El “anteproyecto de ley”
sobre el aborto que este martes aprobó el Consejo de Ministros y fue
presentado por la Ministra de Igualdad, la señora de Iglesias, debería mejor calificarse como un “antiproyecto de ley. En rigor no existe nada más contrario a la
ley, al derecho (y al sentido común) que ese engendro prelegislativo que propone,
entre otras barbaridades, que menores de edad (que necesitan, por ejemplo, de
una autorización paterna para hacer una excursión con sus compañeros de
colegio) puedan practicarse una carnicería en su cuerpo y en su alma sin el
consentimiento de sus padres y tutores.
Lo que más me indigna, sin embargo, es que se insista, por activa y
por pasiva, desde casi todos los medios de comunicación, en que la futura ley “ampliará derechos”. Como hemos visto,
en este caso no podemos hablar de algo llamado ley, sino de lo absolutamente
opuesto a la precisa definición tomista: una
deformada ordenación de la razón (irracional), con vistas al presunto bien
particular de unos frente a otros (contraria al bien común) y dictada por
quienes tienen a su cargo no el cuidado sino la disolución de la comunidad.
La respuesta a esa falacia de la “ampliación de derechos” no
puede ser otra que la convicción de que nunca se amplían los derechos de unos si es a costa de la pérdida absoluta y definitiva de derechos de
otros. El incremento de los derechos de una parte en perjuicio de otra, no es
ampliación de derechos sino entronización de la tiranía. La fuerza del derecho
radica en su ajuste a la recta razón, que postula que, dentro de la desigualdad
de todos los seres humanos -unos más
inteligentes o más fuertes que otros-, deben implementarse unas reglas que
impidan que los primeros decidan injustamente sobre los segundos, como sucede
en el aborto, o en las leyes nazis discriminatorias por motivo de raza. La fuerza es un mero instrumento necesario
para defender el derecho de todos, no para restringir o destruir los de terceros o de
minorías.
Una de las glorias del derecho occidental clásico, por la
influencia del cristianismo, ha sido la existencia de magníficas leyes
humanitarias y de protección a las personas más necesitadas de la sociedad. Sin
embargo, con la legalización del aborto, occidente ha descendido a la barbarie,
y no por ser éste un crimen silencioso resulta menos elocuente (al menos para
quienes creemos que la recta razón y la recta moral deben ser los inspiradores
de cualquier legislación). En el mismo Occidente nadie cuestiona hoy que la
instauración legal de la esclavitud o de leyes que someten a las mujeres a la mayor fuerza física del
varón son dos ejemplos típicos de injusticia y tiranía. Pero cuidado, pues
ambas injusticias pueden juzgarse como “ampliación
de derechos”. Si se legaliza la esclavitud, sin duda se incrementan los
bienes y las prerrogativas de aquél que posee un esclavo, pero lo es a costa de
la persona esclavizada, que es privada de todos sus derechos; un desequilibrio injusto en favor de unos, que son los más
fuertes. O el ejemplo de las sociedades talibanes, donde la mayor
fuerza física de los hombres sobre las mujeres, ha reducido a éstas –de hecho y
de derecho- a seres de segunda, sujetas al arbitrio de ellos. Pues lo mismo
sucede en el aborto, pues se potencian los
derechos de los violentos contra los vulnerables, de quien puede matar contra quien
no puede defenderse. Si la institución
de la esclavitud o la tiranía religiosa de los talibanes repugna a cualquier
persona decente; cómo es que muchas personas que conocemos y consideramos
respetables defienden hoy ese clarísimo ejemplo de crueldad injusta que es el
aborto. No son tontos, y se dan perfecta cuenta de esto, pero suspenden el
juicio por cobardía o por respetos humanos. Podríamos decir que el progresismo
ha castrado intelectualmente a la mayoría de la sociedad.
En definitiva, la ley del aborto es la contraley, el contrafuero
por excelencia: se permite que el poderoso ejecute un
asesinato brutal y sanguinolento, pero silencioso y discreto, porque se mata al
más inocente de todos los seres humanos en la siniestra simplicidad de un
moderno quirófano. A un inocente que no puede ni gritar, ni protestar ni defender su derecho a
salir del seno materno cuando el reloj biológico lo ordene. No puede defenderse porque ya ha sido eliminado, y sus restos reciclados para usos
varios –cosméticos o vacunas por ejemplo-, con lo que evocamos el siniestro
empleo que los nazis hacían con los
restos de los judíos que asesinaban, reutilizados para confeccionar zapatillas
de marineros, sogas o colchones. Nada
nuevo bajo el sol.
Añadiríamos, además, para mayor vergüenza de las feministas que es un
anteproyecto que lleva en su espíritu la paradoja y la ironía de poder promover –como de hecho
sucede en muchos países- el que se elimine al feto por el único motivo de su sexo
femenino. Es verdad que los abortos por razones de género no son habituales en
el mundo occidental (sí son muy generalizados en países como China o India),
pero no podemos excluirlos en nuestro “civilizado entorno”. Podríamos afirmar en conclusión que esta ley
sobre el aborto no sólo es una ley tiránica –contraria al bien común, porque
excluye de esa comunidad a los más débiles y necesitados- sino potencialmente
machista.
