de muchos cristianos de nuestro tiempo de que la palabra clave para regir el devenir histórico de la Iglesia Católica no es el cambio o la evolución -motores del modernismo- sino la tradición. Ésta es la mejor respuesta a aquella herejía. Pero ese desplazamiento de ciento ochenta grados del centro de inquietud de dos papas, con un siglo de diferencia, confirma que el modernismo ha vencido hoy y por goleada. Ha ganado en el tiempo (pues ha socavado buena parte de los fundamentos sobrenaturales de la Revelación, la moral y la doctrina recibida), y sobre todo sigue triunfando en su insidioso y permanente movimiento perpetuo, que no deja en paz nada de lo que hemos recibido hasta que consiga destruirlo definitivamente. Como dice San Pío X en su Pascendi "Hay aquí un principio general (del modernismo): en toda religión que viva nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse"

Según informa Infovaticana, en la reunión de finales del mes de mayo con los directores de las revistas jesuitas, el Santo Padre manifestó que "es muy difícil ver la renovación espiritual con criterios anticuados, concluyendo que "el problema es precisamente éste: en algunos contextos el Concilio aún no había sido aceptado" (no es necesario aclarar que ese Concilio por antonomasia, al que el Papa se refiere, es el ultimo ecuménico celebrado entre 1962 y 1965) . Aprovechó igualmente para hacer un emotivo elogio del Padre Arrupe, el general jesuita bajo cuyo generalato (1965-1983), la Compañía que fundó San Ignacio de Loyola dio un giro ferozmente modernista y entró en barrena. Hoy, sin ser profetas de calamidades, podemos afirmar con la frialdad helada de los datos que la Compañía está en serio peligro de desaparición, lo que evoca un curioso paralelismo: un vasco la creó y otro vasco la destruyó. Recordemos lo que señaló el historiador Ricardo de la Cierva, en su imprescindible libro "Jesuitas, Iglesia y Marxismo" (Plaza y Janés, 1986):

"Durante los años del Generalato del Padre Arrupe la Compañía de Jesús se ha hundido en cuanto a efectivos humanos, y ha perdido, esto es lo más grave, toda una generación puente lo que hace todavía más problemático el relevo y compromete, en cierto sentido nada metafórico, la misma supervivencia de la Orden" (Op. Cit. Pág. 462).

El Santo Padre expresamente vincula la figura (objetivamente fracasada) de Arrupe con el Concilio (también fallido en sus expectativas), y coloca enfrente de ambos a los que denomina tradicionalistas: "esto está sucediendo nuevamente, especialmente con los tradicionalistas. Por eso es importante salvar a estas figuras que defendieron al Concilio y la fidelidad al Papa. Hay que volver a Arrupe: es una luz desde ese momento que nos ilumina a todos". 

Cuando uno lee esa defensa cerril de dos fracasos, piensa que el papa santo del siglo XX hubiera usado la misma estructura de frase para decir exactamente lo contrario: "esto está sucediendo nuevamente, especialmente con los modernistas. Por eso es importante salvar a las figuras que defendieron la Tradición de la Iglesia y la fidelidad al Papa".  Un Papa santo que observaba, ya en su tiempo, cómo se cubrían de elogios a quienes tenían una especial saña contra la tradición, pues "cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguorehúsa la tradición y el magisterio eclesiásticotanto más sabio lo van pregonando(San Pío X, Pascendi).   

Y por supuesto, el Papa Francisco, transluciendo su habitual hermenéutica de ruptura, contrapone de facto el Concilio de Trento al último ecuménico: "En la Iglesia europea veo más renovación en las cosas espontáneas que van surgiendo: movimientos, grupos, nuevos obispos que recuerdan que hay un Concilio detrás de ellos. Porque el Concilio que mejor recuerdan algunos pastores es el de Trento.  Lo que estoy diciendo no es una tontería".

No sé si son tontas las palabras del Santo Padre, pero revelan sin la menor duda su apuesta radical por una visión rupturista de la Iglesia (frente a la hermenéutica de la continuidad propuesta por el Papa que le precedió, aún vivo).  A la vez que elogia a quienes -como el Padre Arrupe- han llevado a la misma a su postración actual, descalifica a aquellos católicos que creen -que creemos- que es precisamente el olvido de las más sólidas doctrinas cristianas (recordadas incluso por el Concilio, si bien orladas por un halo novedosamente optimista), lo que ha provocado la insignificancia de la Iglesia ante el mundo y la debilidad de la fe en los bautizados. 

