sábado, 26 de febrero de 2022

La creación desde la nada. Apuntes sobre dos textos del Antiguo Testamento.

                                                                                    


                                                                 I

Por lo que conocemos de la antigüedad, la idea de una “creatio ex nihilo” resultaba incomprensible y hasta absurda a los hombres del pasado, ya creyeran en dioses o fueran ateos. Todas las culturas coincidían en este punto, sin distinción alguna entre los que forjaron con su imaginación (o sus deformados recuerdos) las antiguas religiones, como los primeros filósofos en sentido riguroso (los griegos). Nadie cuestionaba la eternidad de la materia, a la que los dioses, eternos como aquella, le habían dado la forma actual de un mundo en apariencia organizado (“creatio ex materia”).  Pero también había filósofos y poetas que rechazaban la existencia de seres superiores y eran materialistas y ateos (como los atomistas o los epicúreos de Grecia), los cuales coincidían sin embargo con los hombres religiosos en que las cosas existían desde siempre. Lucrecio, un inteligente poeta latino del siglo I A.C., seguidor de Epicuro y ferozmente antirreligioso, en su obra “De rerum natura” lo resumió en un adagio que tuvo gran fama desde entonces: “Ex nihilo nihil fit”. Ergo, el universo existía desde siempre.

Pero toda regla tiene una excepción. Solamente un pueblo insignificante, ubicado geográficamente en la orilla más oriental del  Mediterráneo y que había contribuido muy poco - desde el punto de vista político- a forjar la gran historia, fue la disidencia a tal cosmovisión universal (de oriente, de occidente y de los continentes aún no descubiertos). Este primitivo pueblo de pastores, que sólo a partir de siglo XI A.C. logró constituirse en un Estado con cierta centralización administrativa, planteaba osadamente una serie de principios revolucionarios en su tradición sagrada, que yo resumiría  en cinco puntos:

1º.- MONOTEISMO.- No había dioses, o si existían eran seres inferiores,  subordinados a un solo Dios, todopoderoso y providente.

2º.- CREACIÓN EX NIHILO.- Dios había creado todo desde la nada (es decir, sin materia preexistente): lo invisible y lo invisible, la realidad completa del cielo y de la tierra, a la que le daba subsistencia con su poder conservador.

3º.- PUEBLO ELEGIDO.- Ese Dios único, se había revelado exclusivamente a ellos por la extraña razón de ser el pueblo menos importante de la zona (Dt. 7,7), y era un Dios celoso que no toleraba componendas con los politeísmos que rodeaban por todos lados a esa insignificante nación.

4º.- MISION UNIVERSAL.- Pese a esta exclusividad, algunos personajes inspirados de esa peculiar tierra (los llamados nabí o profetas), anunciaban en sus oráculos que ese Dios único acabaría siendo reconocido por las naciones, y salvando a todos los que a Él se acogiesen.

5º.- COMPORTAMIENTO SORPRENDENTE.- Y, finalmente, su modo de proceder, su estilo era muy diferente de las perspectivas y los propios caminos de los hombres (incluidos los de su propio pueblo elegido).

“porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,

Ni mis caminos vuestros caminos, dice YWHW.

Como son más altos los cielos que la tierra,

Así son mis caminos más altos que vuestros caminos,

Y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos”

                                     (Is. 55, 8-9)

II

El primer libro sagrado de este extraño pueblo –Bereshit o Génesis- comenzaba con estos tres impresionantes y solemnes versículos:

“(1) En el principio creó Dios el cielo y la tierra.

(2) La tierra era caos y vacío. Las tinieblas cubrían la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

(3) Dijo Dios: Hágase la luz. Y hubo luz”.

Aquí principiaba una epopeya de la creación del mundo desde la nada (antes del principio, nada existía) por la fuerza del Dios único y trascendente, mediante una triple acción:

Primera acción, la que crea ex nihilo (Dios).

Segunda acción, la que organiza y prepara lo creado (su Espíritu). Según los lingüistas hebreos, el sentido de la expresión hebrea con que se describe su acción de cernirse sobre las aguas evoca el proceder maternal y amoroso del águila sobrevolando sobre sus polluelos para alimentarlos, o de la gallina sobre sus huevos a fin de vivificarlos.

Y tercera acción, la que le da su definitiva forma, claridad y racionalidad (con su Palabra o su luminosa Sabiduría).

Dios es uno, pero desde el principio se nos revela, entre sombras y luces, una misteriosa presencia trinitaria, a la que hay que atribuir unitariamente la obra magna de la creación del universo.  

Como hemos indicado, se ofrecía aquí una visión teológica de la existencia de las cosas que era opuesta al criterio de la totalidad de las culturas de las que se tiene conocimiento a lo largo del primer milenio antes de Cristo (en el que se dio forma al primer libro de la Biblia). Por ello, esa exclusiva percepción -patrimonio único del pueblo de Israel-, ha sido objeto de grandes estudios de las grandes universidades y pensadores de todos los tiempos. Muchos han hurgado los lugares más recónditos de los mitos de todas las culturas del orbe, y apenas han rozado lugares donde percibir un lejanísimo eco de esos signos específicos de la religión judía: unicidad  y trascendencia de Dios, y creación desde la nada. Los errores del panteísmo, politeísmo y coeternidad de la materia y los dioses, eran asumidos, en mayor o menor medida, por todos los pueblos: “ex nihilo, nihil”. Todos, salvo Israel.

Y podríamos añadir incluso, que Israel legó al mundo una perspectiva cronológica lineal y no circular, lo que ha facilitado una visión de avance y progreso de las sociedades humanas –regido en último término por la Providencia de Dios-, frente a las deprimentes concepciones cíclicas de las culturas paganas y orientales.

