miércoles, 19 de agosto de 2020

Una misma figura femenina, una misma Iglesia.

 


Se encontraba el apóstol Juan desterrado en la isla de Patmos. Era domingo y, arrodillado, rezaba intensamente. Entonces entró en estado de éxtasis y comenzó a visionar unas tremendas imágenes –inefables unas, brutales otras- que, más tarde, fueron comunicadas a uno de sus ayudantes, también confinado con él, el cual las puso por escrito. El libro donde se recogen dichas visiones, fue años después titulado “Libro de la Revelación”. Aunque tardó tiempo en incorporarse al canon cristiano de libros inspirados, la convicción de la autoría joánica, y su uso indiscutido por importantes iglesias cristianas de Europa y Asia, elevó finalmente este extraordinario libro a la categoría de canónico. Actualmente es el texto que pone el cierre –y el broche de oro y diamantes, diría yo- a las Sagradas Escrituras.

Cierto es que pocos libros de la Biblia –y de la historia en general- habrán dado pie a más extravagantes y disparatadas interpretaciones, no tanto acerca de su sentido general -una descripción alegórica de los duros tiempos finales, y del triunfo final y absoluto de la Iglesia, esposa del Cordero-, sino de cada uno de sus detalles en particular. Y especialmente, el ajuste de cada alegoría o metáfora a la época histórica en que ha sido leído con pasión por cada generación cristiana, sobre todo en tiempos de persecución. Y muy acentuadamente en nuestra época, donde el glorioso concepto de cristiandad, herido desde los tiempos de la reforma (siglo XVI) y la revolución francesa (siglo XVIII), ha entrado hoy en fase de coma terminal, por no decir que en parada cardiorrespiratoria. Dice nuestro papa Francisco –con razón- que la Iglesia es un hospital de campaña (para los cristianos). La tragedia de nuestro tiempo –añadiría yo- es que la misma Iglesia es la que actualmente agoniza en ese mismo sanatorio improvisado, y que somos los cristianos –especialmente los laicos- los que, enfermos como estamos, debemos curarla y sacarla de ahí, porque sin su salud espiritualmente morimos. Y para lograrlo no basta ser cristianos comprometidos (como se dice), sino por encima de todo tener fe en Cristo. Fe de verdad, fe que transforma, fe que combata -sin miedo a ser señalado- contra un mundo donde el diablo hace estragos. Fe, en definitiva, en Nuestro Señor y Salvador como única y definitiva Palabra sobre nuestra vida particular y sobre la historia en general.

Libro excelso, pues, pero de difícil digestión, hasta el punto que en un momento determinado un ángel del Cielo pide al autor que lo devore “y aunque te amargue las entrañas, en tu boca será dulce como la miel” (Ap. 10,9). No obstante, pasado el tiempo, los jugos de la mente de tantas generaciones cristianas, con la ayuda del Espíritu que siempre acude en auxilio, han ido poco a poco desvelando sus misterios, de modo que hoy -visto desde la atalaya de tantos extraordinarios comentaristas, llenos de unción y sapiencia, en cientos de años-, podemos indagar mucho mejor sus enigmas. Y casi entenderlos.

Quiero detenerme en dos figuras de mujer, absolutamente antagónicas. Dos mujeres –dos prodigiosos símbolos- que aparecen en la segunda mitad del este libro. La primera surge significativamente tras abrirse el Templo del Cielo, la morada de Dios, y ser vista el Arca de la Alianza, entre truenos, relámpagos, temblores y granizo. Es un momento especialmente intenso, pues Juan, que no había tenido problema anteriormente en calificar a los judíos que combatían a los cristianos como “sinagoga de Satanás” (Ap. 3,9) , comprueba en su visión que, verdaderamente, como dijo San Pablo, los dones de Dios al pueblo de Israel son irrevocables y que, en su infinita bondad, “nos encerró a todos – a ellos, los pérfidos judíos, y a nosotros (que éramos miserables paganos)- en la rebeldía, para usar de misericordia con todos” (Rm. 11,32).

Pero ese temible Arca, símbolo del viejo Israel, queda desplazado tras una sublime imagen de mujer, que la inmensa mayoría de los sabios cristianos de todos los tiempos han intuido como la representación del nuevo Israel de Dios, el Israel de la promesa, la Iglesia cristiana. La mujer está vestida de sol –envuelta por la divinidad-, tiene doce estrellas sobre su cabeza –la gloria de Israel- , y pisa la luna, el símbolo de lo cambiante y no permanente, del mundo en definitiva, sobre el cual la Iglesia tiene (debe tener) dominio con la firmeza inmutable de sus principios y doctrinas, del depósito de la fe recibido del Señor. 

