I.- LA HISTORIA UNIVERSAL. EL ASCENSO.
Érase una vez un bellísimo país muy cercano, regido por un joven rey, sabio y poderoso, cuya misericordia excedía con creces a su justicia, y cuyos
vasallos encontraban en él a un verdadero padre. De hecho, todos tenían la
certeza de que este monarca sería capaz de entregar su vida, su dignidad y su
gloria por el más indigno de ellos.
Ese país era muy diferente a otros que le rodeaban, pues de la
tierra sólo brotaban numerosas higueras; ahora bien, poseían tanta belleza y
fecundidad, que sus hojas eran perennes, y sus higos no sólo germinaban entre
la primavera y el verano, sino durante todo el año. Ningún otro árbol brotaba
en ese extenso reino, pero el fruto de aquéllas cubría con creces las
necesidades alimenticias del pueblo, que vivía feliz y en paz, con un clima
apacible en cada estación del año.
El rey había encomendado la gobernanza de su territorio a
numerosos gobernadores, los cuales,
al final de su mandato, debían rendirle cuentas. Los gobernadores delegaban en
los agricultores el cuidado específico
de las higueras, siendo éstos los responsables de abonarlas, pues ese era el único
sustento del país. Entraban en un cercado que circundaba cada árbol y usaban un
extraordinario fertilizante que el
rey les entregaba puntualmente. Los vasallos regaban diariamente los huertos, recogiendo
el agua de los ríos, las fuentes y las lluvias, tan abundantes en el reino. Se
acercaban al cercado –y sin penetrar dentro del mismo, pues era un ámbito sólo
destinado a los agricultores-, la vertían en unos canales que desembocaban al
pie del árbol, y recibían luego el dulcísimo fruto recolectado por los
agricultores.
Había también, bajo tierra, una modalidad de gusanos
-venenosos, malolientes y repugnantes- que no solían salir al exterior, y de
hecho, durante el tiempo de ese gran rey nunca se les vio por sus dominios.
Sucedió que un día el monarca convocó a sus gobernadores,
agricultores y vasallos, y les anunció que partía hacia un largo viaje para
tomar posesión de un reino dominado por un cruel tirano que le odiaba.
Como probablemente tardaría en volver, encomendaba a todos
seguir con lealtad las magníficas leyes que había promulgado, verbalmente y por
escrito, y ordenaba a gobernantes y agricultores cuidar al pueblo, como un buen
pastor a cada una de sus ovejas.
Otorgó a uno solo de los gobernadores la máxima autoridad
sobre el reino, idéntica a la que el mismo rey poseía, con lo que las demás
autoridades y los vasallos debían obedecerle con inmaculada fidelidad. Y, por
último, reservó un depósito inagotable de inmensos bienes en poder de este
gobernador supremo. Realizadas estas provisiones, marchó hacia aquel lejano
país para aniquilar a su ancestral enemigo.
II.- LA HISTORIA
UNIVERSAL. EL DESCENSO
Durante unos años el pueblo, bien pastoreado por sus
gobernantes, vivió tranquilo y feliz, aunque en algunas regiones más exteriores
comenzaban a alterarse los ánimos de algunos vasallos. El origen de tal
inquietud fue la cizaña de unos espías y alborotadores, mandados furtivamente
por el enemigo del rey, y cuyo propósito era introducir la discordia y la
rebelión en el reino. Éstos pretendían que el rey tuviese que volver anticipadamente
de su exitosa guerra para castigar a sus vasallos rebeldes, y que este modo le
dejase en paz en una lucha que tenía perdida.
La táctica de aquellos infiltrados consistía en persuadir al
pueblo de que no era necesario el abono de los gobernantes y agricultores para
el crecimiento de las higueras; sólo bastaba el agua. Que cualquiera de ellos
podía sacarla de los numerosos ríos que cruzaban el país, de las fuentes que
brotaban de las rocas y de la lluvia que fertilizaba los campos, y regar los
árboles desde su base, saltando sin complejos el cercado de los agricultores.
Que cercos y abonos no eran más que engaños de los gobernantes para tener
controlado al pueblo.