Ahora bien, también es cierto que algunos expertos han cuestionado que esos tres versículos afirmen, sin género de dudas, la creación ex nihilo, ya que el versículo segundo parece contradecir al primero. En efecto, el Espíritu de Dios –que es el mismo Dios- parece ir preparando la materia preexistente para que la última operación divina –la Palabra-, genere la forma de las cosas desde la eterna materia informe, aportando luz, claridad, sabiduría, inteligencia… 

De admitir esta explicación, habría que reconocer con cierta decepción que el escritor sagrado habría cedido ante el clima filosófico-religioso de su tiempo. Sin embargo, la existencia de ese “incómodo” primer verso complica la interpretación de los otros dos versículos, y tanto una postura como otra cuentan con defensores y detractores.

De todos modos, el criterio de la creación ex nihilo tiene a su favor un argumento filológico de gran fuerza: la expresión hebrea “bará Elohim” -creó Dios-, según expertos hebraístas, se refiere a “establecer o traer a una existencia tangible”, lo que da a entender la preexistencia de las cosas, pero en la Sabiduría divina, y su plasmación en la realidad por medio de su omnipotencia. El hecho, además, de que en toda la biblia se atribuya a Dios en exclusividad ese verbo bará, confirma que es una acción propia y única del Creador. 

III

En cualquier caso, la prueba definitiva sobre la verdad de la creación en sentido absoluto del cielo y de la tierra –ex nihilo-, se localiza en otro Libro del Antiguo Testamento. Pero es una obra muy polémica, como veremos, lo que a mi juicio confirma, además, una de las cinco características que, desde el examen de las Escrituras hebreas, he atribuido al misterioso Dios escondido (Is. 45,15): la peculiaridad (y casi diríamos ironía) de sus caminos.

Dicho libro era uno de los incluidos en la versión griega de la Biblia hebrea denominada de Los Setenta (formada en Alejandría entre los siglos III y I A.C.). Pero no se incorporó al canon oficial judío, fijado con posterioridad a la destrucción de Jerusalén del año 70 D.C. (según algunos, en el denominado Concilio de Jamnia), porque estaba escrito exclusivamente en griego (es decir, no originalmente en hebreo o arameo). Los cristianos lo agregamos al canon de Escrituras inspiradas, pero tardíamente (primero a fines del siglo V y, definitivamente, en la fijación que hizo el Concilio de Trento en el siglo XVI). Los protestantes lo desecharon en ese convulso siglo, y siguieron el criterio de los judíos congregados en Jamnia, lo que es curioso porque allí, los que sobrevivieron a  la catástrofe de su nación –en su inmensa mayoría rabinos fariseos-, aparte de fijar el listado de sus libros inspirados, hicieron expresas maldiciones contra los cristianos, a los que denominaban despectivamente nazarenos. Añado, de todos modos, que hoy muchos historiadores cuestionan esa reunión, que sólo es citada en el Talmud.

Hablo del II libro de los Macabeos. Siendo honestos, tras una lectura detenida, nos produce en principio cierta extrañeza de que haya sido incluido en el canon de la Iglesia Cristiana. Los protestantes lo rechazan por los poderosos argumentos que ya he anotado (y por otros que veremos): es un texto directamente escrito en griego, no en hebreo o arameo, y no está incorporado a la definitiva biblia judía, que expurgó éste y muchos más textos de la Septuaginta, considerándolos apócrifos. De todos modos, la primera biblia completa traducida al castellano desde los idiomas originales –la protestante Biblia del Oso de Casiodoro de Reina de 1569 (que es, en el fondo, una magnífica Biblia católica), lo considera tan canónico como los demás. La primera revisión de esa Biblia –la de Cipriano de Valera de 1602- ya ubica ese libro en la sección de “apócrifos”, y a partir de ese momento las biblias protestantes lo van eliminando en sus ediciones. Aparte de lo dicho, ellos rechazan II Macabeos porque ahí se confirman doctrinas cristianas que no han aceptado como el “purgatorio” o la “oración por los difuntos” (2 Mac. 12, 44-46).

Si entramos en su contenido, en él se nos dice que se trata de un resumen de una vasta obra en cinco libros (hoy perdida) que compuso un tal Jasón de Cirene sobre las hazañas guerreras de Judas Macabeo y de sus hermanos, contra la forzada helenización impuesta por los seléucidas. Se reconoce con franqueza que “hemos preferido proporcionar deleite a los que deseen leer, facilidad a quienes quieran leer de memoria y utilidad a todos los lectores” (2 Mac. 2,25), y admite abiertamente que “dejamos para el historiador la exactitud de cada detalle, esforzándonos en seguir las reglas de un resumen” (2 Mac. 2,28). Y concluye, curándose en salud, con lo siguiente: “si la composición ha quedado bella y bien compuesta, eso es lo que yo quería; si resulta de poco valor y mediocre, esto es lo que yo he podido hacer” (2 Mac. 15,38).

En cuanto al estilo, intenta ser elegante pero nos resulta ampuloso; usa mucho de la hipérbole y tiene una especial querencia por las apariciones sobrenaturales  (jinetes celestiales que irrumpen en las batallas, o que son augurios de futuros malos eventos…); digamos que es un estilo que se encuentra a años luz de la sencillez de los Evangelios Canónicos, y si precisamente la llaneza de estos refuerza su credibilidad, el recargamiento estilístico de II Macabeos, produce la sensación contraria. ¿Cómo va a ser una obra así, inspirada por Dios?, nos gritan los enemigos de la fe católica.    

