I
Sacerdote y escritor, Jaime Balmes nació en la localidad barcelonesa de Vic en 1810, y murió treinta y ocho años después en su ciudad natal. Una vida breve, pero muy fecunda, en la que desplegó una intensísima labor intelectual y filosófica, sobre todo en la década de los cuarenta del siglo XIX y hasta su muerte. Nos legó obras señeras del pensamiento español como su famosísimo “El criterio” (un manual de verdadera higiene intelectual) o su “Filosofía fundamental” (uno de los más importantes libros de filosofía españoles del siglo XIX, pues es el primer contacto crítico en España con la filosofía de Inmanuel Kant). Y quizás su más importante libro –Balmes lo denominaba por antonomasia “su obra”- “El protestantismo comparado con el catolicismo”, una prodigiosa apología de nuestra fe católica y una verdadera filosofía de la historia, donde analiza los caminos divergentes de las naciones católicas y protestantes, y destacará la inmensa superioridad intelectual, espiritual y moral del catolicismo sobre la fe basada en el libre examen.
También, en la convulsa época de los
años cuarenta del siglo XIX, el sacerdote Balmes tuvo fuertes inquietudes políticas, pero debido a
su profunda independencia intelectual, decidió nunca escribir en publicaciones
no dirigidas por el mismo. Y el día 07
de marzo de 1844 -unos meses después de la caída de Espartero- fundó su más
importante periódico “El pensamiento de la nación”. Desde una visión
tradicionalista y profundamente patriótica intentó por este medio influir para
que se produjese el matrimonio entre la reina Isabel y el hijo del pretendiente
carlista –Carlos Luis o Carlos VI-, a
fin de acabar con el enconado pleito dinástico por el que sangraba la patria
desde el muerte de Fernando VII. Por muchas causas no se logró ese enlace, que
hubiera normalizado en parte la convulsa historia española del siglo XIX. Balmes –que había dedicado inmensos esfuerzos
a ese ideal-, se dedicó desde entonces y hasta su muerte a agrupar sus “Escritos
políticos”, y a escribir un agudo ensayo sobre las primeras medidas
políticas de Pio IX al llegar al solio pontificio. Sin embargo, enfermo de
tuberculosis, se retiró a Vic, su ciudad natal, donde moriría el 09 de julio de
1848.
II
El primero de sus “Escritos
Políticos” se tituló “Consideraciones políticas sobre la situación de España”, y lo
escribe Balmes en 1840 durante la dura regencia del general Espartero, en la
cúspide de su gloria tras el abrazo de Vergara. En un momento –en el capítulo V
de su tratado-, nuestro pensador (observando los vertiginosos cambios que
sucedían), dirá algo que resume a la perfección la idea capital de su reflexión
histórica: “era nada menos que derribar
cuanto llevaba el sello del tiempo y alzar sobre sus ruinas monumentos improvisados por el pensamiento del
hombre”.
Para profundizar en lo que Balmes
denominaba “aquello que llevaba el sello
del tiempo”, es decir, aquellos principios sobre los que se había forjado
con estabilidad y solidez una sociedad y su gobierno, hemos de acudir a otros
textos balmesianos, pero por encima de todo, a una de sus obras fundamentales
(por no decir, su obra maestra): “El protestantismo comparado con el
catolicismo”, concretamente desde los capítulos XLVIII a LVIII de ese libro. Esta
obra genial –escrita al mismo tiempo que su opúsculo sobre la etapa de regencia
de Espartero- Balmes fija los principios generales de su visión del poder, de
su origen, de su ejercicio y de sus límites.
En relación con el origen del poder
Balmes es rotundo: todo poder procede de Dios. Y lo expresará con estas
impresionantes palabras:
“Todo
poder proviene de Dios pues el poder es un ser, y Dios es la fuente de ese ser;
el poder es un dominio, y Dios es el Señor, el primer dueño de todas las cosas;
el poder es un derecho, y en Dios se halla el origen de todos los derechos; el
poder es un motor moral, y Dios es la causa universal de todas las especies de
movimiento; el poder –en definitiva- se endereza a un elevado fin, y Dios es el
fin de todas las criaturas y su providencia lo ordena y dirige todo con
suavidad y eficacia”-
La necesidad de un poder para la
supervivencia de las sociedades está inserta en la misma condición social del
hombre; porque como dice Salomón: “Donde
no hay gobernador se disipará el pueblo” (Prov. 29,18), y como
advierte San Pablo: “quien resiste a la
potestad, resiste a la voluntad de Dios” (Rm. 13).
Balmes pondrá especial énfasis en
criticar la absurda postura de Rousseau, que hace depender las sociedades y los
derechos del poder civil de meras convenciones humanas, de un contrato social,
de un pacto, en definitiva. Balmes desmontará la teoría del pacto social como impotente para cimentar el poder, pues no es bastante para legitimar su origen ni
sus facultades.
Porque en cuanto a su origen, Balmes
nos dirá rotundamente que el pacto explícito no ha sucedido jamás, pues ese
pacto no puede obtener el consentimiento de todos los individuos presentes y
futuros; en consecuencia, ese pacto es una mera ficción, no una realidad. Ni
las sociedades pasadas, ni las actuales se constituyen así, por lo que esta
teoría es una mera elucubración sin base real del filósofo ginebrino.
Pero si la teoría del pacto no es
suficiente para explicar el origen del poder, menos aún ese pacto puede justificar las facultades de que está revestido ese poder. Como ejemplo Balmes
pondrá el derecho de vida y de muerte, que sólo puede haber provenido de Dios;
el hombre no tiene ese derecho, de ningún pacto suyo puede resultar una
facultad de que carece con respecto a sí mismo y a los demás.
Pero el gobernante –dirá San Pablo en
la Epístola los Romanos- “no en vano
empuña la espada” (Rm. 13,4), y ostenta ese poder de vida y de muerte, “porque su autoridad proviene de Dios” (Rm. 13,2). De Dios, por lo tanto; no de ningún pacto.
Balmes, al igual que critica el
pactismo de Rousseau, también condenará el radicalismo de algunos protestantes
(los anabaptistas del siglo XVI, