miércoles, 19 de agosto de 2020

Una misma figura femenina, una misma Iglesia.

 


Se encontraba el apóstol Juan desterrado en la isla de Patmos. Era domingo y, arrodillado, rezaba intensamente. Entonces entró en estado de éxtasis y comenzó a visionar unas tremendas imágenes –inefables unas, brutales otras- que, más tarde, fueron comunicadas a uno de sus ayudantes, también confinado con él, el cual las puso por escrito. El libro donde se recogen dichas visiones, fue años después titulado “Libro de la Revelación”. Aunque tardó tiempo en incorporarse al canon cristiano de libros inspirados, la convicción de la autoría joánica, y su uso indiscutido por importantes iglesias cristianas de Europa y Asia, elevó finalmente este extraordinario libro a la categoría de canónico. Actualmente es el texto que pone el cierre –y el broche de oro y diamantes, diría yo- a las Sagradas Escrituras.

Cierto es que pocos libros de la Biblia –y de la historia en general- habrán dado pie a más extravagantes y disparatadas interpretaciones, no tanto acerca de su sentido general -una descripción alegórica de los duros tiempos finales, y del triunfo final y absoluto de la Iglesia, esposa del Cordero-, sino de cada uno de sus detalles en particular. Y especialmente, el ajuste de cada alegoría o metáfora a la época histórica en que ha sido leído con pasión por cada generación cristiana, sobre todo en tiempos de persecución. Y muy acentuadamente en nuestra época, donde el glorioso concepto de cristiandad, herido desde los tiempos de la reforma (siglo XVI) y la revolución francesa (siglo XVIII), ha entrado hoy en fase de coma terminal, por no decir que en parada cardiorrespiratoria. Dice nuestro papa Francisco –con razón- que la Iglesia es un hospital de campaña (para los cristianos). La tragedia de nuestro tiempo –añadiría yo- es que la misma Iglesia es la que actualmente agoniza en ese mismo sanatorio improvisado, y que somos los cristianos –especialmente los laicos- los que, enfermos como estamos, debemos curarla y sacarla de ahí, porque sin su salud espiritualmente morimos. Y para lograrlo no basta ser cristianos comprometidos (como se dice), sino por encima de todo tener fe en Cristo. Fe de verdad, fe que transforma, fe que combata -sin miedo a ser señalado- contra un mundo donde el diablo hace estragos. Fe, en definitiva, en Nuestro Señor y Salvador como única y definitiva Palabra sobre nuestra vida particular y sobre la historia en general.

Libro excelso, pues, pero de difícil digestión, hasta el punto que en un momento determinado un ángel del Cielo pide al autor que lo devore “y aunque te amargue las entrañas, en tu boca será dulce como la miel” (Ap. 10,9). No obstante, pasado el tiempo, los jugos de la mente de tantas generaciones cristianas, con la ayuda del Espíritu que siempre acude en auxilio, han ido poco a poco desvelando sus misterios, de modo que hoy -visto desde la atalaya de tantos extraordinarios comentaristas, llenos de unción y sapiencia, en cientos de años-, podemos indagar mucho mejor sus enigmas. Y casi entenderlos.

Quiero detenerme en dos figuras de mujer, absolutamente antagónicas. Dos mujeres –dos prodigiosos símbolos- que aparecen en la segunda mitad del este libro. La primera surge significativamente tras abrirse el Templo del Cielo, la morada de Dios, y ser vista el Arca de la Alianza, entre truenos, relámpagos, temblores y granizo. Es un momento especialmente intenso, pues Juan, que no había tenido problema anteriormente en calificar a los judíos que combatían a los cristianos como “sinagoga de Satanás” (Ap. 3,9) , comprueba en su visión que, verdaderamente, como dijo San Pablo, los dones de Dios al pueblo de Israel son irrevocables y que, en su infinita bondad, “nos encerró a todos – a ellos, los pérfidos judíos, y a nosotros (que éramos miserables paganos)- en la rebeldía, para usar de misericordia con todos” (Rm. 11,32).

Pero ese temible Arca, símbolo del viejo Israel, queda desplazado tras una sublime imagen de mujer, que la inmensa mayoría de los sabios cristianos de todos los tiempos han intuido como la representación del nuevo Israel de Dios, el Israel de la promesa, la Iglesia cristiana. La mujer está vestida de sol –envuelta por la divinidad-, tiene doce estrellas sobre su cabeza –la gloria de Israel- , y pisa la luna, el símbolo de lo cambiante y no permanente, del mundo en definitiva, sobre el cual la Iglesia tiene (debe tener) dominio con la firmeza inmutable de sus principios y doctrinas, del depósito de la fe recibido del Señor. 

