I
Para entender
debidamente esa caída en picado de la fe cristiana en nuestros días, e intentar
explicar qué consecuencias futuras pueda tener esa abierta apostasía de
naciones y de buena parte de bautizados, creo necesario indagar en los
misteriosos paralelismos y similitudes que se dan entre la historia de gloria y
decadencia del cristianismo y la historia –de elevación y hundimiento también-
del pueblo de Israel. Pues de la nación judía brota la salvación para toda la
humanidad por Jesucristo “luz de las naciones
y gloria de Israel” (Lc. 2,32).
Hagamos un somero
seguimiento de ambas trayectorias, contrastándolas con la vida de Nuestro
Señor.
1º.- Ambos pueblos –el
judío y el cristiano- tuvieron su origen en territorios hostiles. El pueblo de
Israel se configura verdaderamente en Egipto, desde donde el gran libertador
Moisés lo saca de su esclavitud, convertido en una única nación de doce tribus.
El cristianismo, por su parte, surge en Judea, y muy pronto comenzarán los
problemas de convivencia con los judíos, hasta el punto que, al igual que
Israel inició un éxodo hacia la tierra prometida, el cristianismo emigró de
Judea para extenderse a todo el mundo, tal y como había mandado el Señor:
“Id,
pues, y haced discípulos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo
os he mandado” (Mt. 28,19).
Jesús nació en Belén de
Judá, lejos de su patria -Nazaret, Galilea- y desde el principio su vida quedó
marcada por la persecución. El mismo desierto que cruzó Israel, lo atravesará
Él con sus padres huyendo del odio de Herodes el Grande (Mt. 2,14).
2º.- Judíos y
cristianos avanzaron por un largo camino, lleno de obstáculos –en el desierto,
los primeros y en las persecuciones, los segundos- hasta arribar a la tierra de
promisión. Si en el caso judío esto significaba haber conquistado materialmente
la tierra de Canaan, en relación con los cristianos implicaba el triunfo
espiritual sobre Roma, a partir de la época de Constantino (y también en cierto
modo material, sobre todo desde la época de Teodosio).
La misión de Cristo
comenzó con un doloroso fracaso en la localidad donde se crió (Lc. 4), pero una
vez se hubo establecido en Cafarnaún fue verdaderamente apoteósica. Las masas
le seguían para escucharle y verle hacer milagros; hasta el punto que "Jesús no podía entrar manifiestamente
en ninguna ciudad y se quedaba fuera, en despoblado, pero acudían a Él de todas
las partes" (Mc. 2,45).
3º.- Los dos pueblos
tuvieron que combatir peligros espirituales muy concretos: Israel, mediante la
denuncia profética, a la tentación de la
idolatría; la cristiandad, con los escritos vigorosos de los teólogos y
Padres de la Iglesia, a las herejías.
El mismo Señor fue "fue empujado al desierto, donde estuvo
cuarenta días tentado por Satanás" (Mc. 1,13), siendo el común
denominador de estas tentaciones la consecución del éxito mundano de su
obra.
4º.- Ambos credos
alcanzaron su cénit en un momento concreto de la historia. Israel durante la
monarquía de David y de Salomón (siglos IX y X A.C), con su mayor expansión
territorial y gloria histórica. La cristiandad, a mi juicio, la alcanzó en el
siglo XIII, y no porque se llegase en esa época su máxima extensión (eso
sucederá en el siglo XVI, merced a España), sino porque el cristianismo, como
nunca había sucedido antes ni sucedería después, impregnaba todo el poder y el
saber del siglo, desde reyes santos (San Luis IX de Francia, San Fernando de
Castilla), teólogos excelsos (San Alberto, Santo Tomás de Aquino, San
Buenaventura) o santos fundadores de órdenes imprescindibles para comprender la
historia de la cristiandad (Santo Domingo de Guzmán o San Francisco de Asís). Y
fue además el siglo de las catedrales góticas.
En fin, la gloria de
esa época, su altura intelectual, la belleza de su arte y la santidad de sus
santos, ha sido muy bien explicada por el imprescindible escritor inglés
Chesterton en su biografía sobre Santo Tomás, que siempre recomiendo leer.
