“Padre nuestro que estás en el Cielo”
Cuando te rezo en la intimidad de mi habitación, Padre nuestro, empleando la sublime oración que nos enseñó tu Hijo, una primera emoción me obliga a sustituir el determinante plural por el singular. Y por eso exclamo con confianza de hijo: “Padre mío que estás en el Cielo”.
Así te invoco, Señor eterno y subsistente, que creaste la realidad desde la nada y, dentro de esa inmensidad de materia, tiempo, extensión, vida e historia, modelaste mi propio e insignificante ser. Y te expreso mi emocionada gratitud, no tanto por el hecho de renacer cada mañana, sino por algo más importante: porque tu misericordia me haya regalado la gracia de conocer, por medio de su Hijo Jesucristo, quién eres, y lo que has hecho por mí, Dios de amor. Por Jesús, te llamo Abba, Padre; y por Él, en su entrega de cruz, he sido salvado. Por eso mi corazón exclama, con emoción de hijo y gratitud de redimido: ¡Padre mío!
Tras ese íntimo y preliminar agradecimiento, mi plegaria se vincula luego con la que, día tras día, eleva el Cuerpo Místico de la Iglesia: con los demás cristianos que peregrinan en la tierra -hijos suyos también y por tanto hermanos míos-, y también con los que ya han alcanzado la Patria celeste. Y entonces, todos unidos, gritamos con una sola alma y corazón ¡Padre nuestro! Y Tú recoges las voces de tus hijos, y extiendes tu benevolente acción sobre el mundo, sobre los buenos y los malos, sobre los justos y los injustos, a la espera del tiempo de la siega.
Digo que estás en el Cielo. Mas lo que expreso no es un lugar, sino la inmensidad y eternidad de tu Ser, plenitud de Bien, Verdad y Belleza; tu Ser, que sustenta como causa todas las cosas. “He aquí que los cielos, y los cielos de los cielos no te pueden contener" (1 Rey. 8,27). Tampoco mi corazón y mi razón pueden abarcar tanta majestad, pero intento asear mi alma –como todas las mañanas mi cuerpo- , para que cuando el rayo de luz de tu bondad la ilumine, pueda al menos reconocer con San Juan de la Cruz, que “está mi casa sosegada”. Y por tanto, poder alabarte al comenzar el nuevo día: “aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad”.
“Santificado sea tu nombre”
¿Cuál es tu Nombre, aquél que tan misterioso y arcano les parecía a los hombres en el pasado? Sinceramente no me importa, porque me basta nombrarte Padre mío. Tú ya nos revelaste el misterio de los misterios, la vida de tu Ser, uno y trino, pues eres Amor, que engendra desde la eternidad al Hijo de tu misma sustancia, y de esa comunicación íntima de tu Paternidad y su Filiación en la eternidad, procede el Espíritu Santo; Aquél que hace nacer la alabanza de nuestros humildes labios y las lágrimas en nuestros ojos. Sublime dificultad, que sólo con “la llama del amor se alcanza” como expresa Dante.
¿Realmente puedo encontrar un nombre más dulce para referirme a ti que el de Padre? ¿Quién llama a sus padres con el nombre de pila? El de mi padre terrenal era Francisco José, pero siempre me dirigía él -al igual que cualquier hijo- como papá, con la confianza de que no me faltaba como último refugio, como el bondadoso padre de la parábola del hijo pródigo. Porque los buenos padres de la tierra jamás nos decepcionan, y si creímos que en algún momento de nuestro pasado común lo hicieron, examinémonos cuando ya no estén con nosotros, cuando los echemos de menos. Nos percataremos entonces de qué necios fuimos en nuestras apreciaciones. Y eso que ellos no eran santos, en el sentido en que lo eres Tú, el único al podemos atribuir la plenitud de la santidad. Por eso Tú –el mejor de todos los padres- nunca puedes defraudarnos, por absurdos, duros e injustos que nos parezcan tantos reveses de nuestra vida. Son errados nuestros juicios, nunca lo son tus acciones. Yo siempre seré el hijo pródigo, Tú siempre serás mi Padre misericordioso.
