Una vez comentado el hecho histórico de la “aprobación” por Roma de la llamada “comunión en la mano”, paso a continuación a referirme a otros contenidos del documento de mi obispo, que producen la desagradable impresión de querer deformar, hasta el extremo de lo absurdo, la posición de los que defendemos la comunión según la tradición. Errar en la narración de un suceso histórico cercano en el tiempo es impropio de un documento objetivo que, según afirma en su encabezamiento, es fruto “de un concienzudo estudio, con pertinentes consultas a canonistas y liturgistas”. Pero lo segundo, es poco serio y moralmente inaceptable.
Dice el documento:
“No se puede afirmar, sin embargo, que los cristianos durante nueve siglos hayan estado comulgando irreverentemente, o peor, sacrílegamente”.
¿Quién ha afirmado esa barbaridad, excelencia? ¿Lo exponen algunas de las misivas que le han enviado cristianos de su diócesis, preocupados por la deriva que está tomando este asunto, hasta el punto dramático de serles negada la comunión en algunos casos? Si alguno ha dicho ese disparate, me parece de mal gusto destacarlo en su carta. No enfanguemos el terreno del debate. Usted sabe perfectamente que la naturaleza del problema no es estrictamente disciplinaria –como destacó Pablo VI en la “Memoriale Domini”- sino que afecta a la conciencia de los fieles, y no se puede tratar este grave asunto con la conocida falacia del hombre de paja, mostrando el primer argumento estúpido que haya podido expresar algún desequilibrado. Estoy convencido que la mayoría de esos fieles le han expuesto no sólo razonamientos con fuerza lógica e histórica, sino también con intensa emoción, pues hablamos de Cristo –nuestro Señor- y de cómo debemos estar y actuar ante Él.
Es hoy materia viva de discusión de historiadores la manera en que se recepcionaba antaño la Santa Eucaristía por los fieles, por lo que es muy atrevido afirmar, como hecho contrastado, los nueve siglos de comunión en la mano. No sólo atrevido, sino peligroso y perturbador, porque parece contradecir al mismo Concilio de Trento, el cual no debió tener en cuenta tal “novenario” cuando consideró, nada más y nada menos, como Tradición Apostólica, que sólo los sacerdotes recibiesen el Pan divino con sus manos. Obviamente, como cristiano, me tomo más en serio la mención de ese Concilio –tan denostado por la progresía- que las discusiones sin tasa acerca de las prácticas de la iglesia primitiva, una cuestión que curiosamente (por las escasas fuentes, y la necesidad de suplir esa ausencia con imaginación) fascina más a los protestantes que a nosotros los católicos. Parece que la rehabilitación –de facto- de Lutero, a quien se le ha calificado como “testigo del evangelio” por un dicasterio romano, comienza a dar sazonados frutos. Por cierto, Lutero odiaba a muerte el Santo Sacrificio del Altar, esto es, la Santa Misa.
En fin, volviendo a lo anterior, ningún cristiano tradicional, con una mente clara, tachará como hereje o sacrílego a cualquier católico que de buena fe haya comulgado en la mano, bien en el pasado o lo haga ahora. Sólo el Señor conoce nuestras conciencias, y no es un problema de ser más o menos santos, ni tampoco de si la boca es más santa que la mano (como también, de manera muy poco elegante y descendiendo a niveles que causan sonrojo, alude en su carta). Hablamos de otra cosa mucho más grave, y es triste que no quiera captar el problema de fondo. Antes hablé de desobediencia. Ahora hablo de fe, o más exactamente, de sensus fidei.
Se puede explicar con una analogía. Hasta que el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María fue definido ex cathedra por Pío IX en 1854, la cuestión podía ser objeto de discusión entre los católicos. De hecho, nuestro obispo conocerá perfectamente que en su diócesis de Sevilla, durante el siglo XVII se concitaron tremendas discusiones –y no sólo académicas, pues el mismo pueblo participaba- entre una minoría representada por los dominicos (quienes amparados en la insigne autoridad de santo Tomás de Aquino cuestionaban el dogma aún no definido), y los franciscanos, partidarios del mismo, con la sublime expresión de Juan Duns Scoto (“Potuit, decuit, ergo fecit”). Cuando Roma habló, se zanjó para siempre la cuestión –Roma locuta, causa finita-, y a partir de entonces cualquier católico que cuestione esa verdad definida, queda fuera de la comunión católica, apartado como hereje. Hay que destacar que fue la fuerza del pueblo cristiano la que logró con su fe la proclamación de ese dogma. Roma acogió con generosidad el sentido de la fe de la mayoría de los católicos.
