Orestes perseguido por las Furias (pintura de William Bouguereau).
I
Cinco siglos antes de que Cristo viniese a purificar nuestra mente y nuestro corazón, el dramaturgo griego Esquilo escribió una grandiosa trilogía dramática -La Orestíada- sobre el parricidio de Agamenón acaecido una vez retornado este rey a su hogar en Micenas tras la guerra de Troya. En la última de esas piezas, titulada Las euménides, se nos narra el castigo de unas furias femeninas contra Orestes, el hijo de Agamenón y Clitemnestra. Orestes había vengado el asesinato de su padre, perpetrado por su madre, Clitemnestra, quitándole a ella la vida. Ese feminicidio moverá a unos seres verdaderamente infernales -Euménides o Erinias-, a perseguir hasta la locura a Orestes. La obra comienza con el fantasma de la madre exigiendo a las dormilonas vengadoras el castigo del hijo, al que genéricamente llama el hombre:
"¡Despertad, diosas subterráneas! ¡Soy yo, es el espectro de Clitemnestra quien os llama! (El coro de las Euménides ronca.) ¡Roncáis, y el hombre se escapa y huye lejos! ¡Sólo a mí no me escuchan los dioses a quien suplico!"
Las euménides se despabilan y comienzan una terrible acción de zapa contra el alma de Orestes, que al final es salvado, curiosamente, por otro ente femenino, la benévola y sabia diosa-mujer e hija de Zeus, Atenea, ante lo cual las vengadoras hembristas clamarán:
"¡Yo, la antigua Sabiduría, vivir menospreciada en la tierra! ¡Oh, vergüenza! ¡Cólera y violencia respiro! ¡Ay! ¡Oh, dioses! ¡Oh, tierra! ¡Oh, dolor! qué angustia me invade el pecho! ¡Oye mi cólera, noche, madre mía! ¡Los engaños de los dioses me han quitado mis honores antiguos, reduciéndome a la nada!"
De todos modos la obra concluye con una decisión más o menos salomónica de Atenea. Orestes es liberado, pero por respeto al pasado, y puesto que las Euménides eran diosas más ancestrales, atávicas y antiguas que ella, no las destruye sino que les permite continuar en su función de aviso ante las violencias contra la mujer perpetradas por el varón, si bien con moderación y sin caer en injusticias.
"Para que nunca digas que tú, antigua diosa, fuiste despojada de tus honores y vergonzosamente arrojada de esta tierra por una diosa más joven que tú y por el pueblo que mora en esta ciudad. Si la persuasión sagrada es venerable para ti, si la suavidad de mis palabras te aquieta, en este lugar has de quedarte; mas si no quieres permanecer aquí, no has de lanzar tu furor injusto contra esta Ciudad y no has de causar la ruina del pueblo, porque se te permite morar en esta tierra feliz y gozar en todo tiempo de honores legítimos".
Dos mil años después de Esquilo, otro dramaturgo llamado William Shakespeare -que era católico y vivió en circunstancias culturales muy diferentes, pero analizaba las pasiones de los hombres y de las mujeres con tanta o mayor profundidad que aquel griego-, nos mostró en unos estremecedores versos de su obra Macbeth, la resurrección de esas erinias en el alma de la esposa del rey escocés:
"¡Venid, venid a mí, genios protervos, espíritus de muerte y destrucción! Dotad de robustez viril mi mano; al cuerpo afeminado fuerzas dad; al corazón coraje sobrehumano; y henchid mis venas de hórrida crueldad. Mi sangre se condense y pensamientos sin que los turbe débil compución; la femenil clemencia a mis intentos no oponga su piedad ni compasión. Deidades invisibles, ominosas, que amáis humano llanto y padecer; en vez de tibia leche, ponzoñosas linfas dad a mis pechos de mujer".
Las deidades a las que invoca la mujer de Macbeth no son exactamente las mismas que nos narra Esquilo. Pero coinciden en su naturaleza abiertamente oscura y diabólica, y en simbolizar unas pasiones desbocadas que, expresamente en el caso de lady Macbeth, exige la destrucción de su naturaleza femenina y su transformación en un nuevo ser que acoja los aspectos más salvajes de la agresividad masculina. De este modo, su compasión se transforma en odio reconcentrado; su ternura en crueldad; de sus pechos de hembra ya no brotará la leche que da vida al hijo, sino la hiel que mata.
