I
Por lo que conocemos de la antigüedad, la idea de una “creatio ex nihilo” resultaba
incomprensible y hasta absurda a los hombres del pasado, ya creyeran en dioses
o fueran ateos. Todas las culturas coincidían en este punto, sin distinción alguna
entre los que forjaron con su imaginación (o sus deformados recuerdos) las
antiguas religiones, como los primeros filósofos en sentido riguroso (los
griegos). Nadie cuestionaba la eternidad de la materia, a la que los dioses,
eternos como aquella, le habían dado la forma actual de un mundo en apariencia
organizado (“creatio ex materia”). Pero también había filósofos y poetas que
rechazaban la existencia de seres superiores y eran materialistas y ateos (como
los atomistas o los epicúreos de Grecia), los cuales coincidían sin embargo con
los hombres religiosos en que las cosas existían desde siempre. Lucrecio, un
inteligente poeta latino del siglo I A.C., seguidor de Epicuro y ferozmente
antirreligioso, en su obra “De rerum
natura” lo resumió en un adagio que tuvo gran fama desde entonces: “Ex nihilo nihil fit”. Ergo, el universo existía desde siempre.
Pero toda regla tiene una excepción. Solamente un pueblo
insignificante, ubicado geográficamente en la orilla más oriental del Mediterráneo y que había contribuido muy poco
- desde el punto de vista político- a forjar la gran historia, fue la disidencia
a tal cosmovisión universal (de oriente, de occidente y de los continentes aún
no descubiertos). Este primitivo pueblo de pastores, que sólo a partir de siglo
XI A.C. logró constituirse en un Estado con cierta centralización administrativa,
planteaba osadamente una serie de principios revolucionarios en su tradición
sagrada, que yo resumiría en cinco
puntos:
1º.- MONOTEISMO.- No había dioses, o si existían eran seres
inferiores, subordinados a un solo Dios,
todopoderoso y providente.
2º.- CREACIÓN EX NIHILO.- Dios había creado todo desde la nada (es decir, sin materia
preexistente): lo invisible y lo invisible, la realidad completa del cielo y de
la tierra, a la que le daba subsistencia con su poder conservador.
3º.- PUEBLO ELEGIDO.- Ese Dios único, se había revelado
exclusivamente a ellos por la extraña razón de ser el pueblo menos importante
de la zona (Dt. 7,7), y era un Dios celoso que no toleraba componendas con los
politeísmos que rodeaban por todos lados a esa insignificante nación.
4º.- MISION UNIVERSAL.- Pese a esta exclusividad, algunos
personajes inspirados de esa peculiar tierra (los llamados nabí o profetas), anunciaban en sus oráculos que ese Dios único acabaría
siendo reconocido por las naciones, y salvando a todos los que a Él se
acogiesen.
5º.- COMPORTAMIENTO SORPRENDENTE.- Y, finalmente, su modo de
proceder, su estilo era muy diferente de las perspectivas y los propios caminos
de los hombres (incluidos los de su propio pueblo elegido).
“porque mis
pensamientos no son vuestros pensamientos,
Ni mis caminos vuestros
caminos, dice YWHW.
Como son más altos los
cielos que la tierra,
Así son mis caminos más
altos que vuestros caminos,
Y mis pensamientos más
altos que vuestros pensamientos”
(Is. 55, 8-9)
II
El primer libro sagrado de este extraño pueblo –Bereshit o Génesis- comenzaba con estos
tres impresionantes y solemnes versículos:
“(1) En el principio creó Dios el
cielo y la tierra.
(2) La tierra era caos
y vacío. Las tinieblas cubrían la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.
(3) Dijo Dios: Hágase la luz. Y hubo luz”.
Aquí principiaba una epopeya de la creación del mundo desde
la nada (antes del principio, nada
existía) por la fuerza del Dios único y trascendente, mediante una triple
acción:
Primera acción, la que crea ex nihilo (Dios).
Segunda acción, la que organiza y prepara lo creado (su Espíritu).
