miércoles, 18 de mayo de 2022

La ampliación del derecho a matar.

El “anteproyecto de ley” sobre el aborto que este martes aprobó el Consejo de Ministros y fue presentado por la Ministra de Igualdad, la señora de Iglesias, debería mejor calificarse como un “antiproyecto de ley.  En rigor no existe nada más contrario a la ley, al derecho (y al sentido común) que ese engendro prelegislativo que propone, entre otras barbaridades, que menores de edad (que necesitan, por ejemplo, de una autorización paterna para hacer una excursión con sus compañeros de colegio) puedan practicarse una carnicería en su cuerpo y en su alma sin el consentimiento de sus padres y tutores.

Lo que más me indigna, sin embargo, es que se insista, por activa y por pasiva, desde casi todos los medios de comunicación, en que la futura ley “ampliará derechos”. Como hemos visto, en este caso no podemos hablar de algo llamado ley, sino de lo absolutamente opuesto a la precisa definición tomista: una deformada ordenación de la razón (irracional), con vistas al presunto bien particular de unos frente a otros (contraria al bien común) y dictada por quienes tienen a su cargo no el cuidado sino la disolución de la comunidad.

La respuesta a esa falacia de la “ampliación de derechos” no puede ser otra que la convicción de que nunca se amplían los derechos de unos si es a costa de la pérdida absoluta y definitiva de derechos de otros. El incremento de los derechos de una parte en perjuicio de otra, no es ampliación de derechos sino entronización de la tiranía. La fuerza del derecho radica en su ajuste a la recta razón, que postula que, dentro de la desigualdad de todos los seres humanos  -unos más inteligentes o más fuertes que otros-, deben implementarse unas reglas que impidan que los primeros decidan injustamente sobre los segundos, como sucede en el aborto, o en las leyes nazis discriminatorias por motivo de raza.  La fuerza es un mero instrumento necesario para defender el derecho de todos, no para restringir o destruir los de terceros o de minorías.

Una de las glorias del derecho occidental clásico, por la influencia del cristianismo, ha sido la existencia de magníficas leyes humanitarias y de protección a las personas más necesitadas de la sociedad. Sin embargo, con la legalización del aborto, occidente ha descendido a la barbarie, y no por ser éste un crimen silencioso resulta menos elocuente (al menos para quienes creemos que la recta razón y la recta moral deben ser los inspiradores de cualquier legislación). En el mismo Occidente nadie cuestiona hoy que la instauración legal de la esclavitud o de leyes que someten a  las mujeres a la mayor fuerza física del varón son dos ejemplos típicos de injusticia y tiranía. Pero cuidado, pues ambas injusticias pueden juzgarse como “ampliación de derechos”. Si se legaliza la esclavitud, sin duda se incrementan los bienes y las prerrogativas de aquél que posee un esclavo, pero lo es a costa de la persona esclavizada, que es privada de todos sus derechos; un desequilibrio injusto en favor de unos, que son los más fuertes. O el ejemplo de las sociedades talibanes, donde la mayor fuerza física de los hombres sobre las mujeres, ha reducido a éstas –de hecho y de derecho- a seres de segunda, sujetas al arbitrio de ellos. Pues lo mismo sucede en el aborto, pues  se potencian los derechos de los violentos contra los vulnerables, de quien puede matar contra quien no puede defenderse.  Si la institución de la esclavitud o la tiranía religiosa de los talibanes repugna a cualquier persona decente; cómo es que muchas personas que conocemos y consideramos respetables defienden hoy ese clarísimo ejemplo de crueldad injusta que es el aborto. No son tontos, y se dan perfecta cuenta de esto, pero suspenden el juicio por cobardía o por respetos humanos. Podríamos decir que el progresismo ha castrado intelectualmente a la mayoría de la sociedad.

En definitiva, la ley del aborto es la contraley, el contrafuero por excelencia: se permite que el poderoso ejecute un asesinato brutal y sanguinolento, pero silencioso y discreto, porque se mata al más inocente de todos los seres humanos en la siniestra simplicidad de un moderno quirófano. A un inocente que no puede ni  gritar, ni protestar ni defender su derecho a salir del seno materno cuando el reloj biológico lo ordene. No puede defenderse porque ya ha sido eliminado, y sus restos reciclados para usos varios –cosméticos o vacunas por ejemplo-, con lo que evocamos el siniestro empleo que los nazis hacían  con los restos de los judíos que asesinaban, reutilizados para confeccionar zapatillas de marineros, sogas o colchones.  Nada nuevo bajo el sol.

Añadiríamos, además, para mayor vergüenza de las feministas que es un anteproyecto que lleva en su espíritu la paradoja y la  ironía de poder promover –como de hecho sucede en muchos países- el que se elimine al feto por el único motivo de su sexo femenino. Es verdad que los abortos por razones de género no son habituales en el mundo occidental (sí son muy generalizados en países como China o India), pero no podemos excluirlos en nuestro “civilizado entorno”.  Podríamos afirmar en conclusión que esta ley sobre el aborto no sólo es una ley tiránica –contraria al bien común, porque excluye de esa comunidad a los más débiles y necesitados- sino potencialmente machista.