Podemos decir que antes
del discurso sobre el "Pan vivo
bajado del Cielo" que pronunció en la Sinagoga de Cafarnaún, la obra
de Jesús cundía y reunía en torno a sí a muchísimas personas. Sin embargo,
la mayoría desconocía absolutamente el sentido de su estancia entre nosotros.
Sólo iban a verle porque "habéis
comido pan para saciaros" (Jn. 6,26), aunque Jesús les exhortaba a
trabajar "no por el alimento que se
acaba sino por el alimento que dura dando vida definitiva, el que os va a dar
el Hijo del Hombre" (Jn. 6,27). Cuando comenzaron a intuir que el
signo humano de Jesucristo no sería una corona de oro sino de espinas, podemos
decir que "se fueron saliendo uno a
uno comenzando por los más viejos" (Jn. 8, 9).
5º.- La Monarquía judía
y la Cristiandad entraron en fases de decadencia. El pueblo judío se dividió;
uno en el norte (Israel) y otro en el sur (Judá), y a causa de esa debilidad
fueron cayendo como fruta madura en las garras de Asiria, Caldea, Grecia y
finalmente Roma (las cuatro bestias del capítulo 7 del Libro de Daniel). En
cuanto a la cristiandad, vivió un tiempo atroz en el siglo XIV (peste negra, la
filosofía nominalista de Occam y la decadencia de la escolástica), que abrió la
puerta al renacimiento, y con este movimiento se entró de bruces en la
modernidad (y se comenzaron a degustar los frutos envenenados de ésta,
productos de la rebelión de Lutero). La Iglesia -la cristiandad- dejó así de
tener influencia en el concierto de las naciones, y consecuencia de ello fue
asumir –ya en nuestro tiempo- su renuncia a cualquier teología seria del Reino
de Cristo y a la mera posibilidad de Estados Católicos.
Probablemente, como
hemos apuntado, el punto de inflexión de la predicación del Señor sucediera en
la sinagoga de Cafarnaún, cuando tal y como nos describe Juan, comenzó a
predicar abiertamente los dos más grandes escándalos -ayer y hoy- de su vida:
que moriría en redención de nuestros pecados y que habría que comer su Carne y
su Sangre (Jn. 6). Pocos se quedaron con Él, las masas le abandonaron (Jn. 6,
66-68).
Igual que el pueblo
judío se dividió en dos, los cristianos nos separamos y dejamos de participar
en una fraterna mesa común. Primero en el cisma de Cerulario, Patriarca de
Constantinopla, en el año 1054, que dividió al cristianismo entre oriente y
occidente (aunque se salvaron las verdades básicas de la fe y los sacramentos,
salvo la autoridad petrina). Y, sobre todo, con la herejía luterana (siglo
XVI), que disgregó literalmente toda la fe cristiana desde la autoridad de Roma
hasta los sacramentos, la eclesiología, la moral o la escatología.
Significativamente, lo primero que fue destruido con ese desenfreno fue el
elemento más fuerte de nuestra unión, el sacramento de unidad por excelencia y
el memorial que el Señor nos ordenó hacer de su muerte, la Santa Misa (Lutero y
Calvino no disimularon nunca el odio que sentían ante el Altar donde se
actualizaba el Sacrificio del Señor). Pero en la Disputa de Marburg (1529) se
constató que jamás los protestantes se pondrían de acuerdo en el significado
del principal Signo que nos legó el Señor y, de ese modo, se dividirían
continuamente en nuevas sectas y subsectas, asumiendo más y más errores. Quedó
probado así que el principal motor de esa revolución protestante fue el fautor
de toda división, el diablo.
6º.- El pueblo de
Israel –tras el deicidio cometido, matando a Jesús- fue prácticamente
aniquilado por Roma, primero en la guerra de los años 66 a 73 D.C. y finalmente
en la del año 136 D.C. El emperador Adriano reprimió a sangre y fuego la
rebelión de Bar Koba, cerró para siempre el acceso de los judíos a Jerusalén,
refundó la ciudad como Aelia Capitolina, y construyó un templo dedicado a Venus
en el lugar donde se asentaba el calvario y el sepulcro del Señor.