Según los lingüistas hebreos, el sentido de la expresión hebrea con que se
describe su acción de cernirse sobre las
aguas evoca el proceder maternal y amoroso del águila sobrevolando sobre
sus polluelos para alimentarlos, o de la gallina sobre sus huevos a fin de
vivificarlos.
Y tercera acción, la que le da su definitiva forma, claridad y
racionalidad (con su Palabra o su luminosa Sabiduría).
Dios es uno, pero desde el principio se nos revela, entre
sombras y luces, una misteriosa presencia
trinitaria, a la que hay que atribuir unitariamente la obra magna de la
creación del universo.
Como hemos indicado, se ofrecía aquí una visión teológica de
la existencia de las cosas que era opuesta al criterio de la totalidad de las
culturas de las que se tiene conocimiento a lo largo del primer milenio antes
de Cristo (en el que se dio forma al primer libro de la Biblia). Por ello, esa exclusiva percepción -patrimonio
único del pueblo de Israel-, ha sido objeto de grandes estudios de las grandes
universidades y pensadores de todos los tiempos. Muchos han hurgado los lugares
más recónditos de los mitos de todas las culturas del orbe, y apenas han rozado
lugares donde percibir un lejanísimo eco de esos signos específicos de la
religión judía: unicidad y trascendencia de Dios, y creación desde la
nada. Los errores del panteísmo,
politeísmo y coeternidad de la materia y los dioses, eran asumidos, en
mayor o menor medida, por todos los pueblos: “ex nihilo, nihil”. Todos, salvo Israel.
Y podríamos añadir incluso, que Israel legó al mundo una
perspectiva cronológica lineal y no circular, lo que ha facilitado una visión de
avance y progreso de las sociedades humanas –regido en último término por la
Providencia de Dios-, frente a las deprimentes concepciones cíclicas de las
culturas paganas y orientales.
Ahora bien, también es cierto que algunos expertos han
cuestionado que esos tres versículos afirmen, sin género de dudas, la creación ex nihilo, ya que el versículo segundo
parece contradecir al primero. En efecto, el Espíritu de Dios –que es el mismo Dios- parece ir preparando la materia preexistente para
que la última operación divina –la
Palabra-, genere la forma de las
cosas desde la eterna materia informe,
aportando luz, claridad, sabiduría, inteligencia…
De admitir esta explicación, habría que reconocer con cierta decepción que el escritor
sagrado habría cedido ante el clima filosófico-religioso de su tiempo. Sin
embargo, la existencia de ese “incómodo” primer verso complica la
interpretación de los otros dos versículos, y tanto una postura como otra
cuentan con defensores y detractores.
De todos modos, el criterio de la creación ex nihilo tiene a su favor un
argumento filológico de gran fuerza: la expresión hebrea “bará Elohim” -creó Dios-, según
expertos hebraístas, se refiere a “establecer
o traer a una existencia tangible”, lo que da a entender la preexistencia de las cosas, pero en la
Sabiduría divina, y su plasmación en la realidad por medio de su omnipotencia. El
hecho, además, de que en toda la biblia se atribuya a Dios en exclusividad ese verbo bará, confirma que es una acción propia
y única del Creador.
III
En cualquier caso, la prueba definitiva sobre la verdad de la
creación en sentido absoluto del cielo y de la tierra –ex nihilo-, se localiza en otro Libro del Antiguo Testamento. Pero
es una obra muy polémica, como veremos, lo que a mi juicio confirma, además, una
de las cinco características que, desde el examen de las Escrituras hebreas, he
atribuido al misterioso Dios escondido (Is.
45,15): la peculiaridad (y casi diríamos ironía) de sus caminos.
