viernes, 31 de marzo de 2023

Santidad auténtica, santidad hipócrita y santidad diabólica.




I

Unos días antes de su ingreso en la clínica Gemelli, durante la Catequesis sobre la Evangelización del 22 de marzo de este año 2023, el  Santo Padre afirmó lo siguiente desde San Pedro de Roma:

"No se es creíble solamente diciendo una doctrina o una ideología, no. Una persona es creíble si tiene armonía entre lo que vive y lo que cree. Muchos cristianos dicen solamente que creen, pero viven de otra cosa como si no lo fueran. Y esto es hipocresía. Lo contrario al testimonio es hipocresía".

Me alegré de corazón al escuchar estas sabias palabras del Papa -a quien el Señor le conceda la salud de cuerpo y de alma-, pues como buen pastor nos advierte de la imprescindible necesidad de coherencia entre lo que predicamos y lo que hacemos. Y afirmar esa doble necesidad ha sido constante en la historia de la Iglesia, pues ya en las Sagradas Escrituras San Pedro nos advierte de que: 

"pues si, incluso, por actuar con rectitud habéis de sufrir ¿dichosos vosotros! (...) Estad siempre preparados para responder a cualquiera que os pida razón de esperanza que tenéis, pero hacedlo con humildad y respeto. Portaos de tal manera que tengáis tranquila la conciencia, para que quienes hablan mal de vuestra buena conducta como creyentes de Cristo, se avergüencen de sus propias palabras. Es mejor sufrir por hacer el bien, si así lo quiere Dios, que por hacer el mal" (1 Ped. 3, 14-16). 

El testimonio cristiano, en consecuencia, se resume en dos imperativos: predicar la buena noticia y predicar con el buen comportamiento. El cristiano tiene que predicar la buena noticia porque él en conciencia la juzga no sólo como su definitiva esperanza personal sino la esperanza de todos y cada uno de los hombres (Mt. 28, 19-20), y debe hacerlo con humildad y con respeto a cada persona, por erradas que sean sus ideas religiosas. Pero San Pedro, en segundo lugar, nos exige un comportamiento modélico, que no nos lleve a un dislocamiento de la conciencia, por explicar como verdad cosas que no creemos íntimamente o no cumplimos en nuestra vida. Caeríamos así bien en el descrédito ante los no creyentes (en perjuicio de la fe), bien en la hipocresía (en perjuicio de nosotros mismos). Si somos buenos predicadores pero hipócritas puede que tengamos éxito, pero estaremos condenando nuestra alma. Si somos extraordinarios catequistas pero nuestra vida, pública y notoriamente, es un desastre además de perdernos, haremos vana nuestra predicación por falta de credibilidad. 

"Confiesan que conocen a Dios pero le desmienten con sus obras" (Tit. 1,13).

Según la recta doctrina católica, el cristiano en virtud de la Gracia santificante está capacitado para cumplir todos los mandamientos de la ley de Dios. Por eso -dicho sea de paso-, en el  debate actual de retirar o no la habilitación como maestro de religión a alguien que tenga títulos y conocimientos para impartirla pero que obstinadamente incumple en su vida los preceptos morales, comparto plenamente la política de máxima exigencia de la Iglesia. La razón es clara: con sus actos esos profesores están proclamando que no creen de hecho de que, con el auxilio de la Gracia -un don sobrenatural que nos abre a una nueva vida de santidad-, el hombre pueda abandonar el pecado. Cualquier alumno o catecúmeno avispado, que saque las conclusiones lógicas de lo que se le está explicando, puede dejar en silencio a ese profesor o catequista. Le basta con echarle en cara que él es la prueba de que la Gracia Santificante que enseña es una ensoñación o una falacia porque no puede hacer el milagro de proporcionarle los medios sobrenaturales para iniciar un ilusionante camino en el que pueda aspirar a la santidad. Pues:

"esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes. 4,3).  

En definitiva, la exigencia de ortopraxis (entendida aquí como coherencia entre lo que se predica y lo que se cree y se hace) es inexcusable. Pero implementar este principio en la dura realidad de cada día es mucho más complicado porque la Ciudad de Dios convive con la Ciudad del hombre, los santos con los pecadores, el  trigo con la cizaña. Así, junto a una Teresa de Calcula o una Teresa de Lissieux (dos luminosas santas con terribles oscuridades de fe) hay un Padre Maciel (un hipócrita de libro). Y no voy a profundizar en el complejo asunto de la necesidad de un mimimum de hipocresía, exigible para no ser imprudente en nuestra vida pública, y hasta qué punto ese vicio, socialmente ineludible, puede afectar al camino de santidad;  cuestión en fin muy difícil y escabrosa que cada hombre debe examinar por sí mismo en conciencia. El jesuita y excepcional escritor aragonés del siglo XVII, Baltasar Gracián, en su "Oráculo manual y arte de prudencia" ejemplifica a la perfección esa contradicción. Así, a la vez que pretende resumir sus trescientos aforismos para la vida cortesana, con un definitivo:

"En una palabra, santo, que es decirlo todo de una vez" (300),

nos ha estado aconsejando en sus anteriores máximas -de una manera absolutamente brillante y genial, por cierto- sobre sobre el éxito en la vida, aunque sea a través de la hipocresía:

"No es necio el que hace la necedad sino el que, hecha, no la sabe encubrir (...) Consiste el crédito en el recato más que en el hecho, que si uno no es casto sea cauto" (126).

En cualquier caso, la consecución de la máxima santidad en la tierra -siendo a la vez humildes como palomas, astutos como serpientes (Mt. 10,16) y dóciles a las mociones de la Gracia- debe ser el objetivo primario al que dirijamos nuestra vida cristiana. Teniendo siempre presente que vivimos en un mundo caído donde es complicado desbrozar la cizaña del trigo, y que exige orar e insistir sin desfallecer para que el Espíritu Santo nos envíe el don de prudencia.  Pues el mismo Gracián nos advierte del peligroso terreno en el que batallamos: la vida humana es una milicia contra la malicia del hombre.  

II

Resumiendo, si los cristianos deseamos tomarnos en serio nuestra fe, debemos esforzarnos en superar la santidad hipócrita y alcanzar la santidad verdadera.  El antiguo pecador, que ha obtenido  la Gracia de la conversión, sabe perfectamente que no debe volver a caer, pero sí cae y se siente tentado a ocultar su fracaso hasta al mismo confesor, debe saber que se convierte en un hipócrita. Ha olvidado que la santidad tiene más que ver con su corazón (que nunca puede detenerse) que con su fama (que con la misma rapidez que surge se acaba). Y finalmente ese pecador deberá comprender -ojalá- que pocas cosas hay más patéticas que perseverar en ser infiel a uno mismo, porque, además de vergonzoso, este comportamiento hipócrita se condena claramente en la nueva ley de Cristo:

"Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él un mentiroso y su Palabra no está en nosotros" (1 Jn. 8,10)

En cualquier caso, la hipocresía no es el peor veneno de la santidad (pues como hemos visto, incluso una dosis mínima puede ser socialmente oportuna a veces); pero sí hay un grado de santidad absolutamente deformada que podríamos calificar con un oxímoron: santidad diabólica. 

"Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn. 8)

Ya no se trata de mentir pública e hipócritamente, reconociendo interiormente la falsedad (versículo 10, engañar a los demás, pero no a nosotros mismos), sino de negar con soberbia que hayamos incurrido en pecado aunque hayamos perpetrado conscientemente la acción (versículo 8, engañarnos a nosotros mismos). Eso segundo es mucho más grave porque nos cierra la posibilidad de redención; es decir, es en sentido estricto un pecado contra el Espíritu Santo (Mt. 12,31-32), un pecado sin perdón. Por eso es necesario reivindicar la rigidez en los sólidos y sanos principios de los que a lo largo de la historia ha hecho gala la Iglesia Católica -sin perjuicio de su maternal y prudente aplicación a cada pecador arrepentido-, para que no tengamos la más mínima excusa para engañarnos a nosotros mismos, pues como recordaba con triste realismo el gran escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila:

"No hay que darle al prójimo la oportunidad de ser vil, porque la aprovecha".

Pero si la Iglesia flaquea en esa base, se acabará derrumbando no sólo ella sino -lo que es más importante- la salvación de muchos pecadores por los que Cristo entregó su Vida. Lo que hoy nos desazona es que el tránsito hacia ese terrible mal se está dando en nuestro tiempo a marcha rápida. Analizando la historia de la Iglesia, hemos contemplado con tristeza e indignación lamentables episodios pasados de simonía o de comercio abusivo de indulgencias; católicos empeñados en que sus vicios y pecados se blanqueasen por la vía fácil, librándose del infierno y del purgatorio sin tener la más mínima intención de arrepentirse y hacer penitencia. Todo muy triste, pero afortunadamente pasado. 

Pero en nuestro presente estamos viendo a cristianos que pretenden algo peor. Amparados en el espíritu confuso del tiempo, sueñan con que esos vicios se reconozcan audazmente como modalidades novedosas de virtudes clásicas. Por ejemplo, que la sodomía o el adulterio se conceptúen como una modalidad de amar al prójimo querida por Dios; o la idolatría ecologista/panteísta como el fructuoso cumplimiento  del mandato divino de cuidar del planeta. Pero eso no es ya una santidad hipócrita; es abiertamente diabólica. Santificamos lo que son pecados especialmente repugnantes como la sodomía, el adulterio o la idolatría. Y la Iglesia parece ceder a cuentagotas a tales abominaciones cuando, más que incidir en una pastoral seria y sólida que no engañe al pecador justificando o edulcorando sus yerros, parece criticar veladamente ese timbre de su gloria histórica que es la seguridad doctrinal, las certezas sobre el bien y el mal, la firmeza sobre lo que nos salva y sobre lo que nos condena. 

"Esa supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria da lugar a un elitismo narcisista y autoritario" (Encíclica Evangelii Gaudium (94).   

A mi juicio, el precedente más decisivo de esta progresiva decadencia del concepto católico de santidad lo encontramos en el fatalismo luterano y en sus desbordamientos calvinistas. Los mal llamados reformadores no dudaron en afirmar barbaridades como la negación del libre albedrio, la naturaleza pecaminosa de las obras buenas que pudieran hacer los pecadores y la inutilidad radical del esfuerzo humano para el bien y la santidad. El hombre, pervertido hasta los tuétanos, sólo se justificaba por la mera fe, y las buenas obras que se hicieran a partir de entonces sólo eran fruto exclusivo de esa fe; ergo, la hipotética santificación del hombre no es intrínseca sino extrínseca, un encubrimiento de pecados no una limpieza radical del corazón. 

La consecuencia más trágica de tanta insensatez -en la que cayeron buena parte de los cristianos europeos del norte-, es que esos disparates han acabado haciendo mella en los católicos, pues muchos han dejado de creer en la posibilidad de santificación interior por obra de la Gracia (con cooperación del propio justificado). Yo recuerdo que durante el reciente Sínodo de la Familia (2021-2022), un obispo participante -de modo parecido a como hizo Lutero al avalar la bigamia del Landgrave de Hesse- propuso la aberración de "volver a la ley mosaica" (sic), dada la impotencia que observaba en muchos cristianos para santificarse en el matrimonio sacramental. Es obvio que tal proposición de abierta apostasía no se tomó en cuenta, pero de algún modo nos dejó en la duda sobre qué tipo de fe católica tienen algunos obispos si se atreven a afirmar en público semejantes delirios. Y la misma Exhortación Apostólica postsinodal"Amoris Laetitia", mediante un lenguaje deliberadamente ambiguo, parece cuestionar en algún momento la virtualidad de la Gracia para santificar nuestras vidas y hacernos aptos para cumplir los mandamientos de la ley de Dios, según han denunciado reputados teólogos. Ahora bien, culpar de nuestro fracaso en obedecer la voluntad divina a la impotencia de la Gracia y no a nuestra obstinación en el pecado es el primer paso hacia un descalabro infernal (entendido literal y no metafóricamente). Y santificar el pecado es el paso segundo e inevitable, con el que entramos ya de bruces en el infierno

"Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo, que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz" (Is. 5,20). 

Muchas comunidades protestantes liberales llevan años bendiciendo el pecado, y desgraciadamente hay indicios de que demasiados obispos católicos quieren ir por el mismo camino de perdición. Doy dos ejemplos de lo dicho: lo que hoy denominamos, con precisión, el actual cisma alemán, o las recientes declaraciones del cardenal luxemburgués Hollering, en las que se preguntaba indignado "cómo se puede condenar a personas que sólo pueden amar al mismo sexo". En realidad, cualquier estudiante de primero de teología le puede responder gustosamente, pues conoce que todo pecado -cualquiera de los siete pecados capitales-  no es más que un amor desordenado hacia uno mismo, hacia las criaturas o hacia las cosas creadas. Pero por lo visto este cardenal no se ha enterado o ha olvidado los términos más elementales de moral católica. O más probablemente haya perdido la fe en que Cristo murió en la cruz, y que de su costado abierto brotaron los dos sacramentos para regalarnos una nueva vida y para perseverar en ella, pese a los duros baches del camino. 

En definitiva, a todo lo expuesto anteriormente, parece referirse el Apóstol cuando proféticamente hace esa descripción del espíritu apóstata que, merced a las  malas obras y las peores doctrinas, se apoderará de muchos en los tiempos finales:

"Pero el Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe prestando atención a espíritus embusteros y enseñanzas de demonios, valiéndose de impostores e hipócritas cuya conciencia está marcada por con el hierro de las malas acciones" (1 Tim. 4,1), o

"También debes saber que en los tiempos últimos vendrán días difíciles. Los hombres (...) aparentarán gran religiosidad pero negando su eficacia" (2 Tim. 3,5).

Ante ese panorama sombrío, el Apóstol nos exhortará a ser fieles a la sana doctrina y a obrar conforme a ella, es decir, a la ortopraxis que nos recordaba Francisco al inicio de este artículo:

"Estate atento a ti mismo y a la doctrina, persevera en esto, pues haciendo esto te salvaras a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Tim. 4,16).

En definitiva, confío y rezo para que el Santo Padre no ceda a aquellos cantos de sirena que le proponen con desvergonzada franqueza "explorar vías de acción pastoral en la Iglesia que no estén circunscritas a formulaciones doctrinales existentes" (Cardenal McElroy) y, desde luego, para que no se tome en serio esa enormidad de que "la teología de la Iglesia ha cambiado" (Cardenal Roche). 

Porque como hemos intentado demostrar en nuestra reflexión, los cambios doctrinales implementados con meras excusas pastorales pervierten la santidad a la que todos aspiramos y conducen hacia una sola meta, un lugar -no un estado- a cuya entrada hay una inscripción pavorosa:

"Por mí se va a la ciudad doliente,

por mí se va al eternal tormento;

por mí se va a la maldita gente.

¡Oh los que entráis, dejad toda esperanza!

miércoles, 22 de marzo de 2023

Cuaresma, un tiempo para enterrar definitivamente a Pelagio y pensar en la salvación o la condenación.


Es especialmente procedente en tiempo de cuaresma, recordar que uno de los problemas espirituales más latentes en la vida de los cristianos de nuestro tiempo es el llamado pelagianismo. Ésta es una vieja herejía, especialmente nociva hoy, que tuvo origen en un monje británico del siglo IV (Pelagio), el cual defendía que el hombre podría salvarse mediante sus propias fuerzas, a través de las buenas obras. La Iglesia –con San Agustín a la cabeza- condenó duramente esta herejía, por la razón de que hacía inútil e incomprensible el Sacrificio de Cristo

La Verdad católica representa un equilibrio entre dos extremos falsos: la divinización de facto de las fuerzas humanas, a las que les reconoce potencial para alcanzar el ámbito divino (pelagianismo), y la inutilidad absoluta de cualquier esfuerzo humano no sólo para ser justificados ante Dios sino siquiera para poder perseverar una vez alcanzada la justificación por mera fe fiducial (protestantismo). El Concilio de Trento, reprobó ambos errores, y asentó dos principios esenciales: la justificación viene de Dios, pero el hombre debe y puede disponerse para recibir la Gracia de la justificación, y segundo, el hombre, una vez justificado, debe cooperar con buenas obras, que son a la vez obras de Dios y también del justificado, por lo que éste alcanza verdaderamente el derecho a ser recompensado por Dios (el Concilio de Trento, lo deja claro: “vere mereri”, verdadero merecimiento, verdadero mérito).

Erramos gravemente los católicos al olvidar estas verdades nucleares de nuestra fe, y cuando enfocamos el problema de la salvación desde coordenadas mundanas, concretando lo justo y lo injusto -y consecuentemente el mérito o la sanción- en los valores asumidos por la sociedad en la que vive. Lo cierto es que las Constituciones Políticas de nuestro tiempo, derivadas en mayor o menor medida de los principios masónicos de la Revolución Francesa, parecen ser una impugnación a esta fundamental Verdad de la fe católica. Por ejemplo, la española de 1978, que afirma en su art. 10 -y nada más y nada menos como fundamento del orden político- el libre desarrollo de la personalidad. Digamos que esto es perfectamente razonable si esa libertad se ejerce conforme a la voluntad y la ley divina, pero es un disparate si dicha autonomía sólo tiene como norma la decisión absoluta de un ser caído y propenso al error y al pecado como es el hombre.     

Ahora bien, ¿Qué diremos de aquellos incrédulos, que se niegan a admitir su miseria y volverse a Dios, pero que realizan con honestidad y generosidad buenas obras de manera frecuente? Ateos en sentido estricto –o esa modalidad de ateos educados que se llaman agnósticos- que evitan sinceramente dañar al prójimo, e intentan, siempre en la medida de sus posibilidades, ayudar a todos. Algunos muy famosos, y que han sido verdaderos benefactores de la humanidad con hechos, descubrimientos o inventos que han curado enfermedades, han llevado alimentos a quienes lo necesitaban o han facilitado la vida de muchos. "¿Dios abandona a sus hijos cuando son buenos?", se interrogó el mismo Francisco cuando el 18 de abril de 2018 un niño le preguntó entre lágrimas si su fallecido padre ateo -un buen hombre que, pese a todo, había bautizado a su hijo- se había salvado.   

Al cristiano actual -abducido por una publicidad sistémica que elogia a tales hombres y pone el acento en resultados y éxitos en la tierra, amen de razonar con un sentimentalismo especialmente tóxico-, el voluntarismo pelagiano le parece que es, desde esta perspectiva mundana, la fuerza que más contribuye a salvarnos. Aunque no creamos en Dios, si hacemos el bien a los demás y no torcemos mucho nuestra vida, seguro que nos salvaremos porque Dios -si existe- es bueno ¿No es Dios un padre que nos abraza a todos, creamos o no, hagamos lo que hagamos? Lo anormal de nuestro tiempo es que, desde la más alta cabeza de la Iglesia Católica parece acogerse este evangelio falsificado (digámoslo crudamente), no en documentos oficiales, pero sí en numerosas intervenciones públicas de nuestro primer pastor. Por ejemplo, rebajando la seriedad y dramatismo de la condena eterna del infierno a mero estado (INFOVATICANA de 20 de marzo de 2023), obviando lo que señala el Catecismo de la Iglesia Católica (numeral 1035): 

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno".

Y en relación a la salvación, leemos por ejemplo en la homilía de Francisco del 22 de mayo de 2013 que:

 El Señor, a todos, a todos nos ha redimido con la sangre de Cristo: a todos, no sólo a los católicos. ¡A todos! “Padre, ¿a los ateos?”. También a ellos. ¡A todos! ¡Y esta sangre nos hace hijos de Dios de primera categoría! Somos creados hijos con la semejanza de Dios y la sangre de Cristo ¡nos ha redimido a todos! Y todos nosotros tenemos el deber de hacer el bien. Y este mandamiento de hacer el bien a todos creo que es un bello camino hacia la paz. Si nosotros, cada uno por su parte, hacemos el bien a los demás, nos encontramos allá, haciendo el bien, y hacemos lentamente, despacio, poco a poco, hacemos esa cultura del encuentro, de la que tenemos tanta necesidad. Encontrase haciendo el bien. “Pero yo no creo padre, ¡yo soy ateo!” Pero haz el bien: ¡nos encontramos allá!

¿Por qué olvida el Santo Padre la necesidad imperiosa de la fe para salvarse? ¿Por respetos humanos? Desgraciadamente no fue la primera vez que el Papa dijo algo así. A mi juicio –si es correcta esta transcripción- el Papa habló como un contradictorio pastor, porque a la vez que muestra la inmensa misericordia del Salvador (lo que es bueno), minimiza la maldad de los lobos (lo que es grave). El Papa no sólo debe tratar con cariño a su rebaño (lo que le agradecemos) sino también combatir con vigor a los enemigos del mismo (lo que le exigimos), y el enemigo principal de su grey es la negación u ocultamiento de esa angular Verdad católica que proclama que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb. 11,3) o que “El que no crea (o se resista a creer) se condenará” (Mc.16,16). 

No tiene sentido, por tanto, elogiar la elegancia con la que uno anda, si se calla que se está encaminando hacia un abismo. O si se minimiza ese abismo, dibujándolo como un mero estado y no como el precipicio donde nos podemos descalabrar para siempre. 

En definitiva, la fe católica parte de unas coordenadas opuestas al vigente buenismo pelagiano, y por eso tanto choca hoy y más se silencia en las predicaciones: el hombre está separado de su Creador por el pecado, y la única gran empresa de nuestra vida es re-ligar esa rota relación, una milicia que dura lo que dure nuestra vida (Job. 7,1). Si no partimos de ahí, nos equivocaremos siempre. Dura es esta doctrina, protesta el hombre moderno, incluido el cristiano  (cegados todos por las maravillas que les promete el progreso infinito), pero es la Verdad, sea creída o no. Que el hombre está separado de su Creador –bondad absoluta- se prueba con sólo abrir un libro de historia, leer el periódico del día, encender la televisión o mirar con honestidad nuestra alma: existe la tendencia del hombre hacia el mal, y una querencia ridícula de ser “como dioses” (Gen. 3,5). El hombre es un ser extraño –por su libre albedrío- en un mundo absolutamente determinado por leyes físicas y matemáticas, en el que vive como descuadrado e ignorante. Por eso el hombre transita como si estuviera en una cárcel, pues es el único ser viviente conocido, consciente de la certeza de la muerte. Por bien equipada que esté esa cárcel -y sin duda lo está por la bondad del creador-, sabemos que tenemos una caducidad. En efecto, nuestra fe enseña que hemos cometido un delito especialmente doloso –el llamado pecado original- contra el más generoso, inteligente y bondadoso benefactor de la humanidad. Y estamos en el mundo, como si fuera una cárcel con una cadena perpetua: sólo saldremos con la muerte. En consecuencia ¿Puedo redimir la condena? ¿Y cómo? Aquí se abren cuatro posibilidades.

1º.- En primer lugar, hay quienes, pese a percibir que viven en una especie de cárcel de la que sólo saldrán con la muerte, se acomodan en ella (pues también entre sus muros se encuentran numerosos encantos que les hacen olvidar ese dato crucial) y sólo piensan en pasarlo lo mejor posible, olvidándose de Dios y de los demás. No se plantean la posibilidad –que se les ofrece- de salir de ella, de redimir la condena. No tienen ni fe, ni tienen obras. Morirán allí, y no se salvarán (1 Jn. 2,4). Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7, 23)

2º.- En segundo lugar, hay quienes están dispuesto a pedir perdón a Dios (son creyentes), pero estúpidamente no quieren salir de la prisión porque están muy cómodos en ella. Tienen una fe meramente formal, pero no está trabajada por el amor. Y la fe obra por medio de la caridad (Gal. 5,6), porque si no es una fe muerta (St. 2,17). Por esa incoherencia, también morirán en la cárcel, de la que no quisieron salir, incluso aunque tuviesen una fe que mueva montañas... (1 Cor. 13,2). Como en la parábola lucana de la mina se limitaron a guardar para sí -en un pañuelo- el inmenso don de Dios que es la fe (Lc. 19, 11-27). Afirmaron que le conocían, algunos incluso que le amaban, pero no quisieron guardar sus mandamientos (Mt. 7,21-22) (1 Jn. 2,4). El principal: volverse, moverse hacia Él, o mejor, dejar humildemente que Él nos mueva hacia sí  (Fil. 2, 11), para que con su Gracia se realicen obras de caridad. Es decir, salir de la cárcel, de la que Él nos ha abierto las puertas y nos lleva de su mano. “Por el Señor son ordenados los pasos del hombre (...) Aunque caiga, no quedará en el suelo, porque el Señor sostiene su mano” (Salmo 37, 23-24).

3º.- Otros hay que no piensan en salir de la cárcel (o no creen que haya posibilidad de hacerlo), pero razonan que lo correcto es hacer buenas obras allí mismo. Pero hete aquí que, ante la ofensa a Dios, las buenas obras son como si quisiera solicitar el perdón divino ofreciéndole un céntimo de euro y sin arrepentirme (eso son las buenas obras sin la Gracia; pueden tener un valor en la cárcel del mundo, podrán ser elogiadas por muchos, pero para Dios esos méritos humanos no poseen valor de salvación, porque no hay un arrepentimiento, no hay conversión del corazón). Podré “repartir todos mis bienes entre los pobres, pero si no tengo caridad -una virtud sobrenatural- de nada me sirve” (1 Cor. 13,3). Por mucho que hayan trabajado, también morirán en la cárcel, porque no creyeron en Él. 

4º.- Sólo existe, en definitiva, una posibilidad de éxito. Aceptar que nuestra salida de la cárcel –nuestra salvación- “no es obra de nosotros, sino un puro don gratuito de Dios. No es por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2,8). Y exige una fe viva -que produzca frutos de amor-, una certeza de que en sólo en Él nos salvamos. Lo que nos pide es sencillamente que creamos en Él (Jn. 14,1), que nos acojamos a su misericordia, esto es, que nos arrepintamos (Mt. 3, 2), que “le sigamos de todo corazón, y busquemos su rostro” (Dan. 3, 41). Su Hijo único -en representación de los transgresores (que somos todos)- ya ha pagado esa infinita indemnización. No nos exigirá ni siquiera un céntimo de euro y nos regalará una nueva vida sobrenatural -fuera de la cárcel- en la que moverá nuestro corazón para que hagamos buenas obras, para que ajustemos nuestro albedrío a ese propósito. Incluso para que volvamos renovados a la cárcel y proclamemos a todos los que moran allí dentro la necesidad imperiosa de “conversión” (Mc. 1,15) y el “año de gracia del Señor” (Lc. 4,19). Nos incitará a que lo hagamos porque “ay de mí si no evangelizare” (Rm. 9,17), y que perseveremos así “hasta el final” (Mt. 24,13), aunque en realidad no seremos nosotros, sino Dios mismo el que vive y opera en nosotros. “Ya no vivo yo, porque es Cristo el que vive en mí” (Gal. 2, 20). 

Sin duda, este tiempo de Cuaresma es el más propicio para meditar la primaria dependencia que tenemos de Dios y la secundaria de bienes materiales. Por eso debemos frecuentar los sacramentos en este tiempo litúrgico, a la vez que renunciar a pequeños gustos para aguzar nuestro sentido espiritual.  En todo caso, debemos incidir en que los sacramentos, como medios sensibles para sellar esa nueva vida (bautismo), para perseverar en ella (eucaristía) o para recuperarla si la hemos perdido por el pecado grave (penitencia) no son acciones humanas, sino primariamente obras de Él en nosotros, pero ejecutadas por medio de manos de hombres. Porque el hombre debe cooperar a la Gracia. La acción meramente humana, aunque subordinada a la primera y esencial intervención de Dios en nosotros, no es irrelevante. Es imprescindible. El que te hizo sin ti no te salvará sin ti, nos recuerda San Agustín.

En fin, como católico -en estos días de cuaresma- me gusta pensar y repasar conceptos básicos de nuestra fe, el primero de los cuales es que el drama de la vida humana no tiene otros finales que la salvación o la condenación. Y que, como dijo el Señor resucitado, quien se niegue a creer se condenará (Mc. 16,16). Asumo que recordar públicamente estas palabras del Señor es muy doloroso pues todos conocemos y amamos a excelentes personas que no son creyentes, y rezamos por ellas. Pero si el Papa Francisco oculta una verdad -haciendo algo parecido a lo que hizo el genuino Pedro por respetos humanos en Antioquía (Gal. 2,11)-, nosotros, como hicieron entonces los discípulos, fiados de la autoridad de Pedro, tenemos el riesgo de dejarnos llevar por aquel proceder hipócrita (Gal. 2, 12-13) y callarnos también. Y es difícil en estos terribles tiempos que exista un valiente San Pablo que nos eche en cara que no procedemos rectamente según la verdad del Evangelio (Gal. 2, 14), por negar con nuestras acciones, nuestras palabras o nuestros silencios aquella impresionante sentencia que el mismo Pedro, el primero de los Papas, proclamó en el ambiente hostil del Sanedrín judío: 

"Y en ningún otro está la salvación pues ni siquiera hay bajo el cielo otro nombre que el de Jesús, que haya sido dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hch. 4,12).