martes, 23 de junio de 2020

El pasado hay que hacer añicos.


Decía Ortega y Gasset que el rencor era la emanación de una conciencia de inferioridad. Que dos  personajes de la magnitud histórica, en ámbitos y circunstancias tan diferentes, como Alejandro Magno, o Fray Junípero Serra sean pasto del odio progre (en tan corto intervalo de tiempo, y en lugares tan distantes) merece una humilde reflexión.

Se nos argumentará, no sin razón, que los ejecutores de dichos actos son vándalos ignorantes, sujetos con muy poca sal en la mollera o con excesivo viento pútrido. Todo eso sin duda es verdad. Pero creo que se trata esencialmente de algo mucho más peligroso que la mera ignorancia, que la cuestión de fondo podemos rastrearla en una consigna que se encuentra en una de las estrofas del himno comunista de la internacional: "el pasado hay que hacer añicos". Y cuando ahí se habla de pasado no se hacen distinciones. Todo pasado merece ser aniquilado, tanto lo que concebimos como bueno (la civilización, el cristianismo), como lo que juzgamos como malo (el imperialismo o la guerra -precisamos, salvo la que promueven ellos-); el mero hecho de ser pasado, implica una carga pesada que el hombre nuevo -ahora veremos sus características- debe tirar por la borda.   

Los sociólogos verán esas acciones vandálicas como la degeneración inevitable de una globalización imparable. Yo añadiría que esa degeneración implica una igualación por lo bajo de la cultura humana; ahora bien, por su propia naturaleza, esa tendencia no tiene freno, por lo que pasará sin solución de continuidad de la cultura a la subcultura, y de ésta a la barbarie. Pero reducir tanto la condición humana, rebajarla a esa mediocridad tan insoportable, no puede hacerse sin inocular en las conciencias una de las fuerzas más terribles del ser humano, la fuerza del rencor, la envidia a la excelencia.

Por eso estoy seguro que la razón última de tales acciones se encuentra en el íntimo aborrecimiento a todo aquello que implique grandeza, es decir, a todo aquello que no tenemos en el presente, pero que podemos encontrar a espuertas en el pasado. Por eso hay que hacerlo añicos. Todo tiempo preterito es prefascismo por tanto.  El programa máximo lo fija el marxismo -la destrucción del pasado-; la fuerza ya no es la razón en marcha (vivimos en tiempos de pensamiento débil) sino la exacerbación de sentimientos como el odio, fuerza tan poderosa -casi- como el amor.

El trasfondo de estas acciones, en definitiva, no es el ataque al fascismo, al imperialismo o al racismo. Esos vándalos no tienen ni pajorera idea de lo que es el fascismo (lo usan como insulto de referencia); son imperialistas sin saberlo, porque anhelan un imperio de sus ideas (de su falta absoluta de ideas y su sobra de resentimiento, diríamos); y en cuanto al racismo, no es cierto que lo condenen; no dudan en usar expresiones racistas contra gentes de otras razas que piensan exactamente diferente que ellos. O con más precisión, contra tipos que simplemente piensan.

Otro detalle de su mediocridad lo encontramos en que actúan amparados en la noche, como las cucarachas; jamás querrán arriesgarse a que un municipal les imponga una multa (que seguramente pagarán sus padres). En eso vemos una diferencia fundamental con muchos hombres del pasado. Los grandes no se conformaban, y aspiraban a mucho más. Y los mediocres de antaño sufrían por esa conciencia de no haber hecho nada importante en la vida. Así, el gran Aquiles era consciente de que jamás volvería de Troya, pero prefería morir y pasar a la eternidad en un poema (escrito hace dos mil ochocientos años, que aún hoy nos estremece), que vivir sin poder demostrar su valía como guerrero.

Y en relación con Alejandro, la historia nos cuenta que precisamente el mismo año en que nació, un oscuro pastor de Éfeso llamado Eróstrato incendió el templo de Artemisa, una de las maravillas de aquel mundo al que ese niño macedonio cambiaría la faz, antes de morir con treinta y tres años.

El pirómano confesó que lo hizo sólo por la gloria de que su nombre fuera recordado. Para mal, pero recordado. Seguramente, se le hacía insoportable oír en las chozas los cantos épicos de su tiempo, aquellos que ensalzaban las proezas del hijo de Peleo y Tetis, y quiso que su nombre se inscribiese, a costa de lo que fuera, con los de aquellos que consumaron hazañas inauditas. Y, por contraste, consiguió lo que anhelaba. Los Eróstratos de hoy incendian, destruyen, profanan y orinan sobre los monumentos y lugares sagrados, pero se esconden como ratas, y se diluyen sus personas en una amalgama de odio compartido, son el hombre masa de Ortega, orgulloso de ser menos que la nada. Basura anónima. Marxismo puro y duro. 

De eso hablamos: del marxismo, de sus efectos envilecedores de la noble condición humana, y no de otra cosa. De aquel dragón de varias cabezas del Apocalípsis, una de cuyas cabezas fue herida de muerte (y sabemos el año en que sucedió esto, 1.989) pero que "su llaga mortal había sido curada y toda la tierra maravillada seguía a la bestia" (Ap. 13,3)

¿Mero vandalismo? ¿Efectos colaterales de la globalización? No, son signos inequívocos de tiempos terminales. Quien tenga oídos para oír que oiga.
   

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