La Verdad católica representa un equilibrio entre dos extremos falsos: la divinización de facto de las fuerzas humanas, a las que les reconoce potencial para alcanzar el ámbito divino (pelagianismo), y la inutilidad absoluta de cualquier esfuerzo humano no sólo para ser justificados ante Dios sino siquiera para poder perseverar una vez alcanzada la justificación por mera fe fiducial (protestantismo). El Concilio de Trento, reprobó ambos errores, y asentó dos principios esenciales: la justificación viene de Dios, pero el hombre debe y puede disponerse para recibir la Gracia de la justificación, y segundo, el hombre, una vez justificado, debe cooperar con buenas obras, que son a la vez obras de Dios y también del justificado, por lo que éste alcanza verdaderamente el derecho a ser recompensado por Dios (el Concilio de Trento, lo deja claro: “vere mereri”, verdadero merecimiento, verdadero mérito).
Erramos gravemente los católicos al olvidar estas verdades nucleares de nuestra fe, y cuando enfocamos el problema de la salvación desde coordenadas mundanas, concretando lo justo y lo injusto -y consecuentemente el mérito o la sanción- en los valores asumidos por la sociedad en la que vive. Lo cierto es que las Constituciones Políticas de nuestro tiempo, derivadas en mayor o menor medida de los principios masónicos de la Revolución Francesa, parecen ser una impugnación a esta fundamental Verdad de la fe católica. Por ejemplo, la española de 1978, que afirma en su art. 10 -y nada más y nada menos como fundamento del orden político- el libre desarrollo de la personalidad. Digamos que esto es perfectamente razonable si esa libertad se ejerce conforme a la voluntad y la ley divina, pero es un disparate si dicha autonomía sólo tiene como norma la decisión absoluta de un ser caído y propenso al error y al pecado como es el hombre.
Ahora bien, ¿Qué diremos de aquellos incrédulos, que se niegan a admitir su miseria y volverse a Dios, pero que realizan con honestidad y generosidad buenas obras de manera frecuente? Ateos en sentido estricto –o esa modalidad de ateos educados que se llaman agnósticos- que evitan sinceramente dañar al prójimo, e intentan, siempre en la medida de sus posibilidades, ayudar a todos. Algunos muy famosos, y que han sido verdaderos benefactores de la humanidad con hechos, descubrimientos o inventos que han curado enfermedades, han llevado alimentos a quienes lo necesitaban o han facilitado la vida de muchos. "¿Dios abandona a sus hijos cuando son buenos?", se interrogó el mismo Francisco cuando el 18 de abril de 2018 un niño le preguntó entre lágrimas si su fallecido padre ateo -un buen hombre que, pese a todo, había bautizado a su hijo- se había salvado.
Al cristiano actual -abducido por una publicidad sistémica que elogia a tales hombres y pone el acento en resultados y éxitos en la tierra, amen de razonar con un sentimentalismo especialmente tóxico-, el voluntarismo pelagiano le parece que es, desde esta perspectiva mundana, la fuerza que más contribuye a salvarnos. Aunque no creamos en Dios, si hacemos el bien a los demás y no torcemos mucho nuestra vida, seguro que nos salvaremos porque Dios -si existe- es bueno ¿No es Dios un padre que nos abraza a todos, creamos o no, hagamos lo que hagamos? Lo anormal de nuestro tiempo es que, desde la más alta cabeza de la Iglesia Católica parece acogerse este evangelio falsificado (digámoslo crudamente), no en documentos oficiales, pero sí en numerosas intervenciones públicas de nuestro primer pastor. Por ejemplo, rebajando la seriedad y dramatismo de la condena eterna del infierno a mero estado (INFOVATICANA de 20 de marzo de 2023), obviando lo que señala el Catecismo de la Iglesia Católica (numeral 1035):
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno".
Y en relación a la salvación, leemos por ejemplo en la homilía de Francisco del 22 de mayo de 2013 que:
¿Por qué olvida el Santo Padre la necesidad imperiosa de la fe para salvarse? ¿Por respetos humanos? Desgraciadamente no fue la primera vez que el Papa dijo algo así. A mi juicio –si es correcta esta transcripción- el Papa habló como un contradictorio pastor, porque a la vez que muestra la inmensa misericordia del Salvador (lo que es bueno), minimiza la maldad de los lobos (lo que es grave). El Papa no sólo debe tratar con cariño a su rebaño (lo que le agradecemos) sino también combatir con vigor a los enemigos del mismo (lo que le exigimos), y el enemigo principal de su grey es la negación u ocultamiento de esa angular Verdad católica que proclama que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb. 11,3) o que “El que no crea (o se resista a creer) se condenará” (Mc.16,16).
No tiene sentido, por tanto, elogiar la elegancia con la que uno anda, si se calla que se está encaminando hacia un abismo. O si se minimiza ese abismo, dibujándolo como un mero estado y no como el precipicio donde nos podemos descalabrar para siempre.
En definitiva, la fe católica parte de unas coordenadas opuestas al vigente buenismo pelagiano, y por eso tanto choca hoy y más se silencia en las predicaciones: el hombre está separado de su Creador por el pecado, y la única gran empresa de nuestra vida es re-ligar esa rota relación, una milicia que dura lo que dure nuestra vida (Job. 7,1). Si no partimos de ahí, nos equivocaremos siempre. Dura es esta doctrina, protesta el hombre moderno, incluido el cristiano (cegados todos por las maravillas que les promete el progreso infinito), pero es la Verdad, sea creída o no. Que el hombre está separado de su Creador –bondad absoluta- se prueba con sólo abrir un libro de historia, leer el periódico del día, encender la televisión o mirar con honestidad nuestra alma: existe la tendencia del hombre hacia el mal, y una querencia ridícula de ser “como dioses” (Gen. 3,5). El hombre es un ser extraño –por su libre albedrío- en un mundo absolutamente determinado por leyes físicas y matemáticas, en el que vive como descuadrado e ignorante. Por eso el hombre transita como si estuviera en una cárcel, pues es el único ser viviente conocido, consciente de la certeza de la muerte. Por bien equipada que esté esa cárcel -y sin duda lo está por la bondad del creador-, sabemos que tenemos una caducidad. En efecto, nuestra fe enseña que hemos cometido un delito especialmente doloso –el llamado pecado original- contra el más generoso, inteligente y bondadoso benefactor de la humanidad. Y estamos en el mundo, como si fuera una cárcel con una cadena perpetua: sólo saldremos con la muerte. En consecuencia ¿Puedo redimir la condena? ¿Y cómo? Aquí se abren cuatro posibilidades.
1º.- En primer lugar, hay quienes, pese a percibir que viven en una especie de cárcel de la que sólo saldrán con la muerte, se acomodan en ella (pues también entre sus muros se encuentran numerosos encantos que les hacen olvidar ese dato crucial) y sólo piensan
en pasarlo lo mejor posible, olvidándose de Dios y de los demás. No se plantean la posibilidad –que se les ofrece-
de salir de ella, de redimir la condena. No tienen ni fe, ni tienen obras.
Morirán allí, y no se salvarán (1 Jn. 2,4). Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de
maldad” (Mt. 7, 23)
2º.- En segundo lugar, hay quienes están dispuesto a
pedir perdón a Dios (son creyentes), pero estúpidamente no quieren salir de la prisión
porque están muy cómodos en ella. Tienen una fe meramente formal, pero no
está trabajada por el amor. Y la fe obra por medio de la caridad
(Gal. 5,6), porque si no es una fe muerta (St. 2,17). Por esa incoherencia, también
morirán en la cárcel, de la que no quisieron salir, incluso aunque tuviesen una fe que mueva montañas... (1 Cor. 13,2). Como en la parábola lucana de la mina se limitaron a guardar para sí -en un pañuelo- el inmenso don de Dios que es la fe (Lc. 19, 11-27). Afirmaron que le conocían,
algunos incluso que le amaban, pero no quisieron guardar sus mandamientos
(Mt. 7,21-22) (1 Jn. 2,4). El principal: volverse, moverse hacia Él,
o mejor, dejar humildemente que Él nos mueva hacia sí (Fil. 2, 11), para que con su Gracia se realicen obras de caridad. Es decir, salir de la cárcel,
de la que Él nos ha abierto las puertas y nos lleva de su mano. “Por el
Señor son ordenados los pasos del hombre (...) Aunque caiga, no quedará en el
suelo, porque el Señor sostiene su mano” (Salmo 37, 23-24).
3º.- Otros hay que no piensan en salir de la cárcel (o no creen que haya posibilidad de hacerlo), pero razonan que lo correcto es hacer buenas obras allí mismo. Pero hete aquí que, ante la ofensa a Dios, las buenas obras son como si quisiera solicitar el perdón divino ofreciéndole un céntimo de euro y sin arrepentirme (eso son las buenas obras sin la Gracia; pueden tener un valor en la cárcel del mundo, podrán ser elogiadas por muchos, pero para Dios esos méritos humanos no poseen valor de salvación, porque no hay un arrepentimiento, no hay conversión del corazón). Podré “repartir todos mis bienes entre los pobres, pero si no tengo caridad -una virtud sobrenatural- de nada me sirve” (1 Cor. 13,3). Por mucho que hayan trabajado, también morirán en la cárcel, porque no creyeron en Él.
4º.- Sólo existe, en definitiva, una posibilidad de éxito. Aceptar que nuestra salida de la cárcel –nuestra salvación- “no es obra de nosotros, sino un puro don gratuito de Dios. No es por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2,8). Y exige una fe viva -que produzca frutos de amor-, una certeza de que en sólo en Él nos salvamos. Lo que nos pide es sencillamente que creamos en Él (Jn. 14,1), que nos acojamos a su misericordia, esto es, que nos arrepintamos (Mt. 3, 2), que “le sigamos de todo corazón, y busquemos su rostro” (Dan. 3, 41). Su Hijo único -en representación de los transgresores (que somos todos)- ya ha pagado esa infinita indemnización. No nos exigirá ni siquiera un céntimo de euro y nos regalará una nueva vida sobrenatural -fuera de la cárcel- en la que moverá nuestro corazón para que hagamos buenas obras, para que ajustemos nuestro albedrío a ese propósito. Incluso para que volvamos renovados a la cárcel y proclamemos a todos los que moran allí dentro la necesidad imperiosa de “conversión” (Mc. 1,15) y el “año de gracia del Señor” (Lc. 4,19). Nos incitará a que lo hagamos porque “ay de mí si no evangelizare” (Rm. 9,17), y que perseveremos así “hasta el final” (Mt. 24,13), aunque en realidad no seremos nosotros, sino Dios mismo el que vive y opera en nosotros. “Ya no vivo yo, porque es Cristo el que vive en mí” (Gal. 2, 20).
Sin duda, este tiempo de Cuaresma es el más propicio para meditar la primaria dependencia que tenemos de Dios y la secundaria de bienes materiales. Por eso debemos frecuentar los sacramentos en este tiempo litúrgico, a la vez que renunciar a pequeños gustos para aguzar nuestro sentido espiritual. En todo caso, debemos incidir en que los sacramentos, como medios sensibles para sellar esa nueva vida (bautismo), para perseverar en ella (eucaristía) o para recuperarla si la hemos perdido por el pecado grave (penitencia) no son acciones humanas, sino primariamente obras de Él en nosotros, pero ejecutadas por medio de manos de hombres. Porque el hombre debe cooperar a la Gracia. La acción meramente humana, aunque subordinada a la primera y esencial intervención de Dios en nosotros, no es irrelevante. Es imprescindible. El que te hizo sin ti no te salvará sin ti, nos recuerda San Agustín.
En fin, como católico -en estos días de cuaresma- me gusta pensar y repasar conceptos básicos de nuestra fe, el primero de los cuales es que el drama de la vida humana no tiene otros finales que la salvación o la condenación. Y que, como dijo el Señor resucitado, quien se niegue a creer se condenará (Mc. 16,16). Asumo que recordar públicamente estas palabras del Señor es muy doloroso pues todos conocemos y amamos a excelentes personas que no son creyentes, y rezamos por ellas. Pero si el Papa Francisco oculta una verdad -haciendo algo parecido a lo que hizo el genuino Pedro por respetos humanos en Antioquía (Gal. 2,11)-, nosotros, como hicieron entonces los discípulos, fiados de la autoridad de Pedro, tenemos el riesgo de dejarnos llevar por aquel proceder hipócrita (Gal. 2, 12-13) y callarnos también. Y es difícil en estos terribles tiempos que exista un valiente San Pablo que nos eche en cara que no procedemos rectamente según la verdad del Evangelio (Gal. 2, 14), por negar con nuestras acciones, nuestras palabras o nuestros silencios aquella impresionante sentencia que el mismo Pedro, el primero de los Papas, proclamó en el ambiente hostil del Sanedrín judío:
"Y en ningún otro está la salvación pues ni siquiera hay bajo el cielo otro nombre que el de Jesús, que haya sido dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hch. 4,12).
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