Pero yo me pregunto si nosotros,
los cristianos hemos corregido y aumentado el deicidio de los judíos. Porque
acaso hayamos hecho algo peor que crucificar a Cristo (su cuerpo): hemos
pretendido aniquilar su Espíritu, quitándolo primero de nuestras leyes, y luego
de nuestras almas (estorbaba a nuestra visión de un progreso infinito). Por
ello, a mi juicio, nosotros los cristianos estamos en la fase de la historia,
anunciada ya por los Evangelios, del “comienzo
de los dolores” (Mt. 24,8). Quizás no debemos pensar –por ahora- en una
destrucción física, material y nacional (como le sucedió al pueblo judío en las
dos fases de la guerra romana), sino más bien en una decadencia definitiva de
la fe, que anule a la vez la esperanza y
la caridad de la mayoría de los cristianos:
“El
exceso de maldad enfriará la caridad de muchos, pero el que persevere hasta el
final se salvará” (Mt. 23, 12-13).
Será nuestro Jueves Santo, nuestro Getsemaní. ¿O quizás ya es?
Pero sabemos con las
Sagradas Escrituras que nuestra desgracia no se quedará ahí. Esa decadencia irá
acompañada de persecuciones terribles -dirigidas por un oscuro personaje
denominado Anticristo-, que quizás no veamos nosotros, pero sí las generaciones
no muy lejanas que nos sucederán:
“Os
entregarán a los tribunales, os odiarán en las sinagogas y compareceréis ante
los reyes por causa mía (…) todos os
odiarán por causa mía” (Mc. 13, 9 y 13).
Será nuestro Viernes Santo, nuestro calvario.
“Si
a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn.
15,20). El triunfo de Cristo tuvo que pasar por la cruz, iniciándose su agonía
el jueves santo por la noche en un hermoso huerto de olivos al oriente de
Jerusalén. Un poco antes, durante una cena repleta de emociones, advertirá a
sus amigos que "esta noche vais a
fallar todos a causa de mi nombre" (Mt. 26,31), y así sucederá: sus
discípulos le abandonarán durante su prendimiento (Mt. 26,56); Pedro le irá
siguiendo "de lejos" (Mt.
26,58), sin convicción, sin fe, lleno de terror por lo que digan los enemigos
de Cristo que le rodean por todos los lados, y al final gritará ese terrible: "no sé quién es ese hombre"
(Mt. 26,74). Sólo su madre, unas mujeres y un discípulo anónimo estarán junto a
Él mientras desde el árbol de la cruz nos regala su Vida a todos los
hombres.
7º.- Finalmente, tras
dos mil años de purgatorio, buena parte del pueblo de Israel por decisión de la
Providencia ha vuelto a su tierra, y se ha creado un estado moderno. Se
constata así que las promesas bíblicas a Israel, a diferencia de las
cristianas, siempre están directamente vinculadas a lo material, a la tierra.
Ese retorno se prevé en los profetas (que anuncian la vuelta de los
desterrados), pero también en los Evangelios:
“Jerusalén
será pisoteada por los paganos hasta que llegue a su fin el tiempo de los
paganos” (Lc. 21,24).
Jesús resucitará, y
tras quedarse durante cuarenta días con sus discípulos, ascenderá a los Cielos
desde donde intercede ante el Padre por todos nosotros (Hb. 9,24). Esos
cuarenta días (no cronológicos) de Cristo Resucitado entre sus discípulos
parecen insinuar las primicias del futuro Reino de Cristo, cuando Él venga de nuevo en gloria,
derrote al anticristo y reine para
poner fin a sus dos últimos enemigos: el diablo y la muerte (Ap. 19 y 20):
“Pues
es necesario que Él reine hasta que ponga a sus enemigos de estrado de sus
pies” (1 Cor. 15,25).
Ese Reino de Cristo
consumado es la presencia radical de Cristo resucitado entre los discípulos de
hoy y del mañana, un tiempo de paz y felicidad para los cristianos. La mayoría
de los teólogos, en nuestros días, identifican el Reino con las mejores etapas
históricas de la historia de la Iglesia; otros, sin embargo, lo asocian con un
tiempo nuevo, escatólógico, más allá de la historia (un fin de los tiempos) pero vinculado misteriosamente a nuestro
mundo. Las Escrituras parecen avalar esta última interpretación minoritaria,
pero en todo caso, me atengo con humildad al juicio de la Iglesia.