Finalmente,  quiero destacar que con este anteproyecto (antiproyecto) no se busca el progreso de una sociedad (tal y como se nos anuncia por casi todos los medios de comunicación, bien apesebrados) sino su disolución. No se amplían sus derechos sino que se coadyuva a su destrucción. En efecto, el proponer  una ley que facilita en aborto en un país como el nuestro (donde las tasas de natalidad han decrecido hasta el punto de disputar con Italia el triste puesto de nación del mundo con menores nacimientos cada año), es claro que no se pretende el cuidado de la comunidad  (que diría Santo Tomás). En este sentido, es necesario vincular esta contraley con otros dislates como  la obsesiva promoción del homosexualismo (y la represión a aquellos psicólogos y psiquiatras que desean ayudar a homosexuales que sufren porque perciben dolorosamente  la anormalidad de su tendencia), así como la facilidad para el cambio de sexo o para la eutanasia; políticas todas insertas en la llamada cultura de la muerte, implementadas por oscuros organismos  internacionales, obsesionados por reducir drásticamente la población, sobre todo de países occidentales.

Por lo tanto, junto a la irracionalidad y el privilegio absoluto de unos frente a otros, la tercera característica de este dislate legislativo es promover la descomposición de una sociedad, pero no debemos fijarnos sobre todo en esa perspectiva numérica de reducción de la población. Más grave es el aspecto moral –la desvalorización de la dignidad humana por las nuevas generaciones- , cuando el elemento didáctico y ejemplar que debe tener  la ley en una sociedad, se transforma en una justificación de la bajeza, la crueldad y la maldad. Y así se facilita a las niñas y adolescentes que pueden asesinar a sus hijos con la misma naturalidad que quitarse un grano que les afea la cara o, como dijo una exministra de cuyo nombre no quiero acordarme, “ponerse tetas”. Acabaremos siendo -si no lo somos ya- una sociedad envejecida y envilecida. Y lo segundo es peor que lo primero.

En conclusión, reiteramos lo dicho al principio: no nos encontramos, por tanto, con un “anteprotecto de ley”, sino con un “antiprotecto de ley”.  Una parodia de lo que la civilización ha entendido como la expresión del derecho. Tras años y años de casi unívoca propaganda de la inmensa mayoría de medios de comunicación y de la casi totalidad de los partidos políticos –hasta de los que se decían de ideario cristiano, véase PP-  en favor de la legalización (o del mantenimiento) de este crimen, sólo puedo cerrar estas reflexiones con una triste constatación.

Hasta la mitad del siglo pasado, las argumentaciones que he dado eran obvias para la inmensa mayoría de las personas, sobre todo si eran cristianas. Hoy ya no lo son, y –lo que es peor- ni tan siquiera para los cristianos. En el colegio de ideario católico donde cursó mi hija, la mayoría de sus compañeras adolescentes admitían y justificaban el aborto como un derecho de la mujer, y no estaban dispuestas a dar un paso atrás en esa convicción. Algo inimaginable años atrás.

¿Cómo se ha llegado a eso? No encuentro razones lógicas, y por tanto, aunque he defendido en este comentario una posición estrictamente racional, voy a cerrarlo con una que admito abiertamente como creencia: la razón última del cambio de las mentalidades en nuestro tiempo, encaminándose hacia el mal, es preternatural, es abiertamente diabólica.

Antes hablé de oscuros organismos internacionales cuya finalidad última es reducir drásticamente la población, y para ello implementan políticas contrarias a la vida. Le conozcan o no, le hacen el juego a un  ser que curiosamente no tiene cuerpo, pues es puro espíritu; un  ser que sin embargo odia a muerte el cuerpo humano, porque su principal enemigo se encarnó en el vientre de una mujer. Y por ello se deleita contemplando cómo  se trituran, achicharran o despedazan millones y millones de fetos en los abortorios del mundo. Pero más aún disfruta con haber  engatusado a la mayoría de las personas y Estados, con la falacia de que ese asesinato miserable y cobarde es un derecho irrenunciable. Domesticadas las conciencias en un tema tan dramático, sólo queda que algún día venga su vicario e imponga el reino del Anticristo.   

El aborto –el haberse logrado su legalización y sobre todo su aceptación social mayoritaria- es una tarea demasiado siniestra para ser sólo obra de mortales. El hombre por lo general es más miserable que malvado, no es tan perverso para una obra tan abyecta. Afirmo sin dudar que es un triunfo inmenso del ser que llamamos Satanás, ese que fue calificado por el Señor como “homicida desde el principio” (Jn. 8,44).

No hay comentarios:

Publicar un comentario