Santificado sea tu nombre, te rezo por tanto. Las Escrituras te llamaron Dios desconocido (Is. 45,4), es verdad, pero fue San Pablo, quien en el discurso del areópago (Hch. 17,23) enseñó a los vanos filósofos que ese Dios, en el que nos movemos, vivimos y existimos, se había hecho uno de nosotros. Por eso, si quiero al fin pronunciar el verdadero nombre de Dios, ahí tengo el de Jesús, tu Hijo muy amado, Señor y dador de vida, Dios bendito ante el cual toda rodilla se dobla (Fil 2). Con el dulce nombre de Jesús me basta y me sobra.
“Venga a nosotros tu reino”
Padre mío, reino implica una colectividad, con gobernantes y gobernados; por eso mi oración se sale en este momento del ámbito de la intimidad y desea unirse a la plegaria común de la iglesia militante, que pide que Cristo reine entre nosotros, y sean sus enemigos el estrado de sus pies (1 Cor. 15,25). Porque estamos seguros de que su justicia y misericordia son más grande que las del mejor gobernante de nuestra historia humana. Cuanto más pasa el tiempo, cuando los gobiernos humanos legislan con malicia contra la ley divina (cada vez con más descaro e impudicia), se vuelve más urgente esa dramática llamada a que implantes pronto tu reino. ¡Ven Señor! ¡Venga tu reino!, suplica por tanto mi alma. Y aunque no me corresponda fijar los tiempos, porque lo prohibió el Señor a sus discípulos, sí debo reclamarlo con la insistencia del amigo inoportuno, como tu Hijo me enseñó en su Evangelio (Lc. 11,5-11), con la convicción de que toda plegaria es escuchada.
Pido tu reino, por tanto, con la certeza de que no es una ilusión, sino una promesa cierta, una realidad ahora en potencia y en esperanza. Tu reino es (será) espiritual, sí, pero no es sólo espiritualidad. Estará aquí, en la tierra, tras ser transformado el universo tal y como lo conocemos. Sé que algunos interpretaron en un sentido estrictamente celestial, expresiones de tu Divino Hijo como el reino está dentro de vosotros (Lc. 17,21), o mi reino no es de este mundo (Jn. 18,36), pero Tú deseas que entendamos correctamente las Palabras que Él pronunció en la tierra.
El reino está dentro de nosotros, dice tu Hijo en Lucas, sí; pero también recuerda este evangelista aquella afirmación suya de que de la abundancia del corazón habla la boca. Es decir, el reino de tu Hijo no puede ser un mero tesoro escondido en las entretelas de mi alma, sino que debe ser predicado por mí y por toda la Iglesia hasta su definitiva implantación en el mundo, aunque el único consumador de ese triunfo será tu Hijo cuando vuelva, según nos prometió (Ap. 19,15). Circunscribir el reino a mi corazón y a mi vida privada –como se pide en tantos ámbitos, incluso eclesiales-, es traicionaros a los dos. Así me lo has enseñado por medio de tu Iglesia, aunque hoy ya casi nadie predique estas cosas.
El reino de tu Hijo no es (ahora) de este mundo, ciertamente. Ni lo fue cuando Pilatos le interrogó, ni lo es en nuestro tiempo. No puede serlo ahora, porque tu enemigo, ese príncipe de la mentira ha campado y campa a sus anchas por él, instigando todo tipo de errores y crímenes tanto en los hombres como en las naciones. Pero un día tu Hijo encadenará al enemigo Satanás, y se implantará (Ap. 20). Por eso sus palabras fueron: “Nunc autem meum regnum non est hinc". “Mas ahora, mi reino no es de aquí” (Jn. 18,36). Rezo para que pronto resurja entre nosotros. La Verdad de tu Palabra divina lo avala.
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”
Parece extraño, Padre mío, que me animes a pronunciar esa oración ¡además imperativa!, porque “el hombre hace muchos planes, pero sólo se realiza el propósito divino” (Pr. 19,21). Pues nada de lo que has decidido dejará de cumplirse; construirás tu Reino sobre las ruinas de las necias obras de tus enemigos.