Y hasta aquí podemos
llegar, de momento. Cristo reinará, pero también juzgará. Y muchos de los que
decían “Señor, Señor” pero nada
hicieron para que se implantase su reino, o permitieron que las fuerzas del mal
agostasen sus retoños serán duramente castigados.
II
En el punto anterior he
realizado un esquema cronológico. Querría hacer ahora un modesto juicio general
de todos estos impresionantes hechos, algunos de los cuales todavía no han
acaecido, pero están -según creo- relativamente cerca. Pero no hablaré de lo
que todavía no ha sucedido, sino de lo que ahora está sucediendo. Y aunque
duela e indigne a muchos, este tiempo nuestro lo vinculo con aquellos
desoladores versículos bíblicos, referidos a los cristianos que han abandonado,
por sus doctrinas o por sus actos, el claro camino de salvación marcado por Cristo:
"Más
les habría valido no conocer el camino de la rectitud que, después de
conocerlo, volverse atrás del mandamiento santo que les transmitieron. Les ha
sucedido lo de aquel proverbio tan acertado: El perro vuelve a su propio
vómito" (2 Ped. 2,22, Prov. 26,11).
Los judíos crucificaron
por manos de los paganos a Jesús y, aunque plenamente responsables, lo hicieron
“conforme al plan proyectado y previsto
por Dios” (Hch. 2,23), y en definitiva "por ignorancia” (Hch. 3, 17). La
Sangre derramada de Cristo, que sólo ha tenido la misión de salvar, salvar y
salvar, no ha supuesto por ello una maldición para el pueblo judío como muchos
han creído (malinterpretando la profecía de Mt 27,25), sino más bien una
bendición pues sabemos que al final
“todo
Israel se salvará” (Rm. 11,26),
y sucederá así porque:
“en
sus heridas (todos) hemos sido salvados” (Is. 53,5).
Dios eligió al
principio de la historia a Israel, no por sus méritos y grandezas sino porque
“erais
el más insignificante de los pueblos, y por ello Adonai os amó”
(Dt. 7,7).
Israel representaba
sólo una etapa histórica en ese viaje de la humanidad hacia la gloria final. Cumplida
ya su importante función en la historia de la redención, ha vuelto por voluntad
de Dios a la tierra prometida (de donde fue expulsado por sus pecados), a la
espera de su último acto salvífico: “mirar
al que traspasaron” (Zac. 12,10) y convertirse masivamente (Rm. 11,26).
Porque los "dones de Dios al pueblo
judío son irrevocables" (Rm. 11,29).
Ellos cayeron por
ignorancia. Pero nosotros, el mundo occidental empapado de cristianismo por los
cuatro costados, llevamos pecando gravemente desde hace mucho tiempo en
nuestras vidas y en nuestras leyes, y no por ignorancia precisamente. Nosotros
no tenemos excusa. Pecamos por aquello que Cervantes decía que era propio de
demonios, por ingratitud, por malicia, por haber olvidado deliberadamente “Todo lo que Dios nos ha dado, que nos
reconcilió con Él por la sangre de Cristo (…) no teniendo en cuenta nuestros
pecados” (2 Cor. 5, 18-19).
Igual sucedió con el
pueblo judío tras su división en dos reinos. Judá miraba con autosuficiencia a
su hermana Israel (que había defeccionado por sus pecados) y se consideraba el
único depositario de la antorcha mesiánica. Sin embargo, Dios le bajó los humos
y le recordó con toda claridad que “la
rebelde Israel es menos culpable que la infiel Judá" (Jer. 3,11),
precisamente porque ellos nunca debieron de caer si eran conscientes de ser la
última antorcha en la tierra del Dios vivo.
De nosotros los
cristianos podemos decir lo mismo: “más graves son nuestros pecados que los que
cometió el pueblo judío”.