Es hoy materia viva de discusión de historiadores la manera en que se recepcionaba antaño la Santa Eucaristía por los fieles, por lo que es muy atrevido afirmar, como hecho contrastado, los nueve siglos de comunión en la mano. No sólo atrevido, sino peligroso y perturbador, porque parece contradecir al mismo Concilio de Trento, el cual no debió tener en cuenta tal “novenario” cuando consideró, nada más y nada menos, como Tradición Apostólica, que sólo los sacerdotes recibiesen el Pan divino con sus manos. Obviamente, como cristiano, me tomo más en serio la mención de ese Concilio –tan denostado por la progresía- que las discusiones sin tasa acerca de las prácticas de la iglesia primitiva, una cuestión que curiosamente (por las escasas fuentes, y la necesidad de suplir esa ausencia con imaginación) fascina más a los protestantes que a nosotros los católicos. Parece que la rehabilitación –de facto- de Lutero, a quien se le ha calificado como “testigo del evangelio” por un dicasterio romano, comienza a dar sazonados frutos. Por cierto, Lutero odiaba a muerte el Santo Sacrificio del Altar, esto es, la Santa Misa.
En fin, volviendo a lo anterior, ningún cristiano tradicional, con una mente clara, tachará como hereje o sacrílego a cualquier católico que de buena fe haya comulgado en la mano, bien en el pasado o lo haga ahora. Sólo el Señor conoce nuestras conciencias, y no es un problema de ser más o menos santos, ni tampoco de si la boca es más santa que la mano (como también, de manera muy poco elegante y descendiendo a niveles que causan sonrojo, alude en su carta). Hablamos de otra cosa mucho más grave, y es triste que no quiera captar el problema de fondo. Antes hablé de desobediencia. Ahora hablo de fe, o más exactamente, de sensus fidei.
Se puede explicar con una analogía. Hasta que el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María fue definido ex cathedra por Pío IX en 1854, la cuestión podía ser objeto de discusión entre los católicos. De hecho, nuestro obispo conocerá perfectamente que en su diócesis de Sevilla, durante el siglo XVII se concitaron tremendas discusiones –y no sólo académicas, pues el mismo pueblo participaba- entre una minoría representada por los dominicos (quienes amparados en la insigne autoridad de santo Tomás de Aquino cuestionaban el dogma aún no definido), y los franciscanos, partidarios del mismo, con la sublime expresión de Juan Duns Scoto (“Potuit, decuit, ergo fecit”). Cuando Roma habló, se zanjó para siempre la cuestión –Roma locuta, causa finita-, y a partir de entonces cualquier católico que cuestione esa verdad definida, queda fuera de la comunión católica, apartado como hereje. Hay que destacar que fue la fuerza del pueblo cristiano la que logró con su fe la proclamación de ese dogma. Roma acogió con generosidad el sentido de la fe de la mayoría de los católicos.
Pero, como veremos, en 1969 no se respetó el criterio de los católicos sobre la recepción de la eucaristía, pese a las rotundas respuestas dadas por los obispos del orbe en la encuesta que les propuso el papa. El pueblo no sólo no deseaba cambar la forma de comulgar, sino que incluso no admitía que se introdujese la práctica novedosa: no lo iban a aceptar de buen grado. Pero Roma no hizo caso.
La cuestión de la manera de recibir la comunión por los fieles no es dogmática, ciertamente, pero tampoco, como afirma Pablo VI, es una cuestión meramente disciplinar. Pablo VI lo califica como “cosa de tanta importancia, que se asienta en una tradición antiquísima y venerable, además de tocar la disciplina”.
¿Por qué destaca Pablo VI su importancia? Sin duda por los argumentos que a continuación despliega en su instrucción: la pérdida de la debida reverencia, el riesgo de profanación y –ojo a lo que dice- la adulteración de la sana doctrina.
¿Alguien puede decirme, tras leer esto, que la cuestión es un asunto de disciplina eclesiástica o de una venerable tradición a la que podemos mandar al asilo?
Intentemos profundizar un poco más. Cualquier católico bien formado sabe con la certeza de la fe que la Hostia consagrada es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y si ante el mero nombre de Jesús toda rodilla debe doblarse (Fil. 2) ¿Qué haremos cuando verdadera y realmente Él está delante de nosotros?
El pueblo cristiano sacó la consecuencia inevitable, y me da igual si el siglo en que captó esa necesidad fue el II, el IV, el IX o el X. El pueblo comprendió que, ante Él, nuestro Dios y Señor, sólo podíamos –como hizo Moisés en el Sinaí- postrarnos a causa de la inmensidad de un misterio que nos desborda, por un amor inmerecido que jamás podremos alcanzar. Por eso, cada vez que comulgaba, tenía que ponerse de rodillas y cuando lo recibía, de manos del sacerdote, se consideraba indigno de tocar con las suyas el misterio de los misterios, el amor de los amores; la realidad de un Dios hecho pan, no para que nuestra mano lo cogiese, sino para un hombre consagrado nos lo pusiera en la boca, a fin poder injertarlo en nuestras entrañas, como prenda de nuestra salvación.
¿Era esa convicción fruto del fanatismo de los denostados “años oscuros”, de la exageración medieval, de una presunta hibris cristiana, o sencillamente, era un gesto absolutamente coherente con la inmensidad infinita del regalo que recibía el cristiano? Lo cierto es que hubo un momento el que el pueblo cristiano –y no por imposición de los sacerdotes- recibía de manera absolutamente natural –y universalmente- el sacramento de rodillas y en la boca (salvo situaciones excepcionales, vinculadas a la persecución). Y cada vez que un cristiano se postraba y recibía la comunión en la boca, se reafirmaba una y otra vez que era el mismo Dios a quien se recibía. Es decir, una cuestión de carácter aparentemente disciplinario, el pueblo cristiano –no Roma- la convirtió en sólida tradición, como una muestra de reverencia de los católicos al Santo de los Santos por los siglos de los siglos.
Es esencial insistir que en 1969, los obispos del orbe, a la cuestión, planteada por el Papa sobre la recepción de la nueva manera de comulgar por el pueblo, respondieron mayoritariamente que el pueblo no iba a aceptar de buen grado ese nuevo “rito” (así califica la instrucción el nuevo modo de recepción), incluso aunque se les hiciera “una preparación catequética bien ordenada” (es decir, el sentido de la fe del pueblo vencería ante los argumentos novedosos de los teólogos modernos, porque no se ventilaba una cuestión menor o meramente disciplinaria) . Decía no porque, aún en los años 60, el pueblo tenía un sentido católico de la vida, porque su percepción de fe le advertía exactamente de los mismos peligros que el propio Santo Padre preveía en el cambio de “rito”: Pérdida de la fe en la Presencia Real y facilidad para ser profanado (no solo materialmente, sino de manera más subrepticia: rebajando su sacralidad y diluyendo con errores la fe sólida del pueblo).
La cuestión de la manera de recibir la comunión por los fieles no es dogmática, ciertamente, pero tampoco, como afirma Pablo VI, es una cuestión meramente disciplinar. Pablo VI lo califica como “cosa de tanta importancia, que se asienta en una tradición antiquísima y venerable, además de tocar la disciplina”.
¿Por qué destaca Pablo VI su importancia? Sin duda por los argumentos que a continuación despliega en su instrucción: la pérdida de la debida reverencia, el riesgo de profanación y –ojo a lo que dice- la adulteración de la sana doctrina.
¿Alguien puede decirme, tras leer esto, que la cuestión es un asunto de disciplina eclesiástica o de una venerable tradición a la que podemos mandar al asilo?
Intentemos profundizar un poco más. Cualquier católico bien formado sabe con la certeza de la fe que la Hostia consagrada es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y si ante el mero nombre de Jesús toda rodilla debe doblarse (Fil. 2) ¿Qué haremos cuando verdadera y realmente Él está delante de nosotros?
El pueblo cristiano sacó la consecuencia inevitable, y me da igual si el siglo en que captó esa necesidad fue el II, el IV, el IX o el X. El pueblo comprendió que, ante Él, nuestro Dios y Señor, sólo podíamos –como hizo Moisés en el Sinaí- postrarnos a causa de la inmensidad de un misterio que nos desborda, por un amor inmerecido que jamás podremos alcanzar. Por eso, cada vez que comulgaba, tenía que ponerse de rodillas y cuando lo recibía, de manos del sacerdote, se consideraba indigno de tocar con las suyas el misterio de los misterios, el amor de los amores; la realidad de un Dios hecho pan, no para que nuestra mano lo cogiese, sino para un hombre consagrado nos lo pusiera en la boca, a fin poder injertarlo en nuestras entrañas, como prenda de nuestra salvación.
¿Era esa convicción fruto del fanatismo de los denostados “años oscuros”, de la exageración medieval, de una presunta hibris cristiana, o sencillamente, era un gesto absolutamente coherente con la inmensidad infinita del regalo que recibía el cristiano? Lo cierto es que hubo un momento el que el pueblo cristiano –y no por imposición de los sacerdotes- recibía de manera absolutamente natural –y universalmente- el sacramento de rodillas y en la boca (salvo situaciones excepcionales, vinculadas a la persecución). Y cada vez que un cristiano se postraba y recibía la comunión en la boca, se reafirmaba una y otra vez que era el mismo Dios a quien se recibía. Es decir, una cuestión de carácter aparentemente disciplinario, el pueblo cristiano –no Roma- la convirtió en sólida tradición, como una muestra de reverencia de los católicos al Santo de los Santos por los siglos de los siglos.
Es esencial insistir que en 1969, los obispos del orbe, a la cuestión, planteada por el Papa sobre la recepción de la nueva manera de comulgar por el pueblo, respondieron mayoritariamente que el pueblo no iba a aceptar de buen grado ese nuevo “rito” (así califica la instrucción el nuevo modo de recepción), incluso aunque se les hiciera “una preparación catequética bien ordenada” (es decir, el sentido de la fe del pueblo vencería ante los argumentos novedosos de los teólogos modernos, porque no se ventilaba una cuestión menor o meramente disciplinaria) . Decía no porque, aún en los años 60, el pueblo tenía un sentido católico de la vida, porque su percepción de fe le advertía exactamente de los mismos peligros que el propio Santo Padre preveía en el cambio de “rito”: Pérdida de la fe en la Presencia Real y facilidad para ser profanado (no solo materialmente, sino de manera más subrepticia: rebajando su sacralidad y diluyendo con errores la fe sólida del pueblo).
Eso ya no es disciplina. Eso toca de lleno a la doctrina y al dogma. Y eso es lo que pasó.
Podemos decir, volviendo a la analogía, que si el sentido de la fe del pueblo cristiano –el español sobre todo- coadyuvó a que se proclamase el dogma de la Concepción Inmaculada de Nuestra Madre del Cielo, esta misma intuición de los católicos selló la disciplina sacramental acerca de la manera de comulgar. Sin embargo, en un caso, Roma actuó conforme al sentido de la fe del pueblo cristiano, y, en el otro, hizo lo contrario, y además de manera artera y ladina: aceptando la práctica tradicional, pero poniendo las bases de su desaparición; abriendo la puerta a una novedad llena de peligros, que todos sabían positivamente que iban a consumarse pues los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz (Lc. 16,8).
Hacerlo, además, en la época del caos del postconcilio facilitó que el mal se propagase con diabólica velocidad; sí, he dicho el mal, no porque sean malos los que comulgan en la mano, sino porque obran en contra de lo que –como comprobaron los obispos- creyeron con profundo sentido de la fe sus padres y abuelos, produciendo un “cambio dañoso, tanto para la sensibilidad como para el culto espiritual de los mismos Obispos y de muchos fieles". Atención a lo que dice. No sólo la fe el pueblo enfermaría sino también los obispos sufrirían ese daño. En efecto, la fe de los cristianos hoy sufre una tremenda regresión respecto a la de sus padres, y cincuenta años después, un humilde cristiano tiene que criticar con dolor un texto de su obispo sobre la manera de recibir la comunión.