Entonces, ¿por qué me pides, Padre mío, que te exija lo inevitable? ¿Quién soy yo, mera criatura, para apoyar o torcer siquiera en una milmillonésima parte tus inescrutables proyectos? Pero la fe me asegura que por tu bondad, nos has anticipado algo de la divinidad que nos has prometido en el Cielo, y mediante el poder de la oración, influimos –sin contradicción- en aquello que ya has previsto desde la eternidad.
Tiene que ser así, sin duda, pues sólidamente lo confirma el Magisterio de tu Iglesia, mediante una sublime encíclica de un recordado vicario de tu Hijo:
“Es cosa evidente que los fieles necesitan del auxilio del divino Redentor, puesto que Él mismo dijo: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y, según el dicho del Apóstol, todo el crecimiento de este Cuerpo en orden a su desarrollo proviene de la Cabeza, que es Cristo (cf. Ef 4,16; Col 2,19). Pero a la par debe afirmarse, aunque parezca completamente extraño, que Cristo también necesita de sus miembros (…) Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles ―singularmente los padres y madres de familia― han de ofrecer a nuestro divino Salvador. (Pío XII. Mystici Corporis Christi. Nº 19. 1943).
Padre mío, yo también soy padre de familia, y comprendo que, cuando los hijos nos piden lo necesario para sus cuerpos y sus almas, nuestros propósitos se modulan de conformidad al bien de ellos, aunque suponga modificar las primeras intenciones. Tú, sin embargo, eres perfecto y lo son tus obras; “no eres un hombre para que te arrepientas” (Num. 23,19). Todo lo has hecho con sabiduría, y aun así, las oraciones fervorosas de tus hijos, de manera misteriosa, hacen posible tus firmes y bondadosos designios sobre todas las cosas. ¡Sublime síntesis de tu Providencia y nuestra libertad!
¡Gracias, Padre mío, porque actúas respetando mi libertad, y en ella produces secretos milagros, que sólo en el Cielo podré comprender!
“Danos hoy nuestro pan de cada día”
Padre mío, con inmensa sabiduría sitúas esta importante petición, debajo de aquellas que sólo procuran tu alabanza y tu gloria, tu reino en definitiva. Porque lo primordial es “buscar primeramente el reino y su justicia, y todo lo demás –qué como, qué bebo o con qué me vestiré- se me dará por añadidura” (Mt. 6, 33). Porque tu Reino no es “comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm. 14,17).
Habitualmente obro al revés, Padre mío, y creo que son muchos, demasiados, los cristianos que nos equivocamos y no transitamos por donde deseas que vayamos. Pongo el carro por delante de los bueyes, ahí me planto, y aunque la carne del animal me pueda servir de comida, es un alimento vil, y me debilita los sentidos para catar tus bienes exquisitos. No avanzo, cuando tu voluntad es que yo y todos mis hermanos en la fe, marchemos uncidos a ese carro –de justicia, de paz, de bondad- para llegar a la culminación de tu reino, donde contaremos con las mejores viandas que ni el ojo del hombre vio (1 Cor. 2,9).
Tu Hijo expresó, con adorable sensibilidad, que ni siquiera las vestiduras del gran Salomón podían compararse a la belleza de los lirios que florecían en los campos de Galilea en la primavera. Pero hemos perdido el sentido de la belleza, de lo divino en la Creación, y del orden que Tú has establecido en los bienes que nos has regalado. Y el hombre –cima de tu obra- parece preferir hoy la fealdad y lo torcido (se ensalza lo grotesco y lo obsceno), y ha convertido en fines absolutos, lo que son meros medios para su nutrición y reproducción. También yo, tantas veces, entro en esa dinámica perversa, y se me nubla tu Reino, como si dejase de ver un maravilloso templo dorado sobre una montaña, al ser envuelto en una súbita y densa niebla. Perdemos el horizonte del Cielo, nos aferramos a la tierra, y hasta nos confundimos con las funciones elementales de ésta. ¡Qué bajo cae la gloria de tu creación! ¡Qué bajo caigo!