El Apóstol nos puso en
guardia sobre esa horrible posibilidad y advirtió severamente -porque intuía lo
que iba a suceder (2 Tim. 3, 1 y ss.)- que anduviésemos con cuidado, porque
éramos paganos e hijos de la ira (Ef. 2,3), y sólo por pura misericordia
habíamos sido elevados por la Gracia de la fe. Las palabras de su Epístola a
los Romanos deberían estar grabadas en el frontispicio de todas las iglesias
cristianas del mundo:
“No
seas orgulloso y ten mucho cuidado. Porque si Dios no perdonó a las ramas
naturales, a ti tampoco te perdonará. Ten presente la bondad y la severidad de
Dios: severidad para con los caídos; bondad para contigo, con tal de que
permanezcas en esa bondad; pues, de lo contrario, también tú serás cortado (…)
Porque
tú fuiste cortado del que por naturaleza era acebuche, y contra la propia
naturaleza, fuiste injertado en el olivo bueno”
(Rm. 11, 20-24).
Es evidente que nuestro
mundo cristiano -meros acebuches infructuosos, injertados por pura gracia en un
olivo fecundo-, se ha reído de ese gravísimo aviso de San Pablo, olvidando
además algo muy decisivo. Que si se han cumplido los oráculos contra los judíos
–los olivos genuinos-, también se realizarán los referidos a nosotros. Y
seremos cortados.
El pecado del pueblo
judío tuvo terribles consecuencias. Se verificaron las profecías del Señor
durante su discurso apocalíptico, y durante dos milenios soportaron
persecuciones y pogromos en todos los lugares donde se asentaron, e incluso un
sicópata austriaco programó en el siglo XX su exterminio total. Y esos
desastres derivaban en última instancia, aunque de manera muy misteriosa, de un
pecado muy grave, pero en buena parte realizado por ignorancia, pues:
“si
hubieran conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria”
(1 Cor. 2,8).
Dios les castigó
severamente, aun siendo el pueblo elegido, pero nunca dejó de amarles:
“Sólo
por un momento te abandoné / Pero con inmensa piedad te regojo de nuevo / En un
rapto de cólera oculté Mi rostro de ti un instante,/ Mas con eterna bondad me
apiado (…) Vacilarán los montes,/ Las colinas se conmoverán / Pero mi bondad
hacia ti no desaparecerá Ni vacilará mi alianza de paz/ -dice el Señor- /
Que de ti se apiada” (Is. 54. 8-10).
Pero el Señor, si
examinamos detenidamente las Sagradas Escrituras, ninguna esperanza dará al
nuevo Israel (a nosotros) en bloque. Nosotros, meros paganos convertidos por la
fe, no tendremos segunda oportunidad si volvemos a las andadas, a las fábulas,
la idolatría y la perversidad moral (al panorama devastador descrito en Rm. 1,
18-29, que nuestro mundo reproduce con morbosa delectación, con explícita
provocación al Altísimo).
“Porque
si pecamos deliberadamente después de haber crecido el conocimiento de la
verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino una terrible
expectación y el ardor vindicativo el pecado, del fuego que consume a los
rebeldes” (Hb. 10,26).
Mientras los judíos se salvarán como pueblo por la fe (Rm. 11,26 dice expresamente todo Israel), sólo un pequeño resto fiel de nosotros los cristianos (el nuevo Israel
que sobreviva durante los tiempos finales), se salvará:
“la
maldad creciente enfriará la caridad de muchos pero el que persevere hasta el
final se salvará” (Mt. 24,12).
Y viviremos un tiempo
tan terrible que:
“Si
no se acortasen esos días se pondrían en peligro la salvación de los elegidos” (Mc.
13,20).
Otros textos bíblicos
insisten en esa apostasía final y en la gravedad de sus consecuencias, pero
creo que basta lo dicho.
¿Vale la pena insistir
hoy en ello? Me temo que estos avisos son una mera voz que clama en el desierto
y que los pocos voceros que quedan son descalificados y parodiados como “profetas de calamidades”.
Esto es lo que hay. El mundo que nos rodea -neopagano y antes cristiano-, ha decidido definitivamente perderse por el agujero de un inodoro lleno de podredumbre, despreciando lo que Dios ha hecho -y sigue haciendo- por su salvación. Como si fuera “una cerda que vuelve a revolcarse en el cieno y un perro que devora lo que ha vomitado”.
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