Más aún, todo el pueblo tenía por sí mismo la dignidad de agricultor,
porque sólo el agua era suficiente para que los frutales regalasen jugosísimos
higos. En consecuencia, el pueblo insensatamente holló los cercados de cada
higuera, y todos se irrogaron unilateralmente el título de agricultores.
La rebelión se propagó como una llama, y aunque el gobernador
supremo intentó sofocarla, acabó triunfando en muchas de las regiones de aquel
extenso país, que se independizaron definitivamente, levantando muros para
separar sus fronteras. No obstante, la gran mayoría de vasallos fueron fieles
al rey ausente.
Acaeció, sin embargo, algo inesperado. En aquellas regiones
rebeladas, donde ya no existía el abono, el agua sola no bastaba para alimentar
las higueras, que fueron poco a poco secándose. Primero, desaparecieron los
azucarados higos, reducidos a brevas sin sabor y sin la más mínima capacidad
nutritiva; luego se desnudaron de hojas y, finalmente, se dibujaron en el
paisaje siniestros trocos desnudos, con rugosas ramas, que no evocaban ni un
rasgo mínimo de la belleza pasada.
El pueblo comenzó a pasar hambre, y algunos escaparon de allí,
y pidieron ser integrados en la patria del rey ausente, lo que les fue
concedido por el misericordioso gobernador supremo.
Otros, sin embargo, se obcecaron en su rebeldía, y como
sustitutivo del alimento perdido, excavaron en la tierra en busca de esos
repugnantes y malolientes invertebrados. Como no podían comerlos por el asco
que producían, los aliñaron con una sustancia que lograron extraer de los
troncos secos de las higueras, y así pudieron alimentarse. Aunque lograron en
buena medida desterrar el pútrido olor, esos gusanos eran venenosos y muchos de
ellos morían con horribles dolores. Lo cierto era que esa mezcla, como si se
tratase de una deseada droga, les producía durante un tiempo una falsa
felicidad, y una sensación de que cualquier transgresión de las leyes del rey ausente
sería tolerada por éste. Algunos otros llegaron más lejos y, gritaron a los
cuatro vientos: “No le queremos como rey,
no serviremos a ningún tirano”.
Por otro lado, se secaron definitivamente los ríos, se
durmieron las fuentes y se cerró el cielo en esos países rebeldes, por lo que debieron
saciar su sed con el pestilente líquido extraído de las entrañas de los
gusanos, disimulado con el mejunje que aún destilaban de los troncos
secos.
III.-LA HISTORIA
UNIVERSAL. EL HUNDIMIENTO
Transcurrían los años, y el rey seguía sin retornar. Algunos
vasallos del gobierno fiel al rey comenzaron a cuestionar su lealtad, pues
sentían cierta envidia de la libertad en la que parecían vivir sus antiguos
hermanos de patria, hoy divididos en numerosos reinos.
Los descontentos, cada vez mayores, convencieron al
gobernador supremo y a los demás gobernadores subalternos, para que relajasen
las rigurosas normas impuestas por el rey tras su partida, a fin de hacer más
llevaderos sus mandatos.
En realidad, lo que sucedía era que comenzaba a escasear el
agua en el país, y aunque se seguían
abonando las higueras, los higos ya no les resultaban tan deliciosos como
antaño. El gobernador supremo, tras constituir una junta mixta (con los demás
gobernadores de su propio país, y con algunos de aquellos antiguos países
hermanos), decidió revitalizar el sabor de los higos, ordenando verter en el
agua que regaba las higueras unas escasas gotas de un brebaje, cuya fórmula era
similar a la de aquellos países rebeldes, es decir, sacada de aquellos infames
animales subterráneos. Autorizó igualmente a los agricultores a hurgar en la tierra para que extrajesen el líquido viscoso
de los gusanos, a fin de que, mezclándolo con el abono, sirviese para
fortalecer los árboles.
El gobernador supremo profetizó en sesión solemne, acompañado
de los otros gobernadores, que merced a este nuevo ingrediente, los higos no
sólo iban a ser más apetecibles y digestivos para el pueblo, sino que como bien
adicional, acercaría a los dos pueblos enemistados en el pasado. Los vasallos
del gobernador supremo, salvo una minoría que se opuso (y a la que se condenó al
destierro), aceptaron sin discusión la novedad introducida.