Juan observa que esa prodigiosa figura femenina está encinta y gime con dolores de parto. Aquí parece referirse a los duros trabajos de los millones de cristianos de todos los tiempos que, con oraciones, sacrificios, renuncias y abnegaciones, han clamado y claman hoy sin cesar en sus tribulaciones, como lo haría una parturienta, por la segunda venida del Mesías. Incesantemente, entre los dolores de la persecución –legal o física-, la muerte civil o el desprecio de un mundo dominado por el maligno (no en vano, un espantoso dragón aparecerá a continuación, con voluntad de devorar al Hijo cuando nazca). Es muy indicativo el hecho de su dolor, pues parece ratificar la idea de que una Iglesia sin mártires, una iglesia sin testigos, una Iglesia sin sacrificios ni penitencia está seca; una Iglesia cómoda y acomodada, conciliadora y conciliada con los errores y horrores de su tiempo, está muerta, es estéril, y jamás será la que alumbre al Mesías que ha de volver. Es la Iglesia de Sardes “que tienes nombre de que vives pero estás muerta” (Ap. 3,1).

La Iglesia que dé a luz al Mesías en su segunda venida será la que sufra la misma pasión que el Señor padeció en la primera “pues si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20); una Iglesia donde los apóstoles le abandonen; donde un Pedro acobardado siga de lejos a Jesús (Mc. 14,54), para luego negarle abiertamente; una Iglesia, en definitiva, que, entre inimaginables persecuciones -entre burlas, bofetadas, salivazos, látigos y cruces-, exclamará, como si hubiera perdido toda esperanza,: ¿Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? Y al final, tras la masiva apostasía que ese horror producirá en un rebaño sin pastores, quedará un pequeño resto que invoque al Señor (Sof. 3,15). Y ahí se condensará la historia terrenal de la Iglesia, justo antes de la venida del Señor para implantar su reino. Será como la resurrección de Cristo, tras la primera venida.

Si el sufrimiento es el rasgo más destacable de esa bella y dolorida mujer, el placer lo será de la segunda que aparece unos capítulos más adelante, llamada la ramera de Babilonia. A primera vista intuimos en ella un símbolo del pecado, pues parece hermosa (o vistosa) de lejos, pero de cerca es fea sin paliativos; sin embargo su significado es más específico. En efecto, las Sagradas Escrituras, al usar la imagen femenina, pretenden explicar la actitud de Israel con Dios, y por ello la primera mujer –la orlada de sol- es representación del Israel santo de la promesa, de su fidelidad a Dios y de la pureza de la religión. La segunda también podíamos verla como el nuevo Israel, pero ha traicionado a su esposo, ha adulterado y ha falsificado la religión. Es la misma mujer, por lo tanto, pero si en un caso se entrega con sacrificios a la voluntad de a Dios, en el otro se zambulle en el desenfreno del mundo y la fornicación de la idolatría. Si la primera es fecunda y genera vida –la Vida de todos, pues alumbra a Cristo-, la segunda es estéril, y produce muerte “embriagándose de la sangre de los mártires”.

Lo terrible es que ambas imágenes lo son de una misma mujer, una misma religión –la única religión verdadera- pero si en un caso se conserva pura e incontaminada (de ahí su hermosura, su fecundidad y también su dolor y su esperanza) , en el otro, se ha desfigurado hasta el espanto, al mezclase con los antivalores que propone el mundo (por ello su fealdad, sus horribles afeites, su fornicación improductiva con todo lo humano, y su grotesco y sucio destino, pues la horripilante bestia de los diez cuernos sobre la que cabalga –los tenebrosos poderes anticristianos- “ aborrecerán a la ramera, y la dejarán devastada y despojada, y devorarán sus carnes y la abrasarán con fuego” (Ap. 17,16). Si la dulce y dolorida mujer tiene a la cambiante luna domeñada y como permanente estrado de sus pies, la mala hembra no puede controlar al bicho deforme sobre el que cabalga, y acabará siendo fagocitada por él.

“Y me maravillé al verla, con gran maravilla” (Ap. 17,6), exclama el autor sagrado. Durante la contemplación de esta mala hembra, Juan expresará un asombro que ni siquiera manifestó en ninguna de las anteriores –e impresionantes – imágenes que pudo apreciar durante su experiencia mística. Recordemos que había estado junto al mismísimo trono de Dios, contempló al triunfante Cordero degollado que abrió los siete sellos, los cuatro jinetes, los miles y miles de mártires reclamando justicia, los 144.000 marcados…; recordemos que cuando se abrió el sexto sello, miró al sol y estaba negro como saco de crin, y la luna sangrienta; las estrellas caían sobre la tierra y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla en un espantoso terremoto. Y encima, el discípulo amado había soportado la visión de esa trinidad grotesca formada por el diablo, el anticristo y el falso profeta…, pero con todo ello no se había quedado tan absorto como cuando la ramera de Babilonia se puso delante de sus ojos. Probablemente, en un instante, le pareció reconocer en el rostro de esa ramera, algún rasgo de la mujer santa. Y eso le angustió sobremanera.

Esa es la prueba, a mi juicio, de la gravedad de lo que significa. La santidad y la verdad de nuestra fe jamás podrán conciliarse ni transigir con el pecado y con el error, por leves que ellos sean. “¿Pues qué participación entre la justicia con la iniquidad? ¿O qué comunicación de la luz con las tinieblas? Y ¿Qué armonía de Cristo con Belial? (2 Cor. 6, 14-15). Una enorme lección para nuestro tiempo, para nuestras almas y para nuestra Iglesia.




jueves, 13 de agosto de 2020

La oración que tu Hijo nos enseñó, para alabarte y suplicarte.

