Con el país deprimido ante la posibilidad de un segundo confinamiento, nuestra vicepresidenta del ejecutivo, Doña Carmen Calvo, anota exultante en twitter lo siguiente:
“Hoy hace
un año que el Gobierno hizo posible la exhumación del dictador del Valle de los
Caídos. Ya no está en una tumba de estado ni puede ser enaltecido”.
A mi juicio,
no hay motivo alguno para enorgullecerse; es más, creo que lo sucedido hace un
año fue una acción tan miserable -y tan sacrílega- que había serios motivos
para preocuparse. Para inquietarse entonces, e intuir que algo tan repugnante
tendría graves consecuencias en un futuro no muy lejano. La realidad,
desgraciadamente, ha superado a la ficción.
En efecto, acaba
de cumplirse un año desde aquel triste acontecimiento. Miramos ahora nuestra
patria y nos preguntamos si alguien, en la peor de las pesadillas, imaginaba entonces
una España como la que tenemos hoy, a día 25 de octubre de 2020. Es
evidente que nadie podía prever lo que vendría poco después de que todos contemplásemos
en directo -unos con tristeza, otros con satánico regodeo- cómo se profanaba
sacrílegamente la tumba del antepenúltimo Jefe de Estado español: un cristiano
enterrado bajo la cruz más grande del mundo, y que con sus aciertos y errores (algunos
sin duda muy graves), dio leyes cristianas a nuestra nación. En todo caso, se
trataba de un bautizado sepultado en sagrado. Jamás, por tanto, debió haberse
consentido tal aberración, y los primeros que abandonaron el buen combate (II
Tim. 4,7) y se pusieron de perfil fueron nuestros obispos. ¿Alguien se extraña
de que algunas encuestas -meses después, con la catástrofe ya sobre nuestras
vidas- coincidan en el declive de la práctica religiosa? En el pasado, los
dramas colectivos provocaban exactamente lo contrario: una vuelta del pueblo
sufriente a la fe perdida y una confianza sólida en los pastores.
Como
sabemos, el detonante de este mal presente ha sido un virus que nos está
destrozando física, económica, material, moral y espiritualmente (y que lo
seguirá haciendo hasta que Dios se apiade de nosotros). Y por si no fuera
suficiente, agregamos a este despiadado horror, soportar el peor -el más
sectario e ineficaz- de los gobiernos posibles, de tal modo que nunca como
ahora en nuestra patria se ha vislumbrado la sombra de la destrucción
definitiva de la sociedad civil, primero confinada, luego anestesiada y sin derechos,
para ser finalmente humillada y sometida a la pobreza; lo que nuestros abuelos
en la postguerra llamaban la sopa boba.
Ambos hechos
-la profanación de la tumba en octubre y la difusión, sea natural o artificial
(que no lo sé), de ese minúsculo asesino- son inmediatamente sucesivos en el
tiempo, pero obedecen, desde el punto de vista natural, a causas muy
diferentes. En ese sentido, si somos rigurosos intelectualmente, no podemos
aplicar a ambas tragedias la regla “post hoc ergo propter hoc”, por
cuanto la primera es un evento local y de naturaleza político-sacrílega, y la
otra es un hecho biológico y universal, iniciado a miles de kilómetros de
aquél.
Ahora bien,
el cristiano debe afinar su percepción para intentar encontrar tanto el sentido
de su vida personal, como una correcta lectura teológica del tiempo en el que
el Señor le ha colocado en la existencia. Para ello, el mismo Señor le ha
regalado en su bautismo tres estados, que, si bien están en potencia, pueden
ser desarrollados a voluntad de Nuestro Señor: el cristiano es sacerdote, es
profeta y es rey, y puede desplegar esos dones con su oración, con su estudio
de las Sagradas Escrituras y del magisterio, y con sus buenas acciones, siempre
en beneficio de los demás.
Pues bien,
desde el punto de vista sobrenatural sí me parece aceptable fijar un
vínculo entre ambos hechos tan diversos. Como comprendo que muchos me tacharán
desde ya de fanático, irracional o directamente perturbado (o más piadosa e
irónicamente me dirán -como a San Pablo en el Areópago de Atenas- que “ya te
oiremos otro día” (Hch. 17,12)”,
invito a los que aún creen en la providencia de Dios sobre el mundo,
a que sigan aquí. Y a los que no crean en ella, a los que no acepten que “si
el Señor la ciudad no guardare, en vano el vigía la habrá guardado” (Sal.
126), a esos les pido que apaguen sus dispositivos. Y sinceramente me disculpo
con ellos tras haberles hecho perder el tiempo con mis reflexiones.
Me dirijo
por tanto a mis hermanos cristianos. Las razón por la que creo muy posible el
enlace de ambos acontecimientos comienza a intuirse en aquella verdad católica
que afirma que el pecado de cada persona, en cada lugar y tiempo donde hayan
existido y existan hombres, puede compararse a un virus que se propaga y va
mutando -generalmente a peor- por la historia universal, bordando una inmensa
red de pecados, enlazados unos con otros, hasta crear lo que lúcidamente
nuestro papa Juan Pablo II, definió como una “estructura de pecado en el
mundo”.