Ilumíname siempre, Padre mío, para que no aparte mi vista de lo principal, y para creer intensamente que sólo a través del sendero que nos muestras día a día –alimentados con el Pan eucarístico de tu Hijo- llegue a tu reino de plenitud y felicidad. Y, hasta entonces, te pido que no me falte el pan nuestro de cada día, y que te alabe siempre por procurármelo.
“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”
Otra vez me sorprendes, Padre mío, por poner como requisito de tu perdón, el que nosotros lo otorguemos antes a nuestros enemigos. Si esa es tu condición –olvidar las injurias que me hacen-, soy el más desdichado de los hombres, pues nunca pondré contar con tu misericordia. ¿Cuántas veces perdono desde el alma? De boquilla muchas, sí, pero de corazón…
Si condonas mis ofensas, por tanto, se debe a que desde la eternidad has previsto que cada vez que te rezo e imploro el perdón, tengo sincero deseo cumplir tus mandatos, y por eso supones que he perdonado previamente a mis semejantes, sea cual sea la falta que hayan cometido contra mí, “pues antes de colocar tu ofrenda en el Altar de Dios, reconcíliate primero con tu hermano” (Mt. 5,24). Padre mío, ¿cómo confías tanto en mi debilidad?
Eres inflexible, pues Tú no me indultas, si yo no perdono a mi prójimo (haya lo que haya hecho conmigo). Y eres exigente, pues no sólo me mandas todo aquello que humanamente puedo hacer, sino aun lo que me es imposible, porque siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste (Mt. 25,24).
Sin embargo, Tú no nos abandonas en esa lucha que nos desborda, y nos donas la fuerza sobrenatural de tu Gracia. Pero antes me exiges un esfuerzo espiritual –que transite por el camino estrecho (Mt. 7,13)-, y para ello debo entrenarme día a día, ofensa a ofensa, pues sin ascesis nadie puede progresar en la vida de santidad. Como enseña tu sierva Santa Teresa de Jesús, en su Camino de perfección, “pensar que Dios admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos es locura”.
Pero cuando me han herido tan hondo, de modo que no puedo dar un perdón incondicional y absoluto (como el que tú nos regalas), o cuando añado al perdón esa trampa mezquina de “no olvido”, vienes en mi auxilio con la caricia amorosa de tu Gracia. Un ubérrimo regalo de tu infinita bondad, sin ningún merecimiento por mi parte. Y con ella me santificas, y así activas el milagro –porque lo es- de que pueda perdonar ¡hasta setenta veces siete! (Mt. 18,22). Y sé que fue tu Hijo –verdadero Dios-, cuando rezó por los verdugos que le clavaban a una cruz, el que nos logró a cada cristiano esa Gracia, que nos auxilia cuando el odio parece que nos vence.
¡Bendito seas Padre, que jamás me abandonas en mi debilidad! Tu perdón excederá infinitamente al que yo pueda ofrecer al más perverso de los hombres, por grave que haya sido el daño que me haya infringido. Tu Hijo, en una profunda parábola, nos presenta la inalcanzable distancia que va de los diez talentos que debo al rey de reyes –o 300.000 euros-, a los cien denarios -menos de un euro-, en donde se computa cualquier bien que otro hombre pueda arrebatarme durante toda una vida (Mt. 18, 23-35).
Si fuera consciente, en fin, de la Verdad que nos expones a través de esa narración, si la tuviera a fuego grabada en mi corazón, qué presto me dirigiría siempre a perdonar, qué fácil sería hacerlo, Padre mío y Dios mío.
“Y no nos dejes caer en la tentación”
Vuelvo al singular, Padre mío; no me dejes caer en la tentación. Desde la nada me creaste, y me plantaste en esta etapa complicada del mundo, que ya juzgo terminal. ¿Es así, Padre mío, o hago elucubraciones imprudentes y temerarias? Porque examino mi mundo, y la tentación de abandonar todos tus caminos de salvación se me propone de forma globalizada, con un ropaje tan atractivo y con diabólica insistencia, en todos los terrenos que piso; como si un virus espiritual (mucho más grave que el que físico que hoy nos ataca) se hubiese infiltrado, de veinte años para acá, en los todos los poros de la realidad (personas, familias, naciones). “Tiempos postreros donde algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus falsos y a doctrinas de demonios” (1 Tim. 4,1).