Pasados unos años, muchos de los efectos nocivos acaecidos en
los países rebeldes se reprodujeron casi exactamente en el país leal. Los vasallos y agricultores no se
conformaban con echar una pequeña dosis de ese líquido apestoso en los canales
y los abonos, sino que, en muchos casos, se copiaban las mismas fórmulas de los
países rebeldes, e incluso –a veces- las intensificaban, duplicando su dosis.
Faltaban lluvias, y por los ríos y las fuentes prácticamente ya
no corría el agua, aunque –a diferencia de aquellos otros países- sí se
conservaba en poder del gobernador supremo ese divino fertilizante, gracias al
cual los higos, aunque cada vez más mustios, seguían cumpliendo su misión vital
de alimentar a los vasallos. Cada vez menos, porque muchos abandonaban el
alimento de siempre, y escarbaban en la tierra, imitando a aquellos rebeldes,
rebajándose al nivel de las bestias. También en el reino fiel, muchos empezaron
a vociferar: “Somos libres, no queremos
que nadie nos gobierne”.
IV.- UNA HISTORIA LOCAL. EL RENACIMIENTO.
Pasaron más años, y más gobernadores. Sucedió por entonces
que pequeños grupos de aquellos vasallos, en todas las provincias del reino, preocupados
por la tremenda crisis generada por esos cambios, comprendieron con lucidez que
la raíz de aquellos problemas tenía su origen en haber copiado las malas
prácticas de los países rebeldes. Y que urgía recuperar aquellos viejos modos
de cuidar a las higueras, de las cuales dependía en sentido estricto la
salvación de todos.
Por distintas zonas del país, estos hombres y mujeres se
organizaron, uniéndose a ellos algunos agricultores, bien desengañados del mal
camino por donde se transitaba. Fueron a solicitar a sus respectivos gobernadores
licencia para recuperar los viejos usos y tradiciones, merced a los cuales las
higueras lucían antaño con espléndidas hojas e inefables frutos. Buscaban la purificación
de las aguas y los abonos que vigorizaban los frutos de los árboles (no
mezclándolos con la más mínima sustancia ajena alguna), y la recuperación de la
diferencia de rango entre agricultores y vasallos, prohibiendo el acceso de
estos últimos al interior de los cercados.
Una pequeña asociación de una región sureña del reino, explicó
a sus sucesivos gobernadores que estaban persuadidos que el retorno a los
viejos usos, traería de nuevo la fortaleza a las higueras, la dulzura a sus
frutos y el retorno de muchos vasallos. Y que, aunque contaban con escasos
medios, confiaban en las palabras y promesas del gran rey de estar siempre con
ellos y facilitar sus buenas empresas, aunque su augusta persona estuviese
lejos, luchando por todos en una durísima guerra.
Estaban convencidos que el éxito en ese fin –éxito siempre
del rey, no de ellos, meros siervos indignos- era posible alcanzarlo con
perseverancia y sacrificio. Esperaban además que se provocase una noble
emulación en los demás agricultores y vasallos del reino, que probablemente
corregirían los errores que impedían el crecimiento de sus higueras y la
dignidad de sus frutos. Su destino lo fijó su Rey y Señor cuando dijo: “Duc in Altum” .
El último gobernador local recibió la propuesta con rostro
ambiguo, pues no quería aceptar el fracaso de las reformas introducidas (situación
habitual en todos sus compañeros de gobernanza); no obstante, decidió no desobedecer
al gobernador supremo, que había normalizado los antiguos usos (nunca
derogados), allí donde un grupo estable de vasallos lo solicitasen, exhortando
a que se atendieran sus necesidades con generosidad.
