jueves, 26 de noviembre de 2020

¡Rezad por Maradona y dejad de profanar el segundo mandamiento de la ley de Dios!


                                                                                        
Admitamos con resignación que son malos momentos para nuestra cultura judeo-cristiana, cuyo fundamento es la veneración y cumplimiento de los diez mandamientos de la Ley que el Señor entregó a Moisés en el Monte Sinaí. Hoy, los jóvenes de mundo, al nombrarles esa montaña sagrada, dirán que es un conocido hospital de EE.UU donde acuden actores famosos, pero lo cierto es que allí, en ese monte desértico de Egipto, se fundó nuestra civilización espiritual que actualmente agoniza. 

Podemos afirmar que, de ese luminoso decálogo, nuestro mundo ha arrojado unos cuantos preceptos a la basura:  desde primero al cuarto mandamiento (relativos al amor a Dios y al honor debido a los padres), así como el sexto y el noveno (sobre los actos y pensamientos impuros) y el octavo (sobre la mentira, pues hoy sólo se proscribe la Verdad). 

Al vertedero, pues, sin mayores explicaciones, porque yo lo valgo, como dice un famoso anuncio televisivo. Los restantes (no matar, no robar o no codiciar los bienes del prójimo), los mantenemos vigentes, más por un hipócrita pudor intelectual que por convencimiento. Nunca como hoy se habla de reducir drásticamente la población mundial, pero eso sólo se puede hacer matando. Y nunca como en nuestra época, se pretende concentrar la riqueza en menos manos y el poder en pocas mentes. Para implementar ese siniestro plan, se empobrecerá a futuras generaciones mileuristas,  y simultáneamente se las bombardeará con perversas ideologías para domarlas, y obligarlas a aceptar el nuevo orden. Se les robará, a la vez, las haciendas y las almas.  

En definitiva, no sólo hemos pervertido algunos eternos mandatos que fundaron nuestra civilización, sino que hemos defenestrado otros, echándolos al vertedero de la historia. Sin embargo, hoy mismo hemos removido ese basurero y recuperado uno de los más olvidados preceptos del decálogo, el segundo, aquél que prescribe el uso escrupulosísimo del nombre divino. Pero lo hemos hecho para profanarlo aún más, al aplicarlo a un mortal que acaba de fallecer. Y eso merece una pequeña reflexión. 

Se trata de alguien, cuyo mayor mérito en esta vida fue manejar con la impresionante habilidad de sus pies una vejiga de cuero llena de aire. Un don regalado por Dios, dicho sea de paso. Gracias a ello, alegró la vida de muchos (ojo, también la mía en algunos momentos, no lo niego), pero pervirtió a otros tantos, llevándoles, bien a la idolatría stricto sensu, pues hasta fundaron una “iglesia” con su apellido, o bien, al menos, a una ignorante estupidez.

No descubro nada nuevo si afirmo que era un personaje que, como es público y notorio, tenía muy poco de ejemplar en otras facetas de la vida, aparte del deporte rey, aunque el juicio definitivo no nos corresponde a quienes vivimos en su tiempo, ni siquiera a quienes lo conocieron con familiaridad. Esa recapitulación total y sentencia inapelable sobre su intensa vida sólo pertenece a Aquél del que hoy casi nadie quiere saber, pero ante el que TODOS, sin excepción, estaremos obligados a comparecer algún día para rendir cuentas (como Maradona ha hecho ya). Cuentas, no de las patadas que hemos dado a un balón, sino de aquellas con las que hemos dañado al prójimo o a nosotros mismos, y violado la ley de Dios. 

Que conste que a mí me gusta mucho el fútbol; es más, soy seguidor –y accionista (poseo una sola acción)- de uno de los grandes clubes donde este futbolista se vistió de corto, durante la temporada 1992-1993: el Sevilla FC (dejando más oscuros que claros, desgraciadamente). Pero la vida es mucho más que la profesión que nos da de comer, o las actividades que nos consuelan, distraen y alegran en tiempos de ocio. La vida humana, o es un camino directo al Cielo, o es una caía definitiva a la perdición, y desde esta perspectiva, el éxito o fracaso de nuestros empeños humanos, son irrelevantes. 

Como dice Castellani: 

“La vida más acabada 
Es hacer que el hombre en Gracia acabe, 
Pues al final de la jornada, 
El que se salva sabe 
Y el que no, no sabe nada”. 

Por todo ello, muy flaco favor se le hace a este hombre si, en vez de rezar por su alma –como siempre se nos ha enseñado en la recta religión-, nos dedicamos a tomar en vano el nombre de Dios, el nombre que quien no cederá su gloria a nadie (Is. 42,6). Y no pensemos que al ponerlo en minúsculas, menos grave será nuestro quebrantamiento. Al Señor le ofende el que meramente le mencionemos, como no sea para implorarle, alabarle o darle gracias. Idolatría es adorar o llamar dios, a lo que no es Dios, y ese pecado lo comete tanto el que idolatra como el que es objeto de la misma, al consentirla. En consecuencia, perjudica y pone en peligro la salvación del alma de aquel que, en el trance de la muerte, sólo necesita oraciones por nuestra parte, y sin embargo, siendo ya potencial pasto de gusanos, sólo encuentra descerebrados por doquier que proclaman su grotesca divinidad.

¿De verdad que amáis a Maradona? Si ciertamente le queréis de corazón, rezad por él, por su alma, y pedid a Dios misericordia para él, para que la sangre de Cristo -no hay otra que salve- sea la que haya pagado por sus pecados. 

Estad seguros de que a Maradona, cuando comparezca ante el Altísimo, el demonio le acusará con un altavoz en el que escuchará los alaridos idolátricos de sus forofos que vociferan ¡es dios! En este momento se horrorizará ante ellos, aunque en su vida, con enorme insensatez, los había aprobado, tácita o expresamente. Pero ahora los aborrecerá con inimaginable dolor, porque sabrá con certeza que la idolatría es el peor de los pecados, mucho más que una vida disoluta. Por ello, desesperado, querrá gritar a esos fanáticos:

 ¡Callad, necios, dejad de proferir esta blasfemia, y rezad por mí, porque cada idolátrico berrido me acerca al infierno, pero cada oración me lleva al Cielo! 

Por tanto, ¿queréis lo mejor para Maradona? 

Orad por él, y no blasfeméis y digáis estupideces. El resto queda en las justas y misericordiosas manos de Dios. 

sábado, 21 de noviembre de 2020

La salutación del ángel a María según las biblias españolas.



                                                                   I

Aún no existía, pero era amada de un modo único desde la eternidad. Tampoco había tiempo ni espacio, pero allí, en los vacíos e invisibles pliegues de la nada más radical estaba, como paradoja de las paradojas, Aquél que ES plenitud del SER, ipsum esse subsistens; Aquél que en sus designios de amor, modelaba en su inteligencia absoluta una criatura excepcional, en gracia y hermosura, que algún día iba a albergarle en su vientre virginal. 

Primero, Él creó ex nihilo la realidad, material y espiritual, para su gloria y por amor hacia nosotros. De tal modo Él nos amaba, que previó la caída del hombre, pues a causa de esa culpa, nos otorgaría unos bienes que nadie –y más en esa situación de pecado en el que vivíamos- pudo imaginar: a una madre y al mismo Dios, hecho uno de nosotros. Pero Él, que es Amor, la quiso a ella de una manera especial y, como enamorado, la engalanó con los mayores dones que podía regalar a la mujer amada. 

“Ella, más que todos los hombres y más que los ángeles "fue elegida en Cristo antes de la creación del mundo", porque de modo único e irrepetible fue elegida para Cristo, fue destinada a Él para ser Madre”, escribió Juan Pablo II en su homilía de la festividad de la Inmaculada del año 1980. Creó Dios a María, pues, para ser esposa del Espíritu Santo y madre de su Hijo, el redentor de cada uno de nosotros. Y al igual que ella con las cosas de su Hijo, Dios la guardaba en su corazón desde toda la eternidad. 

Y después de una larga expectativa, incluso para el mismo Dios para quien no existe el tiempo (pues todo enamorado lamenta el transcurso de la espera), llegó el día en el que pudo declararle a ella su inmenso amor, amor puro y fecundo, tanto que abrazaría al mundo y aun al universo entero por los siglos de los siglos. El Evangelio de San Lucas describe ese inmortal momento en la escena de la Anunciación del Ángel (Lc. 1,28) y, por ello, los novedosos conceptos que empleó aquel mensajero del Dios único e invisible, más allá del sentido que le den los expertos en lenguas antiguas, sólo pueden ser entendidos en un ámbito más allá de la semántica estricta. 

Esa es la razón de que, después de muchos años leyendo y releyendo numerosas traducciones de la Biblia al castellano, haya llegado a la conclusión de que ciertos vocablos -más allá del significado en el que consienten o disienten los expertos en las lenguas originales-, son más correctos o más incorrectos, no en sí mismos, sino en la medida en que expresen la trascendencia -o incluso emotividad- del momento que describen. Es el caso paradigmático, como digo, de la salutación del arcángel Gabriel a María en Nazaret, el momento en el que Dios comienza a cumplir la promesa dada a nuestros primeros padres en el libro del Génesis:
 
Enemistad pongo entre ti y la mujer, 
Entre tu estirpe y la suya, 
Ella te aplastará la cabeza 
Y tú le herirás el calcañar” 
(Gen. 3,12) 

                                                                           II

El arcángel Gabriel se dirige a María con palabras humanas, sin duda alguna (no interesa ahora si fue una conversación externa o una locución interna), pues expresamente el evangelista –que pudo recabar ese testimonio de la misma Virgen María, según la tradición-, anota que ella “se turbó al oír esas palabras”. Hoy sabemos que esas palabras, en griego, fueron:  

“Jaire, Kejaritomene, o Kyrios meta su”. 