El hombre
-como dijo el apóstol Juan- es de Dios, pero el mundo está en poder del
Malo (1 Jn. 5,19). Dos mil años después de la primera venida del Señor, los
inmensos beneficios de fe, de esperanza y de caridad que tal acontecimiento
histórico trajo a la humanidad, están en progresiva regresión, eso es
incuestionable. Las verdades doctrinales y morales quedan diluidas -y
finalmente anuladas- cada vez con mayor intensidad en una corriente rápida y
abundante de universal apostasía, disfrazada de laico humanismo.
Las viejas leyes
de los antiguos estados cristianos se subvierten y se vuelven anticristianas -y
a veces diabólicas, como el aborto-; la aprobación, cada vez más descarada, en
los países antaño cristianos de normas contrarias a las verdades de fe y de
moral nos conduce forzadamente hacia los tiempos finales. Es -podemos decirlo
así- el camino o proceso histórico normal que descubrimos con la lectura
atenta de las Escrituras. El Señor
vendrá porque -como él mismo lo explica en Lucas- el mundo mayoritariamente
habrá transitado por el mal camino hasta perder fe. Y mientras no llegue ese
momento, sucederán catástrofes universales, como pueden ser virus mortales (véase
por ejemplo Ap. 16,2).
Sin embargo,
hay también un camino o proceso extraordinario -digámoslo así- para anticipar
ese inevitable desenlace, y es la rotunda respuesta que el Cielo suele dar a
la comisión de determinados pecados. Transgresiones que desde el punto de vista
estrictamente humano no parecen objetivamente tan graves, pero que resultan
especialmente repugnantes a la mirada eterna de Dios, y por tanto las castiga
de un modo terrible, y generalmente de manera inmediata. Y ahí es donde me fijo
en la profanación realizada en España en octubre de hace un año, y lo sucedido muy
poco después con el llamado virus chino.
Diréis que
hay crímenes mucho peores que hollar una tumba cristiana, un sitio sagrado. Por
ejemplo, la legalización de las matanzas del aborto en casi todos los países
del mundo cristiano (con sus millones de inocentes inmolados a un moderno Moloc
llamado progreso); un hecho que, a mi juicio, ha debido marcar un antes y un
después en la paciencia de Dios con el mundo pecador. Desde los años setenta
ese pecado no ha hecho más que extenderse, y sin embargo parece -repito,
parece- que no porque progrese ese mal, se va a anticipar el juicio y adelantar
el castigo inevitable, el cual llegará -nadie lo dude- a su debido tiempo.
Sin embargo,
sí creo que se ha producido un castigo anticipado con esa insidiosa pandemia, como
pena del Cielo, por la profanación de octubre. Me fundo en la especial gravedad,
de acuerdo a las sagradas Escrituras y al magisterio de la Iglesia, de aquellas
transgresiones que de alguna manera implican un acceso prohibido a un lugar
Santísimo, como lo es una tumba sellada, situada en el lugar más sagrado del
mundo, el Altar de una basílica católica donde se reproduce, Misa tras Misa, el
Sacrificio único de Cristo.
En efecto, si
nos vamos a la Antigua Alianza, recordamos el terror del pueblo judío cuando
Moisés subía a la montaña sagrada del Sinaí, y ésta mostraba una cumbre
llameante y atronadora, que significaba la presencia allí del Dios vivo, del
Dios único y verdadero, del Dios escondido sin imagen ni forma. Le estaba estrictamente
vedado al pueblo acercarse a la montaña, pues
“Cualquiera
que tocare la montaña morirá sin remedio” (Ex. 19,12).
Recordamos
igualmente, aquel recinto arcano y misterioso del templo de Jerusalén, situado
tras un finísimo velo de lino donde se situaba el Arca de Dios, un lugar tan
sagrado que, como indica la Epístola a los Hebreos,
“sólo una
vez al año entra el sacerdote, no sin sangre, la cual ofrece por sí y por los
pecados del pueblo” (Hb. 9,7).
Evocamos, por último, al mismo Arca de la Alianza, que causó la muerte
de un levita llamado Uzá, cuando éste intentó evitar su caída tras zozobrar uno
de los bueyes que lo trasladaban a Jerusalén (2 Sam. 6,6-7).
Estas impresionantes realidades eran sólo sombras de una Nueva Alianza,
donde el Señor se nos hace literalmente presente en cada Misa, en cada Santo
Sacrificio. Pero en la Nueva Alianza ya no hay un velo terrestre que prohíbe el
paso a los mortales, pues Nuestro Señor
“no entró en un santuario hecho de mano, imagen del
verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse en ahora en el acatamiento
de Dios en favor nuestro” (Hb. 9,24)
Con la Nueva Alianza por la sangre de Cristo, ese velo literalmente se
rasgó de arriba abajo (Mc. 15,38), quedando ya el Sagrario y el Altar terrestre
comunicados sin obstáculos con el Cielo y con la Iglesia celeste; son, pues,
los lugares más sagrados de la tierra, un puente sin peaje hacia la Gloria. Y, en
continuidad con las figuras del Antiguo Testamento, espacios donde cualquier
profanación, representa el más grave insulto a Dios. Al mismo Dios que dirigió
al pueblo de Israel por su travesía en el desierto hasta la tierra prometida, y
al mismo Dios que hoy dirige al nuevo Israel de Dios hacia la patria del Cielo.
Pero es que, además, no sólo se ha mancillado el espacio sacro del
sacerdote -el altar-, allí donde el mismo Cristo se hace presente en cada
eucaristía; es que además la profanación se ha agravado por remover el cuerpo
de un cristiano, que murió en gracia, y que por tanto da igual cómo se llame y
lo que hubiera hecho en el pasado. Las Sagradas Escrituras dan el título de bienaventurados desde
ya a todos aquellos que mueren el Señor. Así lo dice el libro del
Apocalipsis:
“¡Bienaventurados
los muertos que mueren en el Señor, ya desde ahora! Sí, dice el espíritu, que
descansen de sus trabajos pues sus obras los acompañan! (Ap. 14,13).
Alterar,
pues, el descanso sacro de cualquier hombre o mujer que haya muerto, recibiendo
los santos sacramentos, y que haya sido enterrado en un lugar sagrado, es un
pecado no ya contra esa persona, sino un pecado contra la religión. Ya
observamos la gravedad de conductas similares en el Antiguo Testamento cuando
el rey Saúl perturba el descanso del profeta Samuel: la terrible maldición que
por ello le sobreviene se extenderá a sus hijos (1 Sam. 28).
Es decir, antes
y ahora, es una ofensa directa e inmediatamente infligida a Dios. Más
incluso en la Nueva Alianza, pues cualquier bienaventurado, cualquier justo,
tras su tránsito en la tierra, entra ya directamente en la esfera de lo divino,
con lo que la ofensa ya no es contra él sino contra el Dios de todos los
hombres, en el que el muerto ya vive. Es
verdad que los graves crímenes en el mundo contra el prójimo -el mismo aborto o
el homicidio, especialmente contra los mártires- son igualmente pecados contra
el hombre y contra Dios, pero con una diferencia. Dios habitualmente retrasa
el castigo de quienes han atacado a otros hombres, como podemos verlo en
esos versículos del Apocalipsis, en los que frente a la reclamación de las
almas de los mártires:
“¿Hasta
cuándo tú, Señor, el Santo y Verdadero, no
haces justicia y vengas nuestra sangre de los que habitan en la tierra?”,
se les pide
paciencia hasta que se complete el número de hombres y mujeres que se les
unirán en los martirios de los tiempos finales (Ap. 6, 10-11).
En
definitiva, Dios puede perfectamente -en función de su infinita Sabiduría e inalcanzable
Providencia- no esperar para castigar la perversidad humana, si ésta alcanza una
insoportable altura sacrílega. Y eso es lo que, según mi sentido cristiano, ha
sucedido, tras el repugnante sacrilegio perpetrado en octubre del pasado año.
Porque el
castigo comenzó poco después de la profanación, y aunque ha sido una pandemia
universal -recordemos la solidaridad de la humanidad en el pecado de cada
hombre-, nuestro país fue -y sigue siendo- uno de los que peores datos
sanitarios y económicos presenta en el mundo, si no el peor. Tenemos, pues, una
inmediata sucesión temporal de los dos acontecimientos muy distintos -profanación
y liberación de un virus-, una responsabilidad directa de los gobernantes de
nuestro país en un pecado de sacrilegio, y la especial saña con la que un virus
ajeno nos ha castigado al poco tiempo; todo ello son datos objetivos e
indiscutibles. Mi interpretación de la necesaria conexión entre ellos surge de
mi sentido de fe y mi reflexión sobre el modo de actuar de Dios y de ejercer su
providencia sobre el mundo, según las Sagradas Escrituras, siempre buscando
nuestra conversión y salvación. Desgraciadamente,
en ese segundo aspecto, han fallado estrepitosamente nuestros pastores.
Y no creo que el Señor se compadezca pronto de nosotros. Nuestra nación ni se ha vestido (ni creo que se vista) de saco, ni ha ayunado (ni creo que ayune), como hizo el pueblo de Nínive tras la predicación de Jonás (Jon. 3,5). Asumamos el fracaso de que seremos los últimos en salir de este espanto, y los últimos en recuperar el pulso de nuestro país.
No entiendo por tanto su orgullo, Sra. vicepresidenta Calvo, sea o no creyente. En todo caso, le deseo de corazón -lo digo sin la menor ironía- que el covid19 que vd. ha padecido no le cause futuros problemas, como sí se lo está provocando a muchos ya dados de alta.
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