                            
   

                           


                                    “Padre nuestro que estás en el Cielo”

Cuando te rezo en la intimidad de mi habitación, Padre nuestro, empleando la sublime oración que nos enseñó tu Hijo, una primera emoción me obliga a sustituir el determinante plural por el singular. Y por eso exclamo con confianza de hijo: “Padre mío que estás en el Cielo”.

Así te invoco, Señor eterno y subsistente, que creaste la realidad desde la nada y, dentro de esa inmensidad de materia, tiempo, extensión, vida e historia, modelaste mi propio e insignificante ser. Y te expreso mi emocionada gratitud, no tanto por el hecho de renacer cada mañana, sino por algo más importante: porque tu misericordia me haya regalado la gracia de conocer, por medio de su Hijo Jesucristo, quién eres, y lo que has hecho por mí, Dios de amor. Por Jesús, te llamo Abba, Padre; y por Él, en su entrega de cruz, he sido salvado. Por eso mi corazón exclama, con emoción de hijo y gratitud de redimido: ¡Padre mío!

Tras ese íntimo y preliminar agradecimiento, mi plegaria se vincula luego con la que, día tras día, eleva el Cuerpo Místico de la Iglesia: con los demás cristianos que peregrinan en la tierra -hijos suyos también y por tanto hermanos míos-, y también con los que ya han alcanzado la Patria celeste. Y entonces, todos unidos, gritamos con una sola alma y corazón ¡Padre nuestro! Y Tú recoges las voces de tus hijos, y extiendes tu benevolente acción sobre el mundo, sobre los buenos y los malos, sobre los justos y los injustos, a la espera del tiempo de la siega.

Digo que estás en el Cielo. Mas lo que expreso no es un lugar, sino la inmensidad y eternidad de tu Ser, plenitud de Bien, Verdad y Belleza; tu Ser, que sustenta como causa todas las cosas. “He aquí que los cielos, y los cielos de los cielos no te pueden contener" (1 Rey. 8,27). Tampoco mi corazón y mi razón pueden abarcar tanta majestad, pero intento asear mi alma –como todas las mañanas mi cuerpo- , para que cuando el rayo de luz de tu bondad la ilumine, pueda al menos reconocer con San Juan de la Cruz, que “está mi casa sosegada”. Y por tanto, poder alabarte al comenzar el nuevo día: “aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad”.



                                    “Santificado sea tu nombre”

¿Cuál es tu Nombre, aquél que tan misterioso y arcano les parecía a los hombres en el pasado? Sinceramente no me importa, porque me basta nombrarte Padre mío. Tú ya nos revelaste el misterio de los misterios, la vida de tu Ser, uno y trino, pues eres Amor, que engendra desde la eternidad al Hijo de tu misma sustancia, y de esa comunicación íntima de tu Paternidad y su Filiación en la eternidad, procede el Espíritu Santo; Aquél que hace nacer la alabanza de nuestros humildes labios y las lágrimas en nuestros ojos. Sublime dificultad, que sólo con “la llama del amor se alcanza” como expresa Dante.

¿Realmente puedo encontrar un nombre más dulce para referirme a ti que el de Padre? ¿Quién llama a sus padres con el nombre de pila? El de mi padre terrenal era Francisco José, pero siempre me dirigía él -al igual que cualquier hijo- como papá, con la confianza de que no me faltaba como último refugio, como el bondadoso padre de la parábola del hijo pródigo. Porque los buenos padres de la tierra jamás nos decepcionan, y si creímos que en algún momento de nuestro pasado común lo hicieron, examinémonos cuando ya no estén con nosotros, cuando los echemos de menos. Nos percataremos entonces de qué necios fuimos en nuestras apreciaciones. Y eso que ellos no eran santos, en el sentido en que lo eres Tú, el único al podemos atribuir la plenitud de la santidad. Por eso Tú –el mejor de todos los padres- nunca puedes defraudarnos, por absurdos, duros e injustos que nos parezcan tantos reveses de nuestra vida. Son errados nuestros juicios, nunca lo son tus acciones. Yo siempre seré el hijo pródigo, Tú siempre serás mi Padre misericordioso.

Santificado sea tu nombre, te rezo por tanto. Las Escrituras te llamaron Dios desconocido (Is. 45,4), es verdad, pero fue San Pablo, quien en el discurso del areópago (Hch. 17,23) enseñó a los vanos filósofos que ese Dios, en el que nos movemos, vivimos y existimos, se había hecho uno de nosotros. Por eso, si quiero al fin pronunciar el verdadero nombre de Dios, ahí tengo el de Jesús, tu Hijo muy amado, Señor y dador de vida, Dios bendito ante el cual toda rodilla se dobla (Fil 2). Con el dulce nombre de Jesús me basta y me sobra.