Dicho libro era uno de los incluidos en la versión griega de
la Biblia hebrea denominada de Los
Setenta (formada en Alejandría entre los siglos III y I A.C.). Pero no se
incorporó al canon oficial judío, fijado con posterioridad a la destrucción de
Jerusalén del año 70 D.C. (según algunos, en el denominado Concilio de Jamnia),
porque estaba escrito exclusivamente en griego (es decir, no originalmente en hebreo
o arameo). Los cristianos lo agregamos al canon de Escrituras inspiradas, pero
tardíamente (primero a fines del siglo V y, definitivamente, en la fijación que
hizo el Concilio de Trento en el siglo XVI). Los protestantes lo desecharon en
ese convulso siglo, y siguieron el criterio de los judíos congregados en Jamnia,
lo que es curioso porque allí, los que sobrevivieron a la catástrofe de su nación –en su inmensa
mayoría rabinos fariseos-, aparte de fijar el listado de sus libros inspirados,
hicieron expresas maldiciones contra los cristianos, a los que denominaban
despectivamente nazarenos. Añado, de
todos modos, que hoy muchos historiadores cuestionan esa reunión, que sólo es citada
en el Talmud.
Hablo del II libro de
los Macabeos. Siendo honestos, tras una lectura detenida, nos produce en
principio cierta extrañeza de que haya sido incluido en el canon de la Iglesia
Cristiana. Los protestantes lo rechazan por los poderosos argumentos que ya he
anotado (y por otros que veremos): es un texto directamente escrito en griego, no
en hebreo o arameo, y no está incorporado a la definitiva biblia judía, que
expurgó éste y muchos más textos de la Septuaginta,
considerándolos apócrifos. De todos modos, la primera biblia completa traducida
al castellano desde los idiomas originales –la protestante Biblia del Oso de
Casiodoro de Reina de 1569 (que es, en el fondo, una magnífica Biblia
católica), lo considera tan canónico como los demás. La primera revisión de esa
Biblia –la de Cipriano de Valera de 1602- ya ubica ese libro en la sección de
“apócrifos”, y a partir de ese momento las biblias protestantes lo van
eliminando en sus ediciones. Aparte de lo dicho, ellos rechazan II Macabeos porque ahí se confirman
doctrinas cristianas que no han aceptado como el “purgatorio” o la “oración por
los difuntos” (2 Mac. 12, 44-46).
Si entramos en su contenido, en él se nos dice que se trata
de un resumen de una vasta obra en cinco libros (hoy perdida) que compuso un
tal Jasón de Cirene sobre las hazañas guerreras de Judas Macabeo y de sus
hermanos, contra la forzada helenización impuesta por los seléucidas. Se
reconoce con franqueza que “hemos
preferido proporcionar deleite a los que deseen leer, facilidad a quienes
quieran leer de memoria y utilidad a todos los lectores” (2 Mac. 2,25), y admite abiertamente que “dejamos para el historiador la exactitud de
cada detalle, esforzándonos en seguir las reglas de un resumen” (2 Mac.
2,28). Y concluye, curándose en salud, con lo siguiente: “si la composición ha quedado bella y bien compuesta, eso es lo que yo quería; si resulta de poco valor y
mediocre, esto es lo que yo he podido hacer” (2 Mac. 15,38).
En cuanto al estilo, intenta ser elegante pero nos resulta ampuloso;
usa mucho de la hipérbole y tiene una especial querencia por las apariciones
sobrenaturales (jinetes celestiales que
irrumpen en las batallas, o que son augurios de futuros malos eventos…);
digamos que es un estilo que se encuentra a años luz de la sencillez de los
Evangelios Canónicos, y si precisamente la llaneza de estos refuerza su
credibilidad, el recargamiento estilístico de II Macabeos, produce la sensación contraria. ¿Cómo va a ser una obra así, inspirada por Dios?, nos gritan los
enemigos de la fe católica.
Pero éste es, curiosamente, el único libro de la Biblia donde
se afirma con rotundidad lo siguiente: “viendo
todo lo que hay, reconozcas que Dios no
lo ha hecho de cosas existentes” (Biblia de Navarra). Otras traducciones
lo expresarán más claramente: “viendo
todo lo que hay, sepas que a partir de
la nada lo hizo Dios” (Biblia de Jerusalén) (2 Mac. 7,28).
