jueves, 26 de mayo de 2022

Una lectura teológica de un magnífico ensayo jurídico y político.


I

Donoso Cortés,  al inicio de su clásica obra, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, mencionará una certera reflexión de Pierre Joseph Proudhon, el cual afirmó -no sin asombro propio- el inevitable tropiezo con la teología de cualquier cuestión política que se tratase. Le llama la atención a nuestro Donoso esa admiración del filósofo anarquista francés, puesto que la teología "es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas". No debemos sorprendernos por lo obvio, y velis nolis, ninguna idea humana, sobre la persona o la sociedad, puede ser extraña a la ciencia divina, incluidas las cuestiones jurídicas y políticas, pues como expresó bellamente Jaime Balmes: 

"Todo poder proviene de Dios pues el poder es un ser, y Dios es la fuente de ese ser; el poder es un dominio, y Dios es el Señor; el primer dueño de todas las cosas; el poder es un derecho, y en Dios se haya el origen de todos los derechos; el poder es un motor moral, y Dios es la causa universal de todas las especies de movimiento; el poder -en definitiva- se endereza a un elevado fin, y Dios es el fin de todas las criaturas y su providencia lo ordena y dirige todo con suavidad y eficacia".

Era inevitable, por tanto, que un breve ensayo estrictamente jurídico y político (como el que voy a reseñar del profesor Enrique Barrero Rodríguez), exhalase un intenso aroma teológico. Pero antes de entrar en faena, diré unas breves palabras sobre su autor. 

Me honro de ser su amigo desde los felices los tiempos de la Universidad -sin duda los mejores de nuestras vidas-; en realidad, es más que un amigo, un hermano para mí. Profesor de Derecho Mercantil en la Facultad hispalense, Enrique es, además, un altísimo poeta que ha ganado prestigiosos premios. El autor posee, a la vez que una exquisita finura jurídica, una delicada sensibilidad para indagar los asuntos más radicalmente humanos, como el amor, el desamor o el paso del tiempo, que devasta nuestras ilusiones ingenuas en un mar de desengaño.  Aun así, una misteriosa voz -que se llama fe- nos acerca día tras día a la orilla, mientras susurra en nuestra alma: "No temas, que Yo estoy contigo".  

El libro que quiero comentar, editado por Betania, se titula Derecho rendido y sociedad durmiente, aunque es en su subtítulo donde mejor deja ver el espíritu con el que lo escribe: Un ensayo desde el desencanto. El hecho de que la mayoría de sus páginas se compusiesen aprovechando las horas muertas y deprimentes del confinamiento y del Estado de Alarma (ilegalmente decretado por el gobierno, como hoy sabemos), quizás haya influido en su visión muy poco esperanzada acerca de la evolución política, económica, social y jurídica de nuestro mundo, pero eso sólo es una mera apreciación. El libro está redactado desde la solidez racional del análisis objetivo de nuestro tiempo; la circunstancia abyecta de aquellos meses enjaulados, en todo caso sería una mera espoleta para percutir este lúcido ensayo, que ya estaba en sazón desde hace tiempo. El caos de nuestra época -donde danzan cientos de leyes estériles, miles de redes sin zurcir ni remendar e ideologías cada vez más extremistas que alientan rupturas radicales-  no ha impedido que el bisturí del autor penetrase hasta el mismo corazón de las tinieblas para desvelarlo. 

II

El ensayo se divide en dos partes. La primera es un examen de lo que denomina el derecho rendido. El autor nos muestra aquí, a la vez que un entrañable afecto por la grandeza del derecho como arquitectura de la razón (de profunda raigambre tomista), los graves peligros a los que está sometido. En efecto, sucede en nuestro tiempo que ciertas personas (a las que acertadamente califica como asesinos del derecho), pretenden con plena conciencia: 

"asaetearlo lenta y tenazmente, someterlo a una insidiosa guerra de guerrillas en la que queden irremediablemente heridas la verdad y la fuerza, los valores que encarna el Derecho, la obligatoriedad de las normas jurídicas, todo el armazón conceptual que el derecho ha representado a lo largo de los siglos". 

Atención a esto último que he resaltado porque es la clave, y a ello volveré al final de este punto.

Los tres procedimientos usados para erosionar la antigua arquitectura son, según el autor, la proliferación de leyes estériles, la erosión de las constituciones y, finalmente, lo que denomina la tiranización de las democracias. En cuanto a lo primero, el problema venía desde antiguo aunque es en nuestra época cuando se ha convertido en enfermedad terminal. Conviene recordar aquí lo que D. Quijote escribió por carta a Sancho Panza, cuando el escudero ya estaba ejerciendo de gobernador en Barataria: "No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres procura que sean buenas y sobre todo que se guarden y se cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no fuesen" (II, 51). La hiperinflación legislativa y su continua modificación (movida más por impulsos que por una serena reflexión) contribuyen poderosamente a la falta de solidez del derecho y, en último término, a su desprestigio social, que se agrava en un mundo caracterizado por lo que, con inmensa lucidez, denomina el autor "el proceso de deslegitimación ética de la verdad y justificación moral de la mentira". Todo ello propio de sociedades fuertemente ideologizadas, como la nuestra, que ajustan los hechos a sus ideologías previas y no se preocupan de hacer una adaecuatio rei et intellectum.  Se entroniza cada vez con mayor intensidad la mentira y de este modo, sin percibirlo, una sociedad va construyendo así el negro trono de quien el Señor definió certeramente como "el mentiroso y mentiroso desde el principio" (Jn. 8,44). Un siniestro trono elevado sobre toneladas de páginas y páginas de leyes estériles.

