sábado, 13 de junio de 2020
El mono de Dios.
Creo que fue Chesterton quien definió al diablo como el mono de Dios. Esta realidad siniestra, obsesionada por destruir la obra del Creador, intenta por cualquier medio (que le sea permitido, por supuesto) que el hombre, sin duda la joya de su creación y el depositario de sus más gloriosas promesas, se aparte de su origen y fundamento. O que, al menos, lo sustituya por cosas que no son Él (el mundo, la carne, las ideologías o -a veces- la misma figura del diablo).
Ceder a esa instigación diabólica es, en rigor, cometer una apostasía, si bien el grado de responsabilidad o de gravedad en cada caso sólo puede conocerlo el Creador, que es el único que sondea los corazones. Como ni yo ni nadie bajo la tierra tenemos esa facultad (afortunadamente), me fijaré en otro aspecto que cualquier cristiano, dotado de mero sentido común, puede comprender: que el gesto de arrodillarse sólo engrandece al hombre cuando lo hace ante Dios, (nunca se eleva tanto su dignidad sino cuando hinca sus rodillas ante el mejor Padre del mundo, que mora el Cielo). Ahora bien, si lo hace por cualquier criatura bajo el cielo, o, peor aún, en homenaje a a cualquier ideología en boga, la naturaleza humana se rebaja a la categoría de homínido, y en caída libre hacia el puro y simple animal. Animal con forma humana, un mono disfrazado.
Igual que se amaestran los simios para que hagan reír a los niños en el circo, el diablo logra que la dignidad de la criatura por la que todo un Dios dio la vida, se asimile a los grotescos movimientos y gritos de un mono de feria. Pero sucede que esos genuflexos de la foto no nos provocan risa, sino lástima. Y también un cierto vértigo, cuando por medio de esos infelices, vemos un claro signo de los últimos tiempos, la profecía de cierta bestia blasfema a la que "adorarán los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito desde la creación del mundo, en el Libro de la Vida del Cordero Degollado" (Ap. 13,8)
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