viernes, 4 de agosto de 2023

El final no escrito de la parábola del Hijo Pródigo: apuntes sobre la descomposición de la cristiandad europea.


                                                                               I
La Europa que nunca vivió Pentecostés.

Quién no recuerda aquella escena conmovedora del final de la trilogía cinematográfica de El Padrino, la dramática confesión de Michael Corleone ante el cardenal Lamberto, que poco tiempo después sería elegido papa y adoptaría el nombre de Joannes Paulus I. Un momento antes, el sabio purpurado se dirigió  a una fuente, tomó una piedrecita y la partió delante del commendatore, para explicarle el nulo efecto del Espíritu de Cristo sobre el hombre europeo  Por fuera la humedad (la cosmovisión cristiana) acariciaba toda la superficie del guijarro, pues desde las grandes obras de piedra o madera (cruces, esculturas, monumentos, iglesias, catedrales) hasta las construcciones espirituales (literatura, filosofía, historia, arte, derecho), toda la grandeza de la obra del europeo estaba en mayor o menor medida empapada de la hermosura del cristianismo. Sin embargo, ese agua, que había limpiado y abrillantado todo su pensamiento y cultura (y a través de ella, del mundo entero prácticamente), no había logrado traspasar, salvo gloriosas excepciones,  un mero milímetro de la corteza del corazón de los hombres occidentales. El núcleo de la piedra estaba seco, igual que lo había estado desde hacía cientos de años. El cristianismo no le había transformado íntimamente, y a través de él a su historia, definitivamente despeñada -como siempre- en divisiones, guerras y finalmente en una falsa unidad actual, bridada con valores explícitamente anticristianos.

Esa impresionante metáfora que nos regaló el arte cinematográfico pone en primer plano la exigencia más inexcusable del cristianismo. La nuestra es la única religión del mundo -comparada con el judaísmo, el islamismo, con todas las demás- que pone su acento en el cambio interior radical del hombre mediante la docilidad de éste a las mociones de la Gracia o del Espíritu Santo, y que produce el milagro -que lo es y bien lo explica San Pablo- no sólo de renovar una vida maltrecha, sino de crear un ser ontológicamente nuevo (Ef. 4,24)Un cristianismo meramente exterior -aunque conserve la impronta de Verdad, Bien y Belleza de la religión cristiana y aunque tenga éxitos- es una falsificación de la nueva ley de Cristo, una hipocresía farisaica, un cuerpo sin vida; es, como veremos, el hermano mayor del hijo pródigo. El Señor, desde el mismo principio de su predicación, nos interpeló a cada uno para la conversión, para el cambio radical de pensamiento y de vida. "Convertíos, que está cerca el reino de los cielos" (Mc. 1,15). La palabra original en griego del evangelista es metanoia, que en sentido cristiano significa mutación de mente, lo que tiene su lógica pues sin esa transformación interior e íntima, no es posible acometer de verdad la milicia o el buen combate al que está llamado imperativamente todo cristiano. Y ese cambio radical no es opcional, como nos advirtió el Señor: "Si no os convertís, pereceréis todos" (Lc. 13,5). Conversión de raíz, no cumplimiento mecánico de preceptos.

En realidad, el Señor como siempre explicó, no pretendió con esta revolución espiritual destruir la ley, sino llevarla a su cumplimiento. Y eso sólo era factible no memorizando un articulado, sino interiorizando el Espíritu divino que latía detrás de cada uno de esos preceptos. Una vez alcanzado ese logro, nos guiaríamos sólo con la simplísima divina luz que extraeríamos de los cientos de normas: el amor a Dios y al prójimo, que velis nolis implicaba una absoluta libertad del hombre frente a las demás leyes religiosas, ya caducas. "La caridad es el perfecto cumplimiento de la le ley", resume magistralmente San Pablo en Rm. 13,10. Y a consecuencia de ello el mismo San Pablo proclamó orgulloso y con redundancia que "Cristo nos liberó para que seamos libres" (Gal. 5,1). El cristiano es verdaderamente hijo de Dios y ha muerto al pecado (Rm. 6, 1-22), por eso goza de la perfecta libertad.

