viernes, 15 de septiembre de 2023

El Libro de la Sabiduría, el gozne de oro entre el Viejo y el Nuevo Testamento (y II).



 I

En la primera parte del comentario sobre este excepcional libro bíblico, destaqué la importancia doctrinal de muchos de sus versos por acercarnos, en los albores de la venida de Cristo, al inefable misterio del Dios uno y trino que la Iglesia Católica tiempo después definirá dogmáticamente. Ahora me fijaré especialmente en la segunda parte de la obra (capítulos 10 a 18). Parecen los menos relevantes -en principio- al tratarse de una recopilación de hechos históricos de Israel en la misma línea de las que encontramos en otros libros bíblicos como el Sirácida (capítulos 44 a 50) y la Epístola a los Hebreros (capítulo 11).  

Así, el Sirácida -cuyo original hebreo pudo escribirse sobre el año 190 a.C.- pretende con su panegírico exhortar y animar a su pueblo, cuando comenzaba a sufrir las lesivas consecuencias de la progresiva helenización, y que alcanzaría muy poco tiempo después su punto más crítico con la tiranía de Antíoco IV Epífanes y con la rebelión macabea. Su reflexión abarca desde Adán hasta el mismo tiempo de su redacción, la época del Sumo Sacerdote Simeón (220-195 a.C.), unos años antes de aquella rebelión patriótica-religiosa. La Epístola a los Hebreos, por su parte, exhibe poderosos modelos de fe que transcurren en una línea histórica que también principia en Adán, y se clausura en  aquella emocionante historia de fidelidad de una madre y sus siete hijos ejecutados con saña durante el reinado de Antíoco IV Epífanes (2 Macabeos 7), también en el siglo II a.C. 

Sin embargo, el autor de la Sabiduría cerrará su registro histórico y su libro con la conquista de Canaán (siglos XIV-XIII a.C.), y no lo hará de una manera estrictamente lineal, pues volverá a menudo al tiempo de la cautividad egipcia y del éxodo. Y en todo caso, no relatará las siguientes epopeyas de Israel. Parece que quisiera incidir en algo muy específico de esa época, y debemos descubrir qué es. Para ello debemos fijarnos primero en su concepto de salvación, desarrollado en capítulos anteriores, para a continuación abordar el obstáculo principal para alcanzarla y que se desarrolla en esos capítulos recopilatorios.

Antes de iniciar el primero de esos capítulos de evocación histórica, el 10, el autor concluye el anterior con una oración pseudoepigráfica (puesta en boca de Salomón), que es una reflexión conclusiva sobre la naturaleza y acción de la Sabiduría. Lo más relevante, a mi juicio, lo encontramos en el verso con el que la cierra, donde vincula directamente la Sabiduría a la salvación de los hombres:

"Mas de esta forma enderezaron las sendas de los terrenos
y los hombres aprendieron lo que te agrada;
por la sabiduría se salvaron"
                                      (Sab. 9,18).

No debemos entender ese último verso en el sentido de que el hombre se salva por conocer la Sabiduría. Ya hemos demostrado que en este libro ese concepto se asocia a Persona y no a doctrina. Nuestra religión cristiana no es un gnosticismo. Nos salvamos por pura Gracia, por su acción en nuestras vidas, lo que supone -como dijimos al final de nuestro artículo anterior- una inhabitación en el alma de dicha Sabiduría que se identificó, como vimos, con el Dios uno y trino. 

"Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades, y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas"
                                         (Sab. 7,27). 

Y es básico recordar aquí un principio capital que deducimos de toda la Biblia: Dios no delega la redención del hombre, sino que la realiza Él mismo. Traigamos a colación por ejemplo al profeta Isaías:

"Yo, Yo soy YHWH, y no hay fuera de Mí salvador
                                          (Is. 43,11).

Y también al apóstol San Pedro, con una de las declaraciones más fuertes sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, cuando, delante mismo del Sanedrín judío, sin ningún respeto humano, el primer Papa proclame:

"En ningún otro está la salvación, pues no se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12).

En definitiva, significativamente se cierra esta primera parte citando la salvación, porque vamos a entrar en una nueva sección del libro (capítulos 10 a 18) más oscura y perturbadora, que examinará el principal obstáculo para alcanzar esa patria definitiva que es ver cara a cara al verdadero Dios. No es, como pensábamos al principio, un asunto poco relevante. Se trata de un tema bastante trillado en toda la biblia por ser de una importancia capital para la vida del hombre; un problema intemporal, que afectaba tanto al judío de ayer como nos interpela a todos en nuestro tiempo. Hablamos de la idolatría que, como veremos, está idénticamente tratada en el Libro de la Sabiduría y en San Pablo.

La idolatría es una conducta doblemente siniestra: constituye el principal pecado contra Dios, y a la vez es el que produce las peores consecuencias para la criatura humana, a la que llega a deshumanizar. Ahora bien, la Biblia nos plantea una paradoja: la gravedad de la idolatría es puesta de manifiesto en numerosísimas ocasiones, pero también la biblia desprecia los ídolos como si fueran mera basura. ¿Por qué son realmente tan negativos?

Las Escrituras nos exponen casos de becerros de oro (como el que levantaron los judíos con la complicidad de Aaron en las faldas del Sinaí (Ex. 32) o los que erigió Jeroboán en el reino del norte, en Dan y Betel (1 Rey. 12,28), tras consumar su secesión) y la realidad es que el Libro Sagrado nos deja meridianamente claro con sus sátiras sobre la idolatría que esas esculturas, en sí mismas, son inofensivas. Por ejemplo, Jeremías:

"Los ídolos parecen espantapájaros que en un campo sembrado de melones no pueden hablar, y hay que cargar con ellos porque no caminan. No tengáis miedo de ellos que a nadie hacen mal ni bien".
                                                                                                                (Jer. 10,5).

Y San Pablo, en relación con las viandas sacrificadas a los ídolos, explicará que:

"sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios"
                                                                                                                (1 Cor. 8,4).

En el Libro de la Sabiduría, observamos una cierta gradación. En primer lugar, se muestra cierta piedad por aquellos que vivieron en las tinieblas de la ignorancia y se postraron ante los astros celestes por su belleza y efecto benéfico sobre la tierra:

"A estos hombres, sin embargo.
no se les puede culpar del todo,
porque quizás se equivocaron
en su afán mismo de buscar a Dios
y querer encontrarlo"
                                   (Sab. 13,6).
                                                                    
En segundo lugar, critica con dureza a los que adoran objetos realizados con artificio por los hombres, y aunque en algún momento les echa alguna que otra maldición (Sab. 14,8), en realidad, si leemos atentamente, lo que verdaderamente le indigna es su estupidez:
 
"Desgraciados, llaman dioses a cosas hechas por los hombres,
a objetos de oro y plata artísticamente trabajados,
a figuras de animales, a una piedra sin valor
tallada hace mucho por un escultor,
ponen su esperanza en cosas muertas"
                                          (Sab. 13,10)

Por último, pone en el punto de mira especialmente al tradicional adversario del pueblo judío, a los egipcios, juzgándoles como "los más faltos de inteligencia y peores que niños sin razón", porque encima de ser "los enemigos que oprimieron a tu pueblo", y de "aceptar como dioses a los ídolos de las naciones" (Sab. 15, 14-15):

"Los egipcios adoran , además a los bichos más repelentes
y por lo que toca a su estupidez, son peores que los otros.
No son bellos para que apetezcan como los otros animales
y fueron excluidos del elogio de Dios y de su bendición"
                                            (Sab. 15, 18-18).

