sábado, 18 de junio de 2022

El enemigo es el modernismo, no el tradicionalismo.

El triunfo absoluto y diríamos definitivo en la Iglesia Católica de nuestro tiempo de la madre de todas las herejías, el modernismo, podemos apreciarlo en un sencillo hecho: la gran preocupación (y hasta obsesión) del primer papa santo del siglo XX fue combatir esta herejía racionalista, que suponía minar los sólidos cimientos de la fe, de la Revelación y de la moral que la Iglesia había recibido en deposito de una larga tradición cuyos inicios se remontaban a la iluminación del cenáculo de Jerusalén. Pero la gran preocupación (y hasta obsesión) del papa más mediático de inicios de este siglo XXI es precisamente atacar el tradicionalismo, la convicción de muchos cristianos de nuestro tiempo de que la palabra clave para regir el devenir histórico de la Iglesia Católica no es el cambio o la evolución -motores del modernismo- sino la tradición. Ésta es la mejor respuesta a aquella herejía. Pero ese desplazamiento de ciento ochenta grados del centro de inquietud de dos papas, con un siglo de diferencia, confirma que el modernismo ha vencido hoy y por goleada. Ha ganado en el tiempo (pues ha socavado buena parte de los fundamentos sobrenaturales de la Revelación, la moral y la doctrina recibida), y sobre todo sigue triunfando en su insidioso y permanente movimiento perpetuo, que no deja en paz nada de lo que hemos recibido hasta que consiga destruirlo definitivamente. Como dice San Pío X en su Pascendi "Hay aquí un principio general (del modernismo): en toda religión que viva nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse"

Según informa Infovaticana, en la reunión de finales del mes de mayo con los directores de las revistas jesuitas, el Santo Padre manifestó que "es muy difícil ver la renovación espiritual con criterios anticuados, concluyendo que "el problema es precisamente éste: en algunos contextos el Concilio aún no había sido aceptado" (no es necesario aclarar que ese Concilio por antonomasia, al que el Papa se refiere, es el ultimo ecuménico celebrado entre 1962 y 1965) . Aprovechó igualmente para hacer un emotivo elogio del Padre Arrupe, el general jesuita bajo cuyo generalato (1965-1983), la Compañía que fundó San Ignacio de Loyola dio un giro ferozmente modernista y entró en barrena. Hoy, sin ser profetas de calamidades, podemos afirmar con la frialdad helada de los datos que la Compañía está en serio peligro de desaparición, lo que evoca un curioso paralelismo: un vasco la creó y otro vasco la destruyó. Recordemos lo que señaló el historiador Ricardo de la Cierva, en su imprescindible libro "Jesuitas, Iglesia y Marxismo" (Plaza y Janés, 1986):

"Durante los años del Generalato del Padre Arrupe la Compañía de Jesús se ha hundido en cuanto a efectivos humanos, y ha perdido, esto es lo más grave, toda una generación puente lo que hace todavía más problemático el relevo y compromete, en cierto sentido nada metafórico, la misma supervivencia de la Orden" (Op. Cit. Pág. 462).

El Santo Padre expresamente vincula la figura (objetivamente fracasada) de Arrupe con el Concilio (también fallido en sus expectativas), y coloca enfrente de ambos a los que denomina tradicionalistas: "esto está sucediendo nuevamente, especialmente con los tradicionalistas. Por eso es importante salvar a estas figuras que defendieron al Concilio y la fidelidad al Papa. Hay que volver a Arrupe: es una luz desde ese momento que nos ilumina a todos". 

Cuando uno lee esa defensa cerril de dos fracasos, piensa que el papa santo del siglo XX hubiera usado la misma estructura de frase para decir exactamente lo contrario: "esto está sucediendo nuevamente, especialmente con los modernistas. Por eso es importante salvar a las figuras que defendieron la Tradición de la Iglesia y la fidelidad al Papa".  Un Papa santo que observaba, ya en su tiempo, cómo se cubrían de elogios a quienes tenían una especial saña contra la tradición, pues "cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguorehúsa la tradición y el magisterio eclesiásticotanto más sabio lo van pregonando(San Pío X, Pascendi).   

Y por supuesto, el Papa Francisco, transluciendo su habitual hermenéutica de ruptura, contrapone de facto el Concilio de Trento al último ecuménico: "En la Iglesia europea veo más renovación en las cosas espontáneas que van surgiendo: movimientos, grupos, nuevos obispos que recuerdan que hay un Concilio detrás de ellos. Porque el Concilio que mejor recuerdan algunos pastores es el de Trento.  Lo que estoy diciendo no es una tontería".

No sé si son tontas las palabras del Santo Padre, pero revelan sin la menor duda su apuesta radical por una visión rupturista de la Iglesia (frente a la hermenéutica de la continuidad propuesta por el Papa que le precedió, aún vivo).  A la vez que elogia a quienes -como el Padre Arrupe- han llevado a la misma a su postración actual, descalifica a aquellos católicos que creen -que creemos- que es precisamente el olvido de las más sólidas doctrinas cristianas (recordadas incluso por el Concilio, si bien orladas por un halo novedosamente optimista), lo que ha provocado la insignificancia de la Iglesia ante el mundo y la debilidad de la fe en los bautizados. 

Y no entiendo por qué el Papa critica que se recuerde a Trento, cuando el impulso evangelizador merced a ese Concilio (y a España, luz de Trento), extendió la fe católica desde un extremo a otro del mundo. Sin embargo, el otro Concilio, el que tanto le gusta  -y que introdujo una clara novedad a la hora de hablar de Estados Católicos y de la libertad religiosa- ha provocado que buena parte de la fe católica de Europa e Iberoamérica se haya dispersado en favor del ateísmo, de las sectas protestantes y de los viejos cultos paganos resucitados; una vuelta a las fábulas y a las consejas de viejas, en lenguaje paulino.  Si seguimos el criterio evangélico del árbol bueno que da frutos buenos, deberíamos reconocer que el Papa ha dicho una gran tontería, pues si comparamos los frutos de Trento con los del Concilio no hay color: el primero extendió universalmente la fe y frenó al protestantismo, mientras que el segundo hizo recular a la fe y dar alas a la herejía. 

Aun así, y de acuerdo a la recta visión católica, ni siquiera los malos resultados pueden justificar el rechazo de un Concilio plenamente legítimo, muchos de cuyos textos finales son de gran belleza y Verdad. Quien así lo haga no puede en rigor denominarse católico. Por ello, ante esa catástrofe del postconcilio, no queda -a nuestro humilde juicio- sino re-interpretarlo todo de acuerdo a la tradición de la Iglesia, columna y fundamento de la Verdad. Entenderlo de conformidad al conjunto de las doctrinas católicas que hemos recibido, en continuidad y no en ruptura. Precisamente la criticada ambigüedad de muchos de sus documentos,  facilita esa lectura tradicional (del mismo modo que ha generado una lectura desbocadamente modernista, aunque nadie es capaz de citar los pasajes concretos que avalen tales interpretaciones aberrantes y se escudan en lo que llaman el espíritu del Concilio. La vieja táctica modernista de no dar abiertamente la cara que denunció San Pío X). 

No, Santo Padre, no se confunda. No rechazamos el Concilio, lo asumimos de conformidad a lo que dijo el excelente teólogo que le precedió en el solio pontificio y aún vive: de acuerdo a una hermenéutica de continuidad. Los enemigos no son -no somos- los tradicionalistas (que siempre rezamos por su augusta persona). Los grandes enemigos de la Iglesia Católica -ayer, hoy y siempre- han sido, son  y serán los modernistas. 

"Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es el conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podrían obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como hemos indicado, absolutamente toda religión" (San Pío X, Pascendi, numeral 38).   



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