La prueba definitiva de que Cristo no destruyó la ley, sino que la cumplió tal y como habían anunciado los nabi de Israel la encontramos con toda claridad en el Antiguo Testamento. En el siglo VI A.C. el profeta Jeremías anunció la irrupción de un tiempo nuevo en la historia hebrea, que implicaba una Nueva Alianza (y se dejaría atrás la venerable alianza de Moisés en el Sinaí). En ese nuevo tiempo Dios iba a grabar su ley, no en tablas sino en el corazón su pueblo, sin distinción de chicos o de grandes:

"Vendrá un día en el que haré una nueva alianza con Judá y con Israel. Esta alianza  no será como la que hice con sus antepasados (...) porque ellos quebrantaron mi Alianza (...) esta será la Alianza que haré con Israel en aquel tiempo: pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (...) y todos, desde el más grande hasta el más pequeño, me conocerán. Yo les perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados. Yo, el Señor, lo afirmo" (Jer. 31, 31-34).

Tan importante fue este anuncio, que el otro gran profeta de la misma época -Ezequiel- volvería a recordarlo con acentos gloriosos:

"Les daré un corazón nuevo, y derramaré un Espíritu Nuevo entre vosotros; quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen y les daré un corazón de carne"  (Ez. 36,26).

Unos quinientos años después, en un cenáculo de Jerusalén, se comenzó a cumplir ese antiguo oráculo, cuando fueron proclamadas unas impresionantes Palabras, imposibles para un hombre y sólo pronunciables por Dios:

"Este es el Cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". 

Y apenas cincuenta días más tarde -festividad judía de Pentecostés-, se culminó ese proceso de creación de un nuevo corazón y de una nueva mente, cuando en ese mismo lugar del sudoeste de Jerusalén, ese Espíritu Nuevo que profetizó Ezequiel, se derramó entre una pequeña comunidad que oraba intensamente -con una mujer llamada María en el centro de aquellos-, regalándoles todo tipo de dones espirituales (Hch. 2,1-4). Y con este entusiasmo, único e irrepetible en la historia humana, se inauguró la Iglesia cristiana: hombres y mujeres libres que habían alcanzado un nuevo corazón y una nueva mente.

II
El destino del hermano mayor.

Evoqué, en fin, esa  memorable escena de El Padrino III cuando me paré a pensar sobre la figura del hermano mayor de la parábola lucana y todo aquello que simboliza, que es mucho. Aquí lo intentaremos desvelar con la ayuda del Señor, y además propondré con el auxilio de las Escrituras y la historia -maestra de la vida-, una hipótesis sobre el devenir de ambos hermanos. Entiendo que mi atrevimiento no sólo es legítimo (puesto que el Señor en su Palabra nos da las claves para deducirlo, más allá de la misma parábola). Es también conveniente, porque de ese modo podemos evitar repetir los errores de ambos en nuestras vidas, ya que la Biblia y la historia nos previenen claramente de ellos. 

Empezamos con el mayor. Nos encontramos con alguien que vive cómodamente en la casa del padre, obedece sus mandatos sin rechistar y ha sido siempre fiel hasta el punto que, cuando el padre reparte la herencia entre ambos hijos, ha permanecido con él a diferencia del crápula del menor. Sin embargo, tras la espantada de éste, se da cuenta de que su padre se pasa larguísimas horas del día en el portal de su casa, contemplando el camino por donde marchó su hermano con la esperanza de su vuelta y eso le perturba, porque en el fondo de su corazón envidia al menor. Le conocía muy bien y sabe que es un bala perdida y muy orgulloso; está convencido de que durante un tiempo se lo habrá pasado en grande -qué hermosas mujeres habrá conocido, que exquisitos manjares comerá todos los días-, pero tiene la convicción de que acabará sumido la ruina, y su amor propio le cerrará la opción de volver a su casa. De hecho, desea en el fondo de su ser que el hermano se estampe contra la realidad, que se pudra entre puercos, que se muera impenitente. 

Probablemente un día se acerque a su padre, que está absorto con la mirada fija en el horizonte, para reprocharle respetuosamente, pero con firmeza que no pierda el tiempo; le recuerda cómo le ha humillado obligándole a repartir la herencia en vida; derrama veneno contra el hermano, nada le haría más feliz que su padre acabe odiándole, maldiciéndole, echándole a patadas si por un casual decidiera volver a casa. Pero el padre calla, y no deja de otear el horizonte con los ojos anegados, que se derraman en copiosas lágrimas al oír las maledicencias del hermano mayor. Lo que no intuye éste es que el padre llora no sólo por el menor. También por él. Porque sufre al ver la suciedad de su alma, su resentimiento y su envidia. Si el hijo menor, del que pensaba que tenía un buen fondo, le ha salido rebelde; el mayor -el hijo perfecto y cumplidor de la ley paterna-, tiene un corazón vacío y lo ido llenando lentamente con piedras y espinas

Pero la pesadilla del mayor se hace realidad cuando, en contra de lo previsto, su hermano se ha tragado el orgullo (lo único que le quedaba por comerse para no morirse de hambre) y ha vuelto con el rabo entre las piernas al hogar. Y sucede algo que está mucho más allá de lo que ambos hermanos se hubieran imaginado: el padre ha corrido hacia él y le ha besado como un loco, le ha puesto la túnica y el anillo -símbolos de dignidad y autoridad-, ha matado al cordero cebado y ha organizado una gran celebración. Nos dice Jesús significativamente que el mayor estaba en el campo, es decir trabajando como siempre a tiempo completo en la heredad de su padre, haciendo su voluntad de sol a sol, portándose como un buen hijo; volvería agotado y pensando en su interior lo bueno que es por ser tan obediente (e incluso que se merece mucho más de lo que recibe), por no ser como los demás, especialmente como el pérfido ausente. Oye los cantos de la fiesta, y cuando un criado le explica que ha vuelto sano su hermano "montó en cólera y no quería entrar". El mismo orgullo diabólico que el menor se había zampado para poder marchar a su casa, brota ahora en él para impedirle entrar en ella.  Su padre sale e intenta convencerle con palabras de pura sensatez y humanidad: ¿Cómo no vamos a alegrarnos si tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado? (Lc. 15,32). 

La parábola concluye aquí, y no se nos narra la decisión final del mayor. Aunque si deducimos que el Señor nos anticipó con ella el egoísmo de su pueblo que no aceptó la entrada de pecadores y paganos en el reino de Dios, podemos estar seguros que daría media vuelta y abandonaría -se supone que para siempre- la casa de su padre.

"y os digo que muchos vendrán de oriente y occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, los que deberían estar en el reino serán arrojados a la oscuridad de fuera" (Mt. 8, 11-12).

"los provocó a celos con un pueblo que no es un pueblo, con una nación insensata los provocaré a ira" (Dt. 32,21-Rm. 10,19).       

Esa es la enseñanza básica que Jesús despliega ante aquellos fariseos y escribas que murmuraban: "Este admite a los pecadores y come con ellos" (Lc. 15,1). Los judíos "justos", obsesos cumplidores de la más mínima tilde de la ley, son los que verdaderamente deberían preocuparse, porque "prostitutas y publicanos os precederán en el reino de Dios" (Mt. 21,31). Y no será por un capricho de Dios, sino porque los que no eran justos permitieron que Jesús limpiase las costras de sus corazones, mientras que los otros, creyéndose justos sin serlo, cerraron hasta el último resquicio de sus almas para impedir que la Palabra les sanase (Mt. 21,32). 

Ahora bien, los cristianos que hoy leemos esta parábola nos equivocamos si creyésemos que se agota en ciertos grupos de judíos de tiempos de Cristo. La Palabra del Señor trasciende cualquier marco histórico y por ello debemos insistir en que se dirige fundamentalmente al aquí y al ahora de nosotros, los cristianos. De hecho, somos quienes menos excusas tenemos para cometer acciones farisaicas, precisamente por la insistencia que el Señor puso en la purificación radical de mente y corazón.  Pero la historia del cristianismo nos confirma, además del drama del hermano mayor (que no quiso entrar en el Reino), lo que sucedió con el hermano menor, que también merece meditarse: tras su dramática contrición, acabó transformándose en un calco del mayor y posteriormente volvió a rebelarse. Lo veremos a continuación. 

III
El destino del hermano menor.

El Señor dejó abierta la parábola en aquella súplica del padre al hijo mayor para que entrase, porque su hermano había renacido tras haber muerto. El hijo mayor -como hemos intuido- no quiso entrar; tomó sus bártulos y se marchó (la inmensa mayoría de los judíos rechazó al Señor), y acabó nómada durante más de dos mil años. En cuanto al menor, basta un examen atento de las Escrituras para llegar a la conclusión de que estaba verdaderamente arrepentido y se entristecería sin la menor duda por la huida del mayor. Creo que haría suya la dramática reflexión paulina, de desear seguir siendo un maldito, un pecador ante el Cielo y su Padre, para evitar esa deserción: 

"hasta querría estar yo bajo anatema, separado de Cristo, si así pudiera favorecer a mis hermanos" (Rm. 9,3).

Pero el tiempo pasa y pasa, "y ya no tienes la misma caridad que al principio" (Ap. 2,4). Lentamente se enfría el entusiasmo inicial y de vez en cuando recuerda las ollas de Egipto, aquellas juergas que se corría a costa del dinero paterno, aquellas espectaculares mujeres que no ha vuelto a conocer. Piensa incluso que con un poco de más cabeza y mejores inversiones podría haber mantenido ese añorado tren de vida. El infierno que vivió, que siempre atribuyó a un castigo divino por su grave pecado, es interpretado novedosamente como una mera mala racha -pura casualidad- después de un tiempo glorioso. Comienza en fin a engriarse, a ensoberbecerse, a cumplir órdenes mecánicamente, a centrarse en prácticas externas, va transformándose en el hermano mayor, olvidando que por pura Gracia había sido admitido a la casa del padre. La cercanía de éste, el mismo que antaño le había devuelto la vida con aquel abrazo sellado con lágrimas, se le va haciendo opresiva. Desea evitar su compañía, aunque su padre le siga tratando día a día con inmensa bondad sin recordarle jamás de dónde y cómo vino a sus brazos. Progresivamente -y casi sin ser consciente de ello- va despreciándole, le juzga como alguien débil que le perdonará cualquier barrabasada que haga; irá trasformando esa auténtica libertad de la casa del Padre en rebeldía y libertinaje.

Desgraciadamente esa pesimista continuación no es una fantasía, porque podemos deducirla de la misma Biblia. San Pablo sin duda tuvo en mente la parábola del Hijo Pródigo (que le narraría el médico amado Lucas -Col. 4, 14 ), cuando nos recordó el cadáver viviente que éramos, antes de que el Señor tuviese misericordia de nosotros:

"estabais muertos por vuestras ofensas y pecados en los que anduvisteis en otro tiempo siguiendo la mentalidad secular de este este mundo" (Ef. 2,1). 

Y nos advirtió dramáticamente que no volviéramos a las andadas: 

"¡No te engríes sino teme! Pues si Dios no perdonó a las ramas naturales a ti tampoco te perdonará" (Rm. 11,21). 

Más claro es aún San Pedro, que hasta en sus expresiones parece evocar la parábola que escuchó del mismo Señor:

"Pues los que han conocido al Señor y Salvador Jesucristo, y han escapado de las impurezas del mundo, si otra vez se dejan enredar y dominar por ellas quedan peor que antes. Más les habría valido no conocer el camino recto que, después de haberlo conocido, apartarse del recto mandamiento que les fue dado. En ellos se ha cumplido la verdad de aquel dicho: "el perro vuelve a su vómito", y de este otro: "la puerca recién bañada vuelve a revolcarse en el lodo"  (2 Ped. 2, 20-22).  

Que el hermano se ha dejado otra vez enredar por las impurezas, lo podemos afirmar con un simple repaso al estado de la cristiandad europea. Europa no sólo ha vuelto a su vómito (al paganismo del que fue liberado por Cristo) sino a revolcarse en el cieno (enorgulleciéndose con sus pecados). Trataremos de ello a continuación.

                                                                                IV 
La Europa cristiana: del fariseismo a la apostasía.

En esta última parte me gustaría destacar que esos dos fenomenales símbolos -el hermano menor y el hermano mayor- pueden servirnos también para entender el devenir espiritual de Europa, sobre todo a partir de los estertores de la Edad Media. Desde ese momento podemos percibir como tres distintos ambientes espirituales de la cristiandad europea, vinculados a la historia siempre abierta de los dos hermanos. Con anterioridad a la (mal llamada) reforma, después de la (mal llamada) reforma y el tiempo nuestro, en camino directo hacia la apostasía. Es un tema muy complejo con infinidad de vectores, por lo que me limitaré a apuntar las líneas generales.   

En primer lugar, observamos que, en aquellas sociedades antiguas, en las que el cristianismo empapaba las leyes y la cultura de los países e influenciaba poderosamente el sentir y el pensar de sus ciudadanos, la mayoría prefería vivir en la comodidad religiosa del hermano mayor, y mirar con desdén a los muchos hermanos menores retornados. El pueblo comenzó a creer que no era necesaria transformación interior alguna, sino que bastaba con seguir prácticas presuntamente piadosas, con las que ganarse el cielo o evitar el purgatorio, es decir, ser una copia del hermano mayor. Ya en los estertores de la Edad Media, la vida espiritual de los cristianos -desde los poderosos hasta los siervos-, tal y como nos describen no sólo fuentes protestantes sino católicas, era desoladora. En España, basta una rápida lectura de las  Coplas de Mingo Revulgo, del Lazarillo o de la Celestina para captarlo. A causa de una lamentable vida moral y espiritual, y una muy deficiente formación del clero se vivía una fe muy exterior, en medio de una asfixiante inflación de obras humanas para justificarse; ayunos, cilicios, disciplinas, romerías, devociones, novenas, indulgencias.... una panoplia de continuas obras y esfuerzos del hombre. No es que fueran en sí malas prácticas pero sí podían ser nocivas (y de hecho lo fueron) en cuanto hacían olvidar al pueblo cristiano lo fundamental: la oración íntima, la vivencia interior de los sacramentos especialmente de la Misa, la meditación de las Sagradas Escrituras (aunque no fuesen leídas y sólo escuchadas), la formación en la sana doctrina, la santidad personal en cada acto de la vida..., y por encima de todo la certeza de que "si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores" (Sal. 126,1). Ese era el primer error, el creer que nos justificábamos por meros esfuerzos exteriores. "Tantos años que te sirvo sin quebrantar un mandato tuyo..." (Lc. 15,28). El error de Pelagio, que surgió al inicio de la Edad Media, volvió a renacer con renovado vigor al final de la misma, en los albores de la Edad Moderna. 

El pavoroso panorama espiritual y moral de la época de transición del Medievo al Renacimiento, que describe sin contemplaciones nuestro Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos Españoles (preámbulo del Libro IV), fue castigado por el Cielo con profunda ironía, al traernos la revolución de Lutero. ¿Pecáis de pelagianos, queridos hijos, pues os voy a dar taza y media con lo contrario? El protestantismo fue una antítesis tan radical a los comportamientos que hemos descrito, que -como vulgarmente se dice- se pasó de frenada: "vino a traer no la reforma, sino la desolación; no la antigua disciplina, sino el cisma y la herejía". Si el luteranismo hubiese representado de verdad una reacción sensata contra este cristianismo de obras muertas (Hb. 6,1), si hubiera incidido -como nos vendía- en la oración interior, la enseñanza de la Biblia para el pueblo, el dócil acogimiento de las mociones de la Gracia y la santificación desde el corazón y, por encima de todo, la humildad, bienvenido hubiera sido. La realidad es que fue el germen de la monstruosa herejía global en la que acabó convirtiéndose. El problema de fondo es que Lutero en vez de apretar los nudos que estaban flojos, los desató con su barbaridad antropológica de la corrupción integral del hombre tras el pecado de Adán, de tal modo que hasta las buenas obras que hiciese serían reprobables. Lutero separó la moral de la fe, y un sublime principio cristiano cual es la justificación por la fe lo estiró hasta el punto de hacer del hombre un ente pasivo, inútil para hacer el bien. Calvino no le fue a la zaga, y llevó tal dislate hasta las últimas consecuencias, hasta el punto de convertir de facto al padre misericordioso en un arbitrario demonio, que condenaba o salvaba sin referencia alguna a lo que hiciésemos. Con ello, las posibilidades del desarrapado hermano menor de encontrar misericordia eran nulas, puesto que es la posesión de la riqueza el signo que marca quiénes son predestinados, según la teología calvinista; el menor moriría de una septicemia en la ciénaga porcina porque a ello estaba predestinado; la posibilidad del arrepentimiento y expiación se descartaba funestamente para él. 

En definitiva, no sólo se destrozó la sana doctrina católica sino el más elemental sentido común, convirtiendo una sublime religión que siempre quiso apoyarse en la mejor filosofía para sus verdades reveladas, en un pozo de irracionalidad. Para el alemán, la razón -uno de los más hermosos dones de Dios al hombre, no confundir con racionalismo- era "la puta del diablo". Hacemos nuestras las inigualables palabras de Leonardo Castellani:

"Aquello contra lo cual insurgió Lutero era vicioso: el mensaje de Lutero, la "interioridad" era verdad. La Iglesia Medieval había incurrido en una tirantez insoportable: lo exterior, lo formal y lo violento amenazaban con transformar la vida religiosa de Europa en algo muy distinto al Espíritu de Cristo (...) Ese terreno pedía un reformador, un hombre que llamase la religión a lo interior; pero un Reformador es un hombre que impone cargas y no que las arroja; que aprieta y no afloja; que ata por todas partes nuevas lazos y lazos rotos  y que no los relaja; para lo cual tiene que ser en alguna forma un mártir. Cosa que por desgracia estuvo lejos de ser Lutero. Lejos de volverse mártir, se volvió popular".

Ese fue el segundo error; del pelagianismo optimista del cristianismo antes de la mal llamada reforma pasamos a un fideísmo radical y angustioso (predestinacionista). El hombre no tiene libre albedrío, es incapaz para toda obra buena, y en definitiva es tan inoperante como lo pueda ser una oveja irracional o una dracma sin vida; sólo cabe una fe fiducial en los méritos de Jesucristo, pues hasta el justo peca en toda obra buena. Frente a esos disparates luteranos, el Concilio de Trento intentó poner orden y, aunque incidió con inmensa sabiduría bíblica, patrística y teológica en la necesidad de fe y de obras, no pudo evitar ser sobre todo una "reacción contra", lo que impidió el sosegado examen de aquello en lo que el análisis del protestantismo había acertado, y que hemos destacado en la cita de Castellani. Se incidió desde entonces más en la acción (ahí tenemos los asombrosos logros de los jesuítas en los siglos XVI y XVII), pero se desconfiaba de los arriesgados caminos de la interioridad que intentaban algunos cristianos (recordamos la sañuda persecución inquisitorial a alguien como Miguel de Molinos -autor de una  bellísima Guía espiritual- que, de morir un siglo antes, hubiese sido probablemente elevado a los altares con Santa Teresa y San Juan de la Cruz). 

En definitiva, el protestantismo desbrozó a hachazo limpio -con inauditas violencias y hasta con explícito fariseísmo (ahí tenemos la confirmación luterana de la bigamia del Landgrave de Hesse)- el camino a una nueva manera de ser cristiano, que por una lógica aplastante tendría que concluir en el tercer y peor error que llega hasta nuestro tiempo, y que tristemente ha infectado al catolicismo: de la justificación formal del pecador no arrepentido (sus pecados sólo se cubren, no se eliminan) pasamos la justificación no ya del pecador sino de los pecados, siempre que se cometan en nombre del amor. 

V
Tiempos de apostasía.

Nace, pues, en nuestro tiempo una nueva doctrina diabólica con ribetes cristianos -la peor de todas-,  incubada en un huevo que podemos llamar -tomando prestada la acertada expresión del escritor inglés Dalrymple- sentimentalismo tóxico. El amor (la virtud teologal por excelencia) deja de calificarse por la licitud o ilicitud del objeto al que nos dirigimos, y se valora en función de la intensidad con que lo aprehendamos; da igual que sea una escultura idolátrica o un pecado contra natura, su polisemia lo avala todo. La solidez de la moral católica se diluye en sensiblería y subjetivismo, y desde altas instancias de Roma comienza a denigrarse la teología moral objetiva del catolicismo, elaborada durante siglos y siglos de conocimiento profundo de las debilidades de la condición humana y de su tendencia al pecado. El demonio -que es el mayor experto en las Sagradas Escrituras que existe- sabe deformarlas con inmenso cinismo y nos dice hoy con vestiduras de clérigo, desde cualquier púlpito del orbe: "Lo importante es el hecho mismo de amar porque, si amamos, la misma Biblia dice que se cubren los pecados y el que ama, como recuerda el apóstol, cumple la ley. Seguid así, olvidaros de enseñanzas rígidas e inhumanas de vuestros padres y abuelos y os salváis seguro".  

No es por casualidad que la doctora de la Iglesia Santa Hildegarda de Bingen, allá por el siglo XII, tuviese unas visiones del Anticristo que vendrá al final de los tiempos, y le escuchase una  predicación con un sabor muy parecido al que se destila hoy en la Iglesia. En la Visión Quinta de Libro Tercero de su "Libro de las obras divinas", el impío impugnará la posibilidad de cumplir la ley de Cristo (algo que, dicho sea de paso, nos evoca peligrosamente a aquellos numerales más polémicos de la reciente exhortación apostólica "Amoris Laetitia"): 

"Aquel hombre al que llamáis vuestro maestro (Jesucristo) os ha dado una ley que está demasiado por encima de vosotros, al mandaros vivir así . Pero en cambio yo os digo "Vosotros estáis hechos de estos dos modos, unos calientes y otros fríos, así que daros tibieza unos a otros, y reconoced que aquel hombre (Jesucristo) os ha dado reglas injustas (...) Vuestro maestro (Jesucristo) no os ha dado enseñanzas correctas, porque ha querido que fueseis como espíritus no revestidos de carne, cuando no podéis actuar sin el cuerpo".  Y advierte la santa doctora: "Con estas y parecidas palabras, el desgraciado hijo de la perdición engañará a los hombres, enseñándoles a vivir según el gusto ardiente de la carne y consentir en todo deseo carnal, mientras que, tanto la antigua como la nueva ley, invitan a los hombres a la castidad, practicada con justa medida".

En definitiva, en nuestra época, tras años y años de seguir católicos y luteranos cada uno por su camino, ahora parece que algunos quieren ponerse de acuerdo en algo que hubiera horrorizado a la par a Lutero y a León X: el hombre hoy se justifica sin fe y sin obras; se justifica no sólo con sus pecados sino hasta por sus pecados. Se alcanza así el absurdo de los absurdos, la cuadratura del círculo, la era del Anomos, del sin ley.  Con lo que el final alternativo de la parábola podría resumirse así: vuelve el hermano menor y, transcurrido unos años, saquea otra vez a su padre (al que pretende convencer ahora que lo hace por amor), y se larga de parranda con la seguridad de que puede retornar cuando quiera para seguir burlándose de él, robándole una y otra vez. 

No crean que exagero con este tono sarcástico. Pruebas cada vez más palpables de esa deletérea evolución -algunos lo llaman pomposamente cambio de paradigma (aunque yo, que soy más bruto y menos sutil, lo denomino apostasía)- ya la atestiguamos en nuestro tiempo. Por ejemplo, cuando hemos contemplado que se colocan ídolos repugnantes a los pies de altares católicos (como se hizo en la iglesia de Santa María en Traspontina) o se han postrado ante ellos, cabeza en tierra, en los jardines vaticanos en presencia del Papa; por ejemplo, cuando el Santo Padre se empecina en hablar de la "madre tierra", término inadecuado para los católicos por su sabor idolátrico, pues la tierra es nuestro hogar y no nuestra progenitora (aparte que para madre, los católicos ya tenemos a la de cada uno, a Santa María y a la Iglesia). Por ejemplo, cuando desde Roma se va aprobar un "rito maya", a la vez que se persigue con saña el rito romano tradicional. Por ejemplo, cuando leemos las declaraciones del cardenal luxemburgués Hollering, en las que se preguntaba indignado "cómo se puede condenar a personas que sólo pueden amar al mismo sexo". O, por ejemplo, cuando el actual prefecto para la Congregación para la Doctrina de la fe (antiguo santo Oficio), el obispo y amigo de Francisco, Víctor Fernández, confunde burdamente las imprescindibles clasificaciones de la Iglesia sobre la ley moral (pues es maestra) con lo que llama clasificar o juzgar al prójimo (pues la Iglesia es sobre todo madre). El mismo que critica con aire de superioridad moral el pasado docente -la enseñanza con autoridad-,  de la Iglesia Católica, su énfasis en la necesaria e imperativa exigencia a los fieles para una vida santa; el mismo cuyo cargo le obliga a protegerla de sus poderosos enemigos, los cuales desde hace siglos luchan sin descanso por destruir su solidez de roca firme, inoculándole sentimentalismo tóxico a espuertas. Finalmente, el ejemplo más reciente y más grave, cuando con ocasión de la JMJ de Lisboa, su responsable principal, el joven obispo portugués Américo Aguiar (que pronto será nombrado cardenal por Francisco), afirmó sin pestañear que no queremos convertir a los jóvenes a Cristo ni a la Iglesia católica, recalcándolo con un no absolutamente. Un no absoluto a Cristo de alguien que puede acabar siendo el Vicario de Cristo. 

Concluyo. Esos ejemplos desgraciadamente no son excepcionales y van marcando la línea y el porvenir sombrío del cristianismo de nuestro tiempo, que podemos describir con cuatro rasgos: ecuménico hasta la impiedad, sensiblero hasta la inmoralidad, hortera hasta la idolatría, masoquista hasta su autodemolición. Se prescinde sin complejos de la tradicional exigencia de fe y de buenas obras, que dejan de ser requisitos inexcusables para la salvación, sustituidos por un buen rollo filantrópico tan vago como vergonzoso, tan inútil para salvarnos como propicio para abrirnos las puertas del infierno.  Un delirio, una apostasía con todas las letras, aunque duela decirlo. 

Ya sólo permanece una duda. No sabemos si el Padre misericordioso sigue en la puerta de su casa, esperando a su hijo pródigo, o si la ha cerrado para siempre, como hizo con aquellas vírgenes necias de la parábola de Mateo.


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