Y esa frase, para mayor inri, no la dice un filósofo o un
teólogo, sino una pobre madre analfabeta, y en las circunstancias más
dramáticas que podemos imaginar: viendo cómo el rey criminal Antíoco IV
Epífanes, con intención de forzar a sus siete hijos a violar las leyes
religiosas judías, ordena torturarlos salvajemente, uno por uno, y finalmente
asesinarlos ante su negativa. Esa brava madre manifestará, a su vez, su rotunda
fe en la resurrección final, exhortando con esa esperanza a sus hijos:
“No sé cómo
aparecisteis en mi vientre; yo no os di el espíritu y la vida, ni puse en orden
los miembros de cada uno de vosotros. Por eso el creador del mundo, que plasmó
al hombre en el principio y dispuso el origen de todas las cosas, os devolverá
de nuevo misericordiosamente el espíritu y la vida, puesto que ahora, a causa
de sus leyes, no os preocupáis de vosotros mismos” (2 Mac. 7,22).
Este episodio, que ocupa todo el capítulo séptimo, está
dibujado con un dramatismo conmovedor, y es sin duda el momento cumbre de un
libro desigual que, por lo demás -y pese a la polémica que lo rodea-, es
canónico. Por lo tanto, las doctrinas que en el mismo se contienen deben ser
aceptadas por los cristianos, según el magisterio de la Iglesia Católica: el mundo ha no sido creado de materia
preexistente sino desde la nada. El Nuevo Testamento, además, lo confirmará
en otros pasajes como Jn. 1,3; Col. 1,17 o Hb. 11,3, aunque no con tanta
claridad.
Lo que deseo recalcar, para concluir, es que por la poca
antigüedad de II Macabeos, por el idioma
en que se redactó, por las características de su redacción y su transmisión,
por su estilo y contenido y, hasta diríamos, que por la insignificancia
intelectual del personaje que afirma una doctrina de tal calibre filosófico y
teológico (y ojo, científico), este libro debió ser en teoría –como muchos
otros- rechazado con vigor por la Iglesia.
Pero no lo hizo, y si quien es “la
columna y el fundamento la Verdad” (1 Tim. 3,15) lo incorporó a sus libros
canónicos, ni las dudas iniciales de muchos escritores católicos (como San
Jerónimo), ni los razonables argumentos de los defensores de la vieja ley (los
judíos) o de los hombres que rompieron la unidad del cristianismo en el siglo
XVI (los protestantes), podrán hacer mella en esa Verdad. Porque los caminos de
Dios no son nuestros caminos.
Él –ya lo sabemos- no se complace en los sabios sino en los
sencillos, pues “escogió la necedad del
mundo para confundir a los sabios, y eligió la flaqueza del mundo para
confundir a los fuertes” (I Cor. 1,27). Inspiró un libro, cuyo autor
reconoce que puede ser mediocre, y eligió a una mujer –una humilde madre,
seguramente analfabeta-, que en el culmen de su dolor, nos confirmó la
omnipotencia de un Dios que había sacado todo desde la nada, y que le dio el
espíritu y la vida a sus hijos. La vida de ellos, que ahora la entregaban
voluntariamente por fidelidad a Él, en la sólida confianza de ser resucitados
por el mismo que todo lo hizo.
Ciento cincuenta años después, otra mujer excepcional mucho
más joven, otra ancilla Domini, también
por su humildad confundió a todos los sabios del mundo, al ser la madre del
mismo “autor de la vida” (Hch. 3,15). Aquél que en el principio, con su Sabiduría,
otorgó luz y racionalidad a la magna obra del Padre (que creó la realidad) y
del Espíritu (el cual, como el calor
de una madre con sus hijos, rodeó de amor divino todo lo creado, y el vientre virginal
de aquella doncella).
Aquél que redimiría toda la creación, herida por el pecado, y
cuyo nombre sólo podemos citar, doblando nuestra rodilla y con el corazón
rebosante de gratitud y emoción: Jesucristo,
el Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario