I
Aún no existía, pero era amada de un modo único desde la eternidad. Tampoco había tiempo ni espacio, pero allí, en los vacíos e invisibles pliegues de la nada más radical estaba, como paradoja de las paradojas, Aquél que ES plenitud del SER, ipsum esse subsistens; Aquél que en sus designios de amor, modelaba en su inteligencia absoluta una criatura excepcional, en gracia y hermosura, que algún día iba a albergarle en su vientre virginal.
Primero, Él creó ex nihilo la realidad, material y espiritual, para su gloria y por amor hacia nosotros. De tal modo Él nos amaba, que previó la caída del hombre, pues a causa de esa culpa, nos otorgaría unos bienes que nadie –y más en esa situación de pecado en el que vivíamos- pudo imaginar: a una madre y al mismo Dios, hecho uno de nosotros. Pero Él, que es Amor, la quiso a ella de una manera especial y, como enamorado, la engalanó con los mayores dones que podía regalar a la mujer amada.
“Ella, más que todos los hombres y más que los ángeles "fue elegida en Cristo antes de la creación del mundo", porque de modo único e irrepetible fue elegida para Cristo, fue destinada a Él para ser Madre”, escribió Juan Pablo II en su homilía de la festividad de la Inmaculada del año 1980. Creó Dios a María, pues, para ser esposa del Espíritu Santo y madre de su Hijo, el redentor de cada uno de nosotros. Y al igual que ella con las cosas de su Hijo, Dios la guardaba en su corazón desde toda la eternidad.
Y después de una larga expectativa, incluso para el mismo Dios para quien no existe el tiempo (pues todo enamorado lamenta el transcurso de la espera), llegó el día en el que pudo declararle a ella su inmenso amor, amor puro y fecundo, tanto que abrazaría al mundo y aun al universo entero por los siglos de los siglos. El Evangelio de San Lucas describe ese inmortal momento en la escena de la Anunciación del Ángel (Lc. 1,28) y, por ello, los novedosos conceptos que empleó aquel mensajero del Dios único e invisible, más allá del sentido que le den los expertos en lenguas antiguas, sólo pueden ser entendidos en un ámbito más allá de la semántica estricta.
Esa es la razón de que, después de muchos años leyendo y releyendo numerosas traducciones de la Biblia al castellano, haya llegado a la conclusión de que ciertos vocablos -más allá del significado en el que consienten o disienten los expertos en las lenguas originales-, son más correctos o más incorrectos, no en sí mismos, sino en la medida en que expresen la trascendencia -o incluso emotividad- del momento que describen. Es el caso paradigmático, como digo, de la salutación del arcángel Gabriel a María en Nazaret, el momento en el que Dios comienza a cumplir la promesa dada a nuestros primeros padres en el libro del Génesis:
Enemistad pongo entre ti y la mujer,
Entre tu estirpe y la suya,
Ella te aplastará la cabeza
Y tú le herirás el calcañar”
(Gen. 3,12)
II
El arcángel Gabriel se dirige a María con palabras humanas, sin duda alguna (no interesa ahora si fue una conversación externa o una locución interna), pues expresamente el evangelista –que pudo recabar ese testimonio de la misma Virgen María, según la tradición-, anota que ella “se turbó al oír esas palabras”. Hoy sabemos que esas palabras, en griego, fueron:
“Jaire, Kejaritomene, o Kyrios meta su”.
Y que en la primera traducción latina se vertieron como:
“Ave, gratia plena, dominus tecum”.
Las primeras versiones castellanas del Nuevo Testamento, desde el griego original –las de Francisco de Encinas de 1543 y la de Juan Pérez de Pineda de 1556 (autores protestantes ambos)-, usaron las mismas palabras que hoy empleamos los católicos en nuestras biblias y en nuestras oraciones:
“Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”.
Aunque, ciertamente, el idioma utilizado por María y el ángel debió ser el arameo (el único, junto con algo de hebreo, que seguramente dominara la dulce doncella nazarena), sólo conservamos el griego con que San Lucas narra ese encuentro. Y la palabra clave y central de ese saludo es Kejaritomene, única vez en toda la Biblia en que se utiliza ese término; más aún, podemos decir –siguiendo a los lingüistas- que se trata de un verdadero neologismo y un pronombre, usado por Lucas para describir algo radicalmente nuevo –a alguien con una misión única en la historia- y, por tanto, sin que sea factible emplear, por esa novedad, ningún otro término del idioma de la Hélade. María es por excelencia, de manera única, kejaritomene; a ningún ser humano, del pasado, del presente y del futuro, se le podrá describir con semejante palabra. Podía Lucas haber usado con ella la expresión –no la palabra precisa- con la que se refiere a Esteban en Hch. 6,8 –pleres jaris, pleno de gracia-, pero como aclaran los lingüistas, en el caso del protomártir, no se refiere a un estado permanente que exija un nombre nuevo, sino una situación operada por el Espíritu Santo en su alma durante el escaso tiempo en que predicó en evangelio y fue martirizado. Sólo María es kejaritomene, con plenitud de gracia desde siempre, esto es, desde que sólo era la más hermosa de todas las hermosas ideas de la inteligencia eterna del Creador del mundo.