Por eso, Padre mío, te suplico: ¡que no ceda ni un milímetro al mal que por todas partes acecha! No te puedo suplicar que no aparezcan tentaciones en mi vida, porque para santificarme tienes que testar el temple de mi alma, y por ello tu Palabra ya me advirtió que “si tratas de servir al Señor, prepárate para la prueba” (Eclo. 2,1). Y a mayor santidad, más duras pruebas. Pero sí te ruego que no me rinda ante ellas y, menos aún, reincida en los viejos pecados, que tu misericordia me perdonó, pero que siguen vivos en mi recuerdo, con vergüenza y con asco.
Porque “¡Todo lo puedo en ti, que me confortas! (Fil. 4,13), no permitas que ”sea tentado más allá de mis fuerzas” (1 Cor. 10,13). Sobre todo, impide con tu soberano poder que yo me hunda en la más fuerte y diabólica de las tentaciones de mi tiempo, la desesperanza, porque como expresó San Pablo –como si contemplase nuestro mundo- “Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera solo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales” (1 Cor. 15,19).
Padre mío, es seguro que ninguna sociedad cristiana de antaño estuvo exenta de los siete pecados capitales en sus miembros (porque el hombre caído descuidaba las cuatro virtudes cardinales), pero aun así, quedaban incólumes en sus almas las fundamentales, las tres virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad. La voluntad era débil, pero la fe era sólida.
Pero hoy, fe, esperanza y caridad palidecen y son combatidas como nunca, y esa guerra parece sobrehumana, verdaderamente diabólica. ¿Por qué lo permites, Padre mío? ¿Es que estamos en los tiempos en que “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás fue precipitado a la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados” (Ap. 12,9).
Advirtió tu Hijo -y hoy se cumple con precisión- que “por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará” (Mt. 24,12); ello provocará perder el fuego de tu Espíritu, y se suplantará por una calculada solidaridad, un humanismo buenista ayuno de trascendencia. También profetizó “que no encontraría fe en la tierra cuando volviera” (Lc. 18,8). No la habrá, y no porque el ateísmo o el agnosticismo hayan tomado la delantera a la fe de los hombres (eso no creo que alguna vez suceda), sino porque la fe se ha contaminado con supersticiones y errores modernos, olvidando que tu Reino sólo será alzado por la intervención trascendente de tu Hijo, y no por la confianza inmanente en un progreso sin límites con la sola acción del hombre. En definitiva, tu religión sobrenatural ha sido falsificada desde sus cimientos.
Padre mío, vuelvo a preguntarte lo mismo de antes, ¿es como digo, o hago elucubraciones imprudentes y temerarias? Y me respondes que siga meditando la Palabra divina que entregaste a tu Iglesia, y pidiendo humildemente el don de la Sabiduría.
Combatidas la fe y la caridad, cómo no iba a derrumbarse, Padre mío, la virtud teologal de la esperanza. Tu Hijo nos “salvó en esperanza” (Rm. 8,24), sacó al mundo de ese foso de desesperación pagana en el que se revolvía como una sanguijuela en una ciénaga, pero hoy volvemos a las andadas, al nihilismo, a la desesperación del paganismo, al culto al hombre, al cierre de toda trascendencia.
No me dejes caer en la tentación. Y que al final de mi vida, con la tranquilidad de haber hecho lo que honestamente pude y haber dejado que Tú hicieras el resto, con la esperanza de que me llevarás a tu Reino, y el amor con el que siempre te he amado, pueda decirte a corazón abierto: “Padre mío, he luchado la noble lucha, he finalizado la carrera, he conservado la fe” (II Tim. 4,7).