                                    “Venga a nosotros tu reino”

Padre mío, reino implica una colectividad, con gobernantes y gobernados; por eso mi oración se sale en este momento del ámbito de la intimidad y desea unirse a la plegaria común de la iglesia militante, que pide que Cristo reine entre nosotros, y sean sus enemigos el estrado de sus pies (1 Cor. 15,25). Porque estamos seguros de que su justicia y misericordia son más grande que las del mejor gobernante de nuestra historia humana. Cuanto más pasa el tiempo, cuando los gobiernos humanos legislan con malicia contra la ley divina (cada vez con más descaro e impudicia), se vuelve más urgente esa dramática llamada a que implantes pronto tu reino. ¡Ven Señor! ¡Venga tu reino!, suplica por tanto mi alma. Y aunque no me corresponda fijar los tiempos, porque lo prohibió el Señor a sus discípulos, sí debo reclamarlo con la insistencia del amigo inoportuno, como tu Hijo me enseñó en su Evangelio (Lc. 11,5-11), con la convicción de que toda plegaria es escuchada.

Pido tu reino, por tanto, con la certeza de que no es una ilusión, sino una promesa cierta, una realidad ahora en potencia y en esperanza. Tu reino es (será) espiritual, sí, pero no es sólo espiritualidad. Estará aquí, en la tierra, tras ser transformado el universo tal y como lo conocemos. Sé que algunos interpretaron en un sentido estrictamente celestial, expresiones de tu Divino Hijo como el reino está dentro de vosotros (Lc. 17,21), o mi reino no es de este mundo (Jn. 18,36), pero Tú deseas que entendamos correctamente las Palabras que Él pronunció en la tierra.

El reino está dentro de nosotros, dice tu Hijo en Lucas, sí; pero también recuerda este evangelista aquella afirmación suya de que de la abundancia del corazón habla la boca. Es decir, el reino de tu Hijo no puede ser un mero tesoro escondido en las entretelas de mi alma, sino que debe ser predicado por mí y por toda la Iglesia hasta su definitiva implantación en el mundo, aunque el único consumador de ese triunfo será tu Hijo cuando vuelva, según nos prometió (Ap. 19,15). Circunscribir el reino a mi corazón y a mi vida privada –como se pide en tantos ámbitos, incluso eclesiales-, es traicionaros a los dos. Así me lo has enseñado por medio de tu Iglesia, aunque hoy ya casi nadie predique estas cosas.

El reino de tu Hijo no es (ahora) de este mundo, ciertamente. Ni lo fue cuando Pilatos le interrogó, ni lo es en nuestro tiempo. No puede serlo ahora, porque tu enemigo, ese príncipe de la mentira ha campado y campa a sus anchas por él, instigando todo tipo de errores y crímenes tanto en los hombres como en las naciones. Pero un día tu Hijo encadenará al enemigo Satanás, y se implantará (Ap. 20). Por eso sus palabras fueron: “Nunc autem meum regnum non est hinc". “Mas ahora, mi reino no es de aquí” (Jn. 18,36). Rezo para que pronto resurja entre nosotros. La Verdad de tu Palabra divina lo avala.



                                “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”

Parece extraño, Padre mío, que me animes a pronunciar esa oración ¡además imperativa!, porque “el hombre hace muchos planes, pero sólo se realiza el propósito divino” (Pr. 19,21). Pues nada de lo que has decidido dejará de cumplirse; construirás tu Reino sobre las ruinas de las necias obras de tus enemigos.

Entonces, ¿por qué me pides, Padre mío, que te exija lo inevitable? ¿Quién soy yo, mera criatura, para apoyar o torcer siquiera en una milmillonésima parte tus inescrutables proyectos? Pero la fe me asegura que por tu bondad, nos has anticipado algo de la divinidad que nos has prometido en el Cielo, y mediante el poder de la oración, influimos –sin contradicción- en aquello que ya has previsto desde la eternidad.

Tiene que ser así, sin duda, pues sólidamente lo confirma el Magisterio de tu Iglesia, mediante una sublime encíclica de un recordado vicario de tu Hijo:

“Es cosa evidente que los fieles necesitan del auxilio del divino Redentor, puesto que Él mismo dijo: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y, según el dicho del Apóstol, todo el crecimiento de este Cuerpo en orden a su desarrollo proviene de la Cabeza, que es Cristo (cf. Ef 4,16; Col 2,19). Pero a la par debe afirmarse, aunque parezca completamente extraño, que Cristo también necesita de sus miembros (…) Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles ―singularmente los padres y madres de familia― han de ofrecer a nuestro divino Salvador. (Pío XII. Mystici Corporis Christi. Nº 19. 1943).

Padre mío, yo también soy padre de familia, y comprendo que, cuando los hijos nos piden lo necesario para sus cuerpos y sus almas, nuestros propósitos se modulan de conformidad al bien de ellos, aunque suponga modificar las primeras intenciones. Tú, sin embargo, eres perfecto y lo son tus obras; “no eres un hombre para que te arrepientas” (Num. 23,19). Todo lo has hecho con sabiduría, y aun así, las oraciones fervorosas de tus hijos, de manera misteriosa, hacen posible tus firmes y bondadosos designios sobre todas las cosas. ¡Sublime síntesis de tu Providencia y nuestra libertad!