En segundo lugar, también se hiere el derecho por lo que el autor denomina la erosión de las constituciones. Se refiere con esta expresión a lo que algunos constitucionalistas, han descrito como el paso de una constitución normativa -las normas y los valores que representan rigen el juego político y  fijan la división de poderes- a una constitución semántica. En este caso, sus normas no limitan el poder sino que cronifican la desmesurada ambición del poder ejecutivo que pretende dominar los otros dos, el legislativo (mediante el abuso de las normas excepcionales del Decreto-Ley) y el judicial (a través lo que el autor denomina "el creciente y dañino proceso de colonización y metástasis ideológica que ha impuesto el entendimiento actual de la política"). Pero donde yo percibo sin la menor duda, en nuestra constitución, ese descenso de la normatividad hacia la semántica es en el retorcimiento del sentido de sus palabras en dos de sus valores fundamentales: el derecho a la vida de todos (Art. 15) y el matrimonio entre el hombre y la mujer con plena igualdad jurídica (art. 32). Que, a día de hoy, exista en nuestro país un derecho a matar al no nacido (pese a la rotunda palabra que usa nuestra carta magna, todos), y que nuestro Tribunal Constitucional, en contra del sentido claro de las palabras (y probablemente también, de la intención de la mayoría de padres constituyentes) confirmase la constitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, es la prueba irrebatible de ese descensus ad inferos, del desprestigio de nuestra constitución de 1978. A más de cuarenta años vista, no ha servido para blindar los mejores valores humanos (como ingenuamente creyeron muchos), sino para aquilatar antivalores contrarios a la razón y a la persona. Tampoco ha contribuido a fortalecer la unión del país sino a propiciar comportamientos centrífugos. Un fracaso sin paliativos. Ha sido -si se me permite la imagen evangélica- como la sal sosa, para ser tirada en el suelo y ser pisoteada por las gentes (Mt. 5,13). Y sin esperanza: sabemos perfectamente que cualquier proyecto de reforma la empeoraría exponencialmente. 

Finalmente, nuestro autor se refiere a la tiranización de las democracias. Sus palabras son contundentes: 

"Las democracias están manchadas de villanías, de sórdido cálculo cortoplacista, de interesado marketing publicitario, y han olvidado y dado la espalda a la más esencial de sus funciones, cual es la garantía de la pacífica convivencia y libertad de los ciudadanos (...). Las democracias han envilecido. Viven en una agitación y una confrontación cada vez más angustiosa, incapaces de frenar la locura colectiva a la que ha conducido su esquematizado reduccionismo propagandístico".

Como prueba de ello, el autor nos ilustra con lo sucedido en EEUU tras la injusta muerte de un ciudadano negro a manos de un policía blanco. Se produjo entonces una brutal reacción en todo el mundo democrático occidental (desde EEUU hasta Grecia), tan violenta como iconoclasta y que afectó a estatuas de personajes tan radicalmente dispares como Alejandro Magno, Cristóbal Colón o Fray Junípero Serra. Una reacción tan global como irracional. Lo que resulta más asombroso es que no hubo consenso, en países de nuestro entorno -países libres y democráticos (en teoría)-, para rechazar esa violencia insensata y disparatada, lo que demuestra la dinámica perversa en la que viven, colonizados por una ideología inicua.  A mi juicio la ideología más criminal de la historia, la que propugna en su emblemático himno que "el pasado hay que hacer añicos", había podrido la mente de muchos políticos y de buena parte de la ciudadanía. No en vano, el progresismo político -o dicho más claramente, el marxismo cultural- es el único dogma al que debe rendir homenaje nuestro tiempo. Los que aún se aferren a viejas creencias y a filosofías realistas (que creyeron en la posibilidad de descubrir la verdad desnuda de las cosas y rechazar los nuevos sofismas e imposturas), son herejes que merecen una muerte civil (sin descartar, cuando el tiempo esté maduro, una muerte no precisamente virtual). 

Concluyo mi comentario sobre la primera parte de este brillante ensayo con una idea central, que ya he remarcado anteriormente y ahora vuelvo a ella: se pretende destruir  todo el armazón conceptual que el derecho ha representado a lo largo de los siglos. Cuando se habla de que hay que "hacer añicos el pasado" los marxistas no se refieren tanto a una destrucción de estatuas de personajes de antaño, como a todo aquello bueno que representan: en el caso de Alejandro Magno o Cristóbal Colón el horizonte civilizador de la cultura helenística o hispánica y europea; en el caso de Fray Junípero, el cristianismo como el más excelente fundamento espiritual de las sociedades. Pero no podemos olvidar que, además de la religión, lo que vertebra cualquier sociedad es la existencia de leyes justas, sabias y perdurables; un Ordenamiento Jurídico estable (como, por cierto, se reflejaba con gran belleza en el artículo 4 de la Constitución de Cádiz de 1812: "La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen").

Por lo tanto, serían incompletas estas reflexiones, si omitiésemos analizar con perspectiva teológica el último objetivo que se pretende lograr con la erosión del derecho (cuyo primer fundamento, no lo olvidemos, es la ley divina y natural): no se trata sólo de facilitar, a corto plazo, la obtención de réditos para determinados políticos; se trata de algo mucho más grave y universal: la implantación de un estado de cosas -caótico, irracional, rebelde, regido por lo que algún autor ha denominado "sentimentalismo tóxico" (Theodore Dalrymple)- que active la fase más dramática de la historia, caracterizada, según la perspectiva cristiana, por tres sucesivos acontecimientos: apostasía, anticristo y parusía.  

Nos interesa destacar que es precisamente el desprestigio del derecho (su orden civilizador, su fuerza racional y su misión pedagógica para reforzar los buenos comportamientos sociales), el  acontecimiento clave de esta fase final de la historia que nos dibuja la fe cristiana. Han sido los principales Padres de la Iglesia los que mayoritariamente han identificado la futura aniquilación de un orden político justo y estable -el que proporcionaba el derecho de Roma- con la expresión paulina de II Tesalonicenses, la remoción del obstáculo: 

"Y ahora ya sabéis lo que le detiene (al anomos o anticristo), con el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo. El misterio de la iniquidad ya está en acción, sólo falta que el que lo detiene ahora (el obstáculo, Kajeton en griego) desaparezca de en medio (o sea removido)"  (II Tes. 2, 6-7).