En cumplimiento de su tétrico deseo, los dioses malvados la volverán estéril, la enloquecerán y se acabará suicidando. En la época del rey Macbeth -siglo XI d.c.- el cristianismo ya había liberado a Escocia, y el pecado de retornar al paganismo -a las fábulas que diría San Pablo- llevaba aparejado el castigo de acoger lo peor del mismo, como nos advirtió el Señor en el pasaje del espíritu inmundo que retorna con más poder (Lc. 11, 24-26) . Y además, a diferencia del vengador Orestes, ya se no podría contar con el auxilio de una diosa pagana, benéfica, racional y compasiva, como la sabia Atenea, nacida de la mente de Zeus. Consecuencias de volver a revolverse en el cieno, como nos advierte la Biblia (2 Ped. 2,22).
II
Ha sido inevitable acordarme de todos aquellos prodigiosos versos -que nos remitían a tiempos en los que las sombras del paganismo condicionaban los terrores y los comportamientos humanos- con motivo de la recientísima polémica universal que se ha montado mediáticamente. Un asunto tan ínfimo, tan trivial como el del beso chusco -pico le llaman ahora- del presidente de la RFEF a una futbolista, en el contexto de una celebración pública de un triunfo deportivo. Porque parece que se hubieran desatado todas las furias del infierno -las euménides o los demonios de lady Macbeth del panteón pagano- por algo que, de ser ofensivo, sólo debería serlo -y en sus justos términos- para la futbolista afectada.
Para los que aún conservamos el sentido común, lo sucedido en el palco de autoridades nos pareció un gesto algo chocante pero sin excesiva importancia (más grave fue la anterior exhibición de testosterona delante de la reina y la infanta). La misma jugadora, siendo cierto que manifestó en un primer momento que no le había gustado, lo hizo entre risas y en el vestuario donde todas sus compañeras gritaban de júbilo. Sin embargo, de manera incomprensible el asunto ha acabado copando los más importantes periódicos y medios visuales del orbe, y excitando la intervención de buena parte de los ministros en funciones de nuestro gobierno (que no sólo han reclamado la dimisión del agresor sexual (sic) sino que incluso se le castigue ejemplarmente). Dada la podredumbre ideológica de nuestro gobierno tal reacción la daba por excusada, pero sí me ha sorprendido que se haya sumado a esa ejecución pública la futbolista afectada y casi todas sus compañeras de consuno. Entre todos y todas han convertido al tal Rubiales en víctima propiciatoria de la hybris feminista del mundo entero.
Me es fácil entender la coincidencia casi unánime de los medios e instituciones políticas y deportivas en esa caza al macho alfa. Estos han perdido desde hace tiempo cualquier sentido de la mesura y sólo obedecen a consignas ideológicas del poder que hoy gobierna el mundo. Pero reconozco que lo que me choca más -aunque quizás sea muy ingenuo- es la actitud de las futbolistas. No sé si estas chicas son conscientes de que han contribuido con esa obcecación condenatoria a que se haya sustituido la difusión pública de su importante y esforzado triunfo por un hecho tan breve como irrelevante; que han ayudado a montar un circo grotesco sobre el mismo césped donde debía haberse erigido exclusivamente un estrado para ellas como campeonas; que no sólo han dejado en segundo plano ese éxito sino que además lo han hecho desaparecer de facto de las cabezas de los aficionados. Ellas lo han querido, porque en vez de cortar por lo sano, le han dado pábulo a un hecho que, salvo en el raciocinio enfermo del feminazismo universal, nadie con un mínimo de sentido común llevaría tan lejos; un gesto que -aunque no correcto si es verdad que fue inconsentido-, se dio en un ambiente propicio a efusiones afectivas y con cientos de cámaras alrededor. Y yo pregunto, ¿no hubiera sido mejor para el fútbol femenino que desde el primer momento la futbolista afectada le exigiese discretamente disculpas al presidente de la RFEF? Éste se las concedería sin rechistar porque, aunque notoriamente chulo, no es un imbécil y podía imaginar la que podía armarse si se negase. Y posteriormente que ella cerrase el asunto con un par de declaraciones en público: una, que no iba a entrar en discusiones bizantinas sobre modos más o menos adecuados de celebrar un impresionante éxito para el deporte de nuestro país y dos, que lo único que había que comentar y destacar era el gran triunfo de la selección. A mi juicio ese cortafuegos hubiera, por un lado, compensado la posible molestia o enfado que ese estúpido acto hubiera provocado a la jugadora y, por otro lado, hoy sólo se hablaría del triunfo de la selección femenina. Pero no. Esas chicas, con sus comunicados en las redes, han hecho olvidar su mismo triunfo. Han preferido ser feministas radicales antes que futbolistas. Ideología frente a realidad. Irracionalidad frente a sentido común.
Pues que asuman las consecuencias. Y que no se quejen si la mayoría de la gente se toma muy poco en serio el futbol femenino cuando parece que, para ellas, más importante que jugar bien, es ser marionetas en calzón corto, movidas por las erinias o los espíritus de Lady Macbeh , desatados en nuestro tiempo, con su señor al frente, el diablo (Ap. 12, 7-9).
III
Finalmente, haré como cristiano una última y breve lectura de todo este vodevil. Tras contemplar la fatua irrupción del chulesco e indimitible Rubiales en la Federación, preveo que esta disparatada historia todavía dará mucho de qué hablar para gozo de los tenebrosos poderes. Pero lo importante para nosotros es que puede servirnos de termómetro para medir la enfermedad moral más importante de nuestro tiempo: el dominio devastador de las ideologías sobre la razón y el sentido común. Cada vez más me confirmo en aquellas dos ideas esenciales que destilamos de la magna obra de Chesterton:
Primera, que cuando dejamos de creer en Dios -en el verdadero-, a renglón seguido abandonamos la sana razón, y nos entregamos a unos dioses irracionales (embozados en ideologías como el feminismo) . Dioses que, según San Agustín, coinciden con los demonios de la tradición cristiana, los cuales en un primer momento desplegarán su odio hacia la masculinidad ("pues nuestro pecho por naturaleza al macho aborrece" -Esquilo "Las suplicantes"-), exigiendo al final -como es lógico- un tributo de sangre de verdad (el aborto, fomentado por el feminismo). Un camino de esterilidad, de odio y de muerte.
Y segunda, que el cristianismo nos libera de la terrible esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo. Pero esa liberación sólo es posible si nos tomamos en serio nuestra fe. Ello implica no ceder a los aparatosos cantos de sirena que la casi totalidad de los medios despliegan a todas horas un día y otro, para esclavizar nuestra mente. Debemos atarnos, como hizo Ulises, al mástil de nuestro barco que es la Iglesia, y si ésta parece hundirse, aferrarnos a la vela mayor que es la Cruz de Cristo, pues:
"Cuando por culpa del hombre, el agua anegó la tierra, la Sabiduría liberó de nuevo al justo en un trozo de madera" (Sab. 10,4)
Pero soy pesimista, esa es la verdad. No sé si los cristianos somos verdaderamente conscientes de nuestra responsabilidad en esta situación. Con nuestros cobardes silencios y con nuestra renuncia a la noble lucha por la Verdad durante los últimos sesenta años, hemos consentido y aceptado que se construyera a nuestro alrededor un ecosistema asfixiante de ideologías tan estúpidas e irracionales como malvadas, cuyo corazón negro late con golpes de odio a todo lo justo, lo verdadero, lo sensato, lo valioso que podemos apreciar en nuestra existencia (Fil. 4,8). Ideologías que, como atractivas hiedras, destruyen todo aquello noble a lo que se adhieren; que llevan años succionando las mejores doctrinas cristianas, para hacer de nuestra fe una cáscara hueca que se rellena con su veneno, y que -como hemos visto en el ejemplo analizado en este comentario- tiene el poder de transformar un hecho feliz -el triunfo deportivo de unas mujeres-, deformándolo en un grotesco espectáculo de pugilato. Ese es el precio de volver a abrazar los antiguos mitos de los paganos -en muchos casos diabólicos, no lo olvidemos-, modernizándolos con el barniz de productos intelectuales ínfimos, cuya función no es racionalizar la realidad sino elevar las viejas pasiones ancestrales a la categoría de criterio absoluto de juicio.
Aunque tampoco tenemos por qué sorprendernos, porque el mismo San Pablo lo profetizó para un tiempo futuro que, sin sombra de duda, podemos confirmar que ya llegado y que es el nuestro:
"Porque vendrá el tiempo en que no se soportará la sana doctrina, más siguiendo sus propios caprichos, se buscarán un montón de maestros conforme a sus propios deseos. Dejarán de escuchar la verdad y se volverán a las fábulas" (2 Tim. 4, 3-4).
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