¡Gracias, Padre mío, porque actúas respetando mi libertad, y en ella produces secretos milagros, que sólo en el Cielo podré comprender!

                                    “Danos hoy nuestro pan de cada día”

Padre mío, con inmensa sabiduría sitúas esta importante petición, debajo de aquellas que sólo procuran tu alabanza y tu gloria, tu reino en definitiva. Porque lo primordial es “buscar primeramente el reino y su justicia, y todo lo demás –qué como, qué bebo o con qué me vestiré- se me dará por añadidura” (Mt. 6, 33). Porque tu Reino no es “comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm. 14,17).

Habitualmente obro al revés, Padre mío, y creo que son muchos, demasiados, los cristianos que nos equivocamos y no transitamos por donde deseas que vayamos. Pongo el carro por delante de los bueyes, ahí me planto, y aunque la carne del animal me pueda servir de comida, es un alimento vil, y me debilita los sentidos para catar tus bienes exquisitos. No avanzo, cuando tu voluntad es que yo y todos mis hermanos en la fe, marchemos uncidos a ese carro –de justicia, de paz, de bondad- para llegar a la culminación de tu reino, donde contaremos con las mejores viandas que ni el ojo del hombre vio (1 Cor. 2,9).

Tu Hijo expresó, con adorable sensibilidad, que ni siquiera las vestiduras del gran Salomón podían compararse a la belleza de los lirios que florecían en los campos de Galilea en la primavera. Pero hemos perdido el sentido de la belleza, de lo divino en la Creación, y del orden que Tú has establecido en los bienes que nos has regalado. Y el hombre –cima de tu obra- parece preferir hoy la fealdad y lo torcido (se ensalza lo grotesco y lo obsceno), y ha convertido en fines absolutos, lo que son meros medios para su nutrición y reproducción. También yo, tantas veces, entro en esa dinámica perversa, y se me nubla tu Reino, como si dejase de ver un maravilloso templo dorado sobre una montaña, al ser envuelto en una súbita y densa niebla. Perdemos el horizonte del Cielo, nos aferramos a la tierra, y hasta nos confundimos con las funciones elementales de ésta. ¡Qué bajo cae la gloria de tu creación! ¡Qué bajo caigo!

Ilumíname siempre, Padre mío, para que no aparte mi vista de lo principal, y para creer intensamente que sólo a través del sendero que nos muestras día a día –alimentados con el Pan eucarístico de tu Hijo- llegue a tu reino de plenitud y felicidad. Y, hasta entonces, te pido que no me falte el pan nuestro de cada día, y que te alabe siempre por procurármelo.



    “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”

Otra vez me sorprendes, Padre mío, por poner como requisito de tu perdón, el que nosotros lo otorguemos antes a nuestros enemigos. Si esa es tu condición –olvidar las injurias que me hacen-, soy el más desdichado de los hombres, pues nunca pondré contar con tu misericordia. ¿Cuántas veces perdono desde el alma? De boquilla muchas, sí, pero de corazón…

Si condonas mis ofensas, por tanto, se debe a que desde la eternidad has previsto que cada vez que te rezo e imploro el perdón, tengo sincero deseo cumplir tus mandatos, y por eso supones que he perdonado previamente a mis semejantes, sea cual sea la falta que hayan cometido contra mí, “pues antes de colocar tu ofrenda en el Altar de Dios, reconcíliate primero con tu hermano” (Mt. 5,24). Padre mío, ¿cómo confías tanto en mi debilidad?

Eres inflexible, pues Tú no me indultas, si yo no perdono a mi prójimo (haya lo que haya hecho conmigo). Y eres exigente, pues no sólo me mandas todo aquello que humanamente puedo hacer, sino aun lo que me es imposible, porque siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste (Mt. 25,24).

Sin embargo, Tú no nos abandonas en esa lucha que nos desborda, y nos donas la fuerza sobrenatural de tu Gracia. Pero antes me exiges un esfuerzo espiritual –que transite por el camino estrecho (Mt. 7,13)-, y para ello debo entrenarme día a día, ofensa a ofensa, pues sin ascesis nadie puede progresar en la vida de santidad. Como enseña tu sierva Santa Teresa de Jesús, en su Camino de perfección, “pensar que Dios admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos es locura”.

Pero cuando me han herido tan hondo, de modo que no puedo dar un perdón incondicional y absoluto (como el que tú nos regalas), o cuando añado al perdón esa trampa mezquina de “no olvido”, vienes en mi auxilio con la caricia amorosa de tu Gracia. Un ubérrimo regalo de tu infinita bondad, sin ningún merecimiento por mi parte. Y con ella me santificas, y así activas el milagro –porque lo es- de que pueda perdonar ¡hasta setenta veces siete! (Mt. 18,22). Y sé que fue tu Hijo –verdadero Dios-, cuando rezó por los verdugos que le clavaban a una cruz, el que nos logró a cada cristiano esa Gracia, que nos auxilia cuando el odio parece que nos vence.

¡Bendito seas Padre, que jamás me abandonas en mi debilidad! Tu perdón excederá infinitamente al que yo pueda ofrecer al más perverso de los hombres, por grave que haya sido el daño que me haya infringido. Tu Hijo, en una profunda parábola, nos presenta la inalcanzable distancia que va de los diez talentos que debo al rey de reyes –o 300.000 euros-, a los cien denarios -menos de un euro-, en donde se computa cualquier bien que otro hombre pueda arrebatarme durante toda una vida (Mt. 18, 23-35).

Si fuera consciente, en fin, de la Verdad que nos expones a través de esa narración, si la tuviera a fuego grabada en mi corazón, qué presto me dirigiría siempre a perdonar, qué fácil sería hacerlo, Padre mío y Dios mío.


                                    “Y no nos dejes caer en la tentación”

Vuelvo al singular, Padre mío; no me dejes caer en la tentación. Desde la nada me creaste, y me plantaste en esta etapa complicada del mundo, que ya juzgo terminal. ¿Es así, Padre mío, o hago elucubraciones imprudentes y temerarias? Porque examino mi mundo, y la tentación de abandonar todos tus caminos de salvación se me propone de forma globalizada, con un ropaje tan atractivo y con diabólica insistencia, en todos los terrenos que piso; como si un virus espiritual (mucho más grave que el que físico que hoy nos ataca) se hubiese infiltrado, de veinte años para acá, en los todos los poros de la realidad (personas, familias, naciones). “Tiempos postreros donde algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus falsos y a doctrinas de demonios” (1 Tim. 4,1).

Por eso, Padre mío, te suplico: ¡que no ceda ni un milímetro al mal que por todas partes acecha! No te puedo suplicar que no aparezcan tentaciones en mi vida, porque para santificarme tienes que testar el temple de mi alma, y por ello tu Palabra ya me advirtió que “si tratas de servir al Señor, prepárate para la prueba” (Eclo. 2,1). Y a mayor santidad, más duras pruebas. Pero sí te ruego que no me rinda ante ellas y, menos aún, reincida en los viejos pecados, que tu misericordia me perdonó, pero que siguen vivos en mi recuerdo, con vergüenza y con asco.

Porque “¡Todo lo puedo en ti, que me confortas! (Fil. 4,13), no permitas que ”sea tentado más allá de mis fuerzas” (1 Cor. 10,13). Sobre todo, impide con tu soberano poder que yo me hunda en la más fuerte y diabólica de las tentaciones de mi tiempo, la desesperanza, porque como expresó San Pablo –como si contemplase nuestro mundo- “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera solo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales” (1 Cor. 15,19).

Padre mío, es seguro que ninguna sociedad cristiana de antaño estuvo exenta de los siete pecados capitales en sus miembros (porque el hombre caído descuidaba las cuatro virtudes cardinales), pero aun así, quedaban incólumes en sus almas las fundamentales, las tres virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad. La voluntad era débil, pero la fe era sólida.

Pero hoy, fe, esperanza y caridad palidecen y son combatidas como nunca, y esa guerra parece sobrehumana, verdaderamente diabólica. ¿Por qué lo permites, Padre mío? ¿Es que estamos en los tiempos en que “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás fue precipitado a la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados” (Ap. 12,9).

Advirtió tu Hijo -y hoy se cumple con precisión- que “por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará” (Mt. 24,12); ello provocará perder el fuego de tu Espíritu, y se suplantará por una calculada solidaridad, un humanismo buenista ayuno de trascendencia. También profetizó “que no encontraría fe en la tierra cuando volviera” (Lc. 18,8). No la habrá, y no porque el ateísmo o el agnosticismo hayan tomado la delantera a la fe de los hombres (eso no creo que alguna vez suceda), sino porque la fe se ha contaminado con supersticiones y errores modernos, olvidando que tu Reino sólo será alzado por la intervención trascendente de tu Hijo, y no por la confianza inmanente en un progreso sin límites con la sola acción del hombre. En definitiva, tu religión sobrenatural ha sido falsificada desde sus cimientos.

Padre mío, vuelvo a preguntarte lo mismo de antes, ¿es como digo, o hago elucubraciones imprudentes y temerarias? Y me respondes que siga meditando la Palabra divina que entregaste a tu Iglesia, y pidiendo humildemente el don de la Sabiduría.

Combatidas la fe y la caridad, cómo no iba a derrumbarse, Padre mío, la virtud teologal de la esperanza. Tu Hijo nos “salvó en esperanza” (Rm. 8,24), sacó al mundo de ese foso de desesperación pagana en el que se revolvía como una sanguijuela en una ciénaga, pero hoy volvemos a las andadas, al nihilismo, a la desesperación del paganismo, al culto al hombre, al cierre de toda trascendencia.

No me dejes caer en la tentación. Y que al final de mi vida, con la tranquilidad de haber hecho lo que honestamente pude y haber dejado que Tú hicieras el resto, con la esperanza de que me llevarás a tu Reino, y el amor con el que siempre te he amado, pueda decirte a corazón abierto: “Padre mío, he luchado la noble lucha, he finalizado la carrera, he conservado la fe” (II Tim. 4,7).

                                    “Sed libera nos a malo”

Padre mío, el idioma latino recoge con mayor precisión que el castellano esta última frase de la oración con la que tu Hijo nos enseñó a dirigirnos a ti. No quiso decir “líbranos del mal” (en abstracto), sino líbranos de alguien muy concreto, del “malo” por excelencia, de Satanás: el gran enemigo de su obra -la serpiente que amargó la existencia a los hombres (Gen. 3,1)-, aquel que sistemáticamente coloca palos a las vigorosas ruedas que nos llevan hacia el Reino de tu Hijo.

Si la primera mención del Padrenuestro es una alabanza a tu gloria trascendente, la última ha descendido hasta el inframundo, la mansión lóbrega de tu adversario (patético contrario, comparado contigo, pero peligrosísimo si su referencia somos nosotros, los débiles hombres; si soy yo). Por eso te pido, Padre mío, que me libres de su odiosa cercanía “pues ronda como león rugiente buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8).

Que la bella oración del Padrenuestro la cierre tu Hijo con la referencia a alguien tan siniestro, prueba que expresamente deseas que le dé la importancia debida en mi vida cristiana. Naturalmente sin obsesiones, y con la certeza de fe de que la cruz de tu Hijo fijó para siempre su destino de perdedor, pues marcha inexorablemente hacia “el estanque de fuego y azufre donde será atormentado noche y día por los siglos de los siglos” (Ap. 20,10). Más aún, la cruz no sólo le ha derrotado a él, sino que además nos ha regalado a los cristianos la condición de “hijos tuyos, coherederos con Cristo, de tal modo que si padecemos con Él, seremos también glorificados con Él” (Rm. 8,17). Y eso es mucho más de lo que su envidia puede soportar, pues ese don que nos has entregado es lo que verdaderamente le atormenta, más que el fuego de tu justicia y el azufre de tu ira.

Por lo tanto, debo estar atento a sus planes y acciones perversas, especialmente intensas en nuestro tiempo. No obstante, aunque hoy actúa en todos los ámbitos de nuestra vida individual y colectiva, con una desfachatez inaudita en la historia humana (prueba indiscutible de su desesperación porque “le queda poco tiempo” (Ap. 12,12), no merece la pena seguir mencionándole.

Pero sí citaré, Padre mío, para concluir esta oración de alabanza, a alguien muy especial para ti, y especialmente aborrecido -sobre todo temido- por ese enemigo. Yo diría que es la única criatura tuya –una mujer- a quien el demonio no pudo ni acercarse, y eso que él se atrevió con tu divino Hijo. Tal es el horror que el poder de su pureza, su hermosura y su santidad le provocaban.

Una mujer, a quien, al principio mismo de la historia, anunciaste como la definitiva esperanza de la humanidad en una profecía que, gracias a tu Hijo, hemos comprendido los cristianos con luminoso entendimiento y emocionado corazón:

                       “Enemistad pongo entre ti y la mujer,

                                Entre su linaje y el tuyo,

                               Ella te pisará la cabeza

                     Y tú le dañarás el calcañar” (Gen. 3,15).

Padre mío, no te bastaba elevar nuestra pobre condición, mediante el don de tu paternidad, hasta la cima de lo divino. Tenías, además, que acompañar tanta benevolencia con un sublime toque humano, regalándonos la más bella, dulce y bondadosa de todas las madres del mundo, aquella que por ser la madre de tu Hijo, la hiciste a la vez Madre de Dios y madre nuestra.

Padre mío, permíteme que mi último pensamiento se dirija a nuestra madre del Cielo, la bienaventurada Virgen María, para que su maternal protección siga siendo el mejor escudo para todos los males.

"A ti, virgen santa, esposa del Espíritu Santo, madre y corazón de mi fe, con mi alma rendida, te rezo y te imploro para que no me dejes solo ningún día de mi vida, desde ahora hasta la hora de mi muerte; ayúdame a vencer la tentación, a cumplir sin excusas los mandatos de tu Hijo y a no perder la fe, la esperanza y la caridad. Y cuando llegue el momento de comparecer ante Él, sea tu decisiva mediación la que me lleve al Cielo, pues entonces tu Hijo, como aquel día de gozo en Caná de Galilea, habrá escuchado de tu dulcísima voz: “Él ha hecho lo que tú has dicho”. Amén". 

miércoles, 5 de agosto de 2020

La desaparición del horizonte escatológico en la predicación cristiana.

Señales del Fin del Mundo según el Apocalipsis – Séptima Puerta



Acabo de concluir la lectura de un interesante libro del escritor argentino Hugo Wast, publicado a inicios de la década de los 40 del siglo pasado, titulado “El sexto sello”. En él, Wast se aleja del habitual género de fantasía e imaginación, propio del novelista, para intentar explicar, mediante un apasionante ensayo, algunas arduas cuestiones del Libro de la Revelación de San Juan. Para él –y para mí y para cualquier cristiano que se tome en serio la fe-, el Apocalipsis no es un “centón de misterios irresolubles” sino una profecía en sentido literal, profecía aún no cumplida, y por eso debe apasionar a un creyente en proporción a la intensidad de su creencia en Cristo y en la instauración de su Reino. Porque, según la atención que un cristiano preste a este prodigioso libro, podemos calibrar con precisión la temperatura de su fe. Es significativo que hoy –tiempos de progresiva apostasía, de “cristianismo secundario” (Romano Amerio)- sólo unas pocas voces proféticas han vuelto con fuerza a recordar ese artículo básico de nuestra fe que dice: “Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. En todo caso, para entender el contexto en el que ese versículo se hará realidad, es imprescindible conocer y reflexionar sobre el último libro de la Biblia, lo que hace brillantemente el argentino (si bien con errores, propios de quien intenta comprender el futuro, como por ejemplo asociar el lema de San Malaquías “de la media luna” con un antipapa (en realidad, fue Juan Pablo I) o “de gloria olivae” con la conversión general de los judíos (se corresponde al papado del añorado Benedicto XVI) .

En fin, de cuantas ideas e imaginaciones me ha inspirado la atenta lectura de esta obra del autor argentino, deseo reflexionar sobre un hecho, que él no pudo prever en la época en que escribió su libro (1941), pero que se manifiesta con una impresionante claridad en nuestra época. Me refiero a la pérdida de la tensión escatológica, desvanecida del magisterio y la reflexión de los sucesores de Pedro, desde San Juan XXIII.

Parece ser que éste último, en su famoso discurso de apertura del Concilio Vaticano II (en 1962), marcó la directriz (o el espíritu) que desde entonces han seguido sus sucesores sin excepción.

Señaló entonces el papa “bueno”:

“En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.

Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente”.

Ahora bien, ¿carecía San Pío X del sentido de la discreción y la medida, cuando en su primera encíclica E supremi, afirmó 

“Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.


¿O era un profeta de calamidad, Pío XI, quien en “Divini Redentoris” (en la cual advertía sobre “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo”), afirmó además:

“Por primera vez en la historia asistimos a una lucha, fríamente calculada y prolijamente preparada, del hombre contra todo lo que es divino (II Tes. 2,4)

En 1962, cuando Juan XXIII expone su pelagiana esperanza en que “los hombres, aun por sí solos (sic), están propensos a condenar (sus errores)”, la situación de la fe cristiana, en los hombres y en los Estados ¿era menos dramática que en los tiempos recios de los dos papas antes citados? Porque hablamos de un periodo en el que el horror del comunismo se había apoderado de una buena parte de la humanidad, y el miedo a un conflicto nuclear derivado de la guerra fría era fácilmente constatable.

¿Y es lícito considerar que en nuestro tiempo, en 2020, donde las leyes de los Estados se ciscan sin complejos en la Ley Divina y Natural, donde se han asesinado a millones y millones de inocentes con el aborto legalizado, y donde se propugna desde todos los ámbitos –incluso cristianos- una espiritualidad sincretista que abomine de la Verdad (con mayúsculas), la situación del cristianismo es menos preocupante que en la época de aquellos Píos? ¿Es insensato reconocer que, si se sigue este camino de franca apostasía, el futuro que se nos abre será literalmente siniestro para la fe (y para la vida) de los cristianos (de los cristianos que no se avergüencen de su fe)?

Sin embargo, el horizonte escatológico ha desaparecido absolutamente de los documentos papales y de la exposición de la fe, que ahora adopta un tono bajo –horizontal-, centrándose en las obras pías (sin mácula de predicación), la concordia con las religiones falsas, la conversión ecológica (sic) y, ante todo, la evitación del escándalo de la predicación de la cruz.

Hundida la predicación, eliminados los elementos molestos del cristianismo para el mundo, la fe de los jóvenes bautizados se ha resentido.  Hoy no sólo no creen en que Cristo volverá (y pronto), sino que -si lo creen, o al menos saben que así lo afirma el Credo que recitan en Misa sin reflexionar en su contenido-, ni lo desean, no sea que pierdan la comodidad de una vida pegada a la play, al Instagram o al tiktok o a netflix.

Es evidente, por tanto, que si no se predica o no se enseña esa verdad fundamental de nuestra fe, jamás podrá ser asimilada como ardiente deseo de cada nueva generación cristiana. Como le dijo el etíope a Felipe: “cómo voy a entender (la Escritura) si nadie me la explica” (Hch. 8,31).  Por eso pudo afirmar el Señor esa triste frase de que no encontraría fe en la tierra cuando volviera.

En definitiva, si en tiempos de Pío X se podía entender como un hecho objetivo (pero no universal como hoy) que “se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios”; siante esa situación, el papa Sarto dedujo que “esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos” ¿Qué diría hoy este fervoroso Papa si viera la deriva, no ya descristianizadora, sino abiertamente diabólica de nuestro siglo XXI?

O si Pío XI, pudo poner en un documento que advertía de “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo” ¿Qué conclusión sacaría hoy sino que el mismo Anticristo se ha apoderado ya espiritualmente de nuestro mundo, aunque todavía no haya mostrado –pero pronto lo hará- su faz engañosa?