El gobernador les concedió un pequeño terreno, donde apenas brotaba un esmirriado tocón de higuera, abandonado y casi seco. La cerca que bordeaba ese medio árbol estaba rota por varios lugares, y los canales para llevar el agua agrietados. No obstante, a ese grupo entusiasta le pareció fenomenal el lugar y su pusieron a trabajar. También les fue asignado, como agricultor, un experto profesional para que abonase la tierra yerma que bordeaba ese triste árbol; un hombre con excelentes dotes intelectuales, pero de difícil carácter y escaso trato con los vasallos. Se limitaba a abonar sólo una vez a la semana (pese a que el grupo le pedía siempre que les dedicase más tiempo). Siguiendo órdenes estrictas del gobernador, casi nunca permitía que ningún otro agricultor –ni aprendiz de agricultor- accediese a aquel lugar santo.
Aun así, tal y como previeron esos vasallos, se produjo el
milagro del renacimiento de esa higuera, la cual, merced al buen trato dado por
el agricultor, y las limpias aguas traídas y depositadas en los canales, creció
se hizo muy grande; sus ramas se escapaban del cercado –en parte reparado- y
sus frutos adquirieron el dulcísimo sabor que sólo algunos viejos recordaban, y
que ahora muchísimos jóvenes descubrían, con felicidad y asombro. Atónitos se
preguntaban: “¿Cómo nuestros padres
renunciaron a esto?”.
El grupo, en fin, interpretó, con inmenso honor –y
responsabilidad-, que el rey se complacía con su obra y les animaba a
expandirse, para bien de todo el reino. Por ello enviaron sucesivas y numerosas
cartas al gobernador local, a fin de que les proveyese de nuevos instrumentos
para desarrollar su obra: un reconocimiento legal –no meramente verbal- de su
organización; un cercado más grande (pues los que se juntaban allí, a veces, no
cabían), la posibilidad de enseñar a los niños, y de dar conferencias a adultos
(para lo que se necesitaban dependencias anexas), y sobre todo, otro agricultor,
pío y experimentado, que acudiese varias veces por semana, y que fuese un
verdadero imán del grupo, cada vez más extenso y con más jóvenes que se
incorporaban; un padre de todos a quien pudieran tratar con filial confianza.
De hecho, muchos agricultores foráneos, enterados del prestigio alcanzado por la obra de este grupo de vasallos, se ofrecieron para colaborar, pero sólo en contadas ocasiones el gobernador permitió a alguien que no fuera de su estricta confianza que actuase con ellos. En definitiva, no proveyó casi nunca a estas justas peticiones, y si alguna accedió lo hizo a regañadientes. Eran, pues, manifiestas las dos intenciones del gobernador: un riguroso control del grupo (para lo cual usaba como canal y fuente al agricultor designado, más padrastro que padre al final), y una prohibición de su expansión, dando la triste impresión que sus frutos le desagradasen o le produjesen mala conciencia.
V.- UNA HISTORIA
LOCAL (II). LA DEFENESTRACION.
Pero un terrible acontecimiento mundial –una purificación,
para calibrar sin duda la fidelidad de todo el reino a su monarca- se abatió
sobre toda la tierra; una pandemia que obligó a cerrar el acceso de los
vasallos a todos los cercados, dejándoles sin posibilidad de alimento durante
meses. En esas dramáticas circunstancias, este gobernador y su agricultor
designado, de consuno, urdieron un plan para dar el golpe mortal a esos
incómodos vasallos: los descalificarían como fanáticos y desleales, negándoles de
plano su interlocución oficial, y ofrecerían públicamente un cercado y una
higuera, más grande y cuidada, a todos aquellos que –sin organización o con una
incipiente- simpatizasen con los viejos usos.
Pero esta labor sería exclusivamente organizada y controlada
por la autoridad competente, con más férreo control que antaño. Bastaba
observar que esa hermosa higuera ofrecida no se asentaba sobre el terreno, sino
sobre un gran macetero posado sobre éste, por lo que, al no poder crecer sus
raíces, tampoco crecerían sus ramas y sus frutos. El control sobre el viejo
rito debía ser absoluto.
Con todo, de algún modo, se trataba de una excelente noticia,
pues muchos vasallos –incluidos los miembros del grupo rechazado-, podrían
volver a degustar el fruto de la higuera, limpia de aquellos elementos
novedosos que producían en muchos un sabor desabrido. De hecho, una minoría rompió con éste, si
bien la práctica totalidad fue leal a un movimiento que se había dejado la piel
para la gloria del gran rey, buscando –en la medida que pudo- recuperar en su reino la vitalidad de las
deprimidas higueras, necesarias para la vida de éste. Con nobleza, esa mayoría
respetó y no cuestionó la buena fe de los motivos de aquella minoría que
abandonó el grupo durante esta crisis, pero no los secundaron por lo que a
continuación se dirá.
En efecto, el grupo recordó entonces aquella rotunda expresión
del rey de que “todo reino dividido, está
condenado a su extinción”, y asumió que esa fue la máxima fundamental del
gobernador y de su fiel agricultor, cuando constataron que la expansión del
grupo, dificultaba el control sobre ellos.
Dicho grupo comprendía perfectamente que la higuera y sus
frutos lo son todo para cada vasallo, nadie cuestionaba esto. Pero también que,
a veces, cada persona debe mirar más allá de sí mismo y de su presente, y pensar
en el bien futuro de muchos, que puede quedar amenazado. Como analizaron
lúcidamente los miembros de la asociación “apestada”, esa concesión del
gobernador, sin negar el beneficio ya indicado, suponía una tremenda regresión,
porque significaba partir de cero, volver a los tiempos en que comenzó la
andadura de aquellos fieles, con escasísimos miembros y medios. Como la
maldición de Sísifo, parecía que habría que volver a la base de la dura
montaña, para elevar la hermosa y dura cruz en la cima.
Si en el pasado se les negó la personalidad jurídica que durante
años iban reclamando (aunque, al menos, se les reconocía como grupo estable de
hecho), ahora, ni eso. Si todas las peticiones fueron entonces denegadas, ahora
simplemente no se podrían hacer. Si el crecimiento de la higuera iba a depender
exclusivamente de la autoridad de los gobernadores -y no del esfuerzo y
organización de los vasallos, según el espíritu de la norma del rey, como antes-
es seguro que jamás volvería a crecer (aunque siempre daría los maravillosos
frutos a cada cual que allí se acercase con devoción, que es mucho). Los
derechos de los vasallos se transformaron en una graciosa concesión de la
autoridad competente. En definitiva, un grupo vertebrado se quiso transformar
en una multiplicidad invertebrada. Divide y vencerás.
Fracasaron en su inicuo plan, aunque una minoría transigió
con este nuevo orden de cosas, atendiendo al beneficio personal; pero el grupo,
como tal, no podía aceptarlo sin traicionar su misión. Porque su horizonte no
era un presente circular, sino un futuro que soñaban luminoso, y que en algún
momento creyeron tocarlo con los dedos.
Pero es que, como añadidura, incluso en el presente había graves dificultades para que muchos vasallos asistieran al cercado, sobre todo una decisiva. Por parte del gobernador, se ratificó, como encargado de abonar la higuera, al mismo que –con abstracción de sus muchas y excelentes cualidades intelectuales- se comportó, sobre todo en los últimos meses, no como el buen pastor que alguna vez fue, sino como un lobo que buscó cruelmente devorar y separar al rebaño.
No logró dividirlo (las bajas fueron mínimas). Esa
desagradable situación, provoca graves problemas de conciencia a la mayoría de
sus antiguas ovejas, para asistir a sus ceremonias en el nuevo lugar.
Ante todos estos luctuosos y actuales hechos, el grupo se
refugió en la oración –con la dulcísima madre del rey en el corazón-, a la
espera de una señal que pudiese disipar las dudas e incertidumbres. Siempre con
la certeza de que algún día el rey volverá; el mismo monarca misericordioso que
fue a luchar con el peor de los enemigos, y que retornará con éste encadenado
como estrado de sus pies.
El rey, en definitiva, cuya infinita sabiduría le permite
indagar en lo más profundo de los corazones de cada uno, y descubrir las
últimas motivaciones de las acciones humanas, para premiar a los buenos y
castigar a los malos. Y con especial rigor, a aquellos que fueron constituidos
con grave autoridad, y obstaculizaron el desarrollo de su reino.
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