Por ello, la traducción más atinada de ese término es aquella que recoja con la mayor fidelidad la esencia de lo que quiso expresar con ella el Dios enamorado de María y, en consecuencia, me parece acertada la expresión de que usamos los católicos hispanohablantes:
“Dios te salve, María, llena eres de gracia”
Ese mismo saludo se encuentra mayoritariamente en las biblias católicas, tanto las traducidas desde la Vulgata latina, como la Biblia de Felipe Scío (1794), o la Biblia Petisco Torres Amat (1825), así como en las modernas, vertidas desde los idiomas originales, como la elegante Biblia Nacar Colunga (1944, y revisiones), las extraordinarias Bover Cantera (1947 con sus revisiones) y Straubinger (1958), o las sólidas Biblia de Jerusalén (1998) y Biblia de Navarra (2004).
La excepción la encontramos en la Biblia Schokel-Mateos (1975), traducida en general con una brillantez y sentido literario admirable (aunque la impresión que me produjo al leerla hace años fue de excesiva libertad), que traslada la salutación como:
“Alégrate, favorecida”.
La más moderna Biblia de nuestro pueblo (2015), una versión popular de la Biblia Schokel, también lo hace de la misma manera anterior, aunque esa peculiaridad, al lado de las barbaridades modernistas y marxistas con las que se despacha en sus abundantes notas a pie de página, convierte ese detalle en insignificante. Por ejemplo, en el relato de Lucas de la anunciación, pretende tranquilizarnos porque el autor sagrado “no se queda en lo ficticio y lo extraordinario”, o cuando critica que el Magníficat se haya convertido hoy en un “un cántico a la resignación y a la espera pasiva”. Y este bodrio –aclaro, buena parte de las notas, no la traducción, que por lo general es hermosa- cuenta con el nihil obstat del Arzobispo de Tegucigalpa, el mediático Oscar Madariaga.
III
Las biblias que hoy editan los protestantes, traducen el kejaritomene lucano con las palabras suaves de “favorecida” o “agraciada” y, aunque ésta traslación no sea en estricto sentido errónea, sí es enormemente desangelada, si partimos –como hemos hecho aquí- de que María era especialmente amada por Dios desde siempre, y que –como es usual en el enamorado- creó para ella una nueva palabra, kejaritomene, para describir la intensidad y sobreabundancia de su amor.
Sus usuales Biblias Reina-Valera de 1909 o 1960 transcriben esa palabra como “muy agraciada” o “muy favorecida” Pero no sólo lo hacen así las biblias actuales de los protestantes, en contra de las traducciones más antiguas de ellos mismos, como la de Francisco de Encinas y la de Juan Pérez de Pineda, en el siglo XVI. Otras modernas biblias católicas no disimulan sus intenciones ecuménicas, y acogen sin complejos la restrictiva interpretación protestante del término griego, eludiendo el hecho de que, como dice un inciso de la magnífica biblia católica Bover Cantera de 1947:
“crece el valor significativo de esa expresión –plenamente agraciada- al ser empleada como sustituto de nombre propio: justamente puede ser llamada la “llena de gracia”.
Tengo ahora, aquí mismo, una Biblia prologada por Monseñor Javier Salinas, obispo de Tortosa (presidente además de la comisión de catequesis de la C.E.E), titulada “La biblia ecuménica. Dios habla hoy. Traducción interconfesional (sic) directa de los textos originales: hebreo, arameo y griego (Edelvives, 2018), y así traduce Lc. 1,28:
“Te saludo, favorecida de Dios”.
Menos mal que la biblia oficial que se usa en las Misas Católicas en España, la versión oficial de la C.E.E. (2010), emplea el término católico (y más adecuado) de:
“Alégrate, llena de gracia”.
En el pie de página esa biblia se anota lo siguiente: (28).- “Favorecida por Dios de manera singular”, lo que, sin ser una aclaración incorrecta, como hemos reconocido, sí es abiertamente insuficiente para expresar aquello que está acaeciendo en ese sublime diálogo, del que literalmente dependió la salvación de la humanidad o su definitiva condenación. Si afirmamos, por ejemplo, que El Quijote es una parodia de los libros de caballería, diremos lo cierto; si afirmamos que sólo es una parodia de los libros de caballería, sostendremos un error monumental. El Ángel, por tanto, con el neologismo kejaritomene, no se refirió a la persona de María sólo como una persona especialmente agraciada o favorecida. Obviar esto en la traducción, es cometer un gravísimo error: es un modo de engañar con la verdad.