Pero éste es, curiosamente, el único libro de la Biblia donde se afirma con rotundidad lo siguiente: “viendo todo lo que hay, reconozcas que Dios no lo ha hecho de cosas existentes (Biblia de Navarra). Otras traducciones lo expresarán más claramente: “viendo todo lo que hay, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios” (Biblia de Jerusalén) (2 Mac. 7,28).

Y esa frase, para mayor inri, no la dice un filósofo o un teólogo, sino una pobre madre analfabeta, y en las circunstancias más dramáticas que podemos imaginar: viendo cómo el rey criminal Antíoco IV Epífanes, con intención de forzar a sus siete hijos a violar las leyes religiosas judías, ordena torturarlos salvajemente, uno por uno, y finalmente asesinarlos ante su negativa. Esa brava madre manifestará, a su vez, su rotunda fe en la resurrección final, exhortando con esa esperanza a sus hijos:

No sé cómo aparecisteis en mi vientre; yo no os di el espíritu y la vida, ni puse en orden los miembros de cada uno de vosotros. Por eso el creador del mundo, que plasmó al hombre en el principio y dispuso el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo misericordiosamente el espíritu y la vida, puesto que ahora, a causa de sus leyes, no os preocupáis de vosotros mismos” (2 Mac. 7,22).

Este episodio, que ocupa todo el capítulo séptimo, está dibujado con un dramatismo conmovedor, y es sin duda el momento cumbre de un libro desigual que, por lo demás -y pese a la polémica que lo rodea-, es canónico. Por lo tanto, las doctrinas que en el mismo se contienen deben ser aceptadas por los cristianos, según el magisterio de la Iglesia Católica: el mundo ha no sido creado de materia preexistente sino desde la nada. El Nuevo Testamento, además, lo confirmará en otros pasajes como Jn. 1,3; Col. 1,17 o Hb. 11,3, aunque no con tanta claridad.  

Lo que deseo recalcar, para concluir, es que por la poca antigüedad de II Macabeos, por el idioma en que se redactó, por las características de su redacción y su transmisión, por su estilo y contenido y, hasta diríamos, que por la insignificancia intelectual del personaje que afirma una doctrina de tal calibre filosófico y teológico (y ojo, científico), este libro debió ser en teoría –como muchos otros-  rechazado con vigor por la Iglesia. Pero no lo hizo, y si quien es “la columna y el fundamento la Verdad” (1 Tim. 3,15) lo incorporó a sus libros canónicos, ni las dudas iniciales de muchos escritores católicos (como San Jerónimo), ni los razonables argumentos de los defensores de la vieja ley (los judíos) o de los hombres que rompieron la unidad del cristianismo en el siglo XVI (los protestantes), podrán hacer mella en esa Verdad. Porque los caminos de Dios no son nuestros caminos.

Él –ya lo sabemos- no se complace en los sabios sino en los sencillos, pues “escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes” (I Cor. 1,27). Inspiró un libro, cuyo autor reconoce que puede ser mediocre, y eligió a una mujer –una humilde madre, seguramente analfabeta-, que en el culmen de su dolor, nos confirmó la omnipotencia de un Dios que había sacado todo desde la nada, y que le dio el espíritu y la vida a sus hijos. La vida de ellos, que ahora la entregaban voluntariamente por fidelidad a Él, en la sólida confianza de ser resucitados por el mismo que todo lo hizo.  

Ciento cincuenta años después, otra mujer excepcional mucho más joven, otra ancilla Domini, también por su humildad confundió a todos los sabios del mundo, al ser la madre del mismo “autor de la vida” (Hch. 3,15). Aquél que en el principio, con su Sabiduría, otorgó luz y racionalidad a la magna obra del Padre (que creó la realidad) y del Espíritu (el cual, como el calor de una madre con sus hijos, rodeó de amor divino todo lo creado, y el vientre virginal de aquella doncella).    

Aquél que redimiría toda la creación, herida por el pecado, y cuyo nombre sólo podemos citar, doblando nuestra rodilla y con el corazón rebosante de gratitud y emoción: Jesucristo, el Señor.

viernes, 18 de febrero de 2022

La loca

                                                                                 


Ella era natural de una ciudad que bebía y se alimentaba de un encantador lago. Desde su adolescencia subyugaba a todos por la perfección de su cuerpo, la sensualidad de sus facciones y su arrogante personalidad. Ya mujer, fomentaba su vanidad con numerosos amantes que le iban proporcionando una vida con ciertas comodidades.  Su destino se fue al traste definitivamente al conocer a un extranjero, maestro del ocultismo, al que tomó como su protector y que, con un mero interés crematístico, la instruyó en las artes de la adivinación,  la hechicería,  la astrología y la magia.  Ella, que no era necia,  no creía que esas extravagantes técnicas tuviesen otro fin que sacar el dinero a los infelices -sobre todo mujeres- que confiaban en ellas.

Pero la realidad fue mucho más sombría. En paralelo con su celebridad y sus ganancias  que compartía con su mentor,  o con mayor precisión, como pago por ese mismo éxito, percibió de forma cada vez más intensa y progresiva que iba perdiendo el control de su vida. Pareciera como si los espíritus que ella invocaba se cobrasen con trozos de su alma,  desgarrándola día a día,  mes a mes,  año a año. Sus noches se tornaron infernales;  sus pesadillas,  truculentas y repugnantes,  no se conformaban con atormentar su sueño sino que se extendían durante su estado consciente a plena luz del día.  Había abierto una profunda veta hacia el averno,  y los demonios no perdieron la oportunidad de enseñorearse de esa pieza tan apetecible, una mujer con fama de hechizar con su atractivo y poderes sagrados a todo el mundo.

