Ella era natural de una ciudad que bebía y se alimentaba de un encantador lago. Desde su adolescencia
subyugaba a todos por la perfección de su cuerpo, la sensualidad de sus
facciones y su arrogante personalidad. Ya mujer, fomentaba su vanidad con
numerosos amantes que le iban proporcionando una vida con ciertas
comodidades. Su destino se fue al traste
definitivamente al conocer a un extranjero, maestro del ocultismo, al que tomó
como su protector y que, con un mero interés crematístico, la instruyó en las
artes de la adivinación, la
hechicería, la astrología y la
magia. Ella, que no era necia, no creía que esas extravagantes técnicas
tuviesen otro fin que sacar el dinero a los infelices -sobre todo mujeres- que
confiaban en ellas.
Pero la realidad fue mucho más
sombría. En paralelo con su celebridad y sus ganancias que compartía con su mentor, o con mayor precisión, como pago por ese
mismo éxito, percibió de forma cada vez más intensa y progresiva que iba
perdiendo el control de su vida. Pareciera como si los espíritus que ella
invocaba se cobrasen con trozos de su alma,
desgarrándola día a día, mes a
mes, año a año. Sus noches se tornaron
infernales; sus pesadillas, truculentas y repugnantes, no se conformaban con atormentar su sueño
sino que se extendían durante su estado consciente a plena luz del día. Había abierto una profunda veta hacia el
averno, y los demonios no perdieron la oportunidad
de enseñorearse de esa pieza tan apetecible, una mujer con fama de hechizar con
su atractivo y poderes sagrados a todo el mundo.
Llegó un tiempo en el que la
convivencia con ese pandemonio se volvió insoportable; ella dejó de ser una mediadora de poderes
ocultos para convertirse en una esclava,
sin otra voluntad que la de los espectros que la poseían.
Allí por donde pasaba le
escupían, le arrojaban piedras, le llamaban por antonomasia la loca. Muchos aprovechaban sus trances
para gozar su cuerpo que nunca perdió el atractivo. Y el granuja que la explotaba, visto que no podía seguir exprimiendo esa
jugosa fruta, se marchó a su país para
no volver.
Pensó ella en poner fin a su
vida, pero la certeza de que su alma
seguiría siendo atormentada en el inframundo la disuadió. En ese estado
terminal se encontraba cuando oyó hablar de un predicador y sanador, del que
casi todos decían maravillas.
No le fue muy difícil dar con él
porque ya había alcanzado gran popularidad en toda la comarca. Procedía de un pueblucho destartalado en la
zona occidental de la región. Muchos viajaban para
verle, escucharle y pedirle favores de todo tipo, desde que curase a un hijo muy querido, les
diera suerte en sus negocios o incluso que mediase en una herencia podrida por
la avaricia de los herederos. Le
buscaban de todas partes, desde las
ciudades y aldeas ribereñas del lago, hasta otras zonas de la región e incluso
de los países de la frontera. Todos querían
conocer a aquel predicador itinerante con fama de eficaz curandero y azote de
demonios, cuyas palabras hacían vibrar el corazón de un modo nuevo, y que hablaba con una autoridad y sabiduría
que para sí quisieran los sacerdotes de su país.
Era el tiempo de la siega, al
final de la primavera. Siguió a distancia una caravana de su pueblo que se
dirigía hacia el norte y -junto al lago-
divisó una suave colina poblada por numerosos peregrinos, muchos de ellos
enfermos en sus camillas. Ocultó su
rostro en un velo y logró acercarse a un grupo que destacaba en la cima.
Un hombre de elevada estatura con
túnica blanca y un manto color burdeos se levantó. Y al instante un asombroso
silencio se apoderó de aquella extensión.
Comenzó entonces a enseñar con una voz clara y poderosa:
“Dichosos los pobres
Porque de vosotros es el reino,
Dichosos los que ahora lloráis
Porque seréis consolados,
Dichosos los sometidos,
Porque de vosotros será la tierra,
Dichosos los que tenéis hambre, los que buscáis justicia
Porque seréis saciados,
Dichosos los misericordiosos,
Porque alcanzaréis misericordia,
Dichosos los limpios de corazón
Porque veréis cara a cara a Dios,
Dichosos los que se desviven por la paz,
Porque a vosotros se os llamará hijos de Dios,
Dichosos los perseguidos por su fidelidad,
Porque vosotros tenéis a Dios por rey.
Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan
Y os calumnien de cualquier modo por causa mía.
Estad alegres y contentos, que Dios os va a dar una gran recompensa.”
Tras ese asombroso prólogo
-exposición de motivos de la ley de un insólito reino, la ley espiritual de
este mundo al revés-, comenzó a desarrollar el contenido de sus preceptos,
abrogando de hecho las viejas reglas que regían en esa tierra (y en todas
partes).
Se trataba, además, de un discurso audaz en el que, frente a la
autoridad de los venerables legisladores antiguos y mediadores de las normas
divinas, contraponía un provocador “Yo os
digo”.
Pero la loca ya no le escuchaba. Le bastó verle y oír sus primeras palabras para comprender, aun difusamente, que en ese hombre estaba su salvación. Hundió su rostro en la hierba húmeda llorando desconsoladamente.
Llegada la hora del almuerzo, el joven
predicador, acompañado de sus discípulos más íntimos, marchó a la casa de un reconocido experto en leyes. Durante la comida ella se introdujo en la
vivienda y, forcejeando con los criados, entró en la sala donde se encontraba reclinado
en un diván. Sin mirarle, se abalanzó a
sus pies, lavándoselos con sus lágrimas, secándoselos con sus cabellos y
ungiéndoselos con perfume. Muchos de los invitados se admiraron de la
impresionante mujer que así se humillaba, sintiendo una repugnante envidia. Otros –como el abogado anfitrión- esperaban que el predicador le enjaretase un
puntapié en la cara a esa infame hembra que se atrevía a tocarle. Y sus
discípulos, aunque no dudaban de su misericordia con los más humildes, creían
que esa pecadora había llegado demasiado lejos.
El predicador pareció no
inmutarse y habló con el dueño de la casa;
ella, salvo algunas palabras aisladas como “deuda” o “perdón”, sólo oía sus propios sollozos. Pero a
continuación unas manos cálidas rodearon sus mejillas y elevó entonces su
mirada. Sus ojos anegados vislumbraron un paisaje de acuarelas. Limpió con sus
temblorosas manos sus lágrimas y pudo contemplar con nitidez el rostro que la
observaba fijamente. Era tal su bondad, su misericordia y su compasión que la
loca, a quien ningún hombre o mujer había jamás mirado así, bajó súbitamente la
cabeza avergonzada y continuó besando sus pies con el corazón desatado. Pero éste la llamó por su nombre (aunque no se conocían pues nunca se habían visto antes), diciendo:
- - M…, tus pecados te son perdonados por tu mucho
amor. Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Esas palabras, como un rayo
fulminante que la atravesase, liberaron su alma, ensartando y aniquilando el
variopinto mal que la atenazaba, los siete demonios que le atribuía el pueblo
(uno por cada pecado capital).
No escuchaba ya los murmullos
indignados en la sala, incluso algún insulto como “blasfemo”; no,
verdaderamente había alcanzado el Cielo. Despacio y en silencio, con los ojos bajos, se levantó y con ambas manos unidas a su pecho salió del
comedor. A partir de ese momento se sumó
al grupo de mujeres que seguía a aquel extraño predicador, no sin protesta por
parte de alguna de ellas, quejas que muy pronto desaparecieron. La escandalosa loca había muerto. Había nacido –y para siempre- una santa.
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