Al sabio universalista, al autor de este maravilloso libro le ha brotado su celo judío, y critica a Egipto por rendir homenaje a animales que la ley juzgaba como impuros. Aquí no tuvo la misma audacia y amplia visión que en otros temas; no percibió que muy pronto llegaría un tiempo donde muchos judíos (y muchos paganos egipcios) aceptaron esa salvación a la que él aludía (Sab. 9,18) y considerarían que, en materia de alimentos y animales, ya no hay nada impuro en sí mismo (Rm. 14,14). En cualquier caso, aunque zahiera especialmente al país del Nilo, tampoco observamos en este pasaje la gravedad de esa conducta por el hecho de hacerla. Es un delirio divinizar tales objetos y animales; ignorancia y estulticia, porque en última instancia todos ellos -además de repugnantes en el caso de los insectos-, en realidad son nada

Pero si al fin y al cabo son nada, ¿por qué iba a insistir este inteligente escritor, de esa manera tan obsesiva y reiterativa, en presentarnos el peligro de los ídolos y el pecado de la idolatría? Su libro resuelve esta paradoja de un modo tan sencillo como contundente:

                                                      "El culto a los ídolos, que son nada
es principio, causa y final de todo mal
                                                   (Sab. 14,27).

El autor de la Sabiduría nos está advirtiendo que un acto tan necio y tan irrelevante como arrodillarse ante un dios falso -o, lo que es lo mismo, inclinar el pensamiento ante un error religioso contra la primacía absoluta de Dios y su ley divina y natural-  abre la peor caja de pandora. En efecto, cuando los hebreos al pie del Sinaí y obligaron a Aarón a fabricarles un becerro de oro, la consecuencia inmediata fue "sentarse a comer y beber, y a continuación levantarse a divertirse" (Ex. 32,18) -todo muy lícito según parece-. Sin embargo, quedó el pueblo "desenfrenado (desnudo), expuesto en medio de sus enemigos" (Ex. 32, 25), enemigos poderosos que tenían las mismas ganas de exterminar a los judíos que ellos tuvieron luego con los cananeos. El desenlace -como recuerda la Biblia- fue que nadie de esa generación del éxodo pudo entrar en la tierra prometida. Una generación perdida, cuyos huesos quedaron sepultados entre las dunas del desierto. 

"Ni una sola persona de esta mala generación verá la buena tierra que prometí dar a vuestros antepasados" (Dt. 1,34).

En cuanto al reino del Norte de tiempos de Jeroboan I, -que como recordé, erigió dos ídolos, uno en Betel y otro en Dan-, sabemos que su dinastía fue exterminada hasta el último de los mortales: "Ninguno quedará con vida. Barreré por completo tu descendencia como si fuera estiércol" (1 Rey. 14,9). E Israel -aunque prosperó en los tiempos del segundo Jeroboan (783-743 a.C.)-, pocos años después acabó devorado por las fauces de Asiria, en el 722 a.C. 

Recordemos también un pasaje de Ezequiel relativo al reino del sur, el de Judá. El profeta se encontraba en Babilonia adonde había sido llevado durante el primer destierro, el del 597 a.C., pero pudo apreciar en visión por un boquete del muro del templo cómo los sacerdotes rendían culto a ídolos repugnantes con forma de reptiles (Ez. 8, 10-11), y que también "inclinados hacia el oriente, con la frente en el suelo, adoraban al sol" (Ez. 8,16). Diez años después llegó la respuesta del Cielo: la zarpa de Nabucodonosor destruyó el templo y la ciudad de Jerusalén, y deportó a todos los judíos. 

Y la idolatría -con sus nefastas consecuencias morales, que con tanta precisión diseccionará la Sabiduría, como luego examinaremos- será la causa del castigo terrible que asoló a los pueblos cananeos. La lectura hoy de Deuteronomio, Josué o Jueces nos sigue chocando por su violencia, pese a lo cual nuestro libro asegura que Dios "castigó a los cananeos con bondad y consideración, dándoles la oportunidad de dejar su maldad" (Sab. 12,20).  Sin embargo, ya había rebosado la copa de la paciencia divina, pues "se había colmado la maldad de los amorreos" (Gen. 15,16). Dios no hace acepción de personas (Hch. 10,34) y ante cualquier pecado, sobre todo la idolatría, castiga severamente erga omnes. Porque si bien el hecho mismo de postrarse ante un espantajo de melonar es ridículo e irrelevante, la catarata de graves daños que provoca en el la mente del adorador (y en las almas de los que lo rodean) es pavorosa. 

II


San Pablo comenzará su devastador e implacable alegato fiscal contra la humanidad pecadora en el capítulo 1, versículos 18 en adelante de su Epístola a los Romanos, y el eje de su crítica es la idolatría. No me cabe la más mínima duda de que mientras lo redactaba -o mejor, se lo dictaba a Tercio (Rm. 16,22)-, tenía junto a sí este Libro de la Sabiduría, pues la reflexión del apóstol de los gentiles acerca de los deletéreos efectos de ese gravísimo error religioso, bebe del profundo hontanar del último escritor del Nuevo Testamento. En ambos escritos encontramos idénticos pensamientos, argumentos y hasta palabras y expresiones y, sobre todo, en los dos se atribuye el origen de todo mal a la idolatría. Es más, San Pablo es incluso menos indulgente que el escritor veterotestamentario, pues si bien ambos califican de inexcusable a la humanidad sin excepciones por caer en ella (o en "la nada" (1 Cor. 8,4), la Sabiduría -como vimos anteriormente- matiza piadosamente que "no se les puede culpar del todo, porque quizás se equivocaron" (Sab. 13,6). 

En primer lugar, ambos afirmarán la responsabilidad del hombre que no cree en Dios.

"Lo que de Dios se puede conocer, ellos lo conocen muy bien porque Él mismo se lo ha mostrado, pues lo invisible de Dios desde la creación del mundo puede ser capturado por la inteligencia y llegar a conocerse  gracias a las criaturas,  hasta el punto de no tener excusa.  (...) sus pensamientos acabaron en lo que es nada, y su ignorante corazón se obnubiló" (Rm. 1,19-20).  

Veamos a continuación cómo el Libro de la Sabiduría comparte con el Apóstol la posibilidad cierta de un conocimiento natural de Dios mediante su creación (por cierto, dogma de fe reconocido en el Concilio Vaticano I) y la inexistencia de razones para negarse a adorar a ese Dios escondido tras su colosal obra o buscar sustitutos.

"Faltos por completo de inteligencia son los hombres que vivieron sin conocer a Dios, quienes, a pesar  de los bienes visibles no fueron capaces de conocer al que Existe, ni reconocieron al artífice fijándose en las obras" (Sab. 13,1).

"Pero, por otro lado, ni estos son excusables, ya que, si pudieron ser capaces de saber tanto, que pudieron conjeturar el universo, ¿por qué no descubrieron antes al Señor de todo? (Sab. 13, 8-9).

La contemplación de la belleza del universo no les incitó a buscar con humildad al eterno artífice de tan extraordinaria creación; se ensoberbecieron y dieron a las criaturas el honor sólo a Dios debido; ahí está el origen de la invención de los ídolos, la vanidad humana y el deseo de deificar las más primarias pasiones corporales. Los medios que la naturaleza dio al hombre para su nutrición y reproducción, se convierten en fines absolutos, se transmutan en ídolos, en dioses.