Llegó un tiempo en el que la convivencia con ese pandemonio se volvió insoportable;  ella dejó de ser una mediadora de poderes ocultos para convertirse en una esclava,  sin otra voluntad que la de los espectros que la poseían.

Allí por donde pasaba le escupían,  le arrojaban piedras,  le llamaban por antonomasia la loca. Muchos aprovechaban sus trances para gozar su cuerpo que nunca perdió el atractivo.  Y el granuja que la explotaba,  visto que no podía seguir exprimiendo esa jugosa fruta,  se marchó a su país para no volver.

Pensó ella en poner fin a su vida,  pero la certeza de que su alma seguiría siendo atormentada en el inframundo la disuadió. En ese estado terminal se encontraba cuando oyó hablar de un predicador y sanador, del que casi todos decían maravillas.

No le fue muy difícil dar con él porque ya había alcanzado gran popularidad en toda la comarca.  Procedía de un pueblucho destartalado en la zona occidental de la región.  Muchos viajaban para verle, escucharle y pedirle favores de todo tipo,  desde que curase a un hijo muy querido, les diera suerte en sus negocios o incluso que mediase en una herencia podrida por la avaricia de los herederos.  Le buscaban de todas partes,  desde las ciudades y aldeas ribereñas del lago, hasta otras zonas de la región e incluso de los países de la frontera.  Todos querían conocer a aquel predicador itinerante con fama de eficaz curandero y azote de demonios, cuyas palabras hacían vibrar el corazón de un modo nuevo,  y que hablaba con una autoridad y sabiduría que para sí quisieran los sacerdotes de su país.

Era el tiempo de la siega, al final de la primavera. Siguió a distancia una caravana de su pueblo que se dirigía hacia el norte y  -junto al lago- divisó una suave colina poblada por numerosos peregrinos, muchos de ellos enfermos en sus camillas.  Ocultó su rostro en un velo y logró acercarse a un grupo que destacaba en la cima. 

Un hombre de elevada estatura con túnica blanca y un manto color burdeos se levantó. Y al instante un asombroso silencio se apoderó de aquella extensión.  Comenzó entonces a enseñar con una voz clara y poderosa:

“Dichosos los pobres

Porque de vosotros es el reino,

Dichosos los que ahora lloráis

Porque seréis consolados,

Dichosos los sometidos,

Porque de vosotros será la tierra,

Dichosos los que tenéis hambre, los que buscáis justicia

Porque seréis saciados,

Dichosos los misericordiosos,

Porque alcanzaréis misericordia,

Dichosos los limpios de corazón

Porque veréis cara a cara a Dios,

Dichosos los que se desviven por la paz,

Porque a vosotros se os llamará hijos de Dios,

Dichosos los perseguidos por su fidelidad,

Porque vosotros tenéis a Dios por rey.

Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan

Y os calumnien de cualquier modo por causa mía.

Estad alegres y contentos, que Dios os va a dar una gran recompensa.”

Tras ese asombroso prólogo -exposición de motivos de la ley de un insólito reino, la ley espiritual de este mundo al revés-, comenzó a desarrollar el contenido de sus preceptos, abrogando de hecho las viejas reglas que regían en esa tierra (y en todas partes).

Se trataba, además,  de un discurso audaz en el que, frente a la autoridad de los venerables legisladores antiguos y mediadores de las normas divinas, contraponía un provocador “Yo os digo”.

Pero la loca ya no le escuchaba. Le bastó verle y oír sus primeras palabras para comprender, aun difusamente, que en ese hombre estaba su salvación. Hundió su rostro en la hierba húmeda llorando desconsoladamente.

Llegada la hora del almuerzo, el joven predicador, acompañado de sus discípulos más íntimos, marchó  a la casa de un reconocido experto en leyes.  Durante la comida ella se introdujo en la vivienda y, forcejeando con los criados, entró en la sala donde se encontraba reclinado en un diván.  Sin mirarle, se abalanzó a sus pies, lavándoselos con sus lágrimas, secándoselos con sus cabellos y ungiéndoselos con perfume. Muchos de los invitados se admiraron de la impresionante mujer que así se humillaba, sintiendo una repugnante envidia.  Otros –como el abogado anfitrión-  esperaban que el predicador le enjaretase un puntapié en la cara a esa infame hembra que se atrevía a tocarle. Y sus discípulos, aunque no dudaban de su misericordia con los más humildes, creían que esa pecadora había llegado demasiado lejos.

El predicador pareció no inmutarse y habló con el dueño de la casa;  ella, salvo algunas palabras aisladas como “deuda” o “perdón”,  sólo oía sus propios sollozos. Pero a continuación unas manos cálidas rodearon sus mejillas y elevó entonces su mirada. Sus ojos anegados vislumbraron un paisaje de acuarelas. Limpió con sus temblorosas manos sus lágrimas y pudo contemplar con nitidez el rostro que la observaba fijamente. Era tal su bondad, su misericordia y su compasión que la loca, a quien ningún hombre o mujer había jamás mirado así, bajó súbitamente la cabeza avergonzada y continuó besando sus pies con el corazón desatado.  Pero éste la llamó por su nombre (aunque no se conocían pues nunca se habían visto antes), diciendo:

-          -   M…, tus pecados te son perdonados por tu mucho amor.  Tu fe te ha salvado, vete en paz.

Esas palabras, como un rayo fulminante que la atravesase, liberaron su alma, ensartando y aniquilando el variopinto mal que la atenazaba, los siete demonios que le atribuía el pueblo (uno por cada pecado capital).