¿Podemos afirmar que el obstáculo que impedía la destrucción de ese orden ya ha sido removido? Con la máxima prudencia yo entiendo que sí, porque la mención de la mayoría de los Santos Padres a Roma no se refería ni la duración del Imperio Romano (hasta el siglo V en Occidente y el XV en Oriente), ni a la institución restaurada por Carlomagno con el Sacro Imperio Romano Germánico (cuyos últimos restos fueron aniquilados por Napoleón en 1806), sino más bien al orden, solidez y estabilidad de su civilización y su derecho. Un derecho caracterizado por un inmenso sentido común y racionalidad, que denominaba correctamente las cosas, y que buscaba la justicia y el bien común. De eso hoy sólo queda un viejo eco, cada cada vez más lejano, como destaca este excelente ensayo sobre el que reflexionamos.

Pongámonos en la hipótesis de que, en efecto, se ha removido el Kajeton. ¿Y qué es lo que acontecerá a continuación? Podemos vislumbrarlo tras meditar sobre la segunda parte del ensayo.  

III

El autor estudia aquí la desvertebración de las sociedades modernas (a las que califica como "sociedades durmientes") y las ubica en ese periodo que los expertos han denominado posmodernidad. Una especie de estado mental colectivo que postula la negación y rechazo a todo lo anterior, y convierte en norma lo efímero por la falta de principios últimos. Lo que el brillante sociólogo polaco Zygmunt Bauman describe con la acertada expresión de modernidad líquida. A la vez el derecho también se resiente de este estado de cosas, hasta el punto que se habla asimismo de Derecho líquido de la modernidad (multiplicación de normas blandas, programáticas y estériles, degradación del lenguaje y de la claridad de las normas jurídicas...).

Tras analizar nuestro autor con su habitual brillantez y agudeza complejos temas como la legitimación ética de la mentira con tres modos de manifestarse -fake news, posverdades y relato-, así como el reto al derecho que suponen las anárquicas redes sociales o la función de las ideologías, la conclusión que deriva de sus reflexiones es realmente triste: 

"hemos creado un mundo sin fronteras, un mundo global, pero un mundo solo y replegado sobre sí mismo, un mundo cercano y solo, rotunda y radicalmente solo". 

Y eso es especialmente grave:

"Porque si dos cayeren, el uno levantará al otro; 
Mas ¡ay del hombre solo que cae sin tener segundo para levantarle" ,

nos advierte el Eclesiastés (IV,10). 

Nadie duda de que las leyes que en pasado protegían instituciones como el matrimonio y la estabilidad familiar, la inocencia de los niños, la propiedad  privada o la moral pública han sido deliberadamente sustituidas por otras expresamente opuestas. Leyes que destruyen la familia (es más fácil divorciarse que cancelar un alquiler); leyes que facilitan el aborto; que pervierten a los niños (al darles una educación tan sentimentaloide como hipersexualizada, con posibilidades de elegir a la carta un sexo multiforme desde el primer momento); leyes que desconfían de la propiedad ganada con el esfuerzo (al someter abusiva y demagógicamente este derecho a un presunto interés general o común, o gravando confiscatoriamente rentas legítimas). Leyes que manipulan a la sociedad con toneladas de propaganda donde se conmina a sus miembros a expandir todas las aberraciones posibles e imposibles, y a la satisfacción de todos los deseos, por absurdos o disparatados que sean. Añádase a todo ello, una adicción de buena parte de nuestros hijos y nietos a redes sociales, donde todas esas perversiones se multiplican, en un entramado o urdimbre inmune al control del derecho (y hasta de los padres), como bien pone de manifiesto el espléndido ensayo que comento. 

Que la soledad y la ausencia de los vínculos -históricos, morales y familiares-, que vertebran una sociedad sea el futuro que espera a las nuevas generaciones, no es algo que se haya diseñado principalmente por el sádico afán de destrozar la vida a los que vayan a nacer en las próximas décadas. Se ha programado deliberadamente para que pueda alcanzar el poder aquél que no debe rendir cuenta moral de sus actos a nadie. Y menos a un esclavo (que no ciudadano), el cual no sólo está privado de capacidad crítica para discernir el bien y el mal,  sino que -y es lo peor- tampoco cuenta con alguien a su vera que le marque el buen camino. Ni la Iglesia Católica, que hoy con la excusa de la misericordia hacia los pecadores, ya no advierte de las cosas que debemos eliminar de nuestras vidas, sin miramientos ni reserva mental alguna, para entrar en el Reino y no perder nuestras almas. 

Como vemos, al final volvemos a la teología, y con ella -en una última reflexión-, concluyo.

Todo lo expuesto aboca a la toma de poder en un futuro no muy lejano de alguien (una persona inicua) o algo (algún sistema político especialmente diabólico) o ambas cosas (un hombre que encarne ese régimen criminal). Sea como fuere, el rasgo común, según señalan las Sagradas Escrituras, es ser precisamente un "sin ley" (anomos, en griego) (II Tes. 2,8). Un hombre sin ley, sin Dios, sin moral, que concentrará en su diabólica persona todos los rasgos abyectos que describe San Pablo en la mayoría de aquellos a los que les toque vivir en el final de los tiempos (II Tim. 3, 1 y ss.).  

Del examen de las Sagradas Escrituras podríamos deducir los siguientes signos de los tiempos en los que éste ser siniestro vendrá a imponer su reino de terror: cuando las sociedades renieguen de aquellos grandes hombres que dieron gloria a Dios y a su país (Hb. 12,1), cuando desprecien la verdad de la religión por la que murieron muchos de sus antepasados y se implante la apostasía (II Tes. 2,3), cuando la mentira se generalice en todos los ámbitos (II Tes. 2,9) , cuando se deje de buscar el bien común y la justicia (Mt. 12,18); cuando el derecho proteja exclusivamente intereses privados de oscuros lobbies y arramble contra los valores que vertebraron en el pasado las sociedades, prestigiando el error y el mal moral.... Cuando acaezca todo esto, el sin ley pondrá sus reales entre nosotros. 