"De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad
y su invención, corrompió la vida;
los ídolos no existieron desde el principio, ni existirán por siempre,
sino que por vanidad del hombre entraron en el mundo"
                                                      (Sab. 14, 12-13).

Idéntica reflexión encontramos en el Apóstol:

"asegurando ser sabios acabaron locos, y cambiaron la gloria del Dios inmortal por una imagen representando un hombre mortal, y pájaros, cuadrúpedos y aves. Por eso, por la avidez de su corazón, los entregó Dios a la impureza, tal que llegaron a envilecer sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y veneraron y sirvieron a la criatura y no al Creador. Por eso los entregó Dios a pasiones deshonestas..." (Rm. 1,21-24). 

De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad (Sab. 14,12), define con absoluta precisión la Sabiduría, y nos presentará un amplio catálogo de ellas:

"Todo es confusión, muerte, asesinato, robo, engaño,
sobornos, infidelidad, desórdenes, juramentos falsos,
confusión de valores, ingratitud, corrupción de las almas,
inversión de sexos, destrucción del matrimonio, adulterio e inmoralidad"
                                                           (Sab. 14, 25-27),

Lo mismo expresa el Apóstol: ninguna indecencia queda excluida del comportamiento del idólatra:

"Como ni quisieron reconocer a Dios, Él los ha abandonado a sus perversos pensamientos para que hagan lo que no deben hacer. Están llenos de toda clase de injusticia, perversidad, avaricia y maldad. Son envidiosos, asesinos, pendencieros, engañadores, perversos y chismosos. Hablan mal de los demás, son enemigos de Dios, insolentes, vanidosos y soberbios..."  (Rm. 1,28-30).

Ahora bien, ambos escritores sagrados -además de lucidez- poseen una clarísima visión profética cuya luz llega hasta nuestro tiempo pues cada uno recalcará un pecado en particular, el más disolvente a juicio de cada uno.  Dos pecados que, una vez arraigados en la sociedad, nos permiten juzgarla como idolátrica y enemiga de la Sabiduría, y a la larga, la condenarán a la muerte.    

Así, San Pablo, al concretar las inmoralidades a que lleva la vanidad de la idolatría, se centra especialmente en las prácticas homosexuales, tanto de varones como de hembras:

"Por eso, Dios los ha abandonado a pasiones vergonzosas. Incluso sus mujeres han cambiado las relaciones naturales por las que van contra la naturaleza; y, de la misma manera, los hombres han dejado sus relaciones naturales con la mujer y arden en malos deseos los unos por los otros. Hombres con hombres cometen actos vergonzosos y sufren en su propio cuerpo el castigo de su perversidad"
                                                                                            (Rm. 1, 26-27).

Por su parte, en el Libro de la Sabiduría, localizamos el otro pecado sobre el que su autor reflexiona en varios momentos, la matanza de niños. Sin duda, él tenía en mente los sacrificios de infantes a Baal y Moloc que ejecutaban los cananeos antes de la llegada del Pueblo Elegido, aunque su insistencia en referirnos ese crimen nos lleva a pensar en algo más. Observamos que significativamente no acusa a sus gobernantes criminales por ordenar que algunos recién nacidos sean arrojados a una pira bajo un repulsivo ídolo. A quien reprocha es a los padres de esos niños asesinados, porque son ellos los responsables. 

"A los antiguos habitantes de su santa tierra
los aborreciste por sus prácticas odiosas
por practicar la magia y otros actos perversos,
por matar sin compasión a los niños"
(...)
A ellos, que practicaban dichos ritos,
padres asesinos de sus criaturas indefensas,
decidiste eliminarlos por medio de nuestros antepasados"
                            (Sab. 12, 3-6).

Los cananeos son calificados -atención a esta expresión- como enemigos de sus hijos (Sab. 12,20) porque:

" Practican ritos en los que matan a niños
celebran cultos misteriosos
o realizan locas fiestas de extrañas ceremonias,
no respetan ni la vida ni el matrimonio"
                              (Sab. 14,23).

A mi juicio no es casual que ambos escritores sagrados incidan especialmente en esas conductas -las prácticas homosexuales y el asesinato de los hijos (o como se denomina en nuestra época, eufemística y falsamente, interrupción voluntaria del embarazo, IVE), pues si bien todo pecado tiene un condimento de idolatría, esos dos parecen las primicias de cualquier sociedad que se haya encadenado a ella: como el Canaán preisraelita, como la Roma precristana, como nuestra actual sociedad occidental, que vuelve a comerse el vómito del paganismo que expulsó en el pasado, (Prov. 26,11) y que venera a esos ídolos renacidos, hoy rebautizados como ideologías progresistas. E incluso le ofrece un tributo de sangre inocente, considerando cínicamente como positivas tales abominaciones: "¡a tan terribles males llaman paz! (Sab. 14,22). En última instancia, el destino de tales naciones no es otro que la muerte pues el mínimo común denominador de esas dos conductas es cerrarse absolutamente a lo que Dios más ama de su creación, la vida. 

"Amas a todos los seres
y no aborreces nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa
no la habrías creado
(...)
Tú tienes compasión de todos
porque todo, Señor, te pertenece
y amas a todo lo que tiene vida"
                               (Sab. 11, 24-26).

Pese a todo, pese a nuestras rebeldías, pese a nuestras idolatrías, el Libro de la Sabiduría y San Pablo insisten en la misericordia de Dios, en su paciencia y en su deseo de que el hombre se arrepienta (Sab. 11,23, 12, 1-2, Rm. 3,21, 1 Tim. 2,4). Dios está siempre haciendo su trabajo en el corazón de la criatura, interpelándole, corrigiéndole, llamándole, amándole aunque no se lo merezca. El hombre, corrompido y soberbio, negará la ley divina, y reescribirá la ley natural conforme a la esclavitud impuesta por sus pasiones más básicas. Aun así, Dios le seguirá esperando -como el Padre que nos reveló Jesucristo-, hasta que exhale el último aliento y se fije para siempre su destino, según haya aceptado o no la Sabiduría:

"El día en que el Señor venga a juzgarnos
los justos resplandecerán como antorchas
como chispas que prenden en el rastrojo.
Juzgarán a las naciones y gobernarán a los pueblos
y el Señor reinará sobre ellos para siempre.
(...)
Los malos tendrán el castigo que merecen sus malos pensamientos,
porque despreciaron a los buenos y se apartaron del Señor.
¡Desdichados los que desprecian la sabiduría y la instrucción!
                                  (Sab. 3, 7-11).


III

Cierro mi comentario sobre este excepcional libro bíblico, leyendo conjuntamente dos de las más hermosas páginas de todo el Antiguo Testamento: el inspiradísimo poema que anticipa la vida y muerte de Cristo (Sab. 2,12-24), y las profecías contenidas en los Cantos del Siervo Doliente de Isaías, sobre su sentido redentor. (42,49,52,53). Es la misma y conmovedora historia, pero desde dos puntos de vista diferentes. El autor de la Sabiduría pone en boca de los malvados las palabras que critican al justo, para luego conjurarse contra él:

"Así piensan los malos, pero se equivocan,
porque su maldad les había cegado"
                                    (Sab. 2,21).

El profeta Isaías, en cambio, describe la mirada de Dios sobre el sufrimiento del Justo y su Palabra revela un misterioso sentido redentor. Por primera vez en toda la Biblia, una verdadera novedad.

"Ya no recuerdes el ayer
no pienses más en las cosas del pasado.
Yo voy a hacer algo nuevo
y verás que ahora mismo va a aparecer"
                                          (Is. 43,18-19)

Omitiré los comentarios, porque es imposible que alguien que lleva a Cristo en su corazón, pueda añadir algo a las palabras que siguen. Con ellas concluyo mis reflexiones sobre el Libro de la Sabiduría,  invitando a los lectores que hayan llegado hasta aquí a descubrir por ellos mismos con qué razón se ha titulado así -con mayúsculas- este libro bíblico.  

SABIDURIA (2,12-15)

"Pongámonos al acecho del justo, porque nos es embarazoso,
y se opone a nuestras obras;
nos reprocha las transgresiones de la ley,
y nos echa en cara que no vivamos según la educación que recibimos.
Presume poseer conocimiento de Dios
y se llama a sí mismo Hijo del Señor.
Se ha convertido en una piedra de toque para nuestro estilo de vida,
y su sola presencia nos molesta.
Su vida es distinta a la de los demás
y distintos sus caminos"

ISAIAS (42,1-4)

"He aquí mi Siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma.
Infundo mi Espíritu sobre Él, un decreto expondrá a las naciones 
(...)
No descansará ni su ánimo se quebrantará hasta que establezca la justicia en la tierra"

SABIDURIA (2,16)

"Nos rechaza como a moneda falsa,
y se aparta de nuestros caminos como de inmundicia,
proclama feliz el final de los justos 
y se siente orgulloso de tener a Dios como padre"

ISAIAS (50, 10-11)

"¡Quién de vosotros teme al Señor  y escucha la voz de su Siervo!
El que camine en las tinieblas sin un rayo de luz
confíe en el Nombre del Señor y apóyese en su Dios.
Pero todos los que prendéis fuego y preparáis flechas encendidas
caeréis en las llamas de vuestro propio fuego,
bajo las flechas que vosotros mismos encendisteis.
Por mi mano os ocurrirá tal cosa, en tormentos yaceréis".

SABIDURIA (2,17-22)

"Veamos si es cierto lo que dice
y comprobemos en qué va a parar su vida.
Si el justo es verdaderamente Hijo de Dios, éste le ayudará, 
le arrancará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle a torturas y ultrajes
para conocer su paciencia
y comprobemos su aguante al mal.
Condenémosle a una muerte vergonzosa
pues según dice hay quien le defienda.
(Esto pensaron los malvados, pero se equivocaron
porque su maldad les había cegado.
No conocieron los planes secretos de Dios,
ni esperaron premio para la santidad
ni creyeron que había un lote para las almas puras").

ISAIAS (53, 4-5 y 11-12)

"Sin embargo, nuestros sufrimientos él ha llevado, nuestros dolores cargó sobre sí,
mientras nosotros le consideramos azotado, golpeadísimo y abatido.
Fue traspasado por causa de nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades;
el castigo, precio de nuestra paz cayó sobre él, y en sus heridas hemos sido sanados"
(...)
"Gracias a tanta aflicción verá la luz y se saciará;
el justo, Siervo del Señor, liberará  a muchos
pues cargará con la iniquidad de ellos.
Por eso le daré parte entre las multitudes, y con los poderosos participará del triunfo,
porque entregó su persona a la muerte
y fue contado entre los malvados,
portando los pecados de muchos, e intercediendo por los pecadores".


viernes, 8 de septiembre de 2023

El Libro de la Sabiduría, el gozne de oro entre el Viejo y el Nuevo Testamento (I).


I

Aunque convencionalmente atribuido al sabio monarca Salomón (965-928 a.C.), el Libro de la Sabiduría es el último libro del Antiguo Testamento y fue escrito probablemente en la segunda mitad del  siglo l a.C. Por ello, desde un punto de vista cronológico, podemos considerarlo como una brillante hebilla que engarza las dos cosmovisiones espirituales del Libro Sagrado (la vieja y preparatoria, y la nueva y plena). Pero no sólo por esa circunstancia temporal; también por el hecho de que es el único libro del Antiguo Testamento (aparte de II Macabeos) que fue escrito originariamente en griego koiné, el mismo idioma de la primera redacción de los libros del Nuevo Testamento (acaso con la única excepción del Evangelio de Mateo, cuyo original pudo ser redactado en arameo, como nos indica el padre de la iglesia Papías en el siglo II)

Ahora bien, ser el último libro redactado del A.T. y el idioma gentil en que se confeccionó son aspectos puramente formales. Cuando iniciamos su lectura intuimos enseguida que su espíritu está mucho más cercano al Nuevo que al Viejo Testamento. Sus capítulos finales, en los que evoca e interpreta con técnicas de Midrash episodios de la historia de Israel, son como una melancólica coda, el crepúsculo de un mundo que exigía ya un nuevo sol, cuyos primeros rayos brotarían en un portal de la ciudad davídica de Belén, muy pocos años después de que su autor tomase la pluma. Y lo más importante, lo que más nos impresiona es  comprobar hasta qué punto el Libro de la Sabiduría influyó en los escritores inspirados del Nuevo Testamento, y en aspectos fundamentales, tanto dogmáticos (Evangelio de San Juan) como morales (Epístola paulina a los Romanos) y hasta proféticos (la narración del sufrimiento del justo, en la que es imposible no ver con emoción a Cristo sufriente). Todo ello lo comentaremos más adelante. 

Respecto de su autor casi nada sabemos. Es muy probable que fuese un judío de la ciudad de Alejandría, buen conocedor de la traducción al griego de los libros de la biblia, la llamada Biblia de los Setenta (LXX) o Septuaginta. Sin duda fue un hombre muy culto, que dominaba el hebreo y el griego -un judío helenizado- y, aunque profundamente convencido de la verdad judaica, se abría con su mente a las bellezas y verdades que nos legó el mundo pagano, siendo además perfectamente consciente de sus graves errores en materia de teología y moral. Precisamente -como luego veremos- escribió la más acerba crítica a la idolatría que encontramos en todo el Antiguo Testamento, vinculando con agudeza y brillantez el error religioso a la degeneración moral, aspecto éste que fue literalmente copiado por San Pablo en su demoledor capítulo 1, versículos 18 en adelante, de la Epístola a los Romanos.

La profundidad religiosa de este Libro favoreció que se considerase inspirado y engrosara el llamado Canon Alejandrino, o canon amplio de la biblia (la Biblia de los Setenta o Septuaginta, a la que antes me referí). Esa traducción de los textos de la biblia hebrea al idioma universal de la época, el griego, se realizó en Alejandría en el siglo III a.C. , durante el reinado del faraón Ptolomeo II, y supuso sin duda el acontecimiento cultural y religioso más importante de su tiempo que, como veremos, contribuiría a la futura propagación del cristianismo. Pero dicha obra quedó abierta, hasta el punto que serían incorporados libros escritos en el siglo II a.C (como el Libro del Sirácida o los Libros de los Macabeos) y hasta del siglo I a.C. (como éste que comentamos, que debió impresionar y mucho a los judíos de la diáspora). Nada extraño, por cierto. 

Sin embargo, es un libro excluido de la biblia judía y de las de los protestantes. Hay que aclarar que en el tiempo en que vivió Nuestro Señor en la tierra (I d.C.)  no estaba aún decidido el canon de libros judíos inspiradosy los distintos partidos judíos, -fariseos, saduceos, y esenios- usaban unos y rechazaban otros indistintamente, entre otras razones porque discrepaban en asuntos esenciales de la fe judía como la inmortalidad del alma (despreciada como doctrina novedosa y pagana para los saduceos, y defendida por los fariseos de ese tiempo). Se vivía, pues, en un verdadero pluralismo escriturístico y textual, e incluso doctrinal. 

En realidad, los judíos no fijaron definitivamente el canon hasta el siglo II de nuestra era -el llamado canon palestinense-, bastante más corto que el alejandrino pues no se incluyó en él el Libro de la Sabiduría y otros libros del A.T. (los demás deuterocanónicos de la biblia cristiana). La razón principal de esa poda, dígase lo que se diga, fue su uso constante por los cristianos durante los siglos I y II, y la obsesión de los judíos por apartarse de los herejes galileos.  Por ello es bastante incomprensible, que las Biblias protestantes adopten el canon judío, el corto o palestinense, y rechacen este prodigioso Libro de la Sabiduría y los demás deuterocanónicos incorporados al Alejandrino. Y los des-califiquen como apócrifos. Como si tuviesen mala conciencia, las Biblias protestantes hasta el siglo XIX los contenían, siendo un apéndice de los libros normativos. Pero en nuestro tiempo los han eliminado por completo de sus ediciones bíblicas.

Está sobradamente probado que los primeros cristianos, antes y durante la redacción completa de sus textos del Nuevo Testamento, consultaban preferentemente el texto griego de la Septuaginta, pues el 70% de las citas del Antiguo Testamento que contiene el Nuevo son tomadas de esa traducción griega (el otro 30% las cogieron del texto en hebreo, llamado más adelante Texto Masorético). Y numerosos expertos han puesto sobre la mesa un hecho verdaderamente crucial: muchas de las palabras hebreas traducidas al griego en ese siglo III a.C,  -y que los judíos fieles al Texto Masorético juzgaron a posteriori como malas traducciones-, anticipan verdades esenciales de la fe cristiana. Por ejemplo la palabra hebrea "Almah" (incluida en la famosa profecía mesiánica de Is. 7,14) cuya traducción genérica es "doncella"; sin embargo, los judíos alejandrinos del siglo III a.C. la vertieron específicamente como "parthenos", "virgen" (y así se usa en el Evangelio de Mateo, 1,23) . O la palabra "fosa" del Texto Masorético, empleada originariamente por el rey David en el Salmo 16 (para indicarnos que el justo no sufrirá la muerte), que en la traducción de los LXX aparece como "corrupción"; en ese nuevo sentido es empleado, nada más y nada menos que por San Pedro cuando, tras Pentecostés, predica la resurrección de Cristo, quien sufrió la muerte y el sepulcro -la fosa- pero no la corrupción de su Cuerpo (Hch. 2,27).  Y hay muchos casos más. Por eso algunos Padres de la Iglesia -en especial San Agustín- consideraron providencial los LXX. Tuviese o no imprecisiones de traducción, juzgaron esta obra como un evento divino para preparar la venida de Nuestro Señor, para la universalización de las verdades del judaísmo y, en definitiva, para la apertura de la salvación a nosotros los gentiles.  

Remito, para quien quiera ampliar este apasionante tema,  a dos deliciosos libritos:  "Septuaginta" (Editorial Sígueme), del filólogo bíblico Natalio Fernández Marcos, y el del Padre Ignacio Carbajosa "Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem" de la Editorial Verbo Divino (aunque su título lo leamos en latín, tranquilos, que su texto está en castellano). Sólo diré que, tras leerlos, sonreí porque me vino a la mente ese dicho popular:  "Verdaderamente Dios escribe recto con renglones torcidos". 

II

El Libro de la Sabiduría, además de tener una clara voluntad de estilo, es un texto inspirado, con todo lo que ello significa y que merece ser meditado -y rezado- cuidadosamente. De modo similar a los demás libros sapienciales de la Biblia, encontramos en él serias reflexiones sobre la brevedad de la existencia y la inmortalidad del alma -que aquí se defiende con firmeza frente al silencio de Proverbios y el Sirácida o las dudas del Eclesiastés- (capítulo 2 o 7). O sobre el diferente desenlace de la vida de los justos y los injustos (capítulos 3 o 5) y la necesidad de la virtud (capítulo 4), el gobierno de las naciones y la grave responsabilidad de jueces, reyes y autoridades (capítulos 1 o 6). Pero serán a mi juicio tres los temas que con mayor intensidad prefiguren verdades fundamentales del Nuevo Testamento: la Sabiduría como realidad increada, abriendo paso a la futura definición del misterio de los misterios, la Santísima Trinidad; la idolatría como explicación de la corrupción moral de las sociedades de ayer y de hoy; y el esbozo de la vida del justo, de su persecución y de su muerte, en unos versos conmovedores que anticipan y profetizan la pasión de Nuestro Señor.  

En primer lugar, el concepto de la Sabiduría. Los judíos siempre consideraron al Dios único y escondido, sin imagen ni forma como el origen de toda sabiduría. Sin embargo, no sería hasta una época posterior a la destrucción del templo, al destierro del pueblo y al retorno a Israel (siglo VI a.C en adelante)  cuando los escritos judíos comenzaron desarrollar y perfilar ese concepto. Y así fueron redactándose los salmos sapienciales y los genuinos libros sapienciales (Proverbios, Job, Eclesiastés, Sirácida o Eclesiástico y finalmente La Sabiduría). No obstante, debemos aclarar que muchos de los textos que usaron dichos sabios seguramente se remontaban al reinado de Salomón y al de su padre David (siglos XI y X a.C), con lo que en bastantes casos no es descartable hablar de refundición. Algunos añaden  también, como sapiencial, el Cantar de los Cantares, aunque en realidad este maravilloso poema es inclasificable dentro de la riqueza infinita de la Biblia. 

Los libros sapienciales vincularán íntimamente la sabiduría con Dios, dándole un cierto tono universalista (con la única excepción del Sirácida, el cual, en una línea reduccionista y nacionalista, la identificará con la ley de Moisés (Eclo. 24, 23). En todo caso, una lectura atenta de todos estos libros nos permite observar una evolución de este concepto, hasta llegar a su plasmación más profunda, intensa, verdadera y definitiva en el Nuevo Testamento, en el angélico prólogo del Evangelio de San Juan. Hasta ese momento, los narradores sagrados del Antiguo Testamento fueron considerando a la Sabiduría algo creado por Dios, la primera de las obras divinas, el plano arquitectónico de su colosal fábrica del mundo, de las criaturas, y de la más amada de éstas, el hombre. Sólo el Libro de la Sabiduría daría un paso más allá que lo enlazará con la teología del Nuevo Testamento como veremos. 

El Dios escondido concedió a todos los hombres, antes del nacimiento de Nuestro Señor, pequeñas luces que podían vislumbrarse entre densas tinieblas, reflejos de la eterna Sabiduría. Por eso, Juan afirma en su prólogo evangélico que "Existía una luz verdadera que ilumina a todo hombre" (independientemente de su raza, su patria o del lugar del mundo donde estuviese). Todos los pueblos de la antigüedad situados en el ámbito geográfico de Israel -Egipto, Babilonia, Asiria, Ugarit- gozaron de grandes sabios paganos, e incluso hoy sabemos que influyeron -y no poco- en los libros sapienciales judíos, pero todos ellos erraron en lo fundamental. En efecto, la Verdad de la Sabiduría, por decisión divina sólo podía captarla correctamente (aunque con límites) el pueblo judío -y algún que otro extranjero como Job-, pero todos desconocían de qué modo se vinculaba a su origen, que era el Dios único y verdadero, al que exclusivamente adoraban los judíos. El sufriente Job tenía la certeza de que aun en medio de los absurdos y las injusticias que le habían llevado a su desgracia, existía una Sabiduría misteriosa, "cuyo venero no conoce el hombre, ni se halla en la tierra de los vivos" (Job. 28,13). Tenía la convicción de que se trataba de algo divino, de un código usado por Dios:

"al dar peso al viento, al aforar las aguas con medida
al dar a la lluvia ley, y camino al fragor del trueno" 
                                                    (Job. 28,25-26).

Afirma también el justo Job que ni el demonio (Abaddon) ni la muerte supieron de ella; que el único que conoció su camino fue Dios (Elohim) (Job. 28, 22-23), pero con ello no nos quiere decir que fuese una entidad paralela a Dios. Job estaba bien instruido por los conocimientos de los sabios judíos de su tiempo, que afirmaban la excelencia de la Sabiduría -como algo divino-, pero a la vez expresaban rotundamente su naturaleza de ente creado, de primicia, de prólogo, de esquema, de plano de la obra del universo. Así los Proverbios:

"Yahveh me creó al principio de sus obras,
antes de que comenzara a crearlo todo".
                                             (Prov. 8,22).

Del mismo modo, el más tardío libro del Sirácida:

"El Señor en persona la creó, la vio y la contó;
la derramó sobre todas las cosas"
                                                (Sir. 1,7).

Por otro lado, el Eclesiástés o Qohelet, fiel a su tono irónico y escéptico, no entrará en complicadas elucubraciones metafísicas, pero sí nos recordará el mal negocio práctico que es ser a la vez justo (o sabio) y pobre. Todos los libros sapienciales -incluido el desengañado Eclesiastés- nos advierten que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Sal. 111,10, Prov. 1,7, Sir. 19,18, Ecle. 12, 13-14). Pero hete aquí que:

"El impío, cual sombra, no dilatará sus días pues no teme ante la presencia del Señor. Pero existe otra vanidad que se da sobre la tierra: que hay justos a quienes alcanza lo que corresponde a la obra de los impíos y existen impíos a quienes alcanza lo adecuado a la obra de los justos"
                                                                                                  (Ecle. 8, 14-15).

El Eclesiastés es como una fugaz sonrisa irónica de Dios en medio de la seriedad de su progresiva Revelación, viendo a lo que ha llegado su querida criatura humana por efecto del pecado. Pero enseguida retomará con inmenso vigor su timón hasta conducirnos a las puertas mismas del Nuevo Testamento. Y será precisamente en el Libro de la Sabiduria -el postrer libro de la vieja Alianza- donde se ascienda un verdadero "escalón metafísico". Es el penúltimo peldaño; el ultimo -con el que accederemos a la Revelación Plena y abriremos las puertas del Cielo-, lo subirá y  sobrepasará el apóstol San Juan, el teólogo, en el sublime prólogo de su Evangelio. 

El Libro de la Sabiduría nos enseñará, frente a los anteriores escritores sagrados, que ésta habría que escribirla como Ésta, con mayúsculas, porque ya no es una creación primera de Dios. Se nos presenta ahora como una realidad tan vinculada a Dios como Dios consigo mismo: es el mismo Dios -posee su Pureza, su Gloria y su Bondad-, pero a la vez... algo diferente a Él. ¿Cómo puede ser esto? ¿No será la luz de luz que nos menciona nuestro Credo?: 

"pues es una exhalación de la fuerza de Dios
y una emanación pura de la gloria del Omnipotente:
por eso nada manchado penetra en ella.
Es una irradiación de la luz eterna,
espejo terso de la energía de Dios
e imagen de su bondad.
Y siendo una, todo lo puede"
                            (Sab. 7, 25-27).

¿No nos evocan esos elevados versos a aquella descripción del Hijo de Dios que encontramos en el solemne inicio de la Epístola a los Hebreos, donde además se nos recuerda su misión entre nosotros los hombres?
 
"En estos días finales Dios nos habló por su Hijo, al que constituyo heredero del universo, aquel por cuyo medio había hecho el mundo; que, siendo reflejo luminoso de su esplendor e impronta de su ser, y gobernando el universo con su palabra poderosa, después de que expió los pecados se sentó a la derecha de la divina Majestad en las alturas" (Hb. 1, 2-3).

Pero El libro de la Sabiduría no se queda ahí. También nos dirá:  

"Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple,
suave, ágil, penetrante, incontaminado, diáfano ,
inofensivo, amante de lo bueno, agudo, sin trabas, 
bienhechor, filántropo, seguro, firme, sin cuidados,
que todo lo puede, todo lo vigila, que penetra todos los
espíritus inteligentes, puros, sutiles"
                                    (Sab. 7, 22-23).

En el corazón de la Sabiduría -tal como la concibe este libro inspirado- parece existir un Espíritu de la misma esencia de Dios, que posee su poder y su bondad (infinitos). ¿Son lo mismo la Sabiduría y el Espíritu de la Sabiduría o, más bien, éste procede de aquélla, y ambos son Dios? La Verdad de un solo Dios y varias Personas Divinas, aun entre sombras y vacilaciones, comienza a vislumbrarse. Antes de que San Juan, en el prólogo de su Evangelio, se acordase de la Palabra creadora del Génesis (Gen. 1,3), el autor de la Sabiduría se había anticipado un siglo antes en su majestuoso libro ¿Podemos dudar que éste fue leído apasionadamente por aquel pescador de Betsaida, tan querido por Jesús?

"Dios de los padres, y Señor de la misericordia
que todo lo hiciste con tu palabra
y con tu sabiduría formaste al hombre"
                                (Sab. 9,1).

Dios, Palabra, Sabiduría... Una llama única en tres antorchas unidas. Casi intuimos ya el alfa y el omega, el principio y el final de todo y de nuestra existencia en particular. Pero será  en el Evangelio de San Juan donde se nos confirmará esa deliciosa paradoja de que la Palabra era el mismo Dios -el Verbo era Dios-, pero a la vez misteriosamente diferente -el Verbo estaba junto a Dios-. Y que esa Palabra se hizo carne, habitó entre nosotros y dos mil años después seguimos por la fe contemplando su Gloria. Y, finalmente, que esa Palabra hecha carne -Jesucristo, Nuestro Señor, el Hijo del Dios vivo-, "enviará el Espíritu de la verdad, que procede del Padre y testificará en su favor" (Jn. 15,26).  Tres personas, como si fueran la Mente, la Sabiduría y la Voluntad del único Dios. 

El único Dios -la Santísima Trinidad-, que tiene el poder de inhabitar el alma del hombre en estado de Gracia y producir una nueva criatura, como también parece declararse en los siguientes versos, que anticipan una de las verdades más profundas de la teología espiritual cristiana:

"Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades, y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas"
                                         (Sab. 7,27). 

Y aquí nos quedamos. Honestamente hay que decir que, sin la revelación del Nuevo Testamento, muy difícilmente se podía haber captado en este extraordinario libro el misterio de los misterios, la naturaleza una y trina de Dios, la Santísima Trinidad. Pero su superioridad doctrinal y dogmática en relación con los otros libros sapienciales, queda probada por esta mejor comprensión de lo que los anteriores textos bíblicos apenas balbuceaban. En definitiva, el Libro de la Sabiduría, el último libro de la vieja revelación -un libro rechazado por judíos y protestantes-, a mi humilde juicio de mero lector constante y apasionado de la Biblia, es el más importante de los libros sapienciales. Habría que situarlo a la altura de los grandes profetas bíblicos, pues contribuirá junto a ellos a que se allanen todos los montes y colinas (Is. 40,4) a fin de que, a escasos años de que se concluyera su redacción, un esplendoroso sol de justicia ilumine a las naciones del mundo para siempre.
 


domingo, 3 de septiembre de 2023

La caballerosidad no es machismo: el episodio evangélico de la adúltera.


I

Es cuando menos llamativo que los dos episodios mediáticos con los que las televisiones nos estuvieron dando la tabarra durante el concluido mes de agosto -y, no lo duden, seguirán en septiembre ad infinitum-, han sido dos noticias con un cierto elemento sexual, una trágica y otra tragicómica. El crimen de Tailandia y el beso/pico de Rubiales. Precisamente, en relación con la chusca historia/histeria del caso Rubiales, tuve hace poco una interesante discusión con una persona muy querida -una mujer-, que merece una reflexión. En un momento determinado, ella descalificó, en nombre de la igualdad, la tradicional cortesía o caballerosidad masculina con estas palabras: 

"La caballerosidad implica que la mujer es un ser frágil e inferior al que hay que cuidar".

Una afirmación como la expuesta desgraciadamente es sostenida por la inmensa mayoría de las mujeres de nuestro tiempo, infectadas por el virus del feminismo.  Fue fácil para mí rebatirla -y así lo hice- con un ejemplo sencillo: el del barco que se va a pique, y en la norma no escrita que nos interpela a los varones para que salvemos primero a las mujeres y a los niños (aun a costa de nuestras vidas masculinas). Suponiendo que el moderno reglamento del barco estableciese que los botes se asignarían por sorteo (sin preferencia alguna por motivo de género), las opciones de una mujer serian escasas, porque mientras la situación no fuera desesperada dependería del azar, pero cuando el agua llegase al cuello de los pasajeros, sólo los más fuertes -los hombres más brutos y menos caballerosos- coparían las barcazas. Por lo tanto, si no hubiese en el barco ningún hombre de verdad (otro modo tradicional de denominar esa virtud masculina, anathema sit), y éste llevase pocos botes salvavidas e hiciese aguas, ninguna mujer podría contarlo. Es elemental e irrebatible. Recordemos esa noticia de hace unos años, de aquel crucero que quedó torcido y varado en el mediterráneo -el Costa Condordia-, cuyo capitán, aparte de incumplir el reglamento de a bordo, dejó manifiesto que no era un caballero, huyendo como una rata y abandonando a los pasajeros (y pasajeras, que diríamos hoy). 

En fin, muchas mujeres nos gritan hoy ¡machistas! si les dejamos pasar primero, si nos ofrecemos a pagar la cuenta del bar, si les cedemos el asiento en un transporte público o si nos ponemos de pie como un resorte si alguna aparece y estamos sentados. Yo les pediría cortésmente que se serenen y que piensen en ese buque. Y seguro que elegirían tener a su lado a ese caballero, a ese machista (de mentira) antes que a uno de verdad o a un hombre estrictamente igualitario, al que este tiempo de locos en que vivimos le ha privado de ese instinto tan normal en el varón, de considerar a la condición femenina especialmente digna de atención y protección.

Ahora bien, le doy en parte la razón a esta interlocutora. Por descontado yo admito que la caballerosidad implica exceder las normas de estricta igualdad entre el hombre y la mujer, pero niego la mayor. Niego que el origen de tal distorsión del igualitarismo radique en el hecho de que los hombres se crean superiores a ellas.

En absoluto. Es más, la razón es exactamente la contraria. Los varones -independientemente de las normas de cada época- consideramos a priori a las mujeres como seres humanos más valiosos que nosotros mismos, y la razón no sólo radica en la especialísima e insustituible función biológica que Dios y la naturaleza han asignado al sexo femenino, la gestación y la maternidad. Se trata de algo difícilmente explicable con palabras, vinculado a la belleza en sí de la mujer a los ojos del varón  -más allá de su físico- y que para nosotros activa un instinto amable y bondadoso, diferente del deseo carnal, que lleva naturalmente a agasajarla y a protegerla, a ser con ellas un caballero. Probablemente el plan de Dios en la creación incorporó ese secreto instinto masculino como protección de la ancestral sacralidad de la función maternal, unido a la menor fuerza física de la mujer. Pero sea como fuere, es una realidad  indiscutible de corte espiritual que ahí está, aunque nuestra época enloquecida pretenda anularla por considerarla un atávico vestigio machista,  inaceptable en una sociedad igualitaria.

Pero hay otra explicación que me convence mejor y que por supuesto se encuentra -cómo no- en la Biblia. Se trata de algo inefable que se puede deducir de la impresionante exclamación de Adán cuando Dios le presentó a Eva (Gen. 2,23). No lean el versículo porque ninguna traducción se acerca al lenguaje original. Se trata un "algo" que brotó del corazón del primer hombre cuando le fue mostrada por Dios la primera mujer.  Y surgió de él significativamente, no de ella. En relación con esas palabras, los hebraístas nos explican que es imposible volcarlas a un idioma diferente del hebreo, pues cualquier versión palidece por muy intenso que sea el  término que empleemos o la fuerza de su idioma. Adán expresó en una lengua divina una intraducible fascinación, cuyo eco ha llegado desde entonces a los hombres que le sucedieron hasta nuestros días. Tan fuerte es que, aún heridos por el pecado original, nos sigue marcando indeleblemente. No hablo de instinto biológico, que compartimos de igual modo hombres y mujeres. Hablo una realidad radicalmente masculina, como exclusivamente femenina es la maternidad. Algo que sólo poseemos los hombres, y no las mujeres. Un plus masculino que paradójicamente nos hace inferiores y más débiles que ellas, hasta el punto de anteponer sus vidas a las nuestras en una situación dramática. Un extra que las estúpidas leyes igualitarias y de paridad jamás arrancarán de nuestros corazones de hombre. Afortunadamente... para ellas. 


II


Y ya que he citado la Biblia, no tengo problemas en conceder a los enemigos de la fe que buena parte de la ley mosaica podemos calificarla hoy de "patriarcal e incluso de machista", aunque matizaría ese aserto con dos precisiones: que, para la época, en muchos aspectos, era más humanitaria que la de los países del entorno judío, y que es injusto condenar el pasado con los valores generalmente aceptados en el presente. Otros nos objetan que, si se trata de la palabra de Dios, son inaceptables esos preceptos que hoy nos perturban, pues Dios es perfecto e inmutable. Pero este reproche ya fue respondido por algunos Padres de la antigüedad, destacando la "condescendencia divina" con el sentir y el pensar del hombre del pasado, y su respeto a su libertad y a su desarrollo espiritual. Si el plan divino -como destaca San Pablo (Gal. 4)- descansaba en una pedagogía histórica, es lógico que la humanidad en estado de infancia no piense y sienta igual que alcanzada la madurez, y que el Altísimo, al revelar su itinerario de salvación universal, contase con ello (y asumiera que los enemigos de la fe, en nuestro presente, zaherirían a los creyentes con este argumento). En todo caso, para nosotros los cristianos la plenitud de los tiempos -la culminación de la ley transformada en Gracia de una vez para siempre- llega con Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. 

En el caso concreto de la pena capital por adulterio en la ley judía, es importante destacar que la norma jurídica que lo castigaba severamente con la lapidación era muy inclusiva (no machista, por tanto), pues se aplicaba tanto a hombres como a mujeres adúlteros. Es más, la norma parecía incidir más en la gravedad de la conducta del varón hebreo que en la de la mujer (aunque sin duda en la práctica se era más intransigente con las féminas). Leemos en Dt. 22,22:

"Si un hombre es hallado yaciendo con mujer casada, morirán ambos a dos, el hombre que yacía y la mujer misma. Así extirparás el mal de Israel"

Lo mismo dice Lv. 20,10:

 "El hombre que cometa adulterio con la mujer de otro hombre, quien cometa adulterio con la mujer de su prójimo habrá de ser muerto, el adúltero y la adúltera" .

Sin embargo, en Nuevo Testamento se producirá un giro tan sorprendente como radical. La ley desaparecerá -como palabras escritas sobre la arena-, y será sustituida por un Reino que no tendrá fin (Dn. 7,13-14; Lc. 1,33). 

En efecto, encontramos en esta Nueva Alianza -por ejemplo, en el capítulo 8 del Evangelio de Juan- a unos escribas y fariseos que presentan ante el Señor en el Monte de los Olivos a una adúltera, cogida in fraganti. Su situación es crítica. La ley mosaica, entregada por YHWH a Moisés en el Sinaí, prescribía inexorablemente su ejecución a pedrada limpia. El delito es manifiesto y la pena inapelable... salvo recurso in extremis al Tribunal de Dios, y daba la casualidad de que Dios se encontraba -y en Persona- por allí. Una situación paradójica: los juzgadores no creían en Jesús y, sin embargo, para tentarle, le expusieron ese caso que parecía cerrado, como si Él fuera esa última -y definitiva- instancia sobrenatural. Una muestra más de la finísima ironía que Juan exhibe en su sublime Evangelio cuando describe a los enemigos de Cristo y el reconocimiento implícito de su divinidad. 

El Evangelio nos narra que Jesús comenzó a escribir en la arena, como ganando tiempo para preparar una respuesta adecuada, pues verdaderamente se encontraba ante un caso diabólico. Los que se lo expusieron al Maestro, estaban convencidos de que no iba a tener arrestos para negar la aplicación de la ley mosaica (seria en tal caso un falso profeta, un blasfemo por oponerse al cumplimiento de la ley divina). Por otro lado, si ratificase la pena capital, se desacreditaría como el profeta popular que arrastraba a las masas y que venía a humanizar esa ley, según las directrices que marcó en el Sermón de la Montaña (motivo principal por el que tantos pecadores y gente sin oficio ni beneficio le seguían con entusiasmo). Quedaría como un incoherente, un falso.

Ante ese laberinto, la sabiduría del Señor demostró a los judíos de su tiempo que era mucho más que un profeta, y a los cristianos de todos los tiempos que Él era sencillamente Dios. Analicemos, pues, los gestos y las Palabras del Señor:

En primer lugar, la escritura en la arena. Es lo primero que hizo el Señor al escuchar la denuncia y la sentencia contra la mujer. Algunos píos Santos Padres han imaginado que Jesús describía los pecados de aquellos jueces ávidos de sangre, y que, por ello, avergonzados, se marcharon, los más viejos en primer lugar (Jn. 8,9). Yo sinceramente pienso otra cosa: 

1.- Que Jesús comenzó a escribir la norma mosaica que prescribía la muerte para los adúlteros como un gesto profético (al igual que los que ejecutaba el doliente Jeremías o el bravo Ezequiel) para anunciar a los fariseos que toda la estructura legal del judaísmo era provisional, tanto como un precepto escrito sobre la arena. 

2.- Que la ley estuvo de facto escrita en ese inestable soporte por su incapacidad para ser cumplida en su letra y en su espíritu durante toda la historia judaica (como enfatizan San Pablo -Rm. 2,23- y San Pedro -Hch. 15,10-), de modo que hasta el mismo Moisés la llegó a hacer trizas -Ex. 32,19-). 

3.- Y que con Cristo vino el nuevo Espíritu, como un verdadero viento de libertad (Gal. 5,1) que la borraría definitivamente ("La ley y los profetas llegan hasta Juan, a partir de él es predicado el Reino" - Lc. 16,16-.)

En segundo lugar, las Palabras del Señor. Jesús no se limita a decirles a los fariseos que el que esté libre de pecado tire la primera piedra (Jn. 8,7). De manera misteriosa les impone también el ser coherentes como nunca fueron en sus hipócritas vidas. ¡Y obedecieron! Nadie se atrevió, delante de Él, a lanzar un guijarro. No creo que se tratase de un milagro; más bien respondía a una actitud de prudencia de esos matarifes ante Jesús, de quien se decía (y ellos quizás pudieron en algún otro caso verificarlo) que podía "darse cuenta enseguida de lo que pensaban" (Mc. 2,8)  y, en consecuencia, existía un alto riesgo de quedar en evidencia ante los demás si se hubieran atrevido a desobedecerle (la mayor parte de los pecados sexuales, a la vez que graves, son risibles y ridículos, son los que menos nos gusta confesar, ayer, hoy y siempre). 

Y en lo relativo a esa pecadora, es importante destacar la advertencia de que no debía incidir en el pecado (Jn. 8,11). Pues ella fue uno de los primeros signos, una primicia de ese nuevo tiempo que exigirá a hombres y mujeres una conversión radical y una nueva vida. 

En definitiva, Jesús nos vuelve a demostrar, de manera discreta y magistral, su divinidad porque Él era el único que allí estaba libre de culpa y que podía apedrear legalmente a la pecadora. Y, sin embargo, en coherencia con su mensaje universal de gracia, de misericordia y de perdón -y por algo más que a continuación veremos-, la absolvió de su grave pecado. 

No me cabe la menor duda de que el hombre-Jesús actuó así porque, además de Dios, era un auténtico caballero con las mujeres. Como vimos, la ley mosaica que perseguía el adulterio era inclusiva, igualitaria y no machista y, en consecuencia, las feministas (de haberlas) no sólo no hubieran puesto objeción a que se apedrease a aquella adúltera; es que además juzgarían el perdón de Jesús como un gesto machista. Sin embargo, Jesús, como hombre, se sintió interpelado a proteger a esa pecadora, sacando de sí esa natural caballerosidad que todo varón que se precie lleva en su corazón. Recordemos también a esa otra desgraciada que se lanzó a sus pies arrepentida mientras el Señor comía en casa de un rico. Aunque todos sin excepción esperaban que la apartase con un puntapié, la miró a los ojos, le dijo que sus pecados le eran perdonados y la salvó.  

Un caballero protege y ampara siempre a una mujer desvalida, y eso hizo siempre Nuestro Señor. "Ve y haz tú lo mismo" (Lc. 10,37) nos exige a los varones cristianos de ayer, de hoy y de siempre. No tenemos excusa como cristianos, en definitiva, para no seguir ese modelo de caballerosidad, aunque en estos tiempos oscuros se nos descalifique como machistas.