No escuchaba ya los murmullos indignados en la sala, incluso algún insulto como “blasfemo”;  no,  verdaderamente había alcanzado el Cielo. Despacio y en silencio,  con los ojos bajos, se levantó  y con ambas manos unidas a su pecho salió del comedor.  A partir de ese momento se sumó al grupo de mujeres que seguía a aquel extraño predicador, no sin protesta por parte de alguna de ellas, quejas que muy pronto desaparecieron.  La escandalosa loca había muerto.  Había nacido –y para siempre- una santa.


viernes, 4 de febrero de 2022

Del Gran Teatro del Mundo al Retablo de las Maravillas

 

I

Un tópico literario de gran recorrido en la historia del pensamiento, y cuyo origen podemos rastrearlo en Séneca (aunque probablemente sea anterior), es la consideración del mundo como un teatro y de la vida humana como el trabajo de unos actores, que despliegan su talento –o su torpeza- por las tablas del escenario, y reciben finalmente del público la alabanza o el reproche, bien aplausos o bien –como diría Cervantes- “silbos, gritas y barahúndas  (…) ofrenda de pepinos y cosa arrojadiza”.

Las tres ideas fundamentales que han querido destacarse con este poderoso símbolo son, por una parte, la fugacidad de la vida (tan breve como una representación donde al final se echa el telón); por otra, la escasa importancia que hemos de darle a los bienes materiales (los enseres de la farsa aparentan riqueza pero no valen nada pues son de cartón piedra), y por último, la obligación de cada persona de hacer bien su papel, sea cual sea el que le haya sido encomendado, porque al final existe un juicio, y quien no dé la talla durante su actuación, tendrá un severo castigo (del público, de los críticos y sobre todo del dueño de la compañía, quien lo expulsará para siempre).

Cervantes, en la segunda parte de El Quijote, tras el encontronazo con “Las cortes de la muerte” (II,12), describirá con gran belleza este tópico por boca del caballero andante: “no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes como la misma comedia” (…), “en la comedia de esta vida, unos hacen de emperadores, otros de pontífices y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando el fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura”.

En España, el dramaturgo que mejor desarrolló este símbolo –y desde una óptica profundamente católica- fue nuestro Calderón de la Barca, el cual, en la década de los treinta del siglo XVII, compuso un famoso Auto Sacramental titulado precisamente “El gran teatro del mundo”. En él, nos presenta una serie de personajes reales o morales –un rey, un rico, un pobre, un labrador, la hermosura, la discreción, el mundo, la Gracia-, que van desarrollando sus papeles en la escena hasta que ésta concluye y, finalmente, reciben el premio o el castigo por su representación. El leitmotiv  de la obra, que se va escuchando a lo largo de la misma, es la frase: “obrar bien, que Dios es Dios”, pronunciada por la Ley de la Gracia.

La radical catolicidad de esta obra puede comprobarse en la claridad con la que el personaje denominado Autor (que es un trasunto de Dios), afirma, frente a la cosmovisión protestante que ya había arraigado en el norte de Europa, el concepto del libre albedrío, clave para el futuro juicio de los personajes. Dirá:

“Yo, bien pudiera enmendar

Los yerros que viendo estoy;

Pero por eso les di

Albedrío superior

A las pasiones humanas.,

Por no quitarles la acción

De merecer con sus obras;

Y así dejo a todos hoy

Hacer libres sus papeles

Y en aquella confusión

Donde obran todos juntos

Miro en cada uno yo,

Diciéndoles por mi ley:

Obrar bien, que Dios es Dios”.

Los personajes, desde los más elevados –el rey, el rico, la hermosura-, o los menos considerados –el labrador, el pobre o el niño-, deben hacer correctamente su papel, pues el poder y la alabanza dentro de la farsa es un puro espejismo, y al concluir la obra todos se desnudan de sus galas y de sus harapos, y quedan iguales. Como en el juego del ajedrez, según feliz comparación del bueno de Sancho Panza en ese capítulo de “Las cortes de la muerte”, pues “mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan o barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura”.

La existencia humana –nos dice Calderón- es un puro representar, porque la verdadera vida nos vendrá después, y allí se nos premiará o castigará según hayamos actuado bien con nuestro personaje en la comedia. El Autor ha dado a cada uno el papel que ha querido, y nadie debe quejarse, pues el galardón no dependerá de la importancia del papel, sino de cómo es ejercido.  Como señala éste:

No porque pena te sobre

Siendo pobre, es en mi ley

Mejor papel que el del rey

Si hace bien el suyo de pobre;

Uno y otro de mí cobre

Todo el salario después

Que haya merecido, pues

En cualquier papel se gana,

Que toda la vida humana

Representación es”.

La perspectiva teológica de Calderón seguía fielmente la doctrina de las Sagradas Escrituras, como la defensa de la libertad humana,

“Él (Dios), desde el principio

Creó al hombre

Y le dejó en mano de su propio albedrío”.

(Eclo. 15,14),

la severidad del juicio para los que detentaron el poder,

“Prestad atención los que regís las muchedumbres,

Y os jactáis de los pueblos numerosos;

Vuestro poder os fue otorgado por el Señor,

Vuestro dominio, por el Altísimo,

Que examinará vuestros actos

Y escudriñará intenciones.

(…)

Con espanto y sin demora se presentará a vosotros,

Porque habrá un juicio severo para los que dominan”

(Sab. 6, 3-5),

 

Y la benevolencia para los que tuvieron una posición más desgraciada en la vida, pero que llevaron con dignidad y sin tachas ese estado, pues el mismo Señor los calificó como bienaventurados en el Sermón de la Montaña:

“El inferior merece disculpa y misericordia

Pero los poderosos poderosamente serán examinados”

                                                                                                                      (Sab. 6,6).

Al final del drama, sólo es condenado el rico (sobreactuó, se lo tomó demasiado en serio); el rey acabará en el Purgatorio (del que le sacará pronto la discreción, pues hizo la buena obra de ayudar a la religión cuando ésta requirió el apoyo del poder político), y el pobre entrará directamente en el Cielo, porque a ellos les pertenece el Reino.

II

Como vemos, la metáfora del teatro como imago mundi tenía una impresionante fuerza expresiva, y fue utilizada por los escritores católicos para mostrarnos la problemática del existir (y su grandeza). Poder representar en un espectacular teatro es un inmenso honor y a la vez una grave responsabilidad, sea cual sea el papel que hagamos. Con la oportunidad de vivir, Dios no sólo convierte a cada ser humano -con independencia de su raza, lugar de origen, estado social, inteligencia o medios de que disponga en la vida- en una criatura querida desde ya, sino que, además, le regala la oportunidad de ser verdaderamente hijo suyo, por la fe en Cristo Jesús. Es en el gran teatro del mundo donde debemos hacer bien las cosas, y para ayudarnos Calderón colocará como apuntador a la Ley de la Gracia, que nos marca cada palabra y cada acción de la obra, sintetizada en ese famoso “obra bien, que Dios es Dios”. Gracia que todos escuchan, pero a la que no todos obedecen, aunque todos saben que si acatasen sus instrucciones, ganarían sin duda el codiciado galardón que les ofrece el Autor.

Al pobre le consuela esa frase recurrente, al rico le cansa; por eso el rico es condenado y el pobre premiado. Sólo siendo dóciles a la ley de la Gracia –haciendo correctamente nuestro papel, obrando bien y teniendo fe en Dios-, obtendremos la recompensa final.

Pero cuando irrumpe el protestantismo en Europa, todo ese claro esquema racional y escolástico que nos traza la obra calderoniana parece desquiciarse. Siguiendo con la metáfora de la dramaturgia, podemos decir que el protestantismo fue el primer ensayo de lo que en el siglo XX -con las obras de Ionesco, Beckett o Genet-, se denominaría Teatro del Absurdo, caracterizado por una falta de lógica en personajes, diálogos y escenografía. De hecho, éste parece una reelaboración disparatada de un auto sacramental clásico, sólo que Dios no está presente (y un universo sin Dios es el summum del absurdo), y la única regla para expresar no el sentido sino el sinsentido del mundo son las acciones y diálogos irracionales de los personajes.

El día en que el agustino de Eisleben negó el libre albedrío, definió a la razón como puta del diablo, separó radicalmente la fe de las obras y consideró la acción de la Gracia en el justificado como un mero ocultamiento de pecados imposibles de vencer, se inició una catastrófica modernidad (espiritual, que no material) en Europa y posteriormente en todo el mundo occidental. Desde el punto de vista religioso, Lutero pondría las bases del ateísmo actual, puesto que, como decía lúcidamente Balmes en su obra apologética contra el protestantismo, “es una religión que se asienta en un principio que la disuelve a ella misma”. Y el gran escritor argentino Borges, en su relato “Deutsche Requiem”, señalaría por boca del protagonista nazi, Zur Linde, que “Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia”.

Desde el lado filosófico, se abandonaría el sano realismo y eso nos llevaría a vías muertas como el idealismo y el positivismo. Finalmente, desde la perspectiva del arte, nos regalaría los horrores del arte moderno (irracional y subjetivo hasta la náusea), entre los que descuella precisamente, el teatro de los disparates, el teatro del absurdo. Todos son ecos de la protesta luterana.

Si la obra de Calderón hubiera sido reescrita por un autor protestante –pongamos un calvinista, nos encontraríamos con el dislate de que el peor de los actores –el rico- sería el que más garantizado tendría el premio, puesto que la riqueza –para Calvino- era indicio de predestinación salvífica. El pobre (que entraba directamente al Cielo en la obra de Calderón), estaría predestinado a la condenación, no por lo que haga o deje de hacer, no porque escuche o no escuche a la Gracia, dado que la pobreza era señal del desfavor divino.

En coherencia con lo que Lutero menciona en una famosa carta a Melanchton, el rey podría ser un “pecador fuerte” –es decir, un pésimo rey-, pero si creía más fuertemente (es decir, si adulaba al autor), se salvaba, aunque su actuación fuera deplorable y criminal. La Gracia, que era un apuntador que se dirigía a todos los actores sin excepción, ahora hacía acepción de personas, y se negaba a auxiliar a los que consideraba predestinados al fracaso por el capricho del autor, y sin consideración a su actuación sobre las tablas. Pero lo más disparatado consistiría en que los actores actuarían sin actuar, sin seguir las reglas del arte dramático, sin poder salir de lo que ellos son, ya que no existe el libre albedrío. Nos damos de bruces, por tanto, con la arbitrariedad del autor, convertido en tirano, en un dios malvado, que coloca de manera despótica a diversos comediantes en el gran teatro del mundo, y sus premios o castigos son independientes del comportamiento en la escena, de esforzarse cada uno en ejecutar bien su personaje.

¿Quién no ve aquí un precedente de ese teatro del absurdo y del nihilismo que haría furor en la Europa moderna siglos después?  

III

Pero unos años antes del gran Auto Sacramental de Calderón, Cervantes planteó el mismo asunto de la vida como representación, si bien situando en acento no tanto en la obra representada sino en la necedad de los espectadores, a los que se les manipulaba cruelmente para que vieran lo que no existía. Y lo hizo a través de un divertidísimo entremés titulado “El retablo de las maravillas”. A mi juicio, esa vuelta de tuerca de Cervantes, forzando aún más el concepto del teatro dentro del teatro (metateatro), aunque redactada unos años antes del poderoso auto calderoniano, es por su impresionante actualidad, una pieza que hasta supera a ese símbolo en negativo del siglo XX que es el teatro del absurdo. Es, sin duda alguna, un símbolo del siglo XXI, de nuestro siglo, como veremos.

La trama es sencilla. Dos pícaros, él llamado Chanfalla y ella Chirinos, acompañado de un zagal, llamado Rabelín, acuden a un pueblo con una tramoya para ejecutar una farsa de títeres o marionetas, titulada el retablo de las maravillas”. Todo el pueblo se reúne delante de ese montaje, y Chanfalla anunciará el gran secreto mágico que encierra esa representación: los espectadores que tengan alguna raza de confeso (si son judíos convertidos o cristianos nuevos), y los que no hayan sido habidos del legítimo matrimonio de sus padres, no podrán contemplar los prodigios que surgirán en ese retablo. Es decir, si no ves lo que dicen que aparece en el retablo, o eres de sangre judía o eres hijo de punible y dañado ayuntamiento. Como es de prever, todos los que asistían –unos palurdos aterrados de que los asociasen a esas dos terribles taras para la honrilla (y la promoción social) en la España del siglo XVII-, se desprenden del sentido común, y comienzan a manifestar a quien quiera oírles que contemplan lo que no se representa, llegando el entremés cervantino a unos niveles de humor verdaderamente memorables.

Probablemente la intención inmediata del gran escritor español, con esta pieza, fue parodiar las figuras idealizadas de los rústicos pueblerinos que encontramos en obras inmortales de Lope de Vega, como Peribáñez o Fuenteovejuna. Pero como es propio de Cervantes (y de los grandes escritores de todos los tiempos), sus obras nos dicen mucho más de lo que en una primera instancia aprehendemos.   

La gran lección que nos deja esta obra es obvia: tienes que ver lo que el entorno de tu época te dice que tienes que ver, aunque no lo veas; tienes que pensar y sentir como tu ambiente cultural, aunque seas incongruente contigo mismo porque en tu fuero más interno percibes la maldad y falsedad de lo que se te propone.

Es evidente la universalidad del tema que nos describe este extraordinario entremés, no ceñido a una época o un país determinado. No soy tan ingenuo como para pensar que este grave problema de los efectos de la manipulación sobre las sociedades, sea un asunto sólo de nuestro tiempo (y con una parada en la España del Siglo de Oro). Siempre ha sido una constante en la historia de la humanidad, en cualquier sociedad humana constituida, la pretensión de los que han mandado de alcanzar la uniformidad política e ideológica de la población que dominan para controlarla mejor. Y generalmente con éxito, con generoso asentimiento de la inmensa mayoría, que acepta acríticamente esa servidumbre. Eso ha existido ayer, existe hoy y existirá siempre.

Del mismo modo, soy consciente de que el actual mundo secularizado nos argüirá y echará en cara que la religión cristiana también supuso un “Retablo de las Maravillas” para Europa –desde la "oscurísima" la Edad Media hasta el Siglo de las Luces y la Modernidad, en que se emancipó-, porque nos encerró en una serie de principios dogmáticos que todos –aunque no los aceptasen- debían acatarlos, y ¡ay de quienes los cuestionasen!

Es una objeción seria, pero la considero injusta. La fe cristiana, en efecto, tiene unos elementos dogmáticos, pero estos exigen el auxilio de la Gracia para ser creídos (por lo que es imposible imponerlos a la fuerza). Es una verdad católica que la fe no puede obligarse, sino que los cristianos debemos “dar razón de nuestra esperanza” -1 Ped. 3,15-, sabiendo que su implantación no es obra nuestra sino del que construye la casa –Sal. 126- (aunque requiera nuestra cooperación). Pero, por otro lado, el cristianismo tenía y tiene un potencial inmenso de racionalidad y sentido común para vertebrar una sociedad justa, como puede comprobar cualquiera que estudie, por ejemplo, la obra de Santo Tomás de Aquino. Es verdad que Europa se fue secularizando sobre todo a partir del siglo XVIII, pero mantuvo las preciosas bases cristianas, preservadas desde los inicios por la Iglesia Católica: la idéntica dignidad del hombre y de la mujer (creados a imagen y semejanza de Dios), la igualdad de todos -ricos y pobres- ante el Creador, la justicia en las relaciones sociales, la necesidad de ser buenos ciudadanos, de trabajar honradamente y de contribuir todos juntos al bien común…, principios todos que se encuentran con luminosa claridad en las Sagradas Escrituras y en los grandes tratados de los teólogos y filósofos católicos. Digamos que en ese retablo cristiano se representaba fielmente lo que el sentido común de las sociedades cristianas pensaba; no había manipulación alguna.

Quiero recalcar que fue la fe cristiana la que enseñó a todos los europeos la inalienable y absoluta dignidad de la persona humana. Los nuevos cimientos ideológicos –las filosofías teístas y deístas del siglo XVIII- heredaron esa concepción, si bien Dios ya no era Padre de los cristianos, sino un lejano arquitecto o relojero, que había construido un mecanismo de gran precisión, y al que dejaba funcionar solo. Los valores cristianos seguían vivos, pero en humorística expresión de Chesterton “se estaban volviendo locos”, al desligarse de su fundamento sobrenatural. Darwin, con su teoría de la selección natural, cuestionó esa naturaleza divina del hombre, a quien consideraba el producto casual de una evolución ciega. ¡Ya es posible ser un ateo intelectualmente satisfecho!, se gritó. Llegó el siglo XX con las filosofías materialistas, las idolatrías fascistas y comunistas, las guerras mundiales, el extraordinario desarrollo de la ciencia, el terror atómico..., y comenzó a desvanecerse una concepción clara de lo que se puede moralmente hacer o no hacer. Daba la sensación de que, a la par de un innegable progreso científico y técnico, se iba produciendo un inquietante decrecimiento racional y moral, paralelo a la pérdida de relevancia de la fe en las sociedades europeas. El paso que faltaba se dio en el siglo siguiente, en el nuestro.

