La reciente noticia de que probablemente se estén utilizando restos de fetos abortados como ingredientes de futuras vacunas contra el covid19, ha generado estupor en muchos, pero me gustaría saber cuántos de estos "indignados" realmente consideran el aborto como un asesinato despiadado. Por lo visto, para algunos el aborto (es decir, matar a un ser humano) es un derecho, pero utilizar los restos para diversos usos lícitos en el comercio es inmoral (una vacuna, un cosmético o, incluso como se está diciendo, un edulcorante de refrescos). Quien así razona en realidad irrazona, pues si consideramos malo lo menor, con más sentido debemos considerar malo lo mayor; la vida humana vale más que unos restos humanos-. Aquí, en el fondo, lo que late es una profunda ignorancia (o, directamente, maldad) derivada de haber perdido los conceptos más elementales de las cosas, quizás el rasgo más característico de nuestro tiempo.
Para empezar, habría que realizar una primera distinción: el concepto biológico de “vida” (propiedad de ciertos seres de adaptarse, alimentarse y desarrollarse), la noción filosófica de "ser" (aquello que hace que una cosa sea algo y no otra cosa), y el término de "persona" (usado por los juristas, para determinar cuándo un feto es sujeto de derechos, así, en nuestro código civil, se requiere el nacimiento con vida, art. 30).
Si usamos con rigor los términos, no podemos decir juridicamente que el feto -que está en el seno materno y no ha nacido- es "una persona"; ahora bien, entendido el vocablo en sentido genérico -individuo de la especie humana- sí podemos calificar al feto como persona. De todos modos, para evitar equívocos, prescindamos del concepto de "persona", y centrémonos en los otros dos que a mi juicio son inequívocamente aplicables a la criatura -no nacida- que descansa en el vientre de la mujer: vida y ser.
Nadie que piense sin prejuicios cuestiona que el feto es una "vida" (el feto se adapta, se alimenta y se desarrolla en absoluta dependencia con el entorno donde reside, el vientre materno). Para sortear esa dificultad, los defensores del aborto nos dicen: sí, es una vida -incluso aceptamos que es humana- pero es imposible determinar cuándo esa vida humana puede definirse como "ser humano". Por eso, colisionando esa “vida” con otros derechos de un ser o persona jurídicamente real (la madre o a veces el Estado), se dan unos plazos ¿razonables? para poder destruir esa vida antes de que sea en efecto ser humano. Doce, catorce, veinte semanas…
Ellos no dicen –no pueden con rigor científico hacerlo- cuándo los plazos son razonables y cuándo no, entran abiertamente en el terreno de la irracionalidad, y para ello eluden el concepto que verdaderamente puede ayudar a salvar esa dificultad científica: el concepto filosófico de ser.
En primer lugar, si la biología confirma que desde la fusión del material biológico del padre y de la madre, surge algo con un ADN (humano), que es diferente al del padre y la madre, no cometemos una arbitrariedad filosófica si aplicamos a ese algo, los conceptos de “ser” y de “humano”. Siendo, por tanto, ese algo “ser” y “humano” los cambios que se operan a partir de entonces en él –desarrollo en el seno materno, nacimiento, crecimiento físico e intelectual, ancianidad, decrepitud y muerte- son meros accidentes de una sustancia radicalmente humana. Cualitativamente es ser humano desde el principio; cuantitativamente es óvulo, feto, bebé, niño adolescente, adulto y anciano. Una sola una realidad, por tanto, que abarca a todas las variantes desde el principio; realidad única, denominada naturaleza o condición humana. Por lo tanto, en el aborto no sólo se mata una vida, sino también un ser humano.
Ahora bien, prescindamos del razonamiento anterior y, concediendo al adversario sus criterios, sigamos albergando dudas de que sea un ser humano (pues vivimos en un mundo que ha olvidado la sana filosofía). Aun así, hay otro error inmenso en aprobar el aborto. En efecto, si se reconoce la impotencia para determinar cuándo se pasa de "vida" a "ser" (aunque se debe admitir que alguna vez será un “ser”), es verdaderamente no arbitrario sino atrabiliario, injusto, irracional y caprichoso destruir el hecho real, fáctico e indiscutible de una vida humana, única e irrepetible, sea cual sea el tiempo de su desarrollo, porque en un momento que se desconoce, se convertirá en ser o quizás ya lo sea. ¿Por qué doce semanas y no cuatro, once, trece, catorce, quince, treinta o un minuto antes del parto? ¿O por qué no recién nacido como se hacía en los pueblos paganos, si les nacía una niña? ¿O por qué no ya desarrollado como hombre o mujer, con la excusa del perfeccionamiento racial de la humanidad? ¿O por qué no cuando, ya nacido, está felizmente dormido en la cuna, y no sufriría?
