viernes, 15 de septiembre de 2023

El Libro de la Sabiduría, el gozne de oro entre el Viejo y el Nuevo Testamento (y II).



 I

En la primera parte del comentario sobre este excepcional libro bíblico, destaqué la importancia doctrinal de muchos de sus versos por acercarnos, en los albores de la venida de Cristo, al inefable misterio del Dios uno y trino que la Iglesia Católica tiempo después definirá dogmáticamente. Ahora me fijaré especialmente en la segunda parte de la obra (capítulos 10 a 18). Parecen los menos relevantes -en principio- al tratarse de una recopilación de hechos históricos de Israel en la misma línea de las que encontramos en otros libros bíblicos como el Sirácida (capítulos 44 a 50) y la Epístola a los Hebreros (capítulo 11).  

Así, el Sirácida -cuyo original hebreo pudo escribirse sobre el año 190 a.C.- pretende con su panegírico exhortar y animar a su pueblo, cuando comenzaba a sufrir las lesivas consecuencias de la progresiva helenización, y que alcanzaría muy poco tiempo después su punto más crítico con la tiranía de Antíoco IV Epífanes y con la rebelión macabea. Su reflexión abarca desde Adán hasta el mismo tiempo de su redacción, la época del Sumo Sacerdote Simeón (220-195 a.C.), unos años antes de aquella rebelión patriótica-religiosa. La Epístola a los Hebreos, por su parte, exhibe poderosos modelos de fe que transcurren en una línea histórica que también principia en Adán, y se clausura en  aquella emocionante historia de fidelidad de una madre y sus siete hijos ejecutados con saña durante el reinado de Antíoco IV Epífanes (2 Macabeos 7), también en el siglo II a.C. 

Sin embargo, el autor de la Sabiduría cerrará su registro histórico y su libro con la conquista de Canaán (siglos XIV-XIII a.C.), y no lo hará de una manera estrictamente lineal, pues volverá a menudo al tiempo de la cautividad egipcia y del éxodo. Y en todo caso, no relatará las siguientes epopeyas de Israel. Parece que quisiera incidir en algo muy específico de esa época, y debemos descubrir qué es. Para ello debemos fijarnos primero en su concepto de salvación, desarrollado en capítulos anteriores, para a continuación abordar el obstáculo principal para alcanzarla y que se desarrolla en esos capítulos recopilatorios.

Antes de iniciar el primero de esos capítulos de evocación histórica, el 10, el autor concluye el anterior con una oración pseudoepigráfica (puesta en boca de Salomón), que es una reflexión conclusiva sobre la naturaleza y acción de la Sabiduría. Lo más relevante, a mi juicio, lo encontramos en el verso con el que la cierra, donde vincula directamente la Sabiduría a la salvación de los hombres:

"Mas de esta forma enderezaron las sendas de los terrenos
y los hombres aprendieron lo que te agrada;
por la sabiduría se salvaron"
                                      (Sab. 9,18).

No debemos entender ese último verso en el sentido de que el hombre se salva por conocer la Sabiduría. Ya hemos demostrado que en este libro ese concepto se asocia a Persona y no a doctrina. Nuestra religión cristiana no es un gnosticismo. Nos salvamos por pura Gracia, por su acción en nuestras vidas, lo que supone -como dijimos al final de nuestro artículo anterior- una inhabitación en el alma de dicha Sabiduría que se identificó, como vimos, con el Dios uno y trino. 

"Y sin salir de sí, todas las cosas renueva, y en todas edades, y transfundiéndose en las almas santas y hace de ellas amigos de Dios y profetas"
                                         (Sab. 7,27). 

Y es básico recordar aquí un principio capital que deducimos de toda la Biblia: Dios no delega la redención del hombre, sino que la realiza Él mismo. Traigamos a colación por ejemplo al profeta Isaías:

"Yo, Yo soy YHWH, y no hay fuera de Mí salvador
                                          (Is. 43,11).

Y también al apóstol San Pedro, con una de las declaraciones más fuertes sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, cuando, delante mismo del Sanedrín judío, sin ningún respeto humano, el primer Papa proclame:

"En ningún otro está la salvación, pues no se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos" (Hch. 4,12).

En definitiva, significativamente se cierra esta primera parte citando la salvación, porque vamos a entrar en una nueva sección del libro (capítulos 10 a 18) más oscura y perturbadora, que examinará el principal obstáculo para alcanzar esa patria definitiva que es ver cara a cara al verdadero Dios. No es, como pensábamos al principio, un asunto poco relevante. Se trata de un tema bastante trillado en toda la biblia por ser de una importancia capital para la vida del hombre; un problema intemporal, que afectaba tanto al judío de ayer como nos interpela a todos en nuestro tiempo. Hablamos de la idolatría que, como veremos, está idénticamente tratada en el Libro de la Sabiduría y en San Pablo.

La idolatría es una conducta doblemente siniestra: constituye el principal pecado contra Dios, y a la vez es el que produce las peores consecuencias para la criatura humana, a la que llega a deshumanizar. Ahora bien, la Biblia nos plantea una paradoja: la gravedad de la idolatría es puesta de manifiesto en numerosísimas ocasiones, pero también la biblia desprecia los ídolos como si fueran mera basura. ¿Por qué son realmente tan negativos?

Las Escrituras nos exponen casos de becerros de oro (como el que levantaron los judíos con la complicidad de Aaron en las faldas del Sinaí (Ex. 32) o los que erigió Jeroboán en el reino del norte, en Dan y Betel (1 Rey. 12,28), tras consumar su secesión) y la realidad es que el Libro Sagrado nos deja meridianamente claro con sus sátiras sobre la idolatría que esas esculturas, en sí mismas, son inofensivas. Por ejemplo, Jeremías:

"Los ídolos parecen espantapájaros que en un campo sembrado de melones no pueden hablar, y hay que cargar con ellos porque no caminan. No tengáis miedo de ellos que a nadie hacen mal ni bien".
                                                                                                                (Jer. 10,5).

Y San Pablo, en relación con las viandas sacrificadas a los ídolos, explicará que:

"sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios"
                                                                                                                (1 Cor. 8,4).

En el Libro de la Sabiduría, observamos una cierta gradación. En primer lugar, se muestra cierta piedad por aquellos que vivieron en las tinieblas de la ignorancia y se postraron ante los astros celestes por su belleza y efecto benéfico sobre la tierra:

"A estos hombres, sin embargo.
no se les puede culpar del todo,
porque quizás se equivocaron
en su afán mismo de buscar a Dios
y querer encontrarlo"
                                   (Sab. 13,6).
                                                                    
En segundo lugar, critica con dureza a los que adoran objetos realizados con artificio por los hombres, y aunque en algún momento les echa alguna que otra maldición (Sab. 14,8), en realidad, si leemos atentamente, lo que verdaderamente le indigna es su estupidez:
 
"Desgraciados, llaman dioses a cosas hechas por los hombres,
a objetos de oro y plata artísticamente trabajados,
a figuras de animales, a una piedra sin valor
tallada hace mucho por un escultor,
ponen su esperanza en cosas muertas"
                                          (Sab. 13,10)

Por último, pone en el punto de mira especialmente al tradicional adversario del pueblo judío, a los egipcios, juzgándoles como "los más faltos de inteligencia y peores que niños sin razón", porque encima de ser "los enemigos que oprimieron a tu pueblo", y de "aceptar como dioses a los ídolos de las naciones" (Sab. 15, 14-15):

"Los egipcios adoran , además a los bichos más repelentes
y por lo que toca a su estupidez, son peores que los otros.
No son bellos para que apetezcan como los otros animales
y fueron excluidos del elogio de Dios y de su bendición"
                                            (Sab. 15, 18-18).

Al sabio universalista, al autor de este maravilloso libro le ha brotado su celo judío, y critica a Egipto por rendir homenaje a animales que la ley juzgaba como impuros. Aquí no tuvo la misma audacia y amplia visión que en otros temas; no percibió que muy pronto llegaría un tiempo donde muchos judíos (y muchos paganos egipcios) aceptaron esa salvación a la que él aludía (Sab. 9,18) y considerarían que, en materia de alimentos y animales, ya no hay nada impuro en sí mismo (Rm. 14,14). En cualquier caso, aunque zahiera especialmente al país del Nilo, tampoco observamos en este pasaje la gravedad de esa conducta por el hecho de hacerla. Es un delirio divinizar tales objetos y animales; ignorancia y estulticia, porque en última instancia todos ellos -además de repugnantes en el caso de los insectos-, en realidad son nada

Pero si al fin y al cabo son nada, ¿por qué iba a insistir este inteligente escritor, de esa manera tan obsesiva y reiterativa, en presentarnos el peligro de los ídolos y el pecado de la idolatría? Su libro resuelve esta paradoja de un modo tan sencillo como contundente:

                                                      "El culto a los ídolos, que son nada
es principio, causa y final de todo mal
                                                   (Sab. 14,27).

El autor de la Sabiduría nos está advirtiendo que un acto tan necio y tan irrelevante como arrodillarse ante un dios falso -o, lo que es lo mismo, inclinar el pensamiento ante un error religioso contra la primacía absoluta de Dios y su ley divina y natural-  abre la peor caja de pandora. En efecto, cuando los hebreos al pie del Sinaí y obligaron a Aarón a fabricarles un becerro de oro, la consecuencia inmediata fue "sentarse a comer y beber, y a continuación levantarse a divertirse" (Ex. 32,18) -todo muy lícito según parece-. Sin embargo, quedó el pueblo "desenfrenado (desnudo), expuesto en medio de sus enemigos" (Ex. 32, 25), enemigos poderosos que tenían las mismas ganas de exterminar a los judíos que ellos tuvieron luego con los cananeos. El desenlace -como recuerda la Biblia- fue que nadie de esa generación del éxodo pudo entrar en la tierra prometida. Una generación perdida, cuyos huesos quedaron sepultados entre las dunas del desierto. 

"Ni una sola persona de esta mala generación verá la buena tierra que prometí dar a vuestros antepasados" (Dt. 1,34).

En cuanto al reino del Norte de tiempos de Jeroboan I, -que como recordé, erigió dos ídolos, uno en Betel y otro en Dan-, sabemos que su dinastía fue exterminada hasta el último de los mortales: "Ninguno quedará con vida. Barreré por completo tu descendencia como si fuera estiércol" (1 Rey. 14,9). E Israel -aunque prosperó en los tiempos del segundo Jeroboan (783-743 a.C.)-, pocos años después acabó devorado por las fauces de Asiria, en el 722 a.C. 

Recordemos también un pasaje de Ezequiel relativo al reino del sur, el de Judá. El profeta se encontraba en Babilonia adonde había sido llevado durante el primer destierro, el del 597 a.C., pero pudo apreciar en visión por un boquete del muro del templo cómo los sacerdotes rendían culto a ídolos repugnantes con forma de reptiles (Ez. 8, 10-11), y que también "inclinados hacia el oriente, con la frente en el suelo, adoraban al sol" (Ez. 8,16). Diez años después llegó la respuesta del Cielo: la zarpa de Nabucodonosor destruyó el templo y la ciudad de Jerusalén, y deportó a todos los judíos. 

Y la idolatría -con sus nefastas consecuencias morales, que con tanta precisión diseccionará la Sabiduría, como luego examinaremos- será la causa del castigo terrible que asoló a los pueblos cananeos. La lectura hoy de Deuteronomio, Josué o Jueces nos sigue chocando por su violencia, pese a lo cual nuestro libro asegura que Dios "castigó a los cananeos con bondad y consideración, dándoles la oportunidad de dejar su maldad" (Sab. 12,20).  Sin embargo, ya había rebosado la copa de la paciencia divina, pues "se había colmado la maldad de los amorreos" (Gen. 15,16). Dios no hace acepción de personas (Hch. 10,34) y ante cualquier pecado, sobre todo la idolatría, castiga severamente erga omnes. Porque si bien el hecho mismo de postrarse ante un espantajo de melonar es ridículo e irrelevante, la catarata de graves daños que provoca en el la mente del adorador (y en las almas de los que lo rodean) es pavorosa. 

II


San Pablo comenzará su devastador e implacable alegato fiscal contra la humanidad pecadora en el capítulo 1, versículos 18 en adelante de su Epístola a los Romanos, y el eje de su crítica es la idolatría. No me cabe la más mínima duda de que mientras lo redactaba -o mejor, se lo dictaba a Tercio (Rm. 16,22)-, tenía junto a sí este Libro de la Sabiduría, pues la reflexión del apóstol de los gentiles acerca de los deletéreos efectos de ese gravísimo error religioso, bebe del profundo hontanar del último escritor del Nuevo Testamento. En ambos escritos encontramos idénticos pensamientos, argumentos y hasta palabras y expresiones y, sobre todo, en los dos se atribuye el origen de todo mal a la idolatría. Es más, San Pablo es incluso menos indulgente que el escritor veterotestamentario, pues si bien ambos califican de inexcusable a la humanidad sin excepciones por caer en ella (o en "la nada" (1 Cor. 8,4), la Sabiduría -como vimos anteriormente- matiza piadosamente que "no se les puede culpar del todo, porque quizás se equivocaron" (Sab. 13,6). 

En primer lugar, ambos afirmarán la responsabilidad del hombre que no cree en Dios.

"Lo que de Dios se puede conocer, ellos lo conocen muy bien porque Él mismo se lo ha mostrado, pues lo invisible de Dios desde la creación del mundo puede ser capturado por la inteligencia y llegar a conocerse  gracias a las criaturas,  hasta el punto de no tener excusa.  (...) sus pensamientos acabaron en lo que es nada, y su ignorante corazón se obnubiló" (Rm. 1,19-20).  

Veamos a continuación cómo el Libro de la Sabiduría comparte con el Apóstol la posibilidad cierta de un conocimiento natural de Dios mediante su creación (por cierto, dogma de fe reconocido en el Concilio Vaticano I) y la inexistencia de razones para negarse a adorar a ese Dios escondido tras su colosal obra o buscar sustitutos.

"Faltos por completo de inteligencia son los hombres que vivieron sin conocer a Dios, quienes, a pesar  de los bienes visibles no fueron capaces de conocer al que Existe, ni reconocieron al artífice fijándose en las obras" (Sab. 13,1).

"Pero, por otro lado, ni estos son excusables, ya que, si pudieron ser capaces de saber tanto, que pudieron conjeturar el universo, ¿por qué no descubrieron antes al Señor de todo? (Sab. 13, 8-9).

La contemplación de la belleza del universo no les incitó a buscar con humildad al eterno artífice de tan extraordinaria creación; se ensoberbecieron y dieron a las criaturas el honor sólo a Dios debido; ahí está el origen de la invención de los ídolos, la vanidad humana y el deseo de deificar las más primarias pasiones corporales. Los medios que la naturaleza dio al hombre para su nutrición y reproducción, se convierten en fines absolutos, se transmutan en ídolos, en dioses.

"De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad
y su invención, corrompió la vida;
los ídolos no existieron desde el principio, ni existirán por siempre,
sino que por vanidad del hombre entraron en el mundo"
                                                      (Sab. 14, 12-13).

Idéntica reflexión encontramos en el Apóstol:

"asegurando ser sabios acabaron locos, y cambiaron la gloria del Dios inmortal por una imagen representando un hombre mortal, y pájaros, cuadrúpedos y aves. Por eso, por la avidez de su corazón, los entregó Dios a la impureza, tal que llegaron a envilecer sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y veneraron y sirvieron a la criatura y no al Creador. Por eso los entregó Dios a pasiones deshonestas..." (Rm. 1,21-24). 

De la invención de los ídolos derivó la inmoralidad (Sab. 14,12), define con absoluta precisión la Sabiduría, y nos presentará un amplio catálogo de ellas:

"Todo es confusión, muerte, asesinato, robo, engaño,
sobornos, infidelidad, desórdenes, juramentos falsos,
confusión de valores, ingratitud, corrupción de las almas,
inversión de sexos, destrucción del matrimonio, adulterio e inmoralidad"
                                                           (Sab. 14, 25-27),

Lo mismo expresa el Apóstol: ninguna indecencia queda excluida del comportamiento del idólatra:

"Como ni quisieron reconocer a Dios, Él los ha abandonado a sus perversos pensamientos para que hagan lo que no deben hacer. Están llenos de toda clase de injusticia, perversidad, avaricia y maldad. Son envidiosos, asesinos, pendencieros, engañadores, perversos y chismosos. Hablan mal de los demás, son enemigos de Dios, insolentes, vanidosos y soberbios..."  (Rm. 1,28-30).

Ahora bien, ambos escritores sagrados -además de lucidez- poseen una clarísima visión profética cuya luz llega hasta nuestro tiempo pues cada uno recalcará un pecado en particular, el más disolvente a juicio de cada uno.  Dos pecados que, una vez arraigados en la sociedad, nos permiten juzgarla como idolátrica y enemiga de la Sabiduría, y a la larga, la condenarán a la muerte.    

Así, San Pablo, al concretar las inmoralidades a que lleva la vanidad de la idolatría, se centra especialmente en las prácticas homosexuales, tanto de varones como de hembras:

"Por eso, Dios los ha abandonado a pasiones vergonzosas. Incluso sus mujeres han cambiado las relaciones naturales por las que van contra la naturaleza; y, de la misma manera, los hombres han dejado sus relaciones naturales con la mujer y arden en malos deseos los unos por los otros. Hombres con hombres cometen actos vergonzosos y sufren en su propio cuerpo el castigo de su perversidad"
                                                                                            (Rm. 1, 26-27).

Por su parte, en el Libro de la Sabiduría, localizamos el otro pecado sobre el que su autor reflexiona en varios momentos, la matanza de niños. Sin duda, él tenía en mente los sacrificios de infantes a Baal y Moloc que ejecutaban los cananeos antes de la llegada del Pueblo Elegido, aunque su insistencia en referirnos ese crimen nos lleva a pensar en algo más. Observamos que significativamente no acusa a sus gobernantes criminales por ordenar que algunos recién nacidos sean arrojados a una pira bajo un repulsivo ídolo. A quien reprocha es a los padres de esos niños asesinados, porque son ellos los responsables. 

"A los antiguos habitantes de su santa tierra
los aborreciste por sus prácticas odiosas
por practicar la magia y otros actos perversos,
por matar sin compasión a los niños"
(...)
A ellos, que practicaban dichos ritos,
padres asesinos de sus criaturas indefensas,
decidiste eliminarlos por medio de nuestros antepasados"
                            (Sab. 12, 3-6).

Los cananeos son calificados -atención a esta expresión- como enemigos de sus hijos (Sab. 12,20) porque:

" Practican ritos en los que matan a niños
celebran cultos misteriosos
o realizan locas fiestas de extrañas ceremonias,
no respetan ni la vida ni el matrimonio"
                              (Sab. 14,23).

A mi juicio no es casual que ambos escritores sagrados incidan especialmente en esas conductas -las prácticas homosexuales y el asesinato de los hijos (o como se denomina en nuestra época, eufemística y falsamente, interrupción voluntaria del embarazo, IVE), pues si bien todo pecado tiene un condimento de idolatría, esos dos parecen las primicias de cualquier sociedad que se haya encadenado a ella: como el Canaán preisraelita, como la Roma precristana, como nuestra actual sociedad occidental, que vuelve a comerse el vómito del paganismo que expulsó en el pasado, (Prov. 26,11) y que venera a esos ídolos renacidos, hoy rebautizados como ideologías progresistas. E incluso le ofrece un tributo de sangre inocente, considerando cínicamente como positivas tales abominaciones: "¡a tan terribles males llaman paz! (Sab. 14,22). En última instancia, el destino de tales naciones no es otro que la muerte pues el mínimo común denominador de esas dos conductas es cerrarse absolutamente a lo que Dios más ama de su creación, la vida. 

"Amas a todos los seres
y no aborreces nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa
no la habrías creado
(...)
Tú tienes compasión de todos
porque todo, Señor, te pertenece
y amas a todo lo que tiene vida"
                               (Sab. 11, 24-26).

Pese a todo, pese a nuestras rebeldías, pese a nuestras idolatrías, el Libro de la Sabiduría y San Pablo insisten en la misericordia de Dios, en su paciencia y en su deseo de que el hombre se arrepienta (Sab. 11,23, 12, 1-2, Rm. 3,21, 1 Tim. 2,4). Dios está siempre haciendo su trabajo en el corazón de la criatura, interpelándole, corrigiéndole, llamándole, amándole aunque no se lo merezca. El hombre, corrompido y soberbio, negará la ley divina, y reescribirá la ley natural conforme a la esclavitud impuesta por sus pasiones más básicas. Aun así, Dios le seguirá esperando -como el Padre que nos reveló Jesucristo-, hasta que exhale el último aliento y se fije para siempre su destino, según haya aceptado o no la Sabiduría:

"El día en que el Señor venga a juzgarnos
los justos resplandecerán como antorchas
como chispas que prenden en el rastrojo.
Juzgarán a las naciones y gobernarán a los pueblos
y el Señor reinará sobre ellos para siempre.
(...)
Los malos tendrán el castigo que merecen sus malos pensamientos,
porque despreciaron a los buenos y se apartaron del Señor.
¡Desdichados los que desprecian la sabiduría y la instrucción!
                                  (Sab. 3, 7-11).


III

Cierro mi comentario sobre este excepcional libro bíblico, leyendo conjuntamente dos de las más hermosas páginas de todo el Antiguo Testamento: el inspiradísimo poema que anticipa la vida y muerte de Cristo (Sab. 2,12-24), y las profecías contenidas en los Cantos del Siervo Doliente de Isaías, sobre su sentido redentor. (42,49,52,53). Es la misma y conmovedora historia, pero desde dos puntos de vista diferentes. El autor de la Sabiduría pone en boca de los malvados las palabras que critican al justo, para luego conjurarse contra él:

"Así piensan los malos, pero se equivocan,
porque su maldad les había cegado"
                                    (Sab. 2,21).

El profeta Isaías, en cambio, describe la mirada de Dios sobre el sufrimiento del Justo y su Palabra revela un misterioso sentido redentor. Por primera vez en toda la Biblia, una verdadera novedad.

"Ya no recuerdes el ayer
no pienses más en las cosas del pasado.
Yo voy a hacer algo nuevo
y verás que ahora mismo va a aparecer"
                                          (Is. 43,18-19)

Omitiré los comentarios, porque es imposible que alguien que lleva a Cristo en su corazón, pueda añadir algo a las palabras que siguen. Con ellas concluyo mis reflexiones sobre el Libro de la Sabiduría,  invitando a los lectores que hayan llegado hasta aquí a descubrir por ellos mismos con qué razón se ha titulado así -con mayúsculas- este libro bíblico.  

SABIDURIA (2,12-15)

"Pongámonos al acecho del justo, porque nos es embarazoso,
y se opone a nuestras obras;
nos reprocha las transgresiones de la ley,
y nos echa en cara que no vivamos según la educación que recibimos.
Presume poseer conocimiento de Dios
y se llama a sí mismo Hijo del Señor.
Se ha convertido en una piedra de toque para nuestro estilo de vida,
y su sola presencia nos molesta.
Su vida es distinta a la de los demás
y distintos sus caminos"

ISAIAS (42,1-4)

"He aquí mi Siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma.
Infundo mi Espíritu sobre Él, un decreto expondrá a las naciones 
(...)
No descansará ni su ánimo se quebrantará hasta que establezca la justicia en la tierra"

SABIDURIA (2,16)

"Nos rechaza como a moneda falsa,
y se aparta de nuestros caminos como de inmundicia,
proclama feliz el final de los justos 
y se siente orgulloso de tener a Dios como padre"

ISAIAS (50, 10-11)

"¡Quién de vosotros teme al Señor  y escucha la voz de su Siervo!
El que camine en las tinieblas sin un rayo de luz
confíe en el Nombre del Señor y apóyese en su Dios.
Pero todos los que prendéis fuego y preparáis flechas encendidas
caeréis en las llamas de vuestro propio fuego,
bajo las flechas que vosotros mismos encendisteis.
Por mi mano os ocurrirá tal cosa, en tormentos yaceréis".

SABIDURIA (2,17-22)

"Veamos si es cierto lo que dice
y comprobemos en qué va a parar su vida.
Si el justo es verdaderamente Hijo de Dios, éste le ayudará, 
le arrancará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle a torturas y ultrajes
para conocer su paciencia
y comprobemos su aguante al mal.
Condenémosle a una muerte vergonzosa
pues según dice hay quien le defienda.
(Esto pensaron los malvados, pero se equivocaron
porque su maldad les había cegado.
No conocieron los planes secretos de Dios,
ni esperaron premio para la santidad
ni creyeron que había un lote para las almas puras").

ISAIAS (53, 4-5 y 11-12)

"Sin embargo, nuestros sufrimientos él ha llevado, nuestros dolores cargó sobre sí,
mientras nosotros le consideramos azotado, golpeadísimo y abatido.
Fue traspasado por causa de nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades;
el castigo, precio de nuestra paz cayó sobre él, y en sus heridas hemos sido sanados"
(...)
"Gracias a tanta aflicción verá la luz y se saciará;
el justo, Siervo del Señor, liberará  a muchos
pues cargará con la iniquidad de ellos.
Por eso le daré parte entre las multitudes, y con los poderosos participará del triunfo,
porque entregó su persona a la muerte
y fue contado entre los malvados,
portando los pecados de muchos, e intercediendo por los pecadores".


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