Desde mi punto de vista estamos llegando al final del camino de la denominada secularización. Nuestro tiempo no sólo nos exige que asumamos que Dios ha muerto, quiere que avancemos más allá y destruyamos todo el legado racional y espiritual que le debemos a la religión cristiana. Dios es pasado y el pasado hay que hacer añicos (sean cruces, estatuas, filosofías, valores o virtudes). Se impone, por lo tanto, una racionalidad sin Dios, una abierta rebeldía contra la ley natural –ya que es la Ley de Dios que rige su creación-, y, como inevitable consecuencia, contra el más elemental sentido común. En definitiva, un descenso a la irracionalidad, al imperio de las pasiones desatadas y a la superstición como único hilillo religioso que le queda al hombre. Lo que viene a partir de aquí se intuye en las extrañas metáforas del último libro bíblico, referidas a horrendos monstruos con varias cabezas. Aunque intuitivamente nos parezcan demonios, los tenebrosos poderes gobernantes nos exigirán que digamos que no son tales, sino inefables bellezas de un mundo nuevo, preludio de un paraíso terrenal. Y la mayoría, como los pobres labriegos del "Retablo de las maravillas" obedecerá, aunque en su fuero interno reconozcan la mentira, la fealdad y la impostura. 

Dejamos de creer en Dios y creemos en cualquier cosa por falsa o grotesca que sea. Por eso, en nuestro siglo XXI, con tanta facilidad se han implementado (y se van implementando a una velocidad que asusta), novedades abiertamente contrarias a la naturaleza de las cosas como son la elección del género, la autodeterminación sobre el sexo biológico (y sobre la propia vida), o la aceptación de comportamientos antinaturales como si fuesen naturales. La noble ciencia -regida por los humildes principios de provisionalidad y falsación- se ha transmutado en teología cientificista, y el materialismo es ya un dogma epistemológico; el animal irracional se coloca ya casi al mismo nivel que el hombre (hecho a imagen y semejanza del Creador), y viceversa; el asesinato del aborto es un derecho tan humano como el derecho a la vida, y el clima es la excusa inexcusable de políticas criminales contra los más pobres del mundo... Nos están vendiendo, en definitiva, ingentes cantidades de mercancía averiada, en plazos cada vez más cortos. Y casi todos la compran, como los palurdos asustados del Retablo de las Maravillas, sólo que éstos lo hacían por honrilla y medro social, y nuestros conciudadanos porque han aceptado -aunque no sean conscientes todavía-, rendir tributo y llevar la marca de la bestia. Aquellos eran ignorantes y pueblerinos, nosotros cultos y cosmopolitas. Aquellos son excusables, nosotros no.

Sólo nos queda la Iglesia Católica -el último depósito de la Verdad en el mundo-, y que, por tanto, debería oponerse de raíz a tales disparates, pero lleva demasiado tiempo haciendo mutis por el foro, al desentenderse del primer y fundamental objetivo de nuestra fe, que es llevar a Cristo a todos los hombres para salvar sus almas (cada vez más apresadas en pecados graves que pueden costar su salvación), a la vez que combatir sin tregua la inmensa plaga de errores morales, espirituales e intelectuales de nuestro tiempo. No salimos del dantesco círculo infernal de una mera conciencia social y ecológica, y olvidamos que este gran teatro del mundo (devenido definitivamente en grotesca farsa) se clausura con un juicio sin apelación, en el que nos examinarán del amor (y no de los repugnantes sucedáneos del retablo, aunque nos lo vendan como tal).

Stat crux dum volvitur orbis. Ante tal panorama, me sigo aferrando, como regla de vida, a esa joya de pensamiento que regala la Biblia, cuando me exhorta a “conservar lo que he recibido”; la misma doctrina que me lleva por una luminosa escala, como la de Jacob, hacia la ciudad santa de Jerusalén y al cenáculo de Pentecostés. En definitiva, a vivir con la feliz certeza de que “el catolicismo me libera de la ominosa esclavitud de ser hijo de nuestro tiempo” (Chesterton). En la antigua religión que he recibido de mis padres –y en la que he sido confirmado por la inmerecida Gracia de Nuestro Señor- he encontrado la perla de gran valor, la verdadera salvación; en la filosofía perenne que autores inmortales han destilado de ella, he visto y sigo viendo el más noble y sólido esfuerzo intelectual de la razón humana para comprender la Verdad de las cosas (e impugnar los sofismas de los malvados). Sólo me arrodillo ante el Misterio de los Misterios y no ante los ídolos de la modernidad. Aunque pretendan entrar en mi alma de manera embarullada, nunca lo lograrán porque no tienen forma ni materia como las fantasmagóricas imágenes del "Retablo de las Maravillas", y no estoy dispuesto a dejarme engañar. Sólo así consumaré la esperanza que me anuncia el personaje del mundo en la inmortal obra de Calderón de la Barca:

“Ya que he frustrado altivas vanidades,

Ya que he igualado cetros y azadones,

Al teatro pasad de las verdades

Que éste el teatro es de las ficciones”.