domingo, 21 de junio de 2020

Dios en la brisa y no en el huracán. Una petición de perdón




De tantas narraciones de la Santa Biblia que podrían ponerse a la altura de las más extraordinarias creaciones literarias de la humanidad, quiero ahora recordar una, que se cuenta en el primer Libro de los Reyes.

El profeta Elías había tenido que huir a la desesperada del cismático reino del norte, porque la reina Jezabel, consorte del miserable rey Acab,  quería acabar su vida, dada la radical oposición del profeta a la introducción de cultos extraños (de Fenicia, que era la patria de la reina). Vagando el hombre santo por el sur de la tierra santa, llegó primero a Bersebá y posteriormente al monte Horeb, donde unos cinco siglos antes Moisés recibió entre truenos, relámpagos y una densa nube la Ley de Dios.

Llegó, pues, a la montaña sagrada el profeta Elías, y se escondió en una cueva, y allí se lamentaba por su desgracia y pedía al Señor que "tomase su vida porque él no era mejor que sus padres".

Pero el Señor le preguntó:

- ¿Qué haces aquí, Elías?

A lo que respondió el hombre santo:

- Ardo de celo por Yahveh, Dios de los ejércitos, pues los hijos de Israel han abandonado tu alianza, derribado tus altares y matado a espada a tus profetas, y he quedado yo solo y buscan mi vida para arrebatarla.

Entonces sucede algo extraño. Yahveh conmina al profeta a salir fuera de la cueva y a ponerse delante de Él.  Pero antes de que pudiera obedecer, comienza un huracán que arrancaba los montes, y quebraba las rocas

Pero el Señor no estaba allí.

Después sobrevino un terremoto, tan devastador como el huracán.

Pero el Señor tampoco estaba allí. 

Y tras el terremoto, brotó un fuego que consumía las retamas de esa zona desértica.

Pero tampoco allí estaba el Señor.

Sin embargo, apagado el fuego, Elías oyó el dulce silbo de un vientecillo tenue. Y entonces salió afuera, y sin ver al Señor -pues todo mortal tiene vedado mirar cara a cara al Dios escondido-, oyó su voz, que le preguntaba por segunda vez qué hacía allí. Elías repitió entonces las mismas palabras de antes:

- Ardo de celo por Yahveh, Dios de los ejércitos, pues los hijos de Israel han abandonado tu alianza, derribado tus altares y matado a espada a tus profetas, y he quedado yo solo y buscan mi vida para arrebatarla.

Entonces el Señor le encomienda partir para cumplir una misión de ungir a dos reyes -uno de Siria y otro de Israel- y a un profeta, que tendrá mucho nombre a partir de entonces, Eliseo. Y concluirá con estas palabras:

- Me he reservado a siete mil en Israel que no doblaron sus rodillas ante Baal, ni sus bocas lo besaron.

Aquí dejo el relato. De tantas cosas que me fascinan del mismo quiero destacar dos. La primera es que, de algún modo, se comienza a intuir aquí -ocho siglos antes- una nueva y futura alianza, la que consumará el Hijo de Dios. El Dios que reveló a Moisés su ley, lo hizo entre truenos y relámpagos, pero ahora -a los pies del mismo monte, no en lo alto- se revela como un "vientecillo", como aquel "viento que sopla donde quiere" (Jn. 3,8), como el Espíritu, que hará que abandonemos la venerable ley para vivir en la libertad de los Hijos de Dios (Gal. 5). Como el Hijo de Dios, que siendo de condición divina se anonadó y tomó, por amor a nosotros, la condición de siervo. De la intimidad con Dios a lavarnos nuestros sucios pies.

Pero, en segundo lugar,  el Espíritu que el Dios del cielo regala a sus hijos, a quienes le invocamos como "Abba", "Padre", no es un espíritu de discordia y enemistades, sino de caridad, gozo paz, longalimidad, benignidad, bondad, fe y mansedumbre" (Gal. 5, 22-23).

Precisamente hoy, primer domingo con la Misa Tradicional organizada por UNA VOCE suspendida, el relato de la amargura de Elías me invita a no exhibir nuestra razón -que la tenemos- entre relámpagos y truenos mediáticos, sino más bien en la oración, en el perdón a nuestros hermanos (que creemos se han obrado muy mal con nuestra asociación), y sobre todo en la humildad y en la paciencia. Ardemos de celo, sí, pero ese celo no puede ser destructivo. Al fin y al cabo, nada depende ni de nosotros ni de aquellos que desean acabar con la Misa Tradicional en nuestra ciudad, descabezando el movimiento de UNA VOCE.  Ellos y nosotros, qué somos sino nada ante Aquél que tiene predestinado desde la eternidad a "aquellos siete mil que no doblaron las rodillas ante los Baales". Recordemos esa reflexión de Gamaniel en los Hechos de los Apóstoles: Si nuestro movimiento es cosa de Dios, como creemos de corazón, nada ni nadie podrá contra él. Pero si es mera vanidad de hombres, no tendrá futuro, aunque la Iglesia Universal lo promocionase (Hch. 5, 38-39).

Que todos -que somos hermanos en Cristo en definitiva, pese a nuestras discrepancias- tengamos la dicha de estar entre los elegidos del Señor. Y a título personal, pido perdón especialmente al buen sacerdote que es  D. Pablo Díez Herrera,  por las cosas que de él dije en mi comentario de ayer, y que le pudieron ofender. 

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