Lo que mi querido amigo Enrique Barrero profetiza al final de su ensayo como "el retorno de las viejas, extremas y siniestras dictaduras", se hará realidad sin duda. Pero con dos rasgos novedosos me permito añadir: por un lado será una dictadura global y universal, y por otro, tan terrible "que si no se acortasen sus días se pondría en duda hasta la salvación de los elegidos" (Mc. 13,20).








miércoles, 18 de mayo de 2022

La ampliación del derecho a matar.

El “anteproyecto de ley” sobre el aborto que este martes aprobó el Consejo de Ministros y fue presentado por la Ministra de Igualdad, la señora de Iglesias, debería mejor calificarse como un “antiproyecto de ley.  En rigor no existe nada más contrario a la ley, al derecho (y al sentido común) que ese engendro prelegislativo que propone, entre otras barbaridades, que menores de edad (que necesitan, por ejemplo, de una autorización paterna para hacer una excursión con sus compañeros de colegio) puedan practicarse una carnicería en su cuerpo y en su alma sin el consentimiento de sus padres y tutores.

Lo que más me indigna, sin embargo, es que se insista, por activa y por pasiva, desde casi todos los medios de comunicación, en que la futura ley “ampliará derechos”. Como hemos visto, en este caso no podemos hablar de algo llamado ley, sino de lo absolutamente opuesto a la precisa definición tomista: una deformada ordenación de la razón (irracional), con vistas al presunto bien particular de unos frente a otros (contraria al bien común) y dictada por quienes tienen a su cargo no el cuidado sino la disolución de la comunidad.

La respuesta a esa falacia de la “ampliación de derechos” no puede ser otra que la convicción de que nunca se amplían los derechos de unos si es a costa de la pérdida absoluta y definitiva de derechos de otros. El incremento de los derechos de una parte en perjuicio de otra, no es ampliación de derechos sino entronización de la tiranía. La fuerza del derecho radica en su ajuste a la recta razón, que postula que, dentro de la desigualdad de todos los seres humanos  -unos más inteligentes o más fuertes que otros-, deben implementarse unas reglas que impidan que los primeros decidan injustamente sobre los segundos, como sucede en el aborto, o en las leyes nazis discriminatorias por motivo de raza.  La fuerza es un mero instrumento necesario para defender el derecho de todos, no para restringir o destruir los de terceros o de minorías.

Una de las glorias del derecho occidental clásico, por la influencia del cristianismo, ha sido la existencia de magníficas leyes humanitarias y de protección a las personas más necesitadas de la sociedad. Sin embargo, con la legalización del aborto, occidente ha descendido a la barbarie, y no por ser éste un crimen silencioso resulta menos elocuente (al menos para quienes creemos que la recta razón y la recta moral deben ser los inspiradores de cualquier legislación). En el mismo Occidente nadie cuestiona hoy que la instauración legal de la esclavitud o de leyes que someten a  las mujeres a la mayor fuerza física del varón son dos ejemplos típicos de injusticia y tiranía. Pero cuidado, pues ambas injusticias pueden juzgarse como “ampliación de derechos”. Si se legaliza la esclavitud, sin duda se incrementan los bienes y las prerrogativas de aquél que posee un esclavo, pero lo es a costa de la persona esclavizada, que es privada de todos sus derechos; un desequilibrio injusto en favor de unos, que son los más fuertes. O el ejemplo de las sociedades talibanes, donde la mayor fuerza física de los hombres sobre las mujeres, ha reducido a éstas –de hecho y de derecho- a seres de segunda, sujetas al arbitrio de ellos. Pues lo mismo sucede en el aborto, pues  se potencian los derechos de los violentos contra los vulnerables, de quien puede matar contra quien no puede defenderse.  Si la institución de la esclavitud o la tiranía religiosa de los talibanes repugna a cualquier persona decente; cómo es que muchas personas que conocemos y consideramos respetables defienden hoy ese clarísimo ejemplo de crueldad injusta que es el aborto. No son tontos, y se dan perfecta cuenta de esto, pero suspenden el juicio por cobardía o por respetos humanos. Podríamos decir que el progresismo ha castrado intelectualmente a la mayoría de la sociedad.

En definitiva, la ley del aborto es la contraley, el contrafuero por excelencia: se permite que el poderoso ejecute un asesinato brutal y sanguinolento, pero silencioso y discreto, porque se mata al más inocente de todos los seres humanos en la siniestra simplicidad de un moderno quirófano. A un inocente que no puede ni  gritar, ni protestar ni defender su derecho a salir del seno materno cuando el reloj biológico lo ordene. No puede defenderse porque ya ha sido eliminado, y sus restos reciclados para usos varios –cosméticos o vacunas por ejemplo-, con lo que evocamos el siniestro empleo que los nazis hacían  con los restos de los judíos que asesinaban, reutilizados para confeccionar zapatillas de marineros, sogas o colchones.  Nada nuevo bajo el sol.

Añadiríamos, además, para mayor vergüenza de las feministas que es un anteproyecto que lleva en su espíritu la paradoja y la  ironía de poder promover –como de hecho sucede en muchos países- el que se elimine al feto por el único motivo de su sexo femenino. Es verdad que los abortos por razones de género no son habituales en el mundo occidental (sí son muy generalizados en países como China o India), pero no podemos excluirlos en nuestro “civilizado entorno”.  Podríamos afirmar en conclusión que esta ley sobre el aborto no sólo es una ley tiránica –contraria al bien común, porque excluye de esa comunidad a los más débiles y necesitados- sino potencialmente machista.