 Y que en la primera traducción latina se vertieron como: 

 “Ave, gratia plena, dominus tecum”. 

 Las primeras versiones castellanas del Nuevo Testamento, desde el griego original –las de Francisco de Encinas de 1543 y la de Juan Pérez de Pineda de 1556 (autores protestantes ambos)-, usaron las mismas palabras que hoy empleamos los católicos en nuestras biblias y en nuestras oraciones: 

 “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”.

Aunque, ciertamente, el idioma utilizado por María y el ángel debió ser el arameo (el único, junto con algo de hebreo, que seguramente dominara la dulce doncella nazarena), sólo conservamos el griego con que San Lucas narra ese encuentro. Y la palabra clave y central de ese saludo es Kejaritomene, única vez en toda la Biblia en que se utiliza ese término; más aún, podemos decir –siguiendo a los lingüistas- que se trata de un verdadero neologismo y un pronombre, usado por Lucas para describir algo radicalmente nuevo –a alguien con una misión única en la historia- y, por tanto, sin que sea factible emplear, por esa novedad, ningún otro término del idioma de la Hélade. María es por excelencia, de manera única, kejaritomene; a ningún ser humano, del pasado, del presente y del futuro, se le podrá describir con semejante palabra. Podía Lucas haber usado con ella la expresión –no la palabra precisa- con la que se refiere a Esteban en Hch. 6,8 –pleres jaris, pleno de gracia-, pero como aclaran los lingüistas, en el caso del protomártir, no se refiere a un estado permanente que exija un nombre nuevo, sino una situación operada por el Espíritu Santo en su alma durante el escaso tiempo en que predicó en evangelio y fue martirizado. Sólo María es kejaritomene, con plenitud de gracia desde siempre, esto es, desde que sólo era la más hermosa de todas las hermosas ideas de la inteligencia eterna del Creador del mundo. 

Por ello, la traducción más atinada de ese término es aquella que recoja con la mayor fidelidad la esencia de lo que quiso expresar con ella el Dios enamorado de María y, en consecuencia, me parece acertada la expresión de que usamos los católicos hispanohablantes: 

 “Dios te salve, María, llena eres de gracia”

Ese mismo saludo se encuentra mayoritariamente en las biblias católicas, tanto las traducidas desde la Vulgata latina, como la Biblia de Felipe Scío (1794), o la Biblia Petisco Torres Amat (1825), así como en las modernas, vertidas desde los idiomas originales, como la elegante Biblia Nacar Colunga (1944, y revisiones), las extraordinarias Bover Cantera (1947 con sus revisiones) y Straubinger (1958), o las sólidas Biblia de Jerusalén (1998) y Biblia de Navarra (2004). 

La excepción la encontramos en la Biblia Schokel-Mateos (1975), traducida en general con una brillantez y sentido literario admirable (aunque la impresión que me produjo al leerla hace años fue de excesiva libertad), que traslada la salutación como: 

 “Alégrate, favorecida”. 

La más moderna Biblia de nuestro pueblo (2015), una versión popular de la Biblia Schokel, también lo hace de la misma manera anterior, aunque esa peculiaridad, al lado de las barbaridades modernistas y marxistas con las que se despacha en sus abundantes notas a pie de página, convierte ese detalle en insignificante. Por ejemplo, en el relato de Lucas de la anunciación, pretende tranquilizarnos porque el autor sagrado “no se queda en lo ficticio y lo extraordinario”, o cuando critica que el Magníficat se haya convertido hoy en un “un cántico a la resignación y a la espera pasiva”. Y este bodrio –aclaro, buena parte de las notas, no la traducción, que por lo general es hermosa- cuenta con el nihil obstat del Arzobispo de Tegucigalpa, el mediático Oscar Madariaga. 

                                                                    III

Las biblias que hoy editan los protestantes, traducen el kejaritomene lucano con las palabras suaves de “favorecida” o “agraciada” y, aunque ésta traslación no sea en estricto sentido errónea, sí es enormemente desangelada, si partimos –como hemos hecho aquí- de que María era especialmente amada por Dios desde siempre, y que –como es usual en el enamorado- creó para ella una nueva palabra, kejaritomene, para describir la intensidad y sobreabundancia de su amor. 

Sus usuales Biblias Reina-Valera de 1909 o 1960 transcriben esa palabra como “muy agraciada” o “muy favorecida” Pero no sólo lo hacen así las biblias actuales de los protestantes, en contra de las traducciones más antiguas de ellos mismos, como la de Francisco de Encinas y la de Juan Pérez de Pineda, en el siglo XVI. Otras modernas biblias católicas no disimulan sus intenciones ecuménicas, y acogen sin complejos la restrictiva interpretación protestante del término griego, eludiendo el hecho de que, como dice un inciso de la magnífica biblia católica Bover Cantera de 1947: 

“crece el valor significativo de esa expresión –plenamente agraciada- al ser empleada como sustituto de nombre propio: justamente puede ser llamada la “llena de gracia”. 

 Tengo ahora, aquí mismo, una Biblia prologada por Monseñor Javier Salinas, obispo de Tortosa (presidente además de la comisión de catequesis de la C.E.E), titulada “La biblia ecuménica. Dios habla hoy. Traducción interconfesional (sic) directa de los textos originales: hebreo, arameo y griego (Edelvives, 2018), y así traduce Lc. 1,28:

“Te saludo, favorecida de Dios”. 

 Menos mal que la biblia oficial que se usa en las Misas Católicas en España, la versión oficial de la C.E.E. (2010), emplea el término católico (y más adecuado) de: 

“Alégrate, llena de gracia”. 

En el pie de página esa biblia se anota lo siguiente: (28).- “Favorecida por Dios de manera singular”, lo que, sin ser una aclaración incorrecta, como hemos reconocido, sí es abiertamente insuficiente para expresar aquello que está acaeciendo en ese sublime diálogo, del que literalmente dependió la salvación de la humanidad o su definitiva condenación. Si afirmamos, por ejemplo, que El Quijote es una parodia de los libros de caballería, diremos lo cierto; si afirmamos que sólo es una parodia de los libros de caballería, sostendremos un error monumental. El Ángel, por tanto, con el neologismo kejaritomene, no se refirió a la persona de María sólo como una persona especialmente agraciada o favorecida. Obviar esto en la traducción, es cometer un gravísimo error: es un modo de engañar con la verdad. 

En definitiva, es sustancialmente diferente calificar a una persona como “muy agraciada”, o como “llena de gracia”. Llamar lo primero a la mujer que amamos es casi despectivo por insuficiente; llamarle lo segundo, tiene más sentido (aunque acaso también se nos quede corto, a mi humilde parecer, como luego veremos). 
                                                                        
                                                                       IV

Por último, entre el “llena de gracia” de las biblias genuinamente católicas, y el “agraciada” de las protestantes y católicas protestantizadas, encontramos una nueva traducción, en la que quiero detenerme un poco. Se encuentra en la primera biblia castellana traducida íntegramente de los idiomas originales, la llamada Biblia del Oso, publicada en 1569 en Basilea por Casiodoro de Reina, fraile español (nacido en Montemolín, Badajoz, que pertenecía entonces al antiguo reino de Sevilla), y que profesó como jerónimo en el Monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce, a las afueras de Sevilla. Huido con otros famosos heresiarcas, como Cipriano de Valera o Antonio del Corro, al comenzar la persecución de la inquisición contra los focos protestantes de Sevilla y Valladolid en 1556, viajó por varias ciudades europeas. En Ginebra criticó la ejecución en la hoguera de Servet (unos años antes, en 1553) y chocó con el horrendo puritanismo policial impuesto por Calvino. Marchó luego a Londres y a otras ciudades europeas como Estrasburgo, Amberes o Basilea, siempre escapando de los agentes de Felipe II y, a veces, de otros reformistas, que miraban con lupa sus escritos, recelaban de sus simpatías por los perseguidos anabaptistas, y, en general, de su sentido de la tolerancia religiosa en una época donde casi nadie permitía la menor discrepancia en materia de fe. Michel de Montaigne relata, por ejemplo, en su Diario de viaje a Italia (1581), que en la ciudad alemana de Kempten, se encontró a un luterano que “dijo francamente que prefería oír cien misas antes que participar en la cena de Calvino”. Y que consideraba diabólicos (sic) a los zwinglianos por destrozar a mansalva tantas preciosas imágenes en las iglesias de toda Europa. 

De Reina se casó, y se asentó definitivamente en Francfort, donde moriría siendo pastor de la comunidad luterana de aquella ciudad en 1594, sucediéndole su hijo Marcos en el cuidado pastoral de aquella comunidad. Sus acérrimos enemigos calvinistas se burlaban de él, calificándole de “el Moyses español”. 

Entre tantos viajes, persecuciones, incomprensiones y sobresaltos, maravilla que pudiera componer esta obra verdaderamente histórica, la primera traducción al castellano de la biblia completa, desde los idiomas originales hebreos, arameos y griegos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y hacerlo con tal honestidad moral, intelectual y religiosa –que algún día me gustaría comentar-, y con un estilo viril de inigualable belleza, con la rotundidad del mejor castellano del siglo de Cervantes, el primero de los dos siglos donde la lengua española fue auténtico oro refinado. 

El gran Menéndez y Pelayo reconoció su mérito en su magistral Historia de los heterodoxos españoles, considerándola superior a las versiones castellanas de la vulgata de Felipe Scío y de Torres Amat, ambas católicas. 

Ahora la tengo abierta en mis rodillas, y no hago su encomio de oídas. Qué gozo leyéndola, devorándola palabra a palabra, pues, como dijo Jeremías: 

“Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba, 
tus palabras eran mi delicia, 
la alegría de mi corazón” (Jer. 15,16). 

Qué inmenso bagaje religioso, cultural y literario ha perdido nuestra patria, en definitiva, por relegar esta prodigiosa obra al infierno del Índice de libros prohibidos. Como bien dijo el novelista Antonio Muñoz Molina “que sea desconocida para casi todo el mundo es una de las calamidades de nuestra literatura, y de nuestro idioma”. 

                                                                       V

Pero volvamos al tema que tratamos. Reina, tomando como referencia el Textus Receptus de Erasmo, y teniendo presente los Nuevos Testamentos de Encinas y de Pérez de Pineda, se aparta totalmente de éstos en este detalle del que tratamos aquí, en la salutación del ángel, el cual traduce como: 

“Gozo hayas, amada, el Señor es contigo”. 

Encinas y Pérez de Pineda, al decidir la palabra castellana, siguieron literalmente la traducción latina del término griego –gratia plena- y, por ello, se vertió en sus Nuevos Testamentos en español como “llena de gracia”. Reina se apartó bruscamente de aquellos en este lugar, y me gustaría aventurar una hipótesis absolutamente personal de la razón por la qué lo hizo. 

En primer lugar, debemos reconocer que Reina, como la mayoría de los reformadores primitivos (a diferencia de muchos protestantes actuales), sentía un impresionante cariño y veneración por la bienaventurada Virgen María, y no hubiera permitido nada en desdoro de ella. La prueba está en su propia Biblia, donde en la nota sobre los hermanos y hermanas de Jesús (Mt. 13, 55-56), indicará que se refieren a sus parientes y sus parientas. O la extensa acotación que añade al versículo de Mt. 1,25 “(José) no la conoció hasta que parió a su hijo primogénito”, en la que –como si fuera un exégeta católico de los que ya apenas quedan- añadirá: 

"no por eso se sigue aquí que después la conociese, porque no se pretende aquí probar más sino que Cristo fue concebido por obra de varón. Además es frase de la Escritura que “hasta que etc” por “jamás” Is. 22,14”

Como vemos, el apestado protestante sevillano, da aquí una lección a tantos acobardados (y faltos de fe) exégetas católicos de los últimos cincuenta años, que una y otra vez –con silencio de sus superiores e incluso con su aprobación oficial- ponen en solfa el dogma de la virginidad perpetua de María, y de cualquier otro que se tercie. En realidad, su Biblia del Oso es profundamente católica, y desde luego mucho más que tantos engendros que hoy se publican con el nihil obstat de nuestros prelados. Algún día, D.M, espero escribir sobre ello. 

Sin embargo, el sevillano Reina tuvo la convicción sincera de que, al verter la palabra “kejaritomene” al castellano, no era adecuado poner “llena de gracia”. Desde el punto de vista filológico, el sentido más literal de “agraciada”, en principio, cuadraba mejor que el término tradicional, sacado de la Vulgata latina “llena de gracia”. No digo que tuviera o no tuviera razón en esa conclusión –que no lo sé-, sino que probablemente él planteaba el problema de aquella palabra griega desde esta insoluble problemática: el sentido estricto de aquel neologismo –plenamente favorecida-, no hacía justicia a lo que tanto él –como todos los que los hemos meditado sobre ese grandioso episodio de la historia de la salvación- deducía del mismo: que aquello era (no sólo parecía) una impresionante declaración de amor de Dios, enamorado de María desde la eternidad, y que llamarla “agraciada” (aunque fuese más correcto), era insuficiente y hasta ridículo. 

Pero por otro lado, tampoco veía con claridad –por razones filológicas, es decir, de honestidad intelectual- el clásico “llena de gracia” y así, en la nota que coloca al margen de este versículo dice:

 “A saber, la que has hallado gracia, que eres amada, agradable graciosa”. 

Al final –según mi hipótesis- siguió el camino que le marcó la sabiduría de su corazón. Y entendiendo aquella escena como la inefable declaración de amor que fue, no tuvo en cuenta ni el término “gracia”, ni la palabra “agradable”, ni –menos aún- el cursi vocablo “graciosa”. 

Usó, por tanto, la palabra “amada”, porque eso es exactamente lo que Dios le quiso decir a María desde la eternidad: que te quiero, que estoy enamorado de ti antes de que comenzase el tiempo, y que serás la madre de mi Hijo, el Verbo de Dios, quien hecho hombre, salvará al pueblo de sus pecados (Mt. 1,24). 

Sin ser, desde luego, el vocablo “amada” el más exacto, sí era el más verdadero.

Sorprendentemente, en la homilía -que referí al principio- del santo papa Juan Pablo II del año 1980, explicando el término griego usado por Lucas, kecharitoméne, confirmará, sin decirlo, el acierto de Reina de usar el término amada en su memorable traducción. 

Dijo entonces el gran papa polaco: “En el texto griego del Evangelio de San Lucas este saludo se dice: kejaritoméne, es decir, particularmente amada por Dios, totalmente invadida de su amor, consolidada completamente en El: como si hubiese sido formada del todo por El, por el amor santísimo de Dios”.

Tres siglos después, la traducción única de aquel fraile sevillano/pacense, que se sumó a la mal llamada reforma –y cuyos reformadores calvinistas le hicieron la vida casi tan imposible como los espías del rey español y la inquisición-, se abraza con la interpretación del último papa santo. Me llena de alegría que la bienaventurada Virgen María haya sido la ocasión de ese inesperado encuentro. 

Ojalá nuestros hermanos separados comprendan que, al nombrar a la elegida por Dios desde la eternidad, no podemos ser apocados en los conceptos, como bien intuyó Reina al verter como amada la profunda palabra griega. Y ojalá algún día ella -la madre de Dios (Lc. 1,43), la kejaritomene, sobreabundante de gracia (Lc. 1,28)- no sólo no sea un obstáculo para la unidad, sino el corazón maternal, que con su belleza, su sabiduría y su sacrificio, nos a lleve todos sus hijos al encuentro con el Hijo por excelencia, Aquél a quien toda lengua proclama Señor para gloria de Dios Padre.

sábado, 7 de noviembre de 2020

El país de las higueras. Una parábola sobre el Sacrificio de la Misa.

    


                                    

                                         I.- LA HISTORIA UNIVERSAL. EL ASCENSO.


Érase una vez un bellísimo país muy cercano, regido por un joven rey, sabio y poderoso, cuya misericordia excedía con creces a su justicia, y cuyos vasallos encontraban en él a un verdadero padre. De hecho, todos tenían la certeza de que este monarca sería capaz de entregar su vida, su dignidad y su gloria por el más indigno de ellos.


Ese país era muy diferente a otros que le rodeaban, pues de la tierra sólo brotaban numerosas higueras; ahora bien, poseían tanta belleza y fecundidad, que sus hojas eran perennes, y sus higos no sólo germinaban entre la primavera y el verano, sino durante todo el año. Ningún otro árbol brotaba en ese extenso reino, pero el fruto de aquéllas cubría con creces las necesidades alimenticias del pueblo, que vivía feliz y en paz, con un clima apacible en cada estación del año. 


El rey había encomendado la gobernanza de su territorio a numerosos gobernadores, los cuales, al final de su mandato, debían rendirle cuentas. Los gobernadores delegaban en los agricultores el cuidado específico de las higueras, siendo éstos los responsables de abonarlas, pues ese era el único sustento del país. Entraban en un cercado que circundaba cada árbol y usaban un extraordinario fertilizante que el rey les entregaba puntualmente. Los vasallos regaban diariamente los huertos, recogiendo el agua de los ríos, las fuentes y las lluvias, tan abundantes en el reino. Se acercaban al cercado –y sin penetrar dentro del mismo, pues era un ámbito sólo destinado a los agricultores-, la vertían en unos canales que desembocaban al pie del árbol, y recibían luego el dulcísimo fruto recolectado por los agricultores. 


Había también, bajo tierra, una modalidad de gusanos -venenosos, malolientes y repugnantes- que no solían salir al exterior, y de hecho, durante el tiempo de ese gran rey nunca se les vio por sus dominios.


Sucedió que un día el monarca convocó a sus gobernadores, agricultores y vasallos, y les anunció que partía hacia un largo viaje para tomar posesión de un reino dominado por un cruel tirano que le odiaba.


Como probablemente tardaría en volver, encomendaba a todos seguir con lealtad las magníficas leyes que había promulgado, verbalmente y por escrito, y ordenaba a gobernantes y agricultores cuidar al pueblo, como un buen pastor a cada una de sus ovejas.  


Otorgó a uno solo de los gobernadores la máxima autoridad sobre el reino, idéntica a la que el mismo rey poseía, con lo que las demás autoridades y los vasallos debían obedecerle con inmaculada fidelidad. Y, por último, reservó un depósito inagotable de inmensos bienes en poder de este gobernador supremo. Realizadas estas provisiones, marchó hacia aquel lejano país para aniquilar a su ancestral enemigo.

 

II.- LA HISTORIA UNIVERSAL. EL DESCENSO


Durante unos años el pueblo, bien pastoreado por sus gobernantes, vivió tranquilo y feliz, aunque en algunas regiones más exteriores comenzaban a alterarse los ánimos de algunos vasallos. El origen de tal inquietud fue la cizaña de unos espías y alborotadores, mandados furtivamente por el enemigo del rey, y cuyo propósito era introducir la discordia y la rebelión en el reino. Éstos pretendían que el rey tuviese que volver anticipadamente de su exitosa guerra para castigar a sus vasallos rebeldes, y que este modo le dejase en paz en una lucha que tenía perdida.


La táctica de aquellos infiltrados consistía en persuadir al pueblo de que no era necesario el abono de los gobernantes y agricultores para el crecimiento de las higueras; sólo bastaba el agua. Que cualquiera de ellos podía sacarla de los numerosos ríos que cruzaban el país, de las fuentes que brotaban de las rocas y de la lluvia que fertilizaba los campos, y regar los árboles desde su base, saltando sin complejos el cercado de los agricultores. Que cercos y abonos no eran más que engaños de los gobernantes para tener controlado al pueblo.


Más aún, todo el pueblo tenía por sí mismo la dignidad de agricultor, porque sólo el agua era suficiente para que los frutales regalasen jugosísimos higos. En consecuencia, el pueblo insensatamente holló los cercados de cada higuera, y todos se irrogaron unilateralmente el título de agricultores.


La rebelión se propagó como una llama, y aunque el gobernador supremo intentó sofocarla, acabó triunfando en muchas de las regiones de aquel extenso país, que se independizaron definitivamente, levantando muros para separar sus fronteras. No obstante, la gran mayoría de vasallos fueron fieles al rey ausente.


Acaeció, sin embargo, algo inesperado. En aquellas regiones rebeladas, donde ya no existía el abono, el agua sola no bastaba para alimentar las higueras, que fueron poco a poco secándose. Primero, desaparecieron los azucarados higos, reducidos a brevas sin sabor y sin la más mínima capacidad nutritiva; luego se desnudaron de hojas y, finalmente, se dibujaron en el paisaje siniestros trocos desnudos, con rugosas ramas, que no evocaban ni un rasgo mínimo de la belleza pasada.


El pueblo comenzó a pasar hambre, y algunos escaparon de allí, y pidieron ser integrados en la patria del rey ausente, lo que les fue concedido por el misericordioso gobernador supremo.


Otros, sin embargo, se obcecaron en su rebeldía, y como sustitutivo del alimento perdido, excavaron en la tierra en busca de esos repugnantes y malolientes invertebrados. Como no podían comerlos por el asco que producían, los aliñaron con una sustancia que lograron extraer de los troncos secos de las higueras, y así pudieron alimentarse. Aunque lograron en buena medida desterrar el pútrido olor, esos gusanos eran venenosos y muchos de ellos morían con horribles dolores. Lo cierto era que esa mezcla, como si se tratase de una deseada droga, les producía durante un tiempo una falsa felicidad, y una sensación de que cualquier transgresión de las leyes del rey ausente sería tolerada por éste. Algunos otros llegaron más lejos y, gritaron a los cuatro vientos: “No le queremos como rey, no serviremos a ningún tirano”.


Por otro lado, se secaron definitivamente los ríos, se durmieron las fuentes y se cerró el cielo en esos países rebeldes, por lo que debieron saciar su sed con el pestilente líquido extraído de las entrañas de los gusanos, disimulado con el mejunje que aún destilaban de los troncos secos. 


III.-LA HISTORIA UNIVERSAL. EL HUNDIMIENTO


Transcurrían los años, y el rey seguía sin retornar. Algunos vasallos del gobierno fiel al rey comenzaron a cuestionar su lealtad, pues sentían cierta envidia de la libertad en la que parecían vivir sus antiguos hermanos de patria, hoy divididos en numerosos reinos.


Los descontentos, cada vez mayores, convencieron al gobernador supremo y a los demás gobernadores subalternos, para que relajasen las rigurosas normas impuestas por el rey tras su partida, a fin de hacer más llevaderos sus mandatos.


En realidad, lo que sucedía era que comenzaba a escasear el agua en el país,  y aunque se seguían abonando las higueras, los higos ya no les resultaban tan deliciosos como antaño. El gobernador supremo, tras constituir una junta mixta (con los demás gobernadores de su propio país, y con algunos de aquellos antiguos países hermanos), decidió revitalizar el sabor de los higos, ordenando verter en el agua que regaba las higueras unas escasas gotas de un brebaje, cuya fórmula era similar a la de aquellos países rebeldes, es decir, sacada de aquellos infames animales subterráneos. Autorizó igualmente a los agricultores a hurgar en la tierra para que extrajesen el líquido viscoso de los gusanos, a fin de que, mezclándolo con el abono, sirviese para fortalecer los árboles.  


El gobernador supremo profetizó en sesión solemne, acompañado de los otros gobernadores, que merced a este nuevo ingrediente, los higos no sólo iban a ser más apetecibles y digestivos para el pueblo, sino que como bien adicional, acercaría a los dos pueblos enemistados en el pasado. Los vasallos del gobernador supremo, salvo una minoría que se opuso (y a la que se condenó al destierro), aceptaron sin discusión la novedad introducida.


Pasados unos años, muchos de los efectos nocivos acaecidos en los países rebeldes se reprodujeron casi exactamente en el país leal. Los vasallos y agricultores no se conformaban con echar una pequeña dosis de ese líquido apestoso en los canales y los abonos, sino que, en muchos casos, se copiaban las mismas fórmulas de los países rebeldes, e incluso –a veces- las intensificaban, duplicando su dosis.     


Faltaban lluvias, y por los ríos y las fuentes prácticamente ya no corría el agua, aunque –a diferencia de aquellos otros países- sí se conservaba en poder del gobernador supremo ese divino fertilizante, gracias al cual los higos, aunque cada vez más mustios, seguían cumpliendo su misión vital de alimentar a los vasallos. Cada vez menos, porque muchos abandonaban el alimento de siempre, y escarbaban en la tierra, imitando a aquellos rebeldes, rebajándose al nivel de las bestias. También en el reino fiel, muchos empezaron a vociferar: “Somos libres, no queremos que nadie nos gobierne”.


IV.- UNA HISTORIA LOCAL. EL RENACIMIENTO.


Pasaron más años, y más gobernadores. Sucedió por entonces que pequeños grupos de aquellos vasallos, en todas las provincias del reino, preocupados por la tremenda crisis generada por esos cambios, comprendieron con lucidez que la raíz de aquellos problemas tenía su origen en haber copiado las malas prácticas de los países rebeldes. Y que urgía recuperar aquellos viejos modos de cuidar a las higueras, de las cuales dependía en sentido estricto la salvación de todos.


Por distintas zonas del país, estos hombres y mujeres se organizaron, uniéndose a ellos algunos agricultores, bien desengañados del mal camino por donde se transitaba. Fueron a solicitar a sus respectivos gobernadores licencia para recuperar los viejos usos y tradiciones, merced a los cuales las higueras lucían antaño con espléndidas hojas e inefables frutos. Buscaban la purificación de las aguas y los abonos que vigorizaban los frutos de los árboles (no mezclándolos con la más mínima sustancia ajena alguna), y la recuperación de la diferencia de rango entre agricultores y vasallos, prohibiendo el acceso de estos últimos al interior de los cercados.


Una pequeña asociación de una región sureña del reino, explicó a sus sucesivos gobernadores que estaban persuadidos que el retorno a los viejos usos, traería de nuevo la fortaleza a las higueras, la dulzura a sus frutos y el retorno de muchos vasallos. Y que, aunque contaban con escasos medios, confiaban en las palabras y promesas del gran rey de estar siempre con ellos y facilitar sus buenas empresas, aunque su augusta persona estuviese lejos, luchando por todos en una durísima guerra.


Estaban convencidos que el éxito en ese fin –éxito siempre del rey, no de ellos, meros siervos indignos- era posible alcanzarlo con perseverancia y sacrificio. Esperaban además que se provocase una noble emulación en los demás agricultores y vasallos del reino, que probablemente corregirían los errores que impedían el crecimiento de sus higueras y la dignidad de sus frutos. Su destino lo fijó su Rey y Señor cuando dijo: “Duc in Altum” .    


El último gobernador local recibió la propuesta con rostro ambiguo, pues no quería aceptar el fracaso de las reformas introducidas (situación habitual en todos sus compañeros de gobernanza); no obstante, decidió no desobedecer al gobernador supremo, que había normalizado los antiguos usos (nunca derogados), allí donde un grupo estable de vasallos lo solicitasen, exhortando a que se atendieran sus necesidades con generosidad.


El gobernador les concedió un pequeño terreno, donde apenas brotaba un esmirriado tocón de higuera, abandonado y casi seco. La cerca que bordeaba ese medio árbol estaba rota por varios lugares, y los canales para llevar el agua agrietados. No obstante, a ese grupo entusiasta le pareció fenomenal el lugar y su pusieron a trabajar. También les fue asignado, como agricultor, un experto profesional para que abonase la tierra yerma que bordeaba ese triste árbol; un hombre con excelentes dotes intelectuales, pero de difícil carácter y escaso trato con los vasallos. Se limitaba a abonar sólo una vez a la semana (pese a que el grupo le pedía siempre que les dedicase más tiempo). Siguiendo órdenes estrictas del gobernador, casi nunca permitía que ningún otro agricultor –ni aprendiz de agricultor- accediese a aquel lugar santo.   


Aun así, tal y como previeron esos vasallos, se produjo el milagro del renacimiento de esa higuera, la cual, merced al buen trato dado por el agricultor, y las limpias aguas traídas y depositadas en los canales, creció se hizo muy grande; sus ramas se escapaban del cercado –en parte reparado- y sus frutos adquirieron el dulcísimo sabor que sólo algunos viejos recordaban, y que ahora muchísimos jóvenes descubrían, con felicidad y asombro. Atónitos se preguntaban: “¿Cómo nuestros padres renunciaron a esto?”.


El grupo, en fin, interpretó, con inmenso honor –y responsabilidad-, que el rey se complacía con su obra y les animaba a expandirse, para bien de todo el reino. Por ello enviaron sucesivas y numerosas cartas al gobernador local, a fin de que les proveyese de nuevos instrumentos para desarrollar su obra: un reconocimiento legal –no meramente verbal- de su organización; un cercado más grande (pues los que se juntaban allí, a veces, no cabían), la posibilidad de enseñar a los niños, y de dar conferencias a adultos (para lo que se necesitaban dependencias anexas), y sobre todo, otro agricultor, pío y experimentado, que acudiese varias veces por semana, y que fuese un verdadero imán del grupo, cada vez más extenso y con más jóvenes que se incorporaban; un padre de todos a quien pudieran tratar con filial confianza.  


De hecho, muchos agricultores foráneos, enterados del prestigio alcanzado por la obra de este grupo de vasallos, se ofrecieron para colaborar, pero sólo en contadas ocasiones el gobernador permitió a alguien que no fuera de su estricta confianza que actuase con ellos. En definitiva, no proveyó casi nunca a estas justas peticiones, y si alguna accedió lo hizo a regañadientes. Eran, pues, manifiestas las dos intenciones del gobernador: un riguroso control del grupo (para lo cual usaba como canal y fuente al agricultor designado, más padrastro que padre al final), y una prohibición de su expansión, dando la triste impresión que sus frutos le desagradasen o le produjesen mala conciencia.                   


V.- UNA HISTORIA LOCAL (II). LA DEFENESTRACION.


Pero un terrible acontecimiento mundial –una purificación, para calibrar sin duda la fidelidad de todo el reino a su monarca- se abatió sobre toda la tierra; una pandemia que obligó a cerrar el acceso de los vasallos a todos los cercados, dejándoles sin posibilidad de alimento durante meses. En esas dramáticas circunstancias, este gobernador y su agricultor designado, de consuno, urdieron un plan para dar el golpe mortal a esos incómodos vasallos: los descalificarían como fanáticos y desleales, negándoles de plano su interlocución oficial, y ofrecerían públicamente un cercado y una higuera, más grande y cuidada, a todos aquellos que –sin organización o con una incipiente- simpatizasen con los viejos usos.


Pero esta labor sería exclusivamente organizada y controlada por la autoridad competente, con más férreo control que antaño. Bastaba observar que esa hermosa higuera ofrecida no se asentaba sobre el terreno, sino sobre un gran macetero posado sobre éste, por lo que, al no poder crecer sus raíces, tampoco crecerían sus ramas y sus frutos. El control sobre el viejo rito debía ser absoluto.      


Con todo, de algún modo, se trataba de una excelente noticia, pues muchos vasallos –incluidos los miembros del grupo rechazado-, podrían volver a degustar el fruto de la higuera, limpia de aquellos elementos novedosos que producían en muchos un sabor desabrido.  De hecho, una minoría rompió con éste, si bien la práctica totalidad fue leal a un movimiento que se había dejado la piel para la gloria del gran rey, buscando –en la medida que pudo-  recuperar en su reino la vitalidad de las deprimidas higueras, necesarias para la vida de éste. Con nobleza, esa mayoría respetó y no cuestionó la buena fe de los motivos de aquella minoría que abandonó el grupo durante esta crisis, pero no los secundaron por lo que a continuación se dirá. 


En efecto, el grupo recordó entonces aquella rotunda expresión del rey de que “todo reino dividido, está condenado a su extinción”, y asumió que esa fue la máxima fundamental del gobernador y de su fiel agricultor, cuando constataron que la expansión del grupo, dificultaba el control sobre ellos.   


Dicho grupo comprendía perfectamente que la higuera y sus frutos lo son todo para cada vasallo, nadie cuestionaba esto. Pero también que, a veces, cada persona debe mirar más allá de sí mismo y de su presente, y pensar en el bien futuro de muchos, que puede quedar amenazado. Como analizaron lúcidamente los miembros de la asociación “apestada”, esa concesión del gobernador, sin negar el beneficio ya indicado, suponía una tremenda regresión, porque significaba partir de cero, volver a los tiempos en que comenzó la andadura de aquellos fieles, con escasísimos miembros y medios. Como la maldición de Sísifo, parecía que habría que volver a la base de la dura montaña, para elevar la hermosa y dura cruz en la cima.


Si en el pasado se les negó la personalidad jurídica que durante años iban reclamando (aunque, al menos, se les reconocía como grupo estable de hecho), ahora, ni eso. Si todas las peticiones fueron entonces denegadas, ahora simplemente no se podrían hacer. Si el crecimiento de la higuera iba a depender exclusivamente de la autoridad de los gobernadores -y no del esfuerzo y organización de los vasallos, según el espíritu de la norma del rey, como antes- es seguro que jamás volvería a crecer (aunque siempre daría los maravillosos frutos a cada cual que allí se acercase con devoción, que es mucho). Los derechos de los vasallos se transformaron en una graciosa concesión de la autoridad competente. En definitiva, un grupo vertebrado se quiso transformar en una multiplicidad invertebrada. Divide y vencerás.


Fracasaron en su inicuo plan, aunque una minoría transigió con este nuevo orden de cosas, atendiendo al beneficio personal; pero el grupo, como tal, no podía aceptarlo sin traicionar su misión. Porque su horizonte no era un presente circular, sino un futuro que soñaban luminoso, y que en algún momento creyeron tocarlo con los dedos.  


Pero es que, como añadidura, incluso en el presente había graves dificultades para que muchos vasallos asistieran al cercado, sobre todo una decisiva. Por parte del gobernador, se ratificó, como encargado de abonar la higuera, al mismo que –con abstracción de sus muchas y excelentes cualidades intelectuales- se comportó, sobre todo en los últimos meses, no como el buen pastor que alguna vez fue, sino como un lobo que buscó cruelmente devorar y separar al rebaño.


No logró dividirlo (las bajas fueron mínimas). Esa desagradable situación, provoca graves problemas de conciencia a la mayoría de sus antiguas ovejas, para asistir a sus ceremonias en el nuevo lugar.    


Ante todos estos luctuosos y actuales hechos, el grupo se refugió en la oración –con la dulcísima madre del rey en el corazón-, a la espera de una señal que pudiese disipar las dudas e incertidumbres. Siempre con la certeza de que algún día el rey volverá; el mismo monarca misericordioso que fue a luchar con el peor de los enemigos, y que retornará con éste encadenado como estrado de sus pies.


El rey, en definitiva, cuya infinita sabiduría le permite indagar en lo más profundo de los corazones de cada uno, y descubrir las últimas motivaciones de las acciones humanas, para premiar a los buenos y castigar a los malos. Y con especial rigor, a aquellos que fueron constituidos con grave autoridad, y obstaculizaron el desarrollo de su reino.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



domingo, 25 de octubre de 2020

El orgullo del profanador y el COVID19.


Con el país deprimido ante la posibilidad de un segundo confinamiento, nuestra vicepresidenta del ejecutivo, Doña Carmen Calvo, anota exultante en twitter lo siguiente:

“Hoy hace un año que el Gobierno hizo posible la exhumación del dictador del Valle de los Caídos. Ya no está en una tumba de estado ni puede ser enaltecido”.

A mi juicio, no hay motivo alguno para enorgullecerse; es más, creo que lo sucedido hace un año fue una acción tan miserable -y tan sacrílega- que había serios motivos para preocuparse. Para inquietarse entonces, e intuir que algo tan repugnante tendría graves consecuencias en un futuro no muy lejano. La realidad, desgraciadamente, ha superado a la ficción. 

En efecto, acaba de cumplirse un año desde aquel triste acontecimiento. Miramos ahora nuestra patria y nos preguntamos si alguien, en la peor de las pesadillas, imaginaba entonces una España como la que tenemos hoy, a día 25 de octubre de 2020. Es evidente que nadie podía prever lo que vendría poco después de que todos contemplásemos en directo -unos con tristeza, otros con satánico regodeo- cómo se profanaba sacrílegamente la tumba del antepenúltimo Jefe de Estado español: un cristiano enterrado bajo la cruz más grande del mundo, y que con sus aciertos y errores (algunos sin duda muy graves), dio leyes cristianas a nuestra nación. En todo caso, se trataba de un bautizado sepultado en sagrado. Jamás, por tanto, debió haberse consentido tal aberración, y los primeros que abandonaron el buen combate (II Tim. 4,7) y se pusieron de perfil fueron nuestros obispos. ¿Alguien se extraña de que algunas encuestas -meses después, con la catástrofe ya sobre nuestras vidas- coincidan en el declive de la práctica religiosa? En el pasado, los dramas colectivos provocaban exactamente lo contrario: una vuelta del pueblo sufriente a la fe perdida y una confianza sólida en los pastores.

Como sabemos, el detonante de este mal presente ha sido un virus que nos está destrozando física, económica, material, moral y espiritualmente (y que lo seguirá haciendo hasta que Dios se apiade de nosotros). Y por si no fuera suficiente, agregamos a este despiadado horror, soportar el peor -el más sectario e ineficaz- de los gobiernos posibles, de tal modo que nunca como ahora en nuestra patria se ha vislumbrado la sombra de la destrucción definitiva de la sociedad civil, primero confinada, luego anestesiada y sin derechos, para ser finalmente humillada y sometida a la pobreza; lo que nuestros abuelos en la postguerra llamaban la sopa boba.

Ambos hechos -la profanación de la tumba en octubre y la difusión, sea natural o artificial (que no lo sé), de ese minúsculo asesino- son inmediatamente sucesivos en el tiempo, pero obedecen, desde el punto de vista natural, a causas muy diferentes. En ese sentido, si somos rigurosos intelectualmente, no podemos aplicar a ambas tragedias la regla “post hoc ergo propter hoc”, por cuanto la primera es un evento local y de naturaleza político-sacrílega, y la otra es un hecho biológico y universal, iniciado a miles de kilómetros de aquél.

Ahora bien, el cristiano debe afinar su percepción para intentar encontrar tanto el sentido de su vida personal, como una correcta lectura teológica del tiempo en el que el Señor le ha colocado en la existencia. Para ello, el mismo Señor le ha regalado en su bautismo tres estados, que, si bien están en potencia, pueden ser desarrollados a voluntad de Nuestro Señor: el cristiano es sacerdote, es profeta y es rey, y puede desplegar esos dones con su oración, con su estudio de las Sagradas Escrituras y del magisterio, y con sus buenas acciones, siempre en beneficio de los demás.

Pues bien, desde el punto de vista sobrenatural sí me parece aceptable fijar un vínculo entre ambos hechos tan diversos. Como comprendo que muchos me tacharán desde ya de fanático, irracional o directamente perturbado (o más piadosa e irónicamente me dirán -como a San Pablo en el Areópago de Atenas- que “ya te oiremos otro día” (Hch. 17,12)”, invito a los que aún creen en la providencia de Dios sobre el mundo, a que sigan aquí. Y a los que no crean en ella, a los que no acepten que “si el Señor la ciudad no guardare, en vano el vigía la habrá guardado” (Sal. 126), a esos les pido que apaguen sus dispositivos. Y sinceramente me disculpo con ellos tras haberles hecho perder el tiempo con mis reflexiones.

Me dirijo por tanto a mis hermanos cristianos. Las razón por la que creo muy posible el enlace de ambos acontecimientos comienza a intuirse en aquella verdad católica que afirma que el pecado de cada persona, en cada lugar y tiempo donde hayan existido y existan hombres, puede compararse a un virus que se propaga y va mutando -generalmente a peor- por la historia universal, bordando una inmensa red de pecados, enlazados unos con otros, hasta crear lo que lúcidamente nuestro papa Juan Pablo II, definió como una “estructura de pecado en el mundo”. 

El hombre -como dijo el apóstol Juan- es de Dios, pero el mundo está en poder del Malo (1 Jn. 5,19). Dos mil años después de la primera venida del Señor, los inmensos beneficios de fe, de esperanza y de caridad que tal acontecimiento histórico trajo a la humanidad, están en progresiva regresión, eso es incuestionable. Las verdades doctrinales y morales quedan diluidas -y finalmente anuladas- cada vez con mayor intensidad en una corriente rápida y abundante de universal apostasía, disfrazada de laico humanismo.

Las viejas leyes de los antiguos estados cristianos se subvierten y se vuelven anticristianas -y a veces diabólicas, como el aborto-; la aprobación, cada vez más descarada, en los países antaño cristianos de normas contrarias a las verdades de fe y de moral nos conduce forzadamente hacia los tiempos finales. Es -podemos decirlo así- el camino o proceso histórico normal que descubrimos con la lectura atenta de las Escrituras.  El Señor vendrá porque -como él mismo lo explica en Lucas- el mundo mayoritariamente habrá transitado por el mal camino hasta perder fe. Y mientras no llegue ese momento, sucederán catástrofes universales, como pueden ser virus mortales (véase por ejemplo Ap. 16,2).

Sin embargo, hay también un camino o proceso extraordinario -digámoslo así- para anticipar ese inevitable desenlace, y es la rotunda respuesta que el Cielo suele dar a la comisión de determinados pecados. Transgresiones que desde el punto de vista estrictamente humano no parecen objetivamente tan graves, pero que resultan especialmente repugnantes a la mirada eterna de Dios, y por tanto las castiga de un modo terrible, y generalmente de manera inmediata. Y ahí es donde me fijo en la profanación realizada en España en octubre de hace un año, y lo sucedido muy poco después con el llamado virus chino.

Diréis que hay crímenes mucho peores que hollar una tumba cristiana, un sitio sagrado. Por ejemplo, la legalización de las matanzas del aborto en casi todos los países del mundo cristiano (con sus millones de inocentes inmolados a un moderno Moloc llamado progreso); un hecho que, a mi juicio, ha debido marcar un antes y un después en la paciencia de Dios con el mundo pecador. Desde los años setenta ese pecado no ha hecho más que extenderse, y sin embargo parece -repito, parece- que no porque progrese ese mal, se va a anticipar el juicio y adelantar el castigo inevitable, el cual llegará -nadie lo dude- a su debido tiempo.

Sin embargo, sí creo que se ha producido un castigo anticipado con esa insidiosa pandemia, como pena del Cielo, por la profanación de octubre. Me fundo en la especial gravedad, de acuerdo a las sagradas Escrituras y al magisterio de la Iglesia, de aquellas transgresiones que de alguna manera implican un acceso prohibido a un lugar Santísimo, como lo es una tumba sellada, situada en el lugar más sagrado del mundo, el Altar de una basílica católica donde se reproduce, Misa tras Misa, el Sacrificio único de Cristo. 

En efecto, si nos vamos a la Antigua Alianza, recordamos el terror del pueblo judío cuando Moisés subía a la montaña sagrada del Sinaí, y ésta mostraba una cumbre llameante y atronadora, que significaba la presencia allí del Dios vivo, del Dios único y verdadero, del Dios escondido sin imagen ni forma. Le estaba estrictamente vedado al pueblo acercarse a la montaña, pues

Cualquiera que tocare la montaña morirá sin remedio” (Ex. 19,12).

Recordamos igualmente, aquel recinto arcano y misterioso del templo de Jerusalén, situado tras un finísimo velo de lino donde se situaba el Arca de Dios, un lugar tan sagrado que, como indica la Epístola a los Hebreos,

sólo una vez al año entra el sacerdote, no sin sangre, la cual ofrece por sí y por los pecados del pueblo” (Hb. 9,7).

Evocamos, por último, al mismo Arca de la Alianza, que causó la muerte de un levita llamado Uzá, cuando éste intentó evitar su caída tras zozobrar uno de los bueyes que lo trasladaban a Jerusalén (2 Sam. 6,6-7).

Estas impresionantes realidades eran sólo sombras de una Nueva Alianza, donde el Señor se nos hace literalmente presente en cada Misa, en cada Santo Sacrificio. Pero en la Nueva Alianza ya no hay un velo terrestre que prohíbe el paso a los mortales, pues Nuestro Señor

no entró en un santuario hecho de mano, imagen del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse en ahora en el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb. 9,24)

Con la Nueva Alianza por la sangre de Cristo, ese velo literalmente se rasgó de arriba abajo (Mc. 15,38), quedando ya el Sagrario y el Altar terrestre comunicados sin obstáculos con el Cielo y con la Iglesia celeste; son, pues, los lugares más sagrados de la tierra, un puente sin peaje hacia la Gloria. Y, en continuidad con las figuras del Antiguo Testamento, espacios donde cualquier profanación, representa el más grave insulto a Dios. Al mismo Dios que dirigió al pueblo de Israel por su travesía en el desierto hasta la tierra prometida, y al mismo Dios que hoy dirige al nuevo Israel de Dios hacia la patria del Cielo.

Pero es que, además, no sólo se ha mancillado el espacio sacro del sacerdote -el altar-, allí donde el mismo Cristo se hace presente en cada eucaristía; es que además la profanación se ha agravado por remover el cuerpo de un cristiano, que murió en gracia, y que por tanto da igual cómo se llame y lo que hubiera hecho en el pasado. Las Sagradas Escrituras dan el título de bienaventurados desde ya a todos aquellos que mueren el Señor. Así lo dice el libro del Apocalipsis:

¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, ya desde ahora! Sí, dice el espíritu, que descansen de sus trabajos pues sus obras los acompañan! (Ap. 14,13).

Alterar, pues, el descanso sacro de cualquier hombre o mujer que haya muerto, recibiendo los santos sacramentos, y que haya sido enterrado en un lugar sagrado, es un pecado no ya contra esa persona, sino un pecado contra la religión. Ya observamos la gravedad de conductas similares en el Antiguo Testamento cuando el rey Saúl perturba el descanso del profeta Samuel: la terrible maldición que por ello le sobreviene se extenderá a sus hijos (1 Sam. 28).  

Es decir, antes y ahora, es una ofensa directa e inmediatamente infligida a Dios. Más incluso en la Nueva Alianza, pues cualquier bienaventurado, cualquier justo, tras su tránsito en la tierra, entra ya directamente en la esfera de lo divino, con lo que la ofensa ya no es contra él sino contra el Dios de todos los hombres, en el que el muerto ya vive.  Es verdad que los graves crímenes en el mundo contra el prójimo -el mismo aborto o el homicidio, especialmente contra los mártires- son igualmente pecados contra el hombre y contra Dios, pero con una diferencia. Dios habitualmente retrasa el castigo de quienes han atacado a otros hombres, como podemos verlo en esos versículos del Apocalipsis, en los que frente a la reclamación de las almas de los mártires:

¿Hasta cuándo tú, Señor, el Santo y Verdadero,  no haces justicia y vengas nuestra sangre de los que habitan en la tierra?”,

se les pide paciencia hasta que se complete el número de hombres y mujeres que se les unirán en los martirios de los tiempos finales (Ap. 6, 10-11).

En definitiva, Dios puede perfectamente -en función de su infinita Sabiduría e inalcanzable Providencia- no esperar para castigar la perversidad humana, si ésta alcanza una insoportable altura sacrílega. Y eso es lo que, según mi sentido cristiano, ha sucedido, tras el repugnante sacrilegio perpetrado en octubre del pasado año.  

Porque el castigo comenzó poco después de la profanación, y aunque ha sido una pandemia universal -recordemos la solidaridad de la humanidad en el pecado de cada hombre-, nuestro país fue -y sigue siendo- uno de los que peores datos sanitarios y económicos presenta en el mundo, si no el peor. Tenemos, pues, una inmediata sucesión temporal de los dos acontecimientos muy distintos -profanación y liberación de un virus-, una responsabilidad directa de los gobernantes de nuestro país en un pecado de sacrilegio, y la especial saña con la que un virus ajeno nos ha castigado al poco tiempo; todo ello son datos objetivos e indiscutibles. Mi interpretación de la necesaria conexión entre ellos surge de mi sentido de fe y mi reflexión sobre el modo de actuar de Dios y de ejercer su providencia sobre el mundo, según las Sagradas Escrituras, siempre buscando nuestra conversión y salvación.  Desgraciadamente, en ese segundo aspecto, han fallado estrepitosamente nuestros pastores.

Y no creo que el Señor se compadezca pronto de nosotros. Nuestra nación ni se ha vestido (ni creo que se vista) de saco, ni ha ayunado (ni creo que ayune), como hizo el pueblo de Nínive tras la predicación de Jonás (Jon. 3,5). Asumamos el fracaso de que seremos los últimos en salir de este espanto, y los últimos en recuperar el pulso de nuestro país. 

No entiendo por tanto su orgullo, Sra. vicepresidenta Calvo, sea o no creyente. En todo caso, le deseo de corazón -lo digo sin la menor ironía- que el covid19 que vd. ha padecido no le cause futuros problemas, como sí se lo está provocando a muchos ya dados de alta.

miércoles, 14 de octubre de 2020

¿Todos hermanos?




Había quedado muy satisfecho con el extraordinario documento que el Santo Padre nos regaló hace unos días sobre San Jerónimo, el hombre que, entre los siglos IV y V, tradujo las Sagradas Escrituras al latín en ese monumento de cultura y fe que fue la "Vulgata". Como el propio título de la Carta indicaba, "Scripturae Sacrae Affectus", toda ella intentaba transmitir al lector de nuestro tiempo el inmenso amor por las Sagradas Escrituras del maestro dálmata, que murió en la misma ciudad que vio nacer a nuestro Salvador Jesucristo, en Belén de Judá. Y a fe que lo conseguía: San Jerónimo era un amante de la cultura clásica, hasta el punto que, como recuerda el documento, en una visión durante la cuaresma del año 375, el Señor le recordó, con cierta gracia, que "no era cristiano sino ciceroniano" (al igual que su contemporáneo San Agustín, a quien Homero le parecía "dulce, pero vano", y la Biblia, en cambio, verdadera pero áspera). A partir de entonces, las Sagradas Escrituras, toscas para San Jerónimo en comparación con los clásicos latinos y griegos, fueron vistas por él de una manera nueva, comenzó a venerarlas y emprendió la tarea inmensa de verterlas al latín.




En fin, un documento precioso que recomiendo a todos -cristianos y no cristianos, pero amantes de la civilización y el saber-, porque nos invita a degustar un excelso monumento de la cultura, que a la vez -sobre todo- es Palabra Divina que nos salva (o nos endereza en el camino de la salvación), escritas en un libro, plural y a la vez único, denominado "la Biblia".




Pero desgraciadamente, como es habitual de Francisco, ayer nos regalaba una de cal, pero hoy nos echa encima otra de arena. Días después, salió la última encíclica del Papa que versa sobra la "fraternidad humana", y sobre ella quiero simplemente indicar unas breves ideas, que pueden resumirse en la palabra decepción. Decepción, porque me parece un esfuerzo intelectual inútil para nuestro mundo. Para todos, para los cristianos y para los no cristianos.




En primer lugar, el cristiano no necesita de conceptos mundanos como la fraternidad cuando tiene como mandato divino (que exige la gracia sobrenatural) el "amor al prójimo" (mandato infinitamente superior, no sólo moral sino incluso "ontológicamente" al de la fraternidad), y cuando -como precisó el Señor (Lc 10, 25-37)- el prójimo se identifica con aquel sujeto que menos nos gusta en cualquier circunstancia (ayer un samaritano, hoy que cada cual mire su corazón y decida).




En cuanto al no cristiano, jamás podrá amar al prójimo, porque su lógica le dirá que es un absurdo amar al enemigo (como los judíos a los herejes samaritanos). Y no mostrará "fraternidad" con él, sino a lo máximo una mera tolerancia, condicionada eso sí a que éste no le haga la puñeta. Estará siempre a la defensiva en el mejor de los casos. Y esa tensión defensiva -como demuestra la historia, confirmando a machamartillo el dogma del pecado original- no puede durar mucho tiempo, y tarde o temprano se romperá y surgirá la violencia. Es doctrina de fe católica la imposibilidad de perseverar en el bien sin el auxilio de la Gracia, por lo que por muy buenas intenciones que alberguemos, acabaremos volviendo a las andadas. Como definió el Concilio de Trento, ni siquiera el justificado puede sin especial auxilio de Dios perseverar en la justicia recibida.




Por eso, para un cristiano el logro de la mundana fraternidad nunca será un objetivo; su objetivo será siempre su santificación (1 Tes. 4,3), y eso exige la Gracia; superar al "hombre viejo", y revestirnos del "hombre nuevo"; "debéis despojaros, por lo que mira a vuestro pasado, del hombre viejo, que se corrompe según los deseos depravados del error, y revestiros del hombre nuevo, el creado según Dios en justicia y santidad verdadera" (Ef. 4,22-23).




Y para un no cristiano, diga lo que diga, la fraternidad es imposible, porque en él habita aún el hombre viejo. Y sin conversión, morirá siendo viejo, "conforme a la vanidad de sus pensamientos, teniendo la razón oscurecida, apartados de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos a causa del endurecimiento de su corazón" (Ef. 4, 17-18). Por supuesto nunca reconocerá esa impotencia, porque tendría a continuación que admitir la naturaleza sobrenatural del objetivo. Y el soberbio por excelencia no le permitirá que en un acto de humildad acceda a esa conclusión inevitable.




En definitiva, el Señor no resumió su mensaje de salvación en la "fraternidad" sino en la "conversión" o el "arrepentimiento". No nos dijo, "si no sois fraternos pereceréis todos"; dijo otra cosa y muy diferente: "si no os convertís, pereceréis todos" (Lc. 13,5). ¿Puedo preguntar con cierta ingenuidad para cuándo una Encíclica que nos exija a todos los hombres -sobre todo a los bautizados- la conversión radical a Cristo, "el único nombre bajo el cual podemos salvarnos" (Hch. 4,12)?




Lo dicho, un documento inútil, casi nada católico. El apóstol Juan, en el Apocalipsis, me exhorta a que "conserve lo que he recibido" (Ap. 3,11). Hoy lo tengo muy claro: archivaré como una joya el documento sobre San Jerónimo, y olvidaré cuanto antes este texto, tan repleto de buenas intenciones que podría empedrar perfectamente el suelo del infierno.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Una misma figura femenina, una misma Iglesia.

 


Se encontraba el apóstol Juan desterrado en la isla de Patmos. Era domingo y, arrodillado, rezaba intensamente. Entonces entró en estado de éxtasis y comenzó a visionar unas tremendas imágenes –inefables unas, brutales otras- que, más tarde, fueron comunicadas a uno de sus ayudantes, también confinado con él, el cual las puso por escrito. El libro donde se recogen dichas visiones, fue años después titulado “Libro de la Revelación”. Aunque tardó tiempo en incorporarse al canon cristiano de libros inspirados, la convicción de la autoría joánica, y su uso indiscutido por importantes iglesias cristianas de Europa y Asia, elevó finalmente este extraordinario libro a la categoría de canónico. Actualmente es el texto que pone el cierre –y el broche de oro y diamantes, diría yo- a las Sagradas Escrituras.

Cierto es que pocos libros de la Biblia –y de la historia en general- habrán dado pie a más extravagantes y disparatadas interpretaciones, no tanto acerca de su sentido general -una descripción alegórica de los duros tiempos finales, y del triunfo final y absoluto de la Iglesia, esposa del Cordero-, sino de cada uno de sus detalles en particular. Y especialmente, el ajuste de cada alegoría o metáfora a la época histórica en que ha sido leído con pasión por cada generación cristiana, sobre todo en tiempos de persecución. Y muy acentuadamente en nuestra época, donde el glorioso concepto de cristiandad, herido desde los tiempos de la reforma (siglo XVI) y la revolución francesa (siglo XVIII), ha entrado hoy en fase de coma terminal, por no decir que en parada cardiorrespiratoria. Dice nuestro papa Francisco –con razón- que la Iglesia es un hospital de campaña (para los cristianos). La tragedia de nuestro tiempo –añadiría yo- es que la misma Iglesia es la que actualmente agoniza en ese mismo sanatorio improvisado, y que somos los cristianos –especialmente los laicos- los que, enfermos como estamos, debemos curarla y sacarla de ahí, porque sin su salud espiritualmente morimos. Y para lograrlo no basta ser cristianos comprometidos (como se dice), sino por encima de todo tener fe en Cristo. Fe de verdad, fe que transforma, fe que combata -sin miedo a ser señalado- contra un mundo donde el diablo hace estragos. Fe, en definitiva, en Nuestro Señor y Salvador como única y definitiva Palabra sobre nuestra vida particular y sobre la historia en general.

Libro excelso, pues, pero de difícil digestión, hasta el punto que en un momento determinado un ángel del Cielo pide al autor que lo devore “y aunque te amargue las entrañas, en tu boca será dulce como la miel” (Ap. 10,9). No obstante, pasado el tiempo, los jugos de la mente de tantas generaciones cristianas, con la ayuda del Espíritu que siempre acude en auxilio, han ido poco a poco desvelando sus misterios, de modo que hoy -visto desde la atalaya de tantos extraordinarios comentaristas, llenos de unción y sapiencia, en cientos de años-, podemos indagar mucho mejor sus enigmas. Y casi entenderlos.

Quiero detenerme en dos figuras de mujer, absolutamente antagónicas. Dos mujeres –dos prodigiosos símbolos- que aparecen en la segunda mitad del este libro. La primera surge significativamente tras abrirse el Templo del Cielo, la morada de Dios, y ser vista el Arca de la Alianza, entre truenos, relámpagos, temblores y granizo. Es un momento especialmente intenso, pues Juan, que no había tenido problema anteriormente en calificar a los judíos que combatían a los cristianos como “sinagoga de Satanás” (Ap. 3,9) , comprueba en su visión que, verdaderamente, como dijo San Pablo, los dones de Dios al pueblo de Israel son irrevocables y que, en su infinita bondad, “nos encerró a todos – a ellos, los pérfidos judíos, y a nosotros (que éramos miserables paganos)- en la rebeldía, para usar de misericordia con todos” (Rm. 11,32).

Pero ese temible Arca, símbolo del viejo Israel, queda desplazado tras una sublime imagen de mujer, que la inmensa mayoría de los sabios cristianos de todos los tiempos han intuido como la representación del nuevo Israel de Dios, el Israel de la promesa, la Iglesia cristiana. La mujer está vestida de sol –envuelta por la divinidad-, tiene doce estrellas sobre su cabeza –la gloria de Israel- , y pisa la luna, el símbolo de lo cambiante y no permanente, del mundo en definitiva, sobre el cual la Iglesia tiene (debe tener) dominio con la firmeza inmutable de sus principios y doctrinas, del depósito de la fe recibido del Señor. 

Juan observa que esa prodigiosa figura femenina está encinta y gime con dolores de parto. Aquí parece referirse a los duros trabajos de los millones de cristianos de todos los tiempos que, con oraciones, sacrificios, renuncias y abnegaciones, han clamado y claman hoy sin cesar en sus tribulaciones, como lo haría una parturienta, por la segunda venida del Mesías. Incesantemente, entre los dolores de la persecución –legal o física-, la muerte civil o el desprecio de un mundo dominado por el maligno (no en vano, un espantoso dragón aparecerá a continuación, con voluntad de devorar al Hijo cuando nazca). Es muy indicativo el hecho de su dolor, pues parece ratificar la idea de que una Iglesia sin mártires, una iglesia sin testigos, una Iglesia sin sacrificios ni penitencia está seca; una Iglesia cómoda y acomodada, conciliadora y conciliada con los errores y horrores de su tiempo, está muerta, es estéril, y jamás será la que alumbre al Mesías que ha de volver. Es la Iglesia de Sardes “que tienes nombre de que vives pero estás muerta” (Ap. 3,1).

La Iglesia que dé a luz al Mesías en su segunda venida será la que sufra la misma pasión que el Señor padeció en la primera “pues si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20); una Iglesia donde los apóstoles le abandonen; donde un Pedro acobardado siga de lejos a Jesús (Mc. 14,54), para luego negarle abiertamente; una Iglesia, en definitiva, que, entre inimaginables persecuciones -entre burlas, bofetadas, salivazos, látigos y cruces-, exclamará, como si hubiera perdido toda esperanza,: ¿Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? Y al final, tras la masiva apostasía que ese horror producirá en un rebaño sin pastores, quedará un pequeño resto que invoque al Señor (Sof. 3,15). Y ahí se condensará la historia terrenal de la Iglesia, justo antes de la venida del Señor para implantar su reino. Será como la resurrección de Cristo, tras la primera venida.

Si el sufrimiento es el rasgo más destacable de esa bella y dolorida mujer, el placer lo será de la segunda que aparece unos capítulos más adelante, llamada la ramera de Babilonia. A primera vista intuimos en ella un símbolo del pecado, pues parece hermosa (o vistosa) de lejos, pero de cerca es fea sin paliativos; sin embargo su significado es más específico. En efecto, las Sagradas Escrituras, al usar la imagen femenina, pretenden explicar la actitud de Israel con Dios, y por ello la primera mujer –la orlada de sol- es representación del Israel santo de la promesa, de su fidelidad a Dios y de la pureza de la religión. La segunda también podíamos verla como el nuevo Israel, pero ha traicionado a su esposo, ha adulterado y ha falsificado la religión. Es la misma mujer, por lo tanto, pero si en un caso se entrega con sacrificios a la voluntad de a Dios, en el otro se zambulle en el desenfreno del mundo y la fornicación de la idolatría. Si la primera es fecunda y genera vida –la Vida de todos, pues alumbra a Cristo-, la segunda es estéril, y produce muerte “embriagándose de la sangre de los mártires”.

Lo terrible es que ambas imágenes lo son de una misma mujer, una misma religión –la única religión verdadera- pero si en un caso se conserva pura e incontaminada (de ahí su hermosura, su fecundidad y también su dolor y su esperanza) , en el otro, se ha desfigurado hasta el espanto, al mezclase con los antivalores que propone el mundo (por ello su fealdad, sus horribles afeites, su fornicación improductiva con todo lo humano, y su grotesco y sucio destino, pues la horripilante bestia de los diez cuernos sobre la que cabalga –los tenebrosos poderes anticristianos- “ aborrecerán a la ramera, y la dejarán devastada y despojada, y devorarán sus carnes y la abrasarán con fuego” (Ap. 17,16). Si la dulce y dolorida mujer tiene a la cambiante luna domeñada y como permanente estrado de sus pies, la mala hembra no puede controlar al bicho deforme sobre el que cabalga, y acabará siendo fagocitada por él.

“Y me maravillé al verla, con gran maravilla” (Ap. 17,6), exclama el autor sagrado. Durante la contemplación de esta mala hembra, Juan expresará un asombro que ni siquiera manifestó en ninguna de las anteriores –e impresionantes – imágenes que pudo apreciar durante su experiencia mística. Recordemos que había estado junto al mismísimo trono de Dios, contempló al triunfante Cordero degollado que abrió los siete sellos, los cuatro jinetes, los miles y miles de mártires reclamando justicia, los 144.000 marcados…; recordemos que cuando se abrió el sexto sello, miró al sol y estaba negro como saco de crin, y la luna sangrienta; las estrellas caían sobre la tierra y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla en un espantoso terremoto. Y encima, el discípulo amado había soportado la visión de esa trinidad grotesca formada por el diablo, el anticristo y el falso profeta…, pero con todo ello no se había quedado tan absorto como cuando la ramera de Babilonia se puso delante de sus ojos. Probablemente, en un instante, le pareció reconocer en el rostro de esa ramera, algún rasgo de la mujer santa. Y eso le angustió sobremanera.

Esa es la prueba, a mi juicio, de la gravedad de lo que significa. La santidad y la verdad de nuestra fe jamás podrán conciliarse ni transigir con el pecado y con el error, por leves que ellos sean. “¿Pues qué participación entre la justicia con la iniquidad? ¿O qué comunicación de la luz con las tinieblas? Y ¿Qué armonía de Cristo con Belial? (2 Cor. 6, 14-15). Una enorme lección para nuestro tiempo, para nuestras almas y para nuestra Iglesia.