En definitiva, es sustancialmente diferente calificar a una persona como “muy agraciada”, o como “llena de gracia”. Llamar lo primero a la mujer que amamos es casi despectivo por insuficiente; llamarle lo segundo, tiene más sentido (aunque acaso también se nos quede corto, a mi humilde parecer, como luego veremos).
IV
Por último, entre el “llena de gracia” de las biblias genuinamente católicas, y el “agraciada” de las protestantes y católicas protestantizadas, encontramos una nueva traducción, en la que quiero detenerme un poco. Se encuentra en la primera biblia castellana traducida íntegramente de los idiomas originales, la llamada Biblia del Oso, publicada en 1569 en Basilea por Casiodoro de Reina, fraile español (nacido en Montemolín, Badajoz, que pertenecía entonces al antiguo reino de Sevilla), y que profesó como jerónimo en el Monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce, a las afueras de Sevilla. Huido con otros famosos heresiarcas, como Cipriano de Valera o Antonio del Corro, al comenzar la persecución de la inquisición contra los focos protestantes de Sevilla y Valladolid en 1556, viajó por varias ciudades europeas. En Ginebra criticó la ejecución en la hoguera de Servet (unos años antes, en 1553) y chocó con el horrendo puritanismo policial impuesto por Calvino. Marchó luego a Londres y a otras ciudades europeas como Estrasburgo, Amberes o Basilea, siempre escapando de los agentes de Felipe II y, a veces, de otros reformistas, que miraban con lupa sus escritos, recelaban de sus simpatías por los perseguidos anabaptistas, y, en general, de su sentido de la tolerancia religiosa en una época donde casi nadie permitía la menor discrepancia en materia de fe. Michel de Montaigne relata, por ejemplo, en su Diario de viaje a Italia (1581), que en la ciudad alemana de Kempten, se encontró a un luterano que “dijo francamente que prefería oír cien misas antes que participar en la cena de Calvino”. Y que consideraba diabólicos (sic) a los zwinglianos por destrozar a mansalva tantas preciosas imágenes en las iglesias de toda Europa.
De Reina se casó, y se asentó definitivamente en Francfort, donde moriría siendo pastor de la comunidad luterana de aquella ciudad en 1594, sucediéndole su hijo Marcos en el cuidado pastoral de aquella comunidad. Sus acérrimos enemigos calvinistas se burlaban de él, calificándole de “el Moyses español”.
Entre tantos viajes, persecuciones, incomprensiones y sobresaltos, maravilla que pudiera componer esta obra verdaderamente histórica, la primera traducción al castellano de la biblia completa, desde los idiomas originales hebreos, arameos y griegos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y hacerlo con tal honestidad moral, intelectual y religiosa –que algún día me gustaría comentar-, y con un estilo viril de inigualable belleza, con la rotundidad del mejor castellano del siglo de Cervantes, el primero de los dos siglos donde la lengua española fue auténtico oro refinado.
El gran Menéndez y Pelayo reconoció su mérito en su magistral Historia de los heterodoxos españoles, considerándola superior a las versiones castellanas de la vulgata de Felipe Scío y de Torres Amat, ambas católicas.
Ahora la tengo abierta en mis rodillas, y no hago su encomio de oídas. Qué gozo leyéndola, devorándola palabra a palabra, pues, como dijo Jeremías:
“Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba,
tus palabras eran mi delicia,
la alegría de mi corazón” (Jer. 15,16).
Qué inmenso bagaje religioso, cultural y literario ha perdido nuestra patria, en definitiva, por relegar esta prodigiosa obra al
infierno del Índice de libros prohibidos. Como bien dijo el novelista Antonio Muñoz Molina “que sea desconocida para casi todo el mundo es una de las calamidades de nuestra literatura, y de nuestro idioma”.
V
Pero volvamos al tema que tratamos. Reina, tomando como referencia el Textus Receptus de Erasmo, y teniendo presente los Nuevos Testamentos de Encinas y de Pérez de Pineda, se aparta totalmente de éstos en este detalle del que tratamos aquí, en la salutación del ángel, el cual traduce como:
“Gozo hayas, amada, el Señor es contigo”.
Encinas y Pérez de Pineda, al decidir la palabra castellana, siguieron literalmente la traducción latina del término griego –gratia plena- y, por ello, se vertió en sus Nuevos Testamentos en español como “llena de gracia”. Reina se apartó bruscamente de aquellos en este lugar, y me gustaría aventurar una hipótesis absolutamente personal de la razón por la qué lo hizo.
