Admitamos con resignación que son malos momentos para nuestra cultura judeo-cristiana, cuyo fundamento es la veneración y cumplimiento de los diez mandamientos de la Ley que el Señor entregó a Moisés en el Monte Sinaí. Hoy, los jóvenes de mundo, al nombrarles esa montaña sagrada, dirán que es un conocido hospital de EE.UU donde acuden actores famosos, pero lo cierto es que allí, en ese monte desértico de Egipto, se fundó nuestra civilización espiritual que actualmente agoniza.
Podemos afirmar que, de ese luminoso decálogo, nuestro mundo ha arrojado unos cuantos preceptos a la basura: desde primero al cuarto mandamiento (relativos al amor a Dios y al honor debido a los padres), así como el sexto y el noveno (sobre los actos y pensamientos impuros) y el octavo (sobre la mentira, pues hoy sólo se proscribe la Verdad).
Al vertedero, pues, sin mayores explicaciones, porque yo lo valgo, como dice un famoso anuncio televisivo. Los restantes (no matar, no robar o no codiciar los bienes del prójimo), los mantenemos vigentes, más por un hipócrita pudor intelectual que por convencimiento. Nunca como hoy se habla de reducir drásticamente la población mundial, pero eso sólo se puede hacer matando. Y nunca como en nuestra época, se pretende concentrar la riqueza en menos manos y el poder en pocas mentes. Para implementar ese siniestro plan, se empobrecerá a futuras generaciones mileuristas, y simultáneamente se las bombardeará con perversas ideologías para domarlas, y obligarlas a aceptar el nuevo orden. Se les robará, a la vez, las haciendas y las almas.
En definitiva, no sólo hemos pervertido algunos eternos mandatos que fundaron nuestra civilización, sino que hemos defenestrado otros, echándolos al vertedero de la historia. Sin embargo, hoy mismo hemos removido ese basurero y recuperado uno de los más olvidados preceptos del decálogo, el segundo, aquél que prescribe el uso escrupulosísimo del nombre divino. Pero lo hemos hecho para profanarlo aún más, al aplicarlo a un mortal que acaba de fallecer. Y eso merece una pequeña reflexión.
Se trata de alguien, cuyo mayor mérito en esta vida fue manejar con la impresionante habilidad de sus pies una vejiga de cuero llena de aire. Un don regalado por Dios, dicho sea de paso. Gracias a ello, alegró la vida de muchos (ojo, también la mía en algunos momentos, no lo niego), pero pervirtió a otros tantos, llevándoles, bien a la idolatría stricto sensu, pues hasta fundaron una “iglesia” con su apellido, o bien, al menos, a una ignorante estupidez.
No descubro nada nuevo si afirmo que era un personaje que, como es público y notorio, tenía muy poco de ejemplar en otras facetas de la vida, aparte del deporte rey, aunque el juicio definitivo no nos corresponde a quienes vivimos en su tiempo, ni siquiera a quienes lo conocieron con familiaridad. Esa recapitulación total y sentencia inapelable sobre su intensa vida sólo pertenece a Aquél del que hoy casi nadie quiere saber, pero ante el que TODOS, sin excepción, estaremos obligados a comparecer algún día para rendir cuentas (como Maradona ha hecho ya). Cuentas, no de las patadas que hemos dado a un balón, sino de aquellas con las que hemos dañado al prójimo o a nosotros mismos, y violado la ley de Dios.
Que conste que a mí me gusta mucho el fútbol; es más, soy seguidor –y accionista (poseo una sola acción)- de uno de los grandes clubes donde este futbolista se vistió de corto, durante la temporada 1992-1993: el Sevilla FC (dejando más oscuros que claros, desgraciadamente). Pero la vida es mucho más que la profesión que nos da de comer, o las actividades que nos consuelan, distraen y alegran en tiempos de ocio. La vida humana, o es un camino directo al Cielo, o es una caía definitiva a la perdición, y desde esta perspectiva, el éxito o fracaso de nuestros empeños humanos, son irrelevantes.
Como dice Castellani:
“La vida más acabada
Es hacer que el hombre en Gracia acabe,
Pues al final de la jornada,
El que se salva sabe
Y el que no, no sabe nada”.
Por todo ello, muy flaco favor se le hace a este hombre si, en vez de rezar por su alma –como siempre se nos ha enseñado en la recta religión-, nos dedicamos a tomar en vano el nombre de Dios, el nombre que quien no cederá su gloria a nadie (Is. 42,6). Y no pensemos que al ponerlo en minúsculas, menos grave será nuestro quebrantamiento. Al Señor le ofende el que meramente le mencionemos, como no sea para implorarle, alabarle o darle gracias. Idolatría es adorar o llamar dios, a lo que no es Dios, y ese pecado lo comete tanto el que idolatra como el que es objeto de la misma, al consentirla. En consecuencia, perjudica y pone en peligro la salvación del alma de aquel que, en el trance de la muerte, sólo necesita oraciones por nuestra parte, y sin embargo, siendo ya potencial pasto de gusanos, sólo encuentra descerebrados por doquier que proclaman su grotesca divinidad.
¿De verdad que amáis a Maradona? Si ciertamente le queréis de corazón, rezad por él, por su alma, y pedid a Dios misericordia para él, para que la sangre de Cristo -no hay otra que salve- sea la que haya pagado por sus pecados.
Estad seguros de que a Maradona, cuando comparezca ante el Altísimo, el demonio le acusará con un altavoz en el que escuchará los alaridos idolátricos de sus forofos que vociferan ¡es dios! En este momento se horrorizará ante ellos, aunque en su vida, con enorme insensatez, los había aprobado, tácita o expresamente. Pero ahora los aborrecerá con inimaginable dolor, porque sabrá con certeza que la idolatría es el peor de los pecados, mucho más que una vida disoluta. Por ello, desesperado, querrá gritar a esos fanáticos:
¡Callad, necios, dejad de proferir esta blasfemia, y rezad por mí, porque cada idolátrico berrido me acerca al infierno, pero cada oración me lleva al Cielo!
Por tanto, ¿queréis lo mejor para Maradona?
Orad por él, y no blasfeméis y digáis estupideces. El resto queda en las justas y misericordiosas manos de Dios.
Lo que siempre admiré de Maradona fue su inmensa fragilidad humana, fue un espejo que reflejo a todos los hombres de su época. Tener compasión y rezar por su alma es hacerlo también por la nuestra. Miserere Domine
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