Juan observa que esa prodigiosa figura femenina está encinta y gime con dolores de parto. Aquí parece referirse a los duros trabajos de los millones de cristianos de todos los tiempos que, con oraciones, sacrificios, renuncias y abnegaciones, han clamado y claman hoy sin cesar en sus tribulaciones, como lo haría una parturienta, por la segunda venida del Mesías. Incesantemente, entre los dolores de la persecución –legal o física-, la muerte civil o el desprecio de un mundo dominado por el maligno (no en vano, un espantoso dragón aparecerá a continuación, con voluntad de devorar al Hijo cuando nazca). Es muy indicativo el hecho de su dolor, pues parece ratificar la idea de que una Iglesia sin mártires, una iglesia sin testigos, una Iglesia sin sacrificios ni penitencia está seca; una Iglesia cómoda y acomodada, conciliadora y conciliada con los errores y horrores de su tiempo, está muerta, es estéril, y jamás será la que alumbre al Mesías que ha de volver. Es la Iglesia de Sardes “que tienes nombre de que vives pero estás muerta” (Ap. 3,1).

La Iglesia que dé a luz al Mesías en su segunda venida será la que sufra la misma pasión que el Señor padeció en la primera “pues si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn. 15,20); una Iglesia donde los apóstoles le abandonen; donde un Pedro acobardado siga de lejos a Jesús (Mc. 14,54), para luego negarle abiertamente; una Iglesia, en definitiva, que, entre inimaginables persecuciones -entre burlas, bofetadas, salivazos, látigos y cruces-, exclamará, como si hubiera perdido toda esperanza,: ¿Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? Y al final, tras la masiva apostasía que ese horror producirá en un rebaño sin pastores, quedará un pequeño resto que invoque al Señor (Sof. 3,15). Y ahí se condensará la historia terrenal de la Iglesia, justo antes de la venida del Señor para implantar su reino. Será como la resurrección de Cristo, tras la primera venida.

Si el sufrimiento es el rasgo más destacable de esa bella y dolorida mujer, el placer lo será de la segunda que aparece unos capítulos más adelante, llamada la ramera de Babilonia. A primera vista intuimos en ella un símbolo del pecado, pues parece hermosa (o vistosa) de lejos, pero de cerca es fea sin paliativos; sin embargo su significado es más específico. En efecto, las Sagradas Escrituras, al usar la imagen femenina, pretenden explicar la actitud de Israel con Dios, y por ello la primera mujer –la orlada de sol- es representación del Israel santo de la promesa, de su fidelidad a Dios y de la pureza de la religión. La segunda también podíamos verla como el nuevo Israel, pero ha traicionado a su esposo, ha adulterado y ha falsificado la religión. Es la misma mujer, por lo tanto, pero si en un caso se entrega con sacrificios a la voluntad de a Dios, en el otro se zambulle en el desenfreno del mundo y la fornicación de la idolatría. Si la primera es fecunda y genera vida –la Vida de todos, pues alumbra a Cristo-, la segunda es estéril, y produce muerte “embriagándose de la sangre de los mártires”.

Lo terrible es que ambas imágenes lo son de una misma mujer, una misma religión –la única religión verdadera- pero si en un caso se conserva pura e incontaminada (de ahí su hermosura, su fecundidad y también su dolor y su esperanza) , en el otro, se ha desfigurado hasta el espanto, al mezclase con los antivalores que propone el mundo (por ello su fealdad, sus horribles afeites, su fornicación improductiva con todo lo humano, y su grotesco y sucio destino, pues la horripilante bestia de los diez cuernos sobre la que cabalga –los tenebrosos poderes anticristianos- “ aborrecerán a la ramera, y la dejarán devastada y despojada, y devorarán sus carnes y la abrasarán con fuego” (Ap. 17,16). Si la dulce y dolorida mujer tiene a la cambiante luna domeñada y como permanente estrado de sus pies, la mala hembra no puede controlar al bicho deforme sobre el que cabalga, y acabará siendo fagocitada por él.

“Y me maravillé al verla, con gran maravilla” (Ap. 17,6), exclama el autor sagrado. Durante la contemplación de esta mala hembra, Juan expresará un asombro que ni siquiera manifestó en ninguna de las anteriores –e impresionantes – imágenes que pudo apreciar durante su experiencia mística. Recordemos que había estado junto al mismísimo trono de Dios, contempló al triunfante Cordero degollado que abrió los siete sellos, los cuatro jinetes, los miles y miles de mártires reclamando justicia, los 144.000 marcados…; recordemos que cuando se abrió el sexto sello, miró al sol y estaba negro como saco de crin, y la luna sangrienta; las estrellas caían sobre la tierra y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla en un espantoso terremoto. Y encima, el discípulo amado había soportado la visión de esa trinidad grotesca formada por el diablo, el anticristo y el falso profeta…, pero con todo ello no se había quedado tan absorto como cuando la ramera de Babilonia se puso delante de sus ojos. Probablemente, en un instante, le pareció reconocer en el rostro de esa ramera, algún rasgo de la mujer santa. Y eso le angustió sobremanera.

Esa es la prueba, a mi juicio, de la gravedad de lo que significa. La santidad y la verdad de nuestra fe jamás podrán conciliarse ni transigir con el pecado y con el error, por leves que ellos sean. “¿Pues qué participación entre la justicia con la iniquidad? ¿O qué comunicación de la luz con las tinieblas? Y ¿Qué armonía de Cristo con Belial? (2 Cor. 6, 14-15). Una enorme lección para nuestro tiempo, para nuestras almas y para nuestra Iglesia.




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