domingo, 3 de septiembre de 2023

La caballerosidad no es machismo: el episodio evangélico de la adúltera.


I

Es cuando menos llamativo que los dos episodios mediáticos con los que las televisiones nos estuvieron dando la tabarra durante el concluido mes de agosto -y, no lo duden, seguirán en septiembre ad infinitum-, han sido dos noticias con un cierto elemento sexual, una trágica y otra tragicómica. El crimen de Tailandia y el beso/pico de Rubiales. Precisamente, en relación con la chusca historia/histeria del caso Rubiales, tuve hace poco una interesante discusión con una persona muy querida -una mujer-, que merece una reflexión. En un momento determinado, ella descalificó, en nombre de la igualdad, la tradicional cortesía o caballerosidad masculina con estas palabras: 

"La caballerosidad implica que la mujer es un ser frágil e inferior al que hay que cuidar".

Una afirmación como la expuesta desgraciadamente es sostenida por la inmensa mayoría de las mujeres de nuestro tiempo, infectadas por el virus del feminismo.  Fue fácil para mí rebatirla -y así lo hice- con un ejemplo sencillo: el del barco que se va a pique, y en la norma no escrita que nos interpela a los varones para que salvemos primero a las mujeres y a los niños (aun a costa de nuestras vidas masculinas). Suponiendo que el moderno reglamento del barco estableciese que los botes se asignarían por sorteo (sin preferencia alguna por motivo de género), las opciones de una mujer serian escasas, porque mientras la situación no fuera desesperada dependería del azar, pero cuando el agua llegase al cuello de los pasajeros, sólo los más fuertes -los hombres más brutos y menos caballerosos- coparían las barcazas. Por lo tanto, si no hubiese en el barco ningún hombre de verdad (otro modo tradicional de denominar esa virtud masculina, anathema sit), y éste llevase pocos botes salvavidas e hiciese aguas, ninguna mujer podría contarlo. Es elemental e irrebatible. Recordemos esa noticia de hace unos años, de aquel crucero que quedó torcido y varado en el mediterráneo -el Costa Condordia-, cuyo capitán, aparte de incumplir el reglamento de a bordo, dejó manifiesto que no era un caballero, huyendo como una rata y abandonando a los pasajeros (y pasajeras, que diríamos hoy). 

En fin, muchas mujeres nos gritan hoy ¡machistas! si les dejamos pasar primero, si nos ofrecemos a pagar la cuenta del bar, si les cedemos el asiento en un transporte público o si nos ponemos de pie como un resorte si alguna aparece y estamos sentados. Yo les pediría cortésmente que se serenen y que piensen en ese buque. Y seguro que elegirían tener a su lado a ese caballero, a ese machista (de mentira) antes que a uno de verdad o a un hombre estrictamente igualitario, al que este tiempo de locos en que vivimos le ha privado de ese instinto tan normal en el varón, de considerar a la condición femenina especialmente digna de atención y protección.

Ahora bien, le doy en parte la razón a esta interlocutora. Por descontado yo admito que la caballerosidad implica exceder las normas de estricta igualdad entre el hombre y la mujer, pero niego la mayor. Niego que el origen de tal distorsión del igualitarismo radique en el hecho de que los hombres se crean superiores a ellas.

En absoluto. Es más, la razón es exactamente la contraria. Los varones -independientemente de las normas de cada época- consideramos a priori a las mujeres como seres humanos más valiosos que nosotros mismos, y la razón no sólo radica en la especialísima e insustituible función biológica que Dios y la naturaleza han asignado al sexo femenino, la gestación y la maternidad. Se trata de algo difícilmente explicable con palabras, vinculado a la belleza en sí de la mujer a los ojos del varón  -más allá de su físico- y que para nosotros activa un instinto amable y bondadoso, diferente del deseo carnal, que lleva naturalmente a agasajarla y a protegerla, a ser con ellas un caballero. Probablemente el plan de Dios en la creación incorporó ese secreto instinto masculino como protección de la ancestral sacralidad de la función maternal, unido a la menor fuerza física de la mujer. Pero sea como fuere, es una realidad  indiscutible de corte espiritual que ahí está, aunque nuestra época enloquecida pretenda anularla por considerarla un atávico vestigio machista,  inaceptable en una sociedad igualitaria.

Pero hay otra explicación que me convence mejor y que por supuesto se encuentra -cómo no- en la Biblia. Se trata de algo inefable que se puede deducir de la impresionante exclamación de Adán cuando Dios le presentó a Eva (Gen. 2,23). No lean el versículo porque ninguna traducción se acerca al lenguaje original. Se trata un "algo" que brotó del corazón del primer hombre cuando le fue mostrada por Dios la primera mujer.  Y surgió de él significativamente, no de ella. En relación con esas palabras, los hebraístas nos explican que es imposible volcarlas a un idioma diferente del hebreo, pues cualquier versión palidece por muy intenso que sea el  término que empleemos o la fuerza de su idioma. Adán expresó en una lengua divina una intraducible fascinación, cuyo eco ha llegado desde entonces a los hombres que le sucedieron hasta nuestros días. Tan fuerte es que, aún heridos por el pecado original, nos sigue marcando indeleblemente. No hablo de instinto biológico, que compartimos de igual modo hombres y mujeres. Hablo una realidad radicalmente masculina, como exclusivamente femenina es la maternidad. Algo que sólo poseemos los hombres, y no las mujeres. Un plus masculino que paradójicamente nos hace inferiores y más débiles que ellas, hasta el punto de anteponer sus vidas a las nuestras en una situación dramática. Un extra que las estúpidas leyes igualitarias y de paridad jamás arrancarán de nuestros corazones de hombre. Afortunadamente... para ellas. 


II


Y ya que he citado la Biblia, no tengo problemas en conceder a los enemigos de la fe que buena parte de la ley mosaica podemos calificarla hoy de "patriarcal e incluso de machista", aunque matizaría ese aserto con dos precisiones: que, para la época, en muchos aspectos, era más humanitaria que la de los países del entorno judío, y que es injusto condenar el pasado con los valores generalmente aceptados en el presente. Otros nos objetan que, si se trata de la palabra de Dios, son inaceptables esos preceptos que hoy nos perturban, pues Dios es perfecto e inmutable. Pero este reproche ya fue respondido por algunos Padres de la antigüedad, destacando la "condescendencia divina" con el sentir y el pensar del hombre del pasado, y su respeto a su libertad y a su desarrollo espiritual. Si el plan divino -como destaca San Pablo (Gal. 4)- descansaba en una pedagogía histórica, es lógico que la humanidad en estado de infancia no piense y sienta igual que alcanzada la madurez, y que el Altísimo, al revelar su itinerario de salvación universal, contase con ello (y asumiera que los enemigos de la fe, en nuestro presente, zaherirían a los creyentes con este argumento). En todo caso, para nosotros los cristianos la plenitud de los tiempos -la culminación de la ley transformada en Gracia de una vez para siempre- llega con Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. 

En el caso concreto de la pena capital por adulterio en la ley judía, es importante destacar que la norma jurídica que lo castigaba severamente con la lapidación era muy inclusiva (no machista, por tanto), pues se aplicaba tanto a hombres como a mujeres adúlteros. Es más, la norma parecía incidir más en la gravedad de la conducta del varón hebreo que en la de la mujer (aunque sin duda en la práctica se era más intransigente con las féminas). Leemos en Dt. 22,22:

"Si un hombre es hallado yaciendo con mujer casada, morirán ambos a dos, el hombre que yacía y la mujer misma. Así extirparás el mal de Israel"

Lo mismo dice Lv. 20,10:

 "El hombre que cometa adulterio con la mujer de otro hombre, quien cometa adulterio con la mujer de su prójimo habrá de ser muerto, el adúltero y la adúltera" .

Sin embargo, en Nuevo Testamento se producirá un giro tan sorprendente como radical. La ley desaparecerá -como palabras escritas sobre la arena-, y será sustituida por un Reino que no tendrá fin (Dn. 7,13-14; Lc. 1,33). 

En efecto, encontramos en esta Nueva Alianza -por ejemplo, en el capítulo 8 del Evangelio de Juan- a unos escribas y fariseos que presentan ante el Señor en el Monte de los Olivos a una adúltera, cogida in fraganti. Su situación es crítica. La ley mosaica, entregada por YHWH a Moisés en el Sinaí, prescribía inexorablemente su ejecución a pedrada limpia. El delito es manifiesto y la pena inapelable... salvo recurso in extremis al Tribunal de Dios, y daba la casualidad de que Dios se encontraba -y en Persona- por allí. Una situación paradójica: los juzgadores no creían en Jesús y, sin embargo, para tentarle, le expusieron ese caso que parecía cerrado, como si Él fuera esa última -y definitiva- instancia sobrenatural. Una muestra más de la finísima ironía que Juan exhibe en su sublime Evangelio cuando describe a los enemigos de Cristo y el reconocimiento implícito de su divinidad. 

El Evangelio nos narra que Jesús comenzó a escribir en la arena, como ganando tiempo para preparar una respuesta adecuada, pues verdaderamente se encontraba ante un caso diabólico. Los que se lo expusieron al Maestro, estaban convencidos de que no iba a tener arrestos para negar la aplicación de la ley mosaica (seria en tal caso un falso profeta, un blasfemo por oponerse al cumplimiento de la ley divina). Por otro lado, si ratificase la pena capital, se desacreditaría como el profeta popular que arrastraba a las masas y que venía a humanizar esa ley, según las directrices que marcó en el Sermón de la Montaña (motivo principal por el que tantos pecadores y gente sin oficio ni beneficio le seguían con entusiasmo). Quedaría como un incoherente, un falso.

Ante ese laberinto, la sabiduría del Señor demostró a los judíos de su tiempo que era mucho más que un profeta, y a los cristianos de todos los tiempos que Él era sencillamente Dios. Analicemos, pues, los gestos y las Palabras del Señor:

En primer lugar, la escritura en la arena. Es lo primero que hizo el Señor al escuchar la denuncia y la sentencia contra la mujer. Algunos píos Santos Padres han imaginado que Jesús describía los pecados de aquellos jueces ávidos de sangre, y que, por ello, avergonzados, se marcharon, los más viejos en primer lugar (Jn. 8,9). Yo sinceramente pienso otra cosa: 

1.- Que Jesús comenzó a escribir la norma mosaica que prescribía la muerte para los adúlteros como un gesto profético (al igual que los que ejecutaba el doliente Jeremías o el bravo Ezequiel) para anunciar a los fariseos que toda la estructura legal del judaísmo era provisional, tanto como un precepto escrito sobre la arena. 

2.- Que la ley estuvo de facto escrita en ese inestable soporte por su incapacidad para ser cumplida en su letra y en su espíritu durante toda la historia judaica (como enfatizan San Pablo -Rm. 2,23- y San Pedro -Hch. 15,10-), de modo que hasta el mismo Moisés la llegó a hacer trizas -Ex. 32,19-). 

3.- Y que con Cristo vino el nuevo Espíritu, como un verdadero viento de libertad (Gal. 5,1) que la borraría definitivamente ("La ley y los profetas llegan hasta Juan, a partir de él es predicado el Reino" - Lc. 16,16-.)

En segundo lugar, las Palabras del Señor. Jesús no se limita a decirles a los fariseos que el que esté libre de pecado tire la primera piedra (Jn. 8,7). De manera misteriosa les impone también el ser coherentes como nunca fueron en sus hipócritas vidas. ¡Y obedecieron! Nadie se atrevió, delante de Él, a lanzar un guijarro. No creo que se tratase de un milagro; más bien respondía a una actitud de prudencia de esos matarifes ante Jesús, de quien se decía (y ellos quizás pudieron en algún otro caso verificarlo) que podía "darse cuenta enseguida de lo que pensaban" (Mc. 2,8)  y, en consecuencia, existía un alto riesgo de quedar en evidencia ante los demás si se hubieran atrevido a desobedecerle (la mayor parte de los pecados sexuales, a la vez que graves, son risibles y ridículos, son los que menos nos gusta confesar, ayer, hoy y siempre). 

Y en lo relativo a esa pecadora, es importante destacar la advertencia de que no debía incidir en el pecado (Jn. 8,11). Pues ella fue uno de los primeros signos, una primicia de ese nuevo tiempo que exigirá a hombres y mujeres una conversión radical y una nueva vida. 

En definitiva, Jesús nos vuelve a demostrar, de manera discreta y magistral, su divinidad porque Él era el único que allí estaba libre de culpa y que podía apedrear legalmente a la pecadora. Y, sin embargo, en coherencia con su mensaje universal de gracia, de misericordia y de perdón -y por algo más que a continuación veremos-, la absolvió de su grave pecado. 

No me cabe la menor duda de que el hombre-Jesús actuó así porque, además de Dios, era un auténtico caballero con las mujeres. Como vimos, la ley mosaica que perseguía el adulterio era inclusiva, igualitaria y no machista y, en consecuencia, las feministas (de haberlas) no sólo no hubieran puesto objeción a que se apedrease a aquella adúltera; es que además juzgarían el perdón de Jesús como un gesto machista. Sin embargo, Jesús, como hombre, se sintió interpelado a proteger a esa pecadora, sacando de sí esa natural caballerosidad que todo varón que se precie lleva en su corazón. Recordemos también a esa otra desgraciada que se lanzó a sus pies arrepentida mientras el Señor comía en casa de un rico. Aunque todos sin excepción esperaban que la apartase con un puntapié, la miró a los ojos, le dijo que sus pecados le eran perdonados y la salvó.  

Un caballero protege y ampara siempre a una mujer desvalida, y eso hizo siempre Nuestro Señor. "Ve y haz tú lo mismo" (Lc. 10,37) nos exige a los varones cristianos de ayer, de hoy y de siempre. No tenemos excusa como cristianos, en definitiva, para no seguir ese modelo de caballerosidad, aunque en estos tiempos oscuros se nos descalifique como machistas. 





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