SOBRE EL AUTOR Y SU ÉPOCA
Plinio Cecilio Segundo, llamado comúnmente Plinio el joven, fue un escritor y político latino, sobrino del famoso naturalista Plinio el viejo, quien murió víctima de su curiosidad científica al acercarse a contemplar la erupción del Vesubio que cubrió Pompeya y Herculano en el año 79 d.C. Nació en Como sobre el año 61 d.C. y murió hacia el año 114 d.C, poco después de componer la carta objeto de nuestro comentario, cuando ejercía el cargo de gobernador de Bitinia, zona del imperio romano situada en el norte de la península de Anatolia (Asia menor). De su obra destacamos un Panegírico a Trajano y sus Epístolas publicadas en diez libros, donde siguiendo la cadencia estilística de Cicerón, nos narra con elegancia hechos de interés público y privado de la época en la que le tocó vivir.
La carta que vamos a comentar se ubica en el último libro de
su Epistolario, siendo por tanto de las últimas que compuso durante su vida y
se dirige al emperador Trajano, que gobernó desde el 98 d.C hasta el año 117
d.C, y bajo cuyo mando el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión
territorial con su victoria sobre Decébalo y la conquista de la Dacia (actual
Rumanía), y la exitosa empresa frente a los Partos a los que venció en el año
116 d.C.
La Epístola se redacta sobre el año 112 d.C., en un periodo de paz de Roma, tras la conquista de la Dacia (101-106 d.C.), y poco antes de iniciarse la exitosa campaña del emperador de Itálica contra Partia.
I
La Epístola puede datarse entre finales del año 111 d.C. y
enero del 112 d.C. y suele considerarse el primer testimonio escrito de un
escritor pagano sobre el cristianismo y la misma existencia de Cristo, cuatro
años anterior a aquel texto de los Anales
de Tácito (55-120 d.C.) y ocho a la referencia de Suetonio a Chrestus en su Vida de Claudio. El libro de Tácito refiere la primera persecución
romana contra los cristianos en tiempos del emperador Nerón (cuya redacción
podemos situarla en el año 116 d.C.) y el de Suetonio alrededor del 120 d.C (1).
Nos encontramos ante carta oficial de un gobernador local a la máxima autoridad del imperio romano, y cuyo tema es la aplicación del derecho punitivo romano sobre el grupo emergente de cristianos. Es confirmada la naturaleza pública del documento por la respuesta que envió el emperador a Plinio en misiva posterior con reglas normativas para abordar estos asuntos.
El motivo de la carta es solicitar a la máxima
autoridad imperial unas instrucciones sobre el modo de tratar jurídicamente las
numerosas denuncias que se interponían contra cristianos. La carta comienza con
las dudas del gobernador, que no distingue bien por qué hechos o en qué medida deben
ser castigados los cristianos. Dudas, por tanto, de hecho y de derecho, dado
que, como Plinio reconoce, nunca ha
participado en investigaciones sobre los cristianos. La cuestión más
interesante que plantea es si la mera circunstancia de ser cristiano el denunciado (o su obstinación tras el
interrogatorio) era en sí algo punible, o si se requiere además otras
actividades o acciones contrarias al derecho de Roma (aunque no se hayan cometido hechos reprobables). Igualmente, si se
debe juzgar de manera diferente por razón de edad de los acusados.
El gobernador expondrá al emperador su proceder en esos casos, a fin de que éste ratifique o corrija su manera de actuar. Eso prueba que en aquella época no había edictos que específicamente castigasen el hecho de ser cristianos, más allá de ser considerada una supersticio ilícita dentro del imperio y ante la cual los gobernadores locales –que poseían el ius gladii- poseían un amplísimo margen de maniobra legal (desde la plena tolerancia hasta el castigo severo).
Si los cristianos son ciudadanos romanos, los remite al
juicio del emperador (como encontramos en el caso de Pablo, Hch. 25,11-12). Si
no son ciudadanos, esto es, si entran dentro de su jurisdicción, les
interrogaba sucesivas veces sobre si eran o no cristianos, y en el caso de
obstinación en su respuesta afirmativa -aun después de ser amenazados con
suplicios-, los condenaba a muerte, por
tal pertinacia y obstinación inflexible, “atrapados por la misma locura” de
esa “superstición irracional
desmesurada”.
Si negaban ser cristianos directamente, si invocaban dioses
paganos según una fórmula que se les ofrecía ad hoc, si ofrecían sacrificios a la imagen de Trajano y si,
además, maldecían a Cristo, los ponía en libertad.
II
Sin embargo, el problema había
alcanzado tal magnitud que prudentemente Plinio decidió suspender la
investigación y solicitar el consejo del emperador dado el gran número de denuncias (muchas anónimas) y de denunciados
–de toda clase social, edad y sexo, en
ciudad, aldea y campo-. Esa relevancia nos confirma algunos datos
fundamentales de naturaleza sociológica:
· Primero, la gran implantación del
cristianismo en Asia menor, región evangelizada por San Pablo sesenta años antes (aunque
curiosamente no en la región de Bitinia de donde procede la carta pues, como
nos dicen los Hechos de los apóstoles (Hch. 16,1), Pablo, Silas y Timoteo intentaron
dirigirse a Bitinia pero no lo consintió el Espíritu Santo);
implantación que también tendría repercusiones socioeconómicas como veremos.
· Segundo, el hecho de que la verdad de Cristo fuese permeable a todo
tipo de personas,
fuese cual fuese su espectro social, lo que será ratificado algo más de un
siglo después por el apologista cristiano Tertuliano, en su Apología.
· Tercero, también podemos intuir que
algunas de las conversiones al cristianismo –ya a inicios del siglo II- no eran
muy auténticas dado
que de la carta se deduce que había bastantes apostasías. Como si algunos
fuesen cristianos por el gusto de novedades, en concreto por el atractivo de
una nueva religión diametralmente opuesta al paganismo reinante, con un amplio
servicio de beneficencia pública y que consideraba iguales en dignidad
y ante Dios a todas las personas, con independencia de su sexo o posición
social (algunos eran esclavos, como cuenta la carta sobre dos esclavas que
eran servidoras y que fueron sometidas a tormento (¿diaconisas en el
sentido de Rm 16,1 o 1 Tim. 3,11?). Pero ante la persecución y las amenazas, algunos
cristianos vacilaban y volvían a sus cultos paganos, lo que un siglo después
–bajo Decio- generaría la grave polémica de los lapsi.
· Cuarto, que las numerosas denuncias
contra los cristianos son la prueba no sólo su gran implantación en la sociedad
romana sino también del odio que suscitaban a la mayoría de los paganos del
imperio, los cuales
usaban cobardemente el instrumento de la denuncia anónima, algo propio de
personas mezquinas y envidiosas. Así lo confirma el emperador en su carta de
respuesta, donde además de alabar el proceder de Plinio le ordenará que no diera curso a las denuncias
anónimas.
III
Desde el punto de vista de la historia del cristianismo la carta es fundamental para entender aspectos importantes de las creencias, el culto y la conducta moral de los cristianos de inicios del siglo II, y su repercusión en la economía imperial:
- Aspecto DOCTRINAL.- “Carmenque Christo quasi deo dicere secum invicem”. Es sin duda el aspecto doctrinal más significativo sobre la religión cristiana que expone Plinio, tras interrogar a algunos cristianos. En primer lugar, como dijimos, es el primer testimonio pagano sobre la existencia de Cristo. En segundo lugar, los cristianos eran conscientes de la divinidad de Cristo, y le rendían homenaje como si fuera Dios. No podemos llegar a más -desde el análisis estrictamente histórico- acerca de cómo era entendida entonces la divinidad de Cristo, bajo qué categorías la explicaban o cómo lo conciliaban con la unicidad absoluta de Dios, cuestión que se plantearía con fuerza dos siglos después tras la irrupción del arrianismo. Por tanto estamos ahora muy lejos de las polémicas cristológicas que suscitó Arrio en el siglo IV y que se resolvieron en el Concilio de Nicea (325). Ahora bien, en ningún caso queremos insinuar con los matices anteriores que la fe de aquellos primitivos cristianos fuese deficiente o imperfecta, pues esta referencia de Plinio es un indicio claro de que creían firmemente en la divinidad de Cristo y que aquellos cristianos tenían la misma fe católica plena transmitida por los apóstoles. Además, aquí podemos apreciar cómo a través del culto, de la liturgia, se preservaba dicha fe.
- Aspectos CÚLTICOS y MORALES.- Muy interesante, aunque somera, es la
relación que hace Plinio del culto cristiano, aludiendo en primer lugar al determinado día en que solían reunirse,
“antes de salir el sol”, con lo que
nos remite al domingo, dies solis, dies Dominicus, el primer día de la semana en el que
resucitó Jesucristo, donde tenemos constancia desde la época apostólica que
solían efectuarse las reuniones litúrgicas (1 Cor. 16,2) (Hch. 20,7). Como
decimos, Plinio no entra en los pormenores de la celebración litúrgica, pero sí
se destacan los himnos a Cristo “como si
fuese Dios” (que vimos anteriormente) y los serios compromisos mutuos de
una vida santa (“con juramento”). Percibimos
aquí que el fuerte nivel de exigencia moral de las primeras comunidades
cristianas, en el que insistía constantemente San Pablo en sus Cartas, se
extendía en el tiempo. Y también el hecho de que la práctica paulina que el
Apóstol recuerda en 1 Cor. 11, 20-22, relativa a las fraternas comidas post-litúrgicas,
seguía aplicándose en esa comunidad de Bitinia a inicios del siglo II.
- Aspectos JURIDÍCOS ASOCIATIVOS.- En relación con esas reuniones
litúrgicas, se planteaba otra cuestión jurídica por el hecho de que los
cristianos se estaban reuniendo en su propio collegia sin tener el permiso previo autorizado por Roma, exigible desde
el final de la República (I a.C), por los temores de los gobernantes de ser
foros de conspiración contra el gobierno. En ese sentido, los collegia cristianos no fueron legales
hasta el Edicto de Constantino. Plinio expresamente alude a un decreto que promulgó que, según indica, fue eficaz en el sentido de que “habían abandonado tales prácticas después
del decreto” y, como veremos a continuación, ayudó a que se normalizase el
comercio de la carne sacrificada y el retorno a los templos paganos.
- Aspectos SOCIOECONÓMICOS.- Señala el gobernador que los cristianos se
reunían para una comida “por lo demás
ordinaria e inocente”. Quizás haya que vincular esa mención a lo que
establece al final de la carta en relación a los efectos del Decreto del que hablamos en el punto
anterior: que por todas partes se vende
la carne de las víctimas –sacrificadas a los ídolos- que hasta ahora tenían
escasos compradores.
Es importante señalar que el incremento del número de
cristianos, tuvo unas importantes consecuencias socioeconómicas, desde la misma
época apostólica. Así, los Hechos de los Apóstoles (19,23 y ss.), nos narran un
incidente con los plateros de Éfeso, ya que a causa de las numerosas
conversiones se redujeron las ventas de las estatuillas de la diosa Artemisa,
siendo el Templo de Artemisa uno de los grandes motores económicos de la ciudad
de Éfeso, lo que irritó a los artesanos de esa gran ciudad de Asia
Menor: “Esto es muy peligroso porque nuestro
negocio puede venirse abajo” (Hch. 19,27). El rechazo de los cristianos de
Bitinia a comprar y comer las carnes sacrificadas a los ídolos nos remite a los
decretos del llamado Concilio de
Jerusalén (49 d.C.), en el que se prohibía la compra para consumo de la
carne sacrificada a los ídolos, si bien esa norma se matizó por el propio San
Pablo –véase el cap. 8 de 1 Cor-, que insistía más en evitar escándalos
ante cristianos poco formados, que en el hecho en sí de esa comida pues “Claro está que el hecho de que Dios nos
acepte no depende de lo que comemos”
(…) pero si “a causa de mi comida
hago yo caer en pecado a mi hermano, mejor será que no coma carne para no
ponerle en peligro de pecar” (1 Cor. 8,13). Caridad fraterna frente a
rigidez alimenticia.
Deduzco, en definitiva, de esa reflexión de Plinio sobre los
problemas de venta de la carne, que en la comunidad cristiana de Bitinia,
sesenta años después, se aplicaba escrupulosamente el decreto del Concilio de Jerusalén (sin las matizaciones paulinas), lo que unido al
hecho de que había ciertas apostasías (incluso de cristianos con veinte años de fidelidad), probaría de que se trataba de una
comunidad aún no muy consolidada (ya hemos dicho que esa zona de Asia Menor no
fue visitada por San Pablo). La circunstancia, anotada por Plinio al final de
su carta de que, merced a su Decreto, vuelve a frecuentarse los tempos y a normalizarse la venta de la carne de víctimas a
los ídolos, nos reafirma en nuestra tesis.
IV
QUÉ SE PERSIGUIÓ A LOS CRISTIANOS? ¿QUÉ BASE
JURIDICA SE UTILIZÓ?
Son cuestiones controvertidas, pues aún existen varias
explicaciones en juristas e historiadores que no son concordantes, teniendo en
cuenta que no fue hasta el siglo III cuando la persecución a los cristianos se
regló por medio de la ley (edictos),
coincidiendo con una mayor conciencia de las autoridades acerca de la
naturaleza del cristianismo. Ya no sólo se trataba de una supersticio ilícita de individuos, sino de una religión organizada,
con dirigentes, servicios sociales y libros sagrados, y que negaba las
fundamentales instituciones religiosas de la religión romana y del Estado (muy unidos): los
cultos de sus templos y la divinización de sus emperadores.
A mi juicio la mejor explicación de esas persecuciones (realizadas con escasa apoyatura legal hasta el siglo III), la da el gran jurista alemán Theodore Mommsen,
que ubicó las mismas dentro del poder coercitivo normal de todo Estado.
Es lógico que si hay grupos que se reúnen en secretos collegia, que se niegan a prestar adoración al emperador o incluso
perturban gravemente el tráfico socioeconómico, negándose a comprar determinados
productos, pueden ser juzgados como contrarios al orden jurídico-religioso,
político y económico de Roma, y reprimidos. Hoy día somos muy escrupulosos con el aforismo jurídico "nulla poena sine lege", pero en esa época la discrecionalidad de los gobernadores para perseguir conductas que estimasen contrarias a la estabilidad religiosa y política de Roma era amplísima. La objeción acerca de por qué
Plinio acude al Emperador a pedir consejo, a mi juicio, tiene una fácil
explicación y es el hecho de que acontecimientos aislados se convierten con el
tiempo en un verdadero problema público y generalizado, que requiere
prudentemente recabar el dictamen de la autoridad superior (la cual confirmará la praxis del inferior, precisamente porque entra dentro del poder coercitivo de todo Estado).
Menos convincente me parece acudir al expediente del derecho penal romano, primero
porque es difícil ubicar las conductas de los cristianos, aparte de sus
reuniones ilícitas, en los tipos delictivos propios del derecho punitivo
estatal. Y, sobre todo, porque, como reconocen los propios paganos, los
cristianos velaban de manera prioritaria por una vida santa (entre ellos y con
los demás hombres). Y, además, en sus Escrituras se insistía en la obediencia a
las autoridades y hasta legitimaban su poder coercitivo (Rm. 13, 1 y ss., 1 Tim. 1, 8-10 o 1 Ped. 2,13 y ss.), si bien señalando con
claridad la obligación de “obedecer a
Dios antes que a los hombres” (Hch. 5,29). De los cristianos se decían barbaridades (desde antropofagia hasta incesto),
pero cualquier autoridad sensata, con una básica investigación, se daba cuenta
enseguida de que eran insidias sin fundamento.
Por último, y aunque defendida por autores católicos, no me convence
tampoco la razón de que existieran leyes
especiales contra los cristianos, pues sólo hay constancia segura de que
esas leyes se promulgaron a partir del siglo III.
La primera persecución romana conocida –la de Nerón- no tuvo la más mínima apoyatura legal (al menos no la
conocemos, a pesar de un testimonio de Tertuliano que cita un Institutum Neronianum), y sólo se fundó en la
conocida imagen del chivo expiatorio, que
serviría para ocultar los crímenes de un tirano. Para las siguientes
persecuciones no será necesario acudir a una ley especial sino al hecho, que recuerda Mommsen, de que las
conductas cristianas cuestionaban el orden religioso-político de Roma, y según
la percepción, discreción o crueldad de
cada gobernante, se podía ser más o menos severo con los cristianos.
A mi juicio -y para concluir-, las persecuciones contra los cristianos, tanto las de ayer y las de hoy (mucho más violentas que antaño, recordemos México y España en el siglo XX, o las acciones del Daesh o Al-Qaeda en Siria o Irak en nuestro siglo XXI), sólo se entienden plenamente desde ese impresionante aserto de la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (Nº 13). El marchamo de una vida auténticamente cristiana es la persecución: "si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" nos dice el Señor (Jn. 15,20). Y San Pablo recordará que "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución" (2 Tim. 3,12). Pero esta explicación, sin duda la más verdadera de todas, es la menos demostrable desde el punto de vista de la ciencia histórica (aunque se confirme una y otra vez en nuestro mundo), y sólo podemos percibirla y aceptarla con certeza a la luz de la fe.
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