En primer lugar, debemos reconocer que Reina, como la mayoría de los reformadores primitivos (a diferencia de muchos protestantes actuales), sentía un impresionante cariño y veneración por la bienaventurada Virgen María, y no hubiera permitido nada en desdoro de ella. La prueba está en su propia Biblia, donde en la nota sobre los hermanos y hermanas de Jesús (Mt. 13, 55-56), indicará que se refieren a sus parientes y sus parientas.
O la extensa acotación que añade al versículo de Mt. 1,25 “(José) no la conoció hasta que parió a su hijo primogénito”, en la que –como si fuera un exégeta católico de los que ya apenas quedan- añadirá:
"no por eso se sigue aquí que después la conociese, porque no se pretende aquí probar más sino que Cristo fue concebido por obra de varón. Además es frase de la Escritura que “hasta que etc” por “jamás” Is. 22,14”.
Como vemos, el apestado protestante sevillano, da aquí una lección a tantos acobardados (y faltos de fe) exégetas católicos de los últimos cincuenta años, que una y otra vez –con silencio de sus superiores e incluso con su aprobación oficial- ponen en solfa el dogma de la virginidad perpetua de María, y de cualquier otro que se tercie. En realidad, su Biblia del Oso es profundamente católica, y desde luego mucho más que tantos engendros que hoy se publican con el nihil obstat de nuestros prelados. Algún día, D.M, espero escribir sobre ello.
Sin embargo, el sevillano Reina tuvo la convicción sincera de que, al verter la palabra “kejaritomene” al castellano, no era adecuado poner “llena de gracia”. Desde el punto de vista filológico, el sentido más literal de “agraciada”, en principio, cuadraba mejor que el término tradicional, sacado de la Vulgata latina “llena de gracia”. No digo que tuviera o no tuviera razón en esa conclusión –que no lo sé-, sino que probablemente él planteaba el problema de aquella palabra griega desde esta insoluble problemática: el sentido estricto de aquel neologismo –plenamente favorecida-, no hacía justicia a lo que tanto él –como todos los que los hemos meditado sobre ese grandioso episodio de la historia de la salvación- deducía del mismo: que aquello era (no sólo parecía) una impresionante declaración de amor de Dios, enamorado de María desde la eternidad, y que llamarla “agraciada” (aunque fuese más correcto), era insuficiente y hasta ridículo.
Pero por otro lado, tampoco veía con claridad –por razones filológicas, es decir, de honestidad intelectual- el clásico “llena de gracia” y así, en la nota que coloca al margen de este versículo dice:
“A saber, la que has hallado gracia, que eres amada, agradable graciosa”.
Al final –según mi hipótesis- siguió el camino que le marcó la sabiduría de su corazón. Y entendiendo aquella escena como la inefable declaración de amor que fue, no tuvo en cuenta ni el término “gracia”, ni la palabra “agradable”, ni –menos aún- el cursi vocablo “graciosa”.
Usó, por tanto, la palabra “amada”, porque eso es exactamente lo que Dios le quiso decir a María desde la eternidad: que te quiero, que estoy enamorado de ti antes de que comenzase el tiempo, y que serás la madre de mi Hijo, el Verbo de Dios, quien hecho hombre, salvará al pueblo de sus pecados (Mt. 1,24).
Sin ser, desde luego, el vocablo “amada” el más exacto, sí era el más verdadero.
Sorprendentemente, en la homilía -que referí al principio- del santo papa Juan Pablo II del año 1980, explicando el término griego usado por Lucas, kecharitoméne, confirmará, sin decirlo, el acierto de Reina de usar el término amada en su memorable traducción.
Dijo entonces el gran papa polaco:
“En el texto griego del Evangelio de San Lucas este saludo se dice: kejaritoméne, es decir, particularmente amada por Dios, totalmente invadida de su amor, consolidada completamente en El: como si hubiese sido formada del todo por El, por el amor santísimo de Dios”.
Tres siglos después, la traducción única de aquel fraile sevillano/pacense, que se sumó a la mal llamada reforma –y cuyos reformadores calvinistas le hicieron la vida casi tan imposible como los espías del rey español y la inquisición-, se abraza con la interpretación del último papa santo. Me llena de alegría que la bienaventurada Virgen María haya sido la ocasión de ese inesperado encuentro.
Ojalá nuestros hermanos separados comprendan que, al nombrar a la elegida por Dios desde la eternidad, no podemos ser apocados en los conceptos, como bien intuyó Reina al verter como amada la profunda palabra griega. Y ojalá algún día ella -la madre de Dios (Lc. 1,43), la kejaritomene, sobreabundante de gracia (Lc. 1,28)- no sólo no sea un obstáculo para la unidad, sino el corazón maternal, que con su belleza, su sabiduría y su sacrificio, nos a lleve todos sus hijos al encuentro con el Hijo por excelencia, Aquél a quien toda lengua proclama Señor para gloria de Dios Padre.
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