Sí, la comunión en la mano objetivamente (esto es, sin juzgar la intención, la fe o la santidad de quienes así la reciben), es un mal. Es una desobediencia y una traición al sentir de los católicos que nos precedieron, que en fe y fervor ganaban por goleada a nuestra generación. Por eso decimos no, ahora y siempre, haya o no pandemias. Por eso digo NO.
Concluyo con un texto de Baltasar Gracián, un excepcional escritor español, jesuita por más señas, que vivió en el siglo XVII y es el autor de una de las tres más grandes novelas escritas en España, El criticón (las otras dos son El Quijote y La Regenta). Escribió un único libro religioso en su vida –El comulgatorio-, y de él he recogido estas palabras con la que concluyo mi reflexión:
“Advierte, alma, que al mismo Cristo, gloriosamente llagado tienes dentro de esta Hostia; oye lo que te dice: “Acércate a mí, recíbeme y tócame, no ya con los dedos sino con tus labios; no con la mano grosera, sino con tu lengua cortés, con tu corazón amartelado; pruebe tu paladar a qué saben estas llagas; pega esos labios sedientos a la fuente de este costado abierto; apáguese la sed de tus deseos en este manantial de consuelos” (El Comulgatorio. Meditación XLII, nº 2)
Podemos decir, volviendo a la analogía, que si el sentido de la fe del pueblo cristiano –el español sobre todo- coadyuvó a que se proclamase el dogma de la Concepción Inmaculada de Nuestra Madre del Cielo, esta misma intuición de los católicos selló la disciplina sacramental acerca de la manera de comulgar. Sin embargo, en un caso, Roma actuó conforme al sentido de la fe del pueblo cristiano, y, en el otro, hizo lo contrario, y además de manera artera y ladina: aceptando la práctica tradicional, pero poniendo las bases de su desaparición; abriendo la puerta a una novedad llena de peligros, que todos sabían positivamente que iban a consumarse pues los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz (Lc. 16,8).
Hacerlo, además, en la época del caos del postconcilio facilitó que el mal se propagase con diabólica velocidad; sí, he dicho el mal, no porque sean malos los que comulgan en la mano, sino porque obran en contra de lo que –como comprobaron los obispos- creyeron con profundo sentido de la fe sus padres y abuelos, produciendo un “cambio dañoso, tanto para la sensibilidad como para el culto espiritual de los mismos Obispos y de muchos fieles". Atención a lo que dice. No sólo la fe el pueblo enfermaría sino también los obispos sufrirían ese daño. En efecto, la fe de los cristianos hoy sufre una tremenda regresión respecto a la de sus padres, y cincuenta años después, un humilde cristiano tiene que criticar con dolor un texto de su obispo sobre la manera de recibir la comunión.
Sí, la comunión en la mano objetivamente (esto es, sin juzgar la intención, la fe o la santidad de quienes así la reciben), es un mal. Es una desobediencia y una traición al sentir de los católicos que nos precedieron, que en fe y fervor ganaban por goleada a nuestra generación. Por eso decimos no, ahora y siempre, haya o no pandemias. Por eso digo NO.
Concluyo con un texto de Baltasar Gracián, un excepcional escritor español, jesuita por más señas, que vivió en el siglo XVII y es el autor de una de las tres más grandes novelas escritas en España, El criticón (las otras dos son El Quijote y La Regenta). Escribió un único libro religioso en su vida –El comulgatorio-, y de él he recogido estas palabras con la que concluyo mi reflexión:
“Advierte, alma, que al mismo Cristo, gloriosamente llagado tienes dentro de esta Hostia; oye lo que te dice: “Acércate a mí, recíbeme y tócame, no ya con los dedos sino con tus labios; no con la mano grosera, sino con tu lengua cortés, con tu corazón amartelado; pruebe tu paladar a qué saben estas llagas; pega esos labios sedientos a la fuente de este costado abierto; apáguese la sed de tus deseos en este manantial de consuelos” (El Comulgatorio. Meditación XLII, nº 2)
admirable colofon de lo expuesto en la primera parte. Contrasta vivamente el rigor con que es tratado asunto tam fundamental con l ligereza y superficialidad de trazo grueso con que se aborda la recepcion de tan augusto sacramento por parte de otras instancias.
ResponderEliminarMagnífico. Resultaría muy clarificador para los partidarios de la comunión en la mano que lo lean sin prejuicios
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