miércoles, 5 de agosto de 2020

La desaparición del horizonte escatológico en la predicación cristiana.

Señales del Fin del Mundo según el Apocalipsis – Séptima Puerta



Acabo de concluir la lectura de un interesante libro del escritor argentino Hugo Wast, publicado a inicios de la década de los 40 del siglo pasado, titulado “El sexto sello”. En él, Wast se aleja del habitual género de fantasía e imaginación, propio del novelista, para intentar explicar, mediante un apasionante ensayo, algunas arduas cuestiones del Libro de la Revelación de San Juan. Para él –y para mí y para cualquier cristiano que se tome en serio la fe-, el Apocalipsis no es un “centón de misterios irresolubles” sino una profecía en sentido literal, profecía aún no cumplida, y por eso debe apasionar a un creyente en proporción a la intensidad de su creencia en Cristo y en la instauración de su Reino. Porque, según la atención que un cristiano preste a este prodigioso libro, podemos calibrar con precisión la temperatura de su fe. Es significativo que hoy –tiempos de progresiva apostasía, de “cristianismo secundario” (Romano Amerio)- sólo unas pocas voces proféticas han vuelto con fuerza a recordar ese artículo básico de nuestra fe que dice: “Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. En todo caso, para entender el contexto en el que ese versículo se hará realidad, es imprescindible conocer y reflexionar sobre el último libro de la Biblia, lo que hace brillantemente el argentino (si bien con errores, propios de quien intenta comprender el futuro, como por ejemplo asociar el lema de San Malaquías “de la media luna” con un antipapa (en realidad, fue Juan Pablo I) o “de gloria olivae” con la conversión general de los judíos (se corresponde al papado del añorado Benedicto XVI) .

En fin, de cuantas ideas e imaginaciones me ha inspirado la atenta lectura de esta obra del autor argentino, deseo reflexionar sobre un hecho, que él no pudo prever en la época en que escribió su libro (1941), pero que se manifiesta con una impresionante claridad en nuestra época. Me refiero a la pérdida de la tensión escatológica, desvanecida del magisterio y la reflexión de los sucesores de Pedro, desde San Juan XXIII.

Parece ser que éste último, en su famoso discurso de apertura del Concilio Vaticano II (en 1962), marcó la directriz (o el espíritu) que desde entonces han seguido sus sucesores sin excepción.

Señaló entonces el papa “bueno”:

“En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.

Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente”.

Ahora bien, ¿carecía San Pío X del sentido de la discreción y la medida, cuando en su primera encíclica E supremi, afirmó 

“Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.


¿O era un profeta de calamidad, Pío XI, quien en “Divini Redentoris” (en la cual advertía sobre “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo”), afirmó además:

“Por primera vez en la historia asistimos a una lucha, fríamente calculada y prolijamente preparada, del hombre contra todo lo que es divino (II Tes. 2,4)

En 1962, cuando Juan XXIII expone su pelagiana esperanza en que “los hombres, aun por sí solos (sic), están propensos a condenar (sus errores)”, la situación de la fe cristiana, en los hombres y en los Estados ¿era menos dramática que en los tiempos recios de los dos papas antes citados? Porque hablamos de un periodo en el que el horror del comunismo se había apoderado de una buena parte de la humanidad, y el miedo a un conflicto nuclear derivado de la guerra fría era fácilmente constatable.

¿Y es lícito considerar que en nuestro tiempo, en 2020, donde las leyes de los Estados se ciscan sin complejos en la Ley Divina y Natural, donde se han asesinado a millones y millones de inocentes con el aborto legalizado, y donde se propugna desde todos los ámbitos –incluso cristianos- una espiritualidad sincretista que abomine de la Verdad (con mayúsculas), la situación del cristianismo es menos preocupante que en la época de aquellos Píos? ¿Es insensato reconocer que, si se sigue este camino de franca apostasía, el futuro que se nos abre será literalmente siniestro para la fe (y para la vida) de los cristianos (de los cristianos que no se avergüencen de su fe)?

Sin embargo, el horizonte escatológico ha desaparecido absolutamente de los documentos papales y de la exposición de la fe, que ahora adopta un tono bajo –horizontal-, centrándose en las obras pías (sin mácula de predicación), la concordia con las religiones falsas, la conversión ecológica (sic) y, ante todo, la evitación del escándalo de la predicación de la cruz.

Hundida la predicación, eliminados los elementos molestos del cristianismo para el mundo, la fe de los jóvenes bautizados se ha resentido.  Hoy no sólo no creen en que Cristo volverá (y pronto), sino que -si lo creen, o al menos saben que así lo afirma el Credo que recitan en Misa sin reflexionar en su contenido-, ni lo desean, no sea que pierdan la comodidad de una vida pegada a la play, al Instagram o al tiktok o a netflix.

Es evidente, por tanto, que si no se predica o no se enseña esa verdad fundamental de nuestra fe, jamás podrá ser asimilada como ardiente deseo de cada nueva generación cristiana. Como le dijo el etíope a Felipe: “cómo voy a entender (la Escritura) si nadie me la explica” (Hch. 8,31).  Por eso pudo afirmar el Señor esa triste frase de que no encontraría fe en la tierra cuando volviera.

En definitiva, si en tiempos de Pío X se podía entender como un hecho objetivo (pero no universal como hoy) que “se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios”; siante esa situación, el papa Sarto dedujo que “esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos” ¿Qué diría hoy este fervoroso Papa si viera la deriva, no ya descristianizadora, sino abiertamente diabólica de nuestro siglo XXI?

O si Pío XI, pudo poner en un documento que advertía de “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo” ¿Qué conclusión sacaría hoy sino que el mismo Anticristo se ha apoderado ya espiritualmente de nuestro mundo, aunque todavía no haya mostrado –pero pronto lo hará- su faz engañosa?

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