“Sed libera nos a malo”
Padre mío, el idioma latino recoge con mayor precisión que el castellano esta última frase de la oración con la que tu Hijo nos enseñó a dirigirnos a ti. No quiso decir “líbranos del mal” (en abstracto), sino líbranos de alguien muy concreto, del “malo” por excelencia, de Satanás: el gran enemigo de su obra -la serpiente que amargó la existencia a los hombres (Gen. 3,1)-, aquel que sistemáticamente coloca palos a las vigorosas ruedas que nos llevan hacia el Reino de tu Hijo.
Si la primera mención del Padrenuestro es una alabanza a tu gloria trascendente, la última ha descendido hasta el inframundo, la mansión lóbrega de tu adversario (patético contrario, comparado contigo, pero peligrosísimo si su referencia somos nosotros, los débiles hombres; si soy yo). Por eso te pido, Padre mío, que me libres de su odiosa cercanía “pues ronda como león rugiente buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8).
Que la bella oración del Padrenuestro la cierre tu Hijo con la referencia a alguien tan siniestro, prueba que expresamente deseas que le dé la importancia debida en mi vida cristiana. Naturalmente sin obsesiones, y con la certeza de fe de que la cruz de tu Hijo fijó para siempre su destino de perdedor, pues marcha inexorablemente hacia “el estanque de fuego y azufre donde será atormentado noche y día por los siglos de los siglos” (Ap. 20,10). Más aún, la cruz no sólo le ha derrotado a él, sino que además nos ha regalado a los cristianos la condición de “hijos tuyos, coherederos con Cristo, de tal modo que si padecemos con Él, seremos también glorificados con Él” (Rm. 8,17). Y eso es mucho más de lo que su envidia puede soportar, pues ese don que nos has entregado es lo que verdaderamente le atormenta, más que el fuego de tu justicia y el azufre de tu ira.
Por lo tanto, debo estar atento a sus planes y acciones perversas, especialmente intensas en nuestro tiempo. No obstante, aunque hoy actúa en todos los ámbitos de nuestra vida individual y colectiva, con una desfachatez inaudita en la historia humana (prueba indiscutible de su desesperación porque “le queda poco tiempo” (Ap. 12,12), no merece la pena seguir mencionándole.
Pero sí citaré, Padre mío, para concluir esta oración de alabanza, a alguien muy especial para ti, y especialmente aborrecido -sobre todo temido- por ese enemigo. Yo diría que es la única criatura tuya –una mujer- a quien el demonio no pudo ni acercarse, y eso que él se atrevió con tu divino Hijo. Tal es el horror que el poder de su pureza, su hermosura y su santidad le provocaban.
Una mujer, a quien, al principio mismo de la historia, anunciaste como la definitiva esperanza de la humanidad en una profecía que, gracias a tu Hijo, hemos comprendido los cristianos con luminoso entendimiento y emocionado corazón:
“Enemistad pongo entre ti y la mujer,
Entre su linaje y el tuyo,
Ella te pisará la cabeza
Y tú le dañarás el calcañar” (Gen. 3,15).
Padre mío, no te bastaba elevar nuestra pobre condición, mediante el don de tu paternidad, hasta la cima de lo divino. Tenías, además, que acompañar tanta benevolencia con un sublime toque humano, regalándonos la más bella, dulce y bondadosa de todas las madres del mundo, aquella que por ser la madre de tu Hijo, la hiciste a la vez Madre de Dios y madre nuestra.
Padre mío, permíteme que mi último pensamiento se dirija a nuestra madre del Cielo, la bienaventurada Virgen María, para que su maternal protección siga siendo el mejor escudo para todos los males.
"A ti, virgen santa, esposa del Espíritu Santo, madre y corazón de mi fe, con mi alma rendida, te rezo y te imploro para que no me dejes solo ningún día de mi vida, desde ahora hasta la hora de mi muerte; ayúdame a vencer la tentación, a cumplir sin excusas los mandatos de tu Hijo y a no perder la fe, la esperanza y la caridad. Y cuando llegue el momento de comparecer ante Él, sea tu decisiva mediación la que me lleve al Cielo, pues entonces tu Hijo, como aquel día de gozo en Caná de Galilea, habrá escuchado de tu dulcísima voz: “Él ha hecho lo que tú has dicho”. Amén".
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