Finalmente,  quiero destacar que con este anteproyecto (antiproyecto) no se busca el progreso de una sociedad (tal y como se nos anuncia por casi todos los medios de comunicación, bien apesebrados) sino su disolución. No se amplían sus derechos sino que se coadyuva a su destrucción. En efecto, el proponer  una ley que facilita en aborto en un país como el nuestro (donde las tasas de natalidad han decrecido hasta el punto de disputar con Italia el triste puesto de nación del mundo con menores nacimientos cada año), es claro que no se pretende el cuidado de la comunidad  (que diría Santo Tomás). En este sentido, es necesario vincular esta contraley con otros dislates como  la obsesiva promoción del homosexualismo (y la represión a aquellos psicólogos y psiquiatras que desean ayudar a homosexuales que sufren porque perciben dolorosamente  la anormalidad de su tendencia), así como la facilidad para el cambio de sexo o para la eutanasia; políticas todas insertas en la llamada cultura de la muerte, implementadas por oscuros organismos  internacionales, obsesionados por reducir drásticamente la población, sobre todo de países occidentales.

Por lo tanto, junto a la irracionalidad y el privilegio absoluto de unos frente a otros, la tercera característica de este dislate legislativo es promover la descomposición de una sociedad, pero no debemos fijarnos sobre todo en esa perspectiva numérica de reducción de la población. Más grave es el aspecto moral –la desvalorización de la dignidad humana por las nuevas generaciones- , cuando el elemento didáctico y ejemplar que debe tener  la ley en una sociedad, se transforma en una justificación de la bajeza, la crueldad y la maldad. Y así se facilita a las niñas y adolescentes que pueden asesinar a sus hijos con la misma naturalidad que quitarse un grano que les afea la cara o, como dijo una exministra de cuyo nombre no quiero acordarme, “ponerse tetas”. Acabaremos siendo -si no lo somos ya- una sociedad envejecida y envilecida. Y lo segundo es peor que lo primero.

En conclusión, reiteramos lo dicho al principio: no nos encontramos, por tanto, con un “anteprotecto de ley”, sino con un “antiprotecto de ley”.  Una parodia de lo que la civilización ha entendido como la expresión del derecho. Tras años y años de casi unívoca propaganda de la inmensa mayoría de medios de comunicación y de la casi totalidad de los partidos políticos –hasta de los que se decían de ideario cristiano, véase PP-  en favor de la legalización (o del mantenimiento) de este crimen, sólo puedo cerrar estas reflexiones con una triste constatación.

Hasta la mitad del siglo pasado, las argumentaciones que he dado eran obvias para la inmensa mayoría de las personas, sobre todo si eran cristianas. Hoy ya no lo son, y –lo que es peor- ni tan siquiera para los cristianos. En el colegio de ideario católico donde cursó mi hija, la mayoría de sus compañeras adolescentes admitían y justificaban el aborto como un derecho de la mujer, y no estaban dispuestas a dar un paso atrás en esa convicción. Algo inimaginable años atrás.

¿Cómo se ha llegado a eso? No encuentro razones lógicas, y por tanto, aunque he defendido en este comentario una posición estrictamente racional, voy a cerrarlo con una que admito abiertamente como creencia: la razón última del cambio de las mentalidades en nuestro tiempo, encaminándose hacia el mal, es preternatural, es abiertamente diabólica.

Antes hablé de oscuros organismos internacionales cuya finalidad última es reducir drásticamente la población, y para ello implementan políticas contrarias a la vida. Le conozcan o no, le hacen el juego a un  ser que curiosamente no tiene cuerpo, pues es puro espíritu; un  ser que sin embargo odia a muerte el cuerpo humano, porque su principal enemigo se encarnó en el vientre de una mujer. Y por ello se deleita contemplando cómo  se trituran, achicharran o despedazan millones y millones de fetos en los abortorios del mundo. Pero más aún disfruta con haber  engatusado a la mayoría de las personas y Estados, con la falacia de que ese asesinato miserable y cobarde es un derecho irrenunciable. Domesticadas las conciencias en un tema tan dramático, sólo queda que algún día venga su vicario e imponga el reino del Anticristo.   

El aborto –el haberse logrado su legalización y sobre todo su aceptación social mayoritaria- es una tarea demasiado siniestra para ser sólo obra de mortales. El hombre por lo general es más miserable que malvado, no es tan perverso para una obra tan abyecta. Afirmo sin dudar que es un triunfo inmenso del ser que llamamos Satanás, ese que fue calificado por el Señor como “homicida desde el principio” (Jn. 8,44).

martes, 10 de mayo de 2022

Sobre las palabras del Papa ante el Pontificio Instituto Litúrgico.


Acostumbrados como estamos a que nuestro papa Francisco asocie sin matices la preocupación por la liturgia bien implementada con el formalismo rígido de los hipócritas, no debería sorprendernos sus palabras ante profesores y alumnos del Pontificio Instituto Litúrgico del pasado día 07 de mayo. Es una constante de su pontificado el zaherir una y otra vez a aquella parte de su rebaño -entre la que me cuento- que solamente le pide con humildad una cosa: que tenga presente el principio de la libertad cristiana (Gal. 5), la libertad de los hijos de Dios, para que podamos alimentar nuestra fe (buscando en última instancia nuestra santificación) en el carisma de la liturgia tradicional, en nuestras comunidades y en comunión con Pedro, con los obispos y sacerdotes, y con todo el Pueblo de Dios; con toda la Iglesia Católica, en definitiva, "columna y fundamento de la verdad".  Exactamente como anheló el papa que le precedió y que todavía vive, el gran teólogo y liturgo Benedicto XVI.
 
Esa alocución, de todos modos, comenzó de un modo brillante. Tras un elogio -que compartimos íntegramente- al documento del Concilio Vaticano II sobre liturgia, la "Sacrosanctum Concilium", Francisco afirma una gran verdad: "la clave es educar a la gente para que entre en el espíritu de la liturgia", y para ello es necesario "impregnarse de ese espíritu, sentir su misterio con asombro siempre nuevo". 

Me gustó especialmente esta reflexión porque -disculpen la confidencia personal- eso es exactamente lo que viví con inmensa alegría hace escasos días al volver a participar como fiel en el Santo Sacrificio del Altar por el Rito Romano Extraordinario. Siguiendo las bellas imágenes del profeta Ezequiel, un "límpido río de aguas que brotaban del lado oriental del templo" (Ez. 47) hacía brotar en mi alma sedienta y desértica la vida de una arboleda copiosísima, e incluso el milagro de llenar de peces el mar de sal a donde vertía, sanando sus aguas y volviéndolas cristalinas (47, 7-9).  No sólo había verdad y belleza allí: sobre todo fuerza de santidad. Porque aquél inmerecido regalo me confirmaba en mi seguimiento a Nuestro Señor y Salvador Jesucristo pese a mis recurrentes pecados. Era la primera Misa Tradicional a la que asistía tras meses acudiendo a la Misa por el Rito Romano Ordinario. 

Volviendo al documento papal, si hubiera concluido ese texto con esa lúcida apreciación, habría que alabar al Santo Padre por incidir en el hecho de que la liturgia no es un conjunto de ritos mecánicos alejado del sentir de los fieles, sino que postula y exige que éstos vivan el inmenso misterio de fe que se despliega ante nuestros sentidos, ilumina nuestro entendimiento, emociona nuestro corazón y santifica nuestras mediocres vidas. Y el Santo Padre hubiera culminado aquí la luminosa senda que inauguró el papa Pío XII  con su inigualable encíclica sobre la  liturgia, la Mediator Dei de 1947 (numeral 99 y siguientes). 
   
Desgraciadamente -y es algo habitual de nuestro Santo Padre en circunstancias similares-, aprovechó la ocasión para meterse sin venir a cuento -una vez más ¿y van...?- con los fieles católicos amantes de la tradición litúrgica de la Iglesia, al vincular -sin mencionarla expresamente- la devoción a la Misa Tradicional con el formalismo muerto de ritos que no santifican, y que sólo son usados como negra bandera de división. Las expresiones que utiliza -que luego veremos- parecen querer identificar el rito antiguo con aquellas "obras muertas" de los sacrificios judíos a las que se refiere la Epístola a los Hebreos, (9,14) en relación con el nuevo sacrificio instaurado en la Cruz: todo es formalismo e incapacidad de producir buenos frutos. Eso es terriblemente grave porque da la sensación de que la santificación de los católicos que nos precedieron, fue inauténtica y superficial (y que sólo a partir de la reforma litúrgica, se vive con autenticidad la fe). Una barbaridad porque, aparte de mi fe, sólo sé con certeza dos cosas: que nuestros padres nos ganaban por goleada en las tres virtudes teologales a cada uno de nosotros,  y que los tiempos en que vivimos no son precisamente de "efusión del Espíritu Santo" sino de "apostasía". 

Es verdad, como dije, que en ningún momento el papa habla directamente de los fieles de la Misa Tradicional, pero no hay que ser muy avispado para saber que a ellos se quiere referir, cuando mete en un mismo saco a aquellos que rechazan el Concilio Vaticano II, que disfrutan de un formalismo huero y que poseen una diabólica voluntad de dividir a la Iglesia. Por lo visto, los amantes de la tradición litúrgica vivimos en espejismos y somos conspiradores malvados o, al menos, pobres diablos o tontos útiles, abducidos por un extraño artificio del demonio para asolar la Iglesia con querellas y rencillas. 

Nada más lejos de la realidad. Amamos a la Iglesia y nos dolemos con ella, pues es nuestra madre, y día tras día la vemos maltratada y vejada, sobre todo -y es lo grave- por muchos de nuestros hermanos, que no son precisamente los tradicionalistas. Son más bien los modernistas, a los que Su Santidad jamás les ha dedicado uno solo de los infinitos reproches y diatribas que por sistema nos regala a los que defendemos la liturgia tradicional, la verdad incontaminada de la fe, y la exigencia de esfuerzo espiritual para una santa vida cristiana, tal y como nos ordenó Cristo. Y, por supuesto, la interpretación de todos los concilios de la Iglesia desde una hermenéutica de la continuidad y no desde la ruptura. 

En suma, sin aludir explícitamente a los tradicionalistas, los despacha con expresiones claramente despectivas como  "recitación", "formalismo", "cosa sin vida y sin alegría", "olor del diablo, el engañador", "mentalidades cerradas", "esquemas litúrgicos para defender sus puntos de vista"..., toda una retahíla de juicios (o mejor, prejuicios) gratuitos, remetiendo en un mismo y basto saco a la inmensa mayoría de sencillos cristianos que asistimos a estas celebraciones con piedad y veneración, junto a una minoría de radicales (que no niego que existan) que buscan dañar el Cuerpo Místico de Cristo. Una ley del embudo perfecta, una gran injusticia, impropia del que consideramos el Vicario en la tierra de Nuestro Señor. 

El Santo Padre no quiere reconocer que la inmensa mayoría de fieles tradicionales nada tiene que ver con la parodia que él describe. También nosotros somos sus hijos, pero parece que nos trata como a ilegítimos. ¿Tan complicado es entender que no defendemos una bandera humana (una ideología, como se empeña en decir), sino una realidad que ha santificado a muchísimas generaciones de cristianos durante siglos? Pero es que, además, los que amamos la tradición católica creemos sinceramente que profundizar en sus bellezas no sólo fortalece privadamente nuestra Fe, nuestra Esperanza y nuestra Caridad, sino que puede servir para reactivar un catolicismo que lleva muchos años en decadencia. Hasta el mismo Benedicto XVI, en su Summorum Pontificum (2007)abogaba por una influencia mutua y hermanada de ambas modalidades del rito para enriquecerlos. Parece como si se sintiera pánico a reflexionar y trabajar sobre esa  posibilidad, como si ya fuese inevitable aceptar que las tinieblas del mundo van a cegar la luz de Cristo. Como si la Iglesia, a la que todos amamos (porque en ella encontramos real y verdaderamente a Cristo), fuese sumida por una vorágine de autodemolición (Pablo VI dixit), y no se pudiese revertir ese camino hacia el cataclismo final.  

Por último, el Santo Padre afirma que "no es posible adorar a Dios y al mismo tiempo hacer de la liturgia un campo de batalla por cuestiones que no son esenciales, más aún por cuestiones superadas y posicionarse, a partir de la liturgia, con ideologías que dividen a la Iglesia". 

Cuestiones no esenciales y superadas. Vuelvo a la Misa Tradicional a la que asistí hace unos días, a finales de abril. Allí, en un ambiente de regocijo y sencillez de corazón (Hch. 2,46), y con un cura tradicional que se ofreció generosamente a ofrecer el Sacrificio, nada era superfluo, nada podía ser superado, todo era necesario y esencial: la profunda unción, sabiduría y buen hacer del sacerdote, y la fervorosa disposición de los que asistíamos (muchos chavales jóvenes), conscientes como un solo hombre de nuestra indignidad ante el divino don que se nos daba. ¿Quién puede atreverse a insinuar, sin que se le caiga la cara de vergüenza y sin que deba pedir perdón, que allí había ideología, cuestionamiento de un concilio, formalismo, cosa sin vida y sin alegría e incluso olor a diablo? No relataré por pudicia los sentimientos que me embargaron, pero sí atestiguo que allí se elevó el mayor acto de adoración que el hombre mortal puede hacer a la divinidad. Los que tuvimos la dicha de presenciar ese sublime misterio, fuimos confirmados en la necesidad de perseverar, luchando en buena batalla (2 Tim. 4,7) por la Misa que con más vigor nos santifica ante un mundo que perece. Nosotros pasaremos, los papas y obispos se sucederán, pero las llagas de Cristo, glorias de su pasión, de su sacrificio y de su amor sin límites, serán siempre recordadas: en la tierra mientras vivamos y tengamos fuerzas, y en el Cielo eternamente.    

miércoles, 4 de mayo de 2022

Tres consideraciones sobre la filtración del borrador de la sentencia sobre el aborto en EEUU.


La gran noticia judicial de estos días que parecen preapocalipticos (pues incluso se nos anuncia la posibilidad de un viaje del papa a Rusia), la focalizamos en EEUU, y no precisamente por una resolución firme emitida por su más alto Tribunal Federal, sino por un mero borrador de una decisión que, en principio, tendría que dictarse públicamente a fines de junio. Se trata, como todos ya conocen, de la filtración de una sentencia que revocaría el derecho actual de las mujeres gestantes a triturar o a envenenar al ser humano que llevan en su vientre; criminal derecho (valga el oxímoron) que está vigente en los EEUU (y por extensión en toda la Europa, antes cristiana) desde la década de los setenta del pasado siglo.

Dicho documento manifiesta con total claridad lo siguiente: 

"Consideramos que (las Sentencias Roe y Casey) deben ser anuladas. La Constitución no hace ninguna referencia al aborto, y tal derecho no está protegido implícitamente en ninguna previsión constitucional"

En resumidas cuentas, el aborto deja de ser un derecho. 

Una noticia tan luminosa para la causa del bien, se ha recibido mayoritariamente en nuestras sociedades con el rostro indignado de quien se cree objeto de una brutal injusticia. Protestan las televisiones, las radios, los periódicos (en internet o en papel);  braman los progres, las feministas, los ateos, los católicos mundanos (es decir, casi todo el mundo). Sólo escasísimos medios de comunicación -generalmente de ámbito específicamente cristiano- han mostrado su alegría por lo que acertadamente se considera como una seria esperanza de acabar (o, al menos, restringir severamente) con el que -a mi juicio y al de algunos otros- es el mayor crimen perpetrado en la historia de humanidad desde los inicios del pecado del hombre. Sorprendentemente, Roma -que podría pedir a todas las Iglesias del mundo la celebración simultánea de un Te Deum por tan maravillosa noticia- se calla, aunque probablemente lo haga por su alabada prudencia, pues hablamos de un mero trabajo preliminar, y es cierto que no debemos vender la piel del oso antes de cazarlo. Confío, por tanto, en que repiquen universalmente las campanas si en junio se confirma, con una resolución firme, ese mero borrador.

Son tres las consideraciones que me suscita esta magnífica noticia. La primera ya la he apuntado, y es la práctica unanimidad de los grandes medios de masas en criticarla con dureza extrema; poco o más o menos, como si ese borrador pretendiera que hay que volver a los tiempos de la segregación racial en los EEUU. La insistencia con la que se presenta esa filtración como una restricción de derechos fundamentales, demuestra el grado de abyección (moral pero sobre todo intelectual) al que se ha llegado desde nuestro civilizado mundo occidental. El aborto es, en su más pura esencia, la entronización del poder absoluto (hasta matar cruelmente) del fuerte sobre el débil, es decir, la mayor injusticia que la conciencia de la humanidad ha reconocido desde siempre, el antiderecho y el mal por excelencia.  La comparación con los genocidios perpetrados el pasado (fundamentados en la mayor fuerza de unas naciones o razas sobre las demás), aunque se usa con exceso y a veces con poca precisión, no deja de tener cierta verdad. Todo se activa al deshumanizar  a la víctima, al ser humano (eso es también el feto) despojado de su elemental dignidad como miembro de la especie humana, y que va a ser sacrificado en el altar de un Moloc llamado "progreso". Y lo más terrible es que la gran mayoría de occidentales ha aceptado tan monstruoso y homicida error, aunque jamás les pasara por mientes cometer un aborto. Pero el Libro de los Proverbios (17,5), no sólo considera abominable al que hace un acto injusto (como el aborto), sino también al que lo justifica:

"El que justifica al impío, y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al Señor".

Y también me gustaría recordar a estos que omiten el juicio condenatorio sobre el aborto (muchos de los cuales son bautizados), la dureza de la Biblia contra ese tipo de prácticas, a las que asocia con la idolatría y los sacrificios rituales de inocentes:

"homicidas despiadados de sus hijos, banquetes canibalescos de carnes humanas y de sangre; a esos iniciados, salidos de en medio de una bacanal, y padres asesinos de seres indefensos" (Sab. 12,5-6). o

"Luego no bastó el errar en el conocimiento de Dios, sino que además viviendo en grande guerra de ignorancia, a tamaños males saludan con el nombre de paz. Pues celebrando iniciaciones infanticidas, o misterios clandestinos o locas orgías de ritos exóticos, ya ni las vidas, ni los matrimonios guardan limpios" (Sab. 14, 22-24).

La segunda consideración radica en la excepcionalidad del hecho mismo de la filtración, algo insólito -según los expertos- en la historia judicial de los EEUU. Como toda filtración, su origen puede estar en una indiscreción (o una negligencia) o sencillamente haber sido deliberadamente realizada, lo que implica intencionalidad y mala fe. Esta última posibilidad es la que, a mi juicio, resulta la más probable, porque la polémica del asunto, y la división que se ha producido en torno a él, quizás haya motivado la emisión de ese globo sonda para calibrar la respuesta de la ciudadanía. Y, dependiendo de ésta, confirmar o modificar más adelante la referida resolución. Si eso es así, el Tribunal Supremo de los EEUU estaría actuando no en base a principios sino a percepciones mediáticas, lo que es una prueba clara de perversión del derecho. Parece como si los jueces estuvieran curándose en salud con lo siguiente: hemos intentando ser justos, de acuerdo,  pero si la mayoría de nuestros ciudadanos no lo entiende así, deberemos ser injustos". Ojalá yo esté equivocando, y tengan arrestos de ratificar en junio este borrador. 

Que eso pase en EEUU, por lo visto, es anormal. Que ocurra constantemente en España es usual. Y no sólo filtraciones. La deseada sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de barra libre sobre el aborto que promulgó ZP (pronunciar su nombre completo resulta maléfico) sigue, año tras año, en un cajón de sus salas, y aunque casi todos le echan la culpa a los magistrados (es un decir) que la componen, parece olvidarse que el primer responsable de ese malicioso retardo fue el actual partido líder de la oposición, el PP. 

En efecto, en la época del primer gobierno de Rajoy, el PP tuvo la última mayoría absoluta de la democracia española, y éste se negó a derogar las leyes ideológicas de ZP (aborto, ideología de género, memoria histórica y gaymonio). Y es obvio que, viendo la desidia y falta de principios del político pontevedrés, los magistrados (es un decir) del Tribunal Constitucional llegaron a la siguiente y lógica conclusión: "si quien, estando en la oposición, recurrió por inconstitucional la norma que reconoce al aborto como derecho, se niega a derogarla ahora que ha obtenido mayoría absoluta, cómo tiene la desfachatez de echarnos a nosotros el muerto encima de una declaración de inconstitucionalidad por la que nos van a machacar los medios de comunicación desde Irún hasta Tarifa". 

Es la misma lógica cobarde, si nos fijamos con atención, que ha llevado a alguien de ese Tribunal Supremo estadounidense a tirar por el suelo el prestigio de tal alta institución, filtrando el susodicho borrador. La justicia y el derecho no como reyes sino como esclavos, guiados no por la verdad sino por el miedo.

La  tercera y última consideración que quiero hacer es acerca de la actitud del anciano presidente de esa poderosa nación, que es un bautizado católico, y suele frecuentar (generalmente cuando hay cámaras de por medio) el sacramento de la Eucaristía, y al que todavía nadie competente le ha negado el acceso a los sacramentos. Pues este sujeto no ha perdido tiempo para afirmar con toda claridad y de manera pública -con escándalo de todos los católicos que compartimos con él la gracia del bautismo- que:

1º.- Combatirá cualquier sentencia que elimine o restrinja el aborto. 

2º.- El aborto es un derecho de las mujeres.

3º.- Tomará todas las medidas necesarias para garantizarlo en todo el país, pese a la actitud rebelde de algunos Estados de la Unión.    

Lo ha manifestado de diversas maneras y se queda tan pancho. Y casi nadie se ha dirigido a él para echarle en cara el mal que está haciendo con sus palabras y sus actos. Yo soy católico y abogado (aunque no experto en derecho canónico), pero el sentido más elemental de justicia debería llevar al obispo de su diócesis a  excomulgarle  -y de manera explícita y pública, esto es ferendae-, por arrastrar al mal, obstinadamente y con escándalo, a muchos fieles de buena fe, e incentivar posturas consideradas como contrarias a la fe y a la moral católicas. ¿Se puede dudar de que promover públicamente el crimen del aborto como un derecho, desde la posición alta e influyente que tiene encomendada un presidente católico de una poderosa nación, es burlarse explícitamente de las creencias católicas y hacerle un daño importante a la credibilidad de la fe cristiana? Los fieles estamos hartos de que se nos arguya que el aborto sólo implica la excomunión de quienes participan directamente en el mismo -quien procura el aborto, si éste se produce-  (canon 1398 Código de Derecho Canónico)-, cuando el propio derecho canónico habla de excomunión en caso de herejía (Canon 1364). 

La defensa pública del aborto como un derecho no sólo contradice la moral católica, sino incluso los contenidos de la fe -es por tanto una herejía-,  pues se niega de plano la verdad católica de que Dios crea las almas directamente desde el mismo momento de la concepción, y cierra la posibilidad de bautizarse a muchos seres humanos que son eliminados antes de que puedan nacer, lo que puede poner en peligro su salvación. Aunque la más moderna teología - véase lo dicho por el buen papa Benedicto XVI- consideró que las víctimas del aborto serían acogidas por la dulce misericordia de quien dijo: "dejad que los niños se acerquen a Mí", la cuestión no está definitivamente cerrada, es decir, hay un riesgo de que esos niños no alcancen la meta de estar eternamente junto a Dios. Que alguien que se define como católico haya promovido tal maldad, no sólo debería ser explícita y públicamente excomulgado, sino limitarle el levantamiento de esa excomunión al cumplimiento de unas gravísimas penitencias durante el tiempo que le restase de vida. 

Pero eso ya sabemos que no sucederá.