Y no entiendo por qué el Papa critica que se recuerde a Trento, cuando el impulso evangelizador merced a ese Concilio (y a España, luz de Trento), extendió la fe católica desde un extremo a otro del mundo. Sin embargo, el otro Concilio, el que tanto le gusta  -y que introdujo una clara novedad a la hora de hablar de Estados Católicos y de la libertad religiosa- ha provocado que buena parte de la fe católica de Europa e Iberoamérica se haya dispersado en favor del ateísmo, de las sectas protestantes y de los viejos cultos paganos resucitados; una vuelta a las fábulas y a las consejas de viejas, en lenguaje paulino.  Si seguimos el criterio evangélico del árbol bueno que da frutos buenos, deberíamos reconocer que el Papa ha dicho una gran tontería, pues si comparamos los frutos de Trento con los del Concilio no hay color: el primero extendió universalmente la fe y frenó al protestantismo, mientras que el segundo hizo recular a la fe y dar alas a la herejía. 

Aun así, y de acuerdo a la recta visión católica, ni siquiera los malos resultados pueden justificar el rechazo de un Concilio plenamente legítimo, muchos de cuyos textos finales son de gran belleza y Verdad. Quien así lo haga no puede en rigor denominarse católico. Por ello, ante esa catástrofe del postconcilio, no queda -a nuestro humilde juicio- sino re-interpretarlo todo de acuerdo a la tradición de la Iglesia, columna y fundamento de la Verdad. Entenderlo de conformidad al conjunto de las doctrinas católicas que hemos recibido, en continuidad y no en ruptura. Precisamente la criticada ambigüedad de muchos de sus documentos,  facilita esa lectura tradicional (del mismo modo que ha generado una lectura desbocadamente modernista, aunque nadie es capaz de citar los pasajes concretos que avalen tales interpretaciones aberrantes y se escudan en lo que llaman el espíritu del Concilio. La vieja táctica modernista de no dar abiertamente la cara que denunció San Pío X). 

No, Santo Padre, no se confunda. No rechazamos el Concilio, lo asumimos de conformidad a lo que dijo el excelente teólogo que le precedió en el solio pontificio y aún vive: de acuerdo a una hermenéutica de continuidad. Los enemigos no son -no somos- los tradicionalistas (que siempre rezamos por su augusta persona). Los grandes enemigos de la Iglesia Católica -ayer, hoy y siempre- han sido, son  y serán los modernistas. 

"Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es el conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podrían obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como hemos indicado, absolutamente toda religión" (San Pío X, Pascendi, numeral 38).   



domingo, 5 de junio de 2022

Bellisima meditación sobre el Espíritu Santo.

Hoy, festividad de Pentecostés -día en que se puso el primer cimiento de la Iglesia como sacramento general de salvación de todos los hombres-, en la Santa Misa, nuestro párroco, Don Félix,  citó en su homilía un maravilloso texto de un obispo sirio sobre el Espíritu Santo. No he podido resistirme a pedírselo para publicarlo en mi blog. Amablemente me lo ha enviado, y así, sin añadir nada, lo publico porque merece la pena por su belleza y profundidad. Ojalá nos ayude a entender que es la Persona Divina que más íntimamente toca el corazón de cada cristiano, y quien verdaderamente vivifica la Iglesia cristiana. Porque es Dios en nosotros. 

"Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, una dominación; la misión, una propaganda; el culto, una evocación y el actuar del cristiano, una moral de esclavos.   

Con el Espíritu Santo, y en permanente comunión con Él, el cosmos queda elevado y gime en el alumbramiento del Reino Dios; el hombre se mantiene en lucha contra la carne; Cristo permanece en el presente; el Evangelio es poder de  vida; la Iglesia, significa comunión trinitaria; la autoridad, un servicio liberador; la misión, un nuevo Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, y la vida cristiana queda deificada"

(Mons. Ignacio Hazin, Metropolita ortodoxo de Lattaquie. Siria).

viernes, 3 de junio de 2022

Zaqueo y las dos fuentes de Jericó.



El origen de esa costumbre se situaba varios siglos atrás. Cuando un viajero bajaba a Jericó, su primera visita obligada era a aquella hermosa fuente, cuyas aguas tenían fama de ser las mejores del mundo. Según los libros sagrados de los antiguos reyes (2 Rey. 2, 19-22), un profeta llamado Eliseo derramó sal en esa fuente cenagosa, y desde entonces el agua cristalina no dejo de fluir. Y hasta le atribuían poderes curativos.

En esa vieja historia pensaba aquel jefe de publicanos y hombre rico, mientras oía gritar a muchos paisanos porque el famoso predicador de Galilea estaba a punto de entrar en su pueblo.  Además -añadían entusiasmados- había devuelto la vista al ciego de nacimiento, que solía pedir limosna junto al camino real (Lc. 18, 35-43).

Sin duda aquel profeta bebería del mítico manantial, y por ello se dirigió hacia allí mientras reflexionaba sobre las cosas asombrosas que se decían de ese hombre, referidas por viajeros y mercaderes:  los milagros que se le atribuían y el hecho de que un predicador, con fama de santo, no hiciese acepción de personas y tratase amablemente a rameras y a todo tipo de gentuza como los samaritanos; comiese en las casas de los peores pecadores ¡y hasta tocase leprosos!  Lo nunca visto. Las durísimas palabras, paradójicamente, las reservaba para las personas más respetables de su nación, los sacerdotes, los fariseos, los acomodados  y… los ricos.  Y él, cabeza de los publicanos, lo era, pero también se integraba en el grupo de los despreciados por haber hecho fortuna mediante pactos con los odiosos romanos y cobrando pingües comisiones. Extraño dilema. ¿Cómo le juzgaría  aquél profeta si pudiese hablar con él?

Llegó a la fuente, pero los lugareños parecían haberse anticipado a su pensamiento, y ya se formaba una densa masa humana en torno a ella, que se extendía a lo largo del camino hasta la puerta de entrada del pueblo. El publicano, siendo un hombre de escasa estatura y a la vez de muy despierto ingenio, se fijó en un alto y frondoso sicómoro entre la fuente y la sinagoga, -a donde supuso que el Rabí se encaminaría- y trepó al árbol, ocultándose entre su follaje.

Como acertadamente había previsto, el rabino y los que lo seguían en su misión bebieron y se refrescaron en la fuente entre aclamaciones entusiastas. Todos deseaban poder tocarle la túnica, aunque era impedido por un cordón de seguridad impuesto por sus más cercanos discípulos. Luego se dirigieron hacia la sinagoga, y el publicano, mientras apartaba con una mano algunas hojas y con la otra se sujetaba nervioso a una rama, vio cómo se acercaba. Su corazón le latía con intensidad.

Estaba convencido de que no sería visto, pero hete aquí que el rabino se detuvo junto al árbol, elevó la vista hacia él y, haciendo un gesto con su brazo, le llamó por su propio nombre, diciéndole:

-          - Zaqueo, baja porque hoy pararé en tu casa.

Obedeció al instante y descendió muy deprisa con riesgo de descalabrarse (y sin preguntarse cómo era posible que aquél hombre, a quien jamás había visto antes, supiese cómo se llamaba).  Delante de él, muy emocionado, sólo pudo darle las gracias.

Como era habitual, muchos murmuraron y criticaron la decisión del rabino de compartir la mesa con un truhan como aquél publicano, de quien se pensaba que con sus trucos sería capaz de engañar al mismísimo diablo. No había negocio turbio o inmoral en ese pueblo en el que él no estuviese en mayor o menor medida implicado.

Fue un banquete magnífico, regado con excelentes vinos, en una amplia sala de su lujosa casa. El publicano, recostado al lado del Rabí, quedó muy impresionado mientras le escuchaba y captaba con claridad la coherencia (y la rotundidad) de su mensaje principal: la necesidad de conversión, de un cambio definitivo de mente y de corazón. Con él, el Reino de Dios ya había llegado –el plazo ya se había cumplido, no habría una segunda oportunidad para Israel ni para nadie-, y para ser convocados allí debíamos despojarnos de todos aquellos impedimentos que el mundo juzga como los mejores bienes, y a los que estamos más apegados.

Zaqueo era un hombre práctico con bastante sentido común. Había escuchado a muchos predicadores que proliferaban como hongos en su tiempo, pero miraba fascinado al rabí y no veía en él a otro charlatán que propusiese ensoñaciones o utopías, sino a alguien que traía una novedad radical, un mundo nuevo… y quizás posible.  Sus palabras eran como una sólida espátula que desgajaba la costra de su corazón de piedra y permitía vislumbrar un olvidado corazón de carne, radicalmente humano y compasivo. Desde esa nueva base podría llegar a reconstruirse su mundo derruido, renacer desde la miseria de una existencia inauténtica entre la mentira y el miedo, a pesar de sus riquezas. Vivía en la oscuridad de una semilla que no germina, oprimida entre piedras estériles. 

Pero por otro lado, se juzgaba tan cobarde que sentía terror a confesarle a aquel rabino que sus exigencias para él eran, en la práctica, inviables. Que le comprendía y le agradecía su visita, pero que era imposible, dada la inercia en la que iba arrastrado, poder revertir su vida perdida. Tenía demasiados intereses creados por sus acciones avarientas y ladronas, y esas "circunstancias personales" le impedían obrar de otra manera, ya que no podían cambiarse sin daño propio y de terceros. "Muchas familias dependen de mí –pensaba él- , pues las mantengo para que colaboren en mis hurtos y engaños. ¿Las voy a abandonar a la pobreza? ¡El rabí tendría que ser mucho más que un hombre para que yo comience a creer posible la implantación de su Reino!”

“En todo caso soy consciente de que estoy obrando mal –continuaba razonando-; conozco que hay una norma moral que me prohíbe obrar como lo hago,  pero en determinadas circunstancias, encuentro grandes dificultades para actuar en modo diverso y las circunstancias personales me impiden obrar de otra manera o tomar otras decisiones sin culpa (1). Podría empezar a rectificar poco a poco, reconociendo con sinceridad y honestidad que aquello, por ahora, es la respuesta generosa que puedo ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo me está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo (2)"

"Sí, haré eso. Discernir, pasito a pasito, gradualmente, sin agobiarme. Confiar en que Dios me ayude, y las cosas vayan cambiando. Creo que esto es muy razonable y que el rabí lo entenderá y lo aprobará".

En el momento en que iba a explicarle su decisión, uno de los comensales, situado en la otra punta de la mesa -un provinciano excesivamente alegre por el vino-, presumió sin venir a cuento de la fuente milagrosa de su pueblo. Todos se rieron de esa salida de tono. Pero el rabí, mirando fijamente a Zaqueo, le dijo:

- Cualquiera que bebiere de esa agua volverá a tendrá sed, mas el que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para la vida eterna” (Jn. 7,13-14)

Zaqueo quedó ensimismado.  Con esas palabras parecía que el rabí le estuviese leyendo su pensamiento. Y exigiéndole mucho más de lo que estaba dispuesto a conceder, como si su plena felicidad sólo dependiese de fiarse exclusivamente de él y para siempre; como si aquel camino de discernimiento progresivo, que parecía tan sensato, sólo condujese al fracaso, a nunca poder librarse de una sed tan insidiosa como la de Tántalo.  Pero, además, tuvo la certeza de que esas palabras no procedían de la boca de un prestigioso rabino, sino del mismo Dios, que de una manera incomprensible actuaba a través de él. Porque ningún hombre ha hablado como éste (Jn. 7,46).  No se encontraba ante un predicador que recogía una y otra vez la dulce agua del viejo surtidor –un líquido que sólo refrescaba y limpiaba externamente, que sólo saciaba temporalmente la sed-, sino que él, con su palabra y su poder, nos regalaba “una fuente abierta para la casa de David y los moradores de Jerusalén para lavar el pecado y la impureza”, como había anunciado tiempo atrás el profeta Zacarías (Zac. 13,1). "No os acordéis de lo antiguo y de lo pasado no cuidéis. He aquí que voy a realizar cosa nueva. Ya brota ¿no lo notáis? (Is. 43, 18-19)Zaqueo fue consciente de que se estaba cumpliendo, en esa hora, la feliz promesa de los grandes profetas de Israel al proclamar la remisión de nuestros pecados, un perdón radical y absoluto, que exigía comenzar una nueva vida y dejar atrás el pasado. Y en su propia casa, rodeado de tipos en su mayoría de pésima reputación.

En definitiva, al oírle, se sintió profundamente conmovido y se tapó los ojos pues comenzaban a llenárseles de lágrimas. Qué ridículo juzgó el razonamiento que había realizado; qué cobardes sus excusas, su conversión a plazos, su retorcido discernimiento para retrasar el único camino posible para salvarse: ponerse radical e incondicionalmente en manos de Aquél que puede darnos el agua que sacia para siempre nuestra sed. Qué mezquina, en fin, le pareció su indecisión ante el horizonte sin límites que aquel rabí galileo le proponía. “El plazo se ha cumplido. Convertíos y creed en la Buena Noticia”. Esas palabras se le habían grabado a fuego en su corazón. Con absoluta certeza ya sabía que “nadie que pone la mano en el arado y mira para atrás es digno del reino de los Cielos” (Lc. 9,12).

Zaqueo se puso de pie, y pidió silencio a la sala. Miró sin pestañear al rabí, y con voz alta y firme proclamó:

-          -Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si algo defraudé a alguno le restituyo el cuádruplo.  

Muchos de los que le escuchaban pensaron que se había vuelto loco, e hicieron cálculos mentales. Con sólo haber obtenido un diez por ciento de ganancias mal adquiridas –y era notorio que sus fraudes superaban ese porcentaje-, de cumplir ese propósito, quedaría enseguida en la ruina. Pero Zaqueo era plenamente consciente de las consecuencias de sus palabras, y en lo último que pensaba era en si conservaría bienes para el futuro. Le daba igual: "había alcanzado el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se le darían por añadidura" (Mt. 6,33). Y no apartaba la vista del Señor. Por primera vez en su vida se sintió amado por Dios.

Y el Señor se levantó y se dirigió a todos aquellos comensales:

-        -  Hoy vino la salvación a esta casa, por cuanto también él es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido.  


      (1).- Exhortación Apostólica Postsinodal “Amoris laetitia” (numeral 301).

(2).- Exhortación Apostólica Postsinodal “Amoris Laetitia” (numeral 303).