Finalmente, quiero
destacar que con este anteproyecto (antiproyecto) no se busca el progreso de
una sociedad (tal y como se nos anuncia por casi todos los medios de
comunicación, bien apesebrados) sino su disolución. No se amplían sus derechos sino que se coadyuva a su destrucción. En efecto, el
proponer una ley que facilita en aborto
en un país como el nuestro (donde las tasas de natalidad han decrecido hasta el
punto de disputar con Italia el triste puesto de nación del mundo con menores
nacimientos cada año), es claro que no se pretende el cuidado de la
comunidad (que diría Santo Tomás). En
este sentido, es necesario vincular esta contraley con otros dislates como la obsesiva promoción del homosexualismo (y
la represión a aquellos psicólogos y psiquiatras que desean ayudar a
homosexuales que sufren porque perciben dolorosamente la anormalidad de su tendencia), así como la
facilidad para el cambio de sexo o para la eutanasia; políticas todas insertas en la llamada cultura de la muerte, implementadas por oscuros organismos
internacionales, obsesionados por reducir drásticamente la población,
sobre todo de países occidentales.
Por lo tanto, junto a la irracionalidad y el privilegio
absoluto de unos frente a otros, la tercera característica de este dislate legislativo es
promover la descomposición de una sociedad, pero no debemos fijarnos sobre todo
en esa perspectiva numérica de reducción de la población. Más grave es el
aspecto moral –la desvalorización de la dignidad humana por las
nuevas generaciones- , cuando el elemento didáctico y ejemplar que debe
tener la ley en una sociedad, se
transforma en una justificación de la bajeza, la crueldad y la maldad. Y así se
facilita a las niñas y adolescentes que pueden asesinar a sus hijos con la misma
naturalidad que quitarse un grano que les afea la cara o, como dijo una exministra de cuyo nombre no quiero acordarme, “ponerse tetas”. Acabaremos siendo -si no lo somos ya- una sociedad envejecida y envilecida. Y lo segundo es peor que lo primero.
En conclusión, reiteramos lo dicho al principio: no nos encontramos, por tanto, con un “anteprotecto de ley”, sino con un “antiprotecto de ley”. Una parodia de lo que la civilización ha
entendido como la expresión del derecho. Tras años y años de casi unívoca
propaganda de la inmensa mayoría de medios de comunicación y de la casi totalidad de los partidos
políticos –hasta de los que se decían de ideario cristiano, véase PP- en favor de la legalización (o del
mantenimiento) de este crimen, sólo puedo cerrar estas reflexiones con una
triste constatación.
Hasta la mitad del siglo pasado, las argumentaciones que he
dado eran obvias para la inmensa mayoría de las personas, sobre todo si eran
cristianas. Hoy ya no lo son, y –lo que es peor- ni tan siquiera para los
cristianos. En el colegio de ideario católico donde cursó mi hija, la mayoría de sus
compañeras adolescentes admitían y justificaban el aborto como un derecho de la
mujer, y no estaban dispuestas a dar un paso atrás en esa convicción. Algo inimaginable años atrás.
¿Cómo se ha llegado a eso? No encuentro razones lógicas, y
por tanto, aunque he defendido en este comentario una posición estrictamente
racional, voy a cerrarlo con una que admito abiertamente como creencia: la razón última del cambio de
las mentalidades en nuestro tiempo, encaminándose hacia el mal, es preternatural, es abiertamente diabólica.
Antes hablé de oscuros organismos internacionales cuya
finalidad última es reducir drásticamente la población, y para ello implementan
políticas contrarias a la vida. Le conozcan o no, le hacen el juego a
un ser que curiosamente no tiene cuerpo,
pues es puro espíritu; un ser que sin
embargo odia a muerte el cuerpo humano, porque su principal enemigo se encarnó en el vientre
de una mujer. Y por ello se deleita contemplando cómo se trituran, achicharran o despedazan
millones y millones de fetos en los abortorios del mundo. Pero más aún disfruta
con haber engatusado a la mayoría de las
personas y Estados, con la falacia de que ese asesinato miserable y cobarde es
un derecho irrenunciable. Domesticadas las conciencias en un tema tan dramático,
sólo queda que algún día venga su vicario e imponga el reino del
Anticristo.
El aborto –el haberse logrado su legalización y sobre todo su
aceptación social mayoritaria- es una tarea demasiado siniestra para ser sólo
obra de mortales. El hombre por lo general es más miserable que malvado, no es
tan perverso para una obra tan abyecta. Afirmo sin dudar que es un triunfo
inmenso del ser que llamamos Satanás, ese que fue calificado por el Señor como “homicida desde el principio” (Jn. 8,44).
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