En fin, lo que dicta la biología, el sentido común y la civilización no es un derecho de la madre a matar a su hijo, sino un deber de cuidar su embarazo, para que pueda nacer una persona humana. En materia de dignidad humana ni hay ni puede haber colisión de derechos, ni la dignidad humana se mide por la edad o por plazos. O todos tenemos la misma, o acabaremos en una sociedad injusta, racista o criminal. Si al feto se le puede matar, es que carece de dignidad, o tiene una inferior a la de su asesino. ¿A quién no repugna oír tales barbaridades?
La fijación de unos plazos es la prueba de una malísima conciencia, de una hipocresía de libro (parece que cuando más pequeña sea la víctima, menos grave y escandaloso es el delito); es una evidencia de que cualquier defensor del aborto sabe que detrás de todas sus razones (¿?) hay algo muy sucio e injusto (profundamente irracional), aunque jamás quieran reconocerlo, y lo disfracen bajo subterfugios de derechos de salud reproductiva ¿Salud cuando se trata de matar físicamente una vida humana, y, a veces, sicológicamente a una madre, sometida a brutales presiones de parejas y parientes?
En definitiva, ante el riesgo de que destruyamos un "ser humano" en vez de una “vida humana”, no tiene sentido fijar plazos, sino proteger esa "vida humana" desde el principio. No tenemos derecho a ser arbitrarios. Cuando en un proceso penal en un país civilizado está en juego aplicar la pena capital a alguien (destruir su vida biológica, el elemento previo a su "ser" o "personalidad"), se toma en cuenta con especial convicción la regla del “in dubio pro reo”. Si hay pruebas claras de culpabilidad se le condena a morir, pero si no las hay, se le absuelve, pese a quien pese, porque más vale dejar libre a un culpable que matar a un inocente. Y en el caso del aborto no hay pruebas de que lo que se destruye no sea un ser humano (y además inocente); es más, desde el punto de vida filosófico es más racional verlo ontológicamente de esta forma.
Termino este comentario, con una triste constatación. Hasta la mitad del siglo pasado, estas reflexiones eran obvias para la inmensa mayoría de las personas, sobre todo si eran cristianas. Hoy ya no lo son, y –lo que es peor- ni tan siquiera para los cristianos. En el colegio de ideario católico de mi hija, la mayoría de sus compañeras adolescentes admiten y justifican el aborto como un derecho de la mujer. ¿Cómo se ha llegado a eso? No encuentro razones lógicas, y por tanto, aunque he defendido en este comentario una posición estrictamente racional, voy a concluir con una que admito abiertamente como mera creencia: la razón última del cambio de las mentalidades en nuestro tiempo, encaminándose hacia el mal, es preternatural, es abiertamente diabólica.
Es una creencia, sí, pero estoy convencido que no me equivoco.
La fijación de unos plazos es la prueba de una malísima conciencia, de una hipocresía de libro (parece que cuando más pequeña sea la víctima, menos grave y escandaloso es el delito); es una evidencia de que cualquier defensor del aborto sabe que detrás de todas sus razones (¿?) hay algo muy sucio e injusto (profundamente irracional), aunque jamás quieran reconocerlo, y lo disfracen bajo subterfugios de derechos de salud reproductiva ¿Salud cuando se trata de matar físicamente una vida humana, y, a veces, sicológicamente a una madre, sometida a brutales presiones de parejas y parientes?
En definitiva, ante el riesgo de que destruyamos un "ser humano" en vez de una “vida humana”, no tiene sentido fijar plazos, sino proteger esa "vida humana" desde el principio. No tenemos derecho a ser arbitrarios. Cuando en un proceso penal en un país civilizado está en juego aplicar la pena capital a alguien (destruir su vida biológica, el elemento previo a su "ser" o "personalidad"), se toma en cuenta con especial convicción la regla del “in dubio pro reo”. Si hay pruebas claras de culpabilidad se le condena a morir, pero si no las hay, se le absuelve, pese a quien pese, porque más vale dejar libre a un culpable que matar a un inocente. Y en el caso del aborto no hay pruebas de que lo que se destruye no sea un ser humano (y además inocente); es más, desde el punto de vida filosófico es más racional verlo ontológicamente de esta forma.
Termino este comentario, con una triste constatación. Hasta la mitad del siglo pasado, estas reflexiones eran obvias para la inmensa mayoría de las personas, sobre todo si eran cristianas. Hoy ya no lo son, y –lo que es peor- ni tan siquiera para los cristianos. En el colegio de ideario católico de mi hija, la mayoría de sus compañeras adolescentes admiten y justifican el aborto como un derecho de la mujer. ¿Cómo se ha llegado a eso? No encuentro razones lógicas, y por tanto, aunque he defendido en este comentario una posición estrictamente racional, voy a concluir con una que admito abiertamente como mera creencia: la razón última del cambio de las mentalidades en nuestro tiempo, encaminándose hacia el mal, es preternatural, es abiertamente diabólica.
Es una creencia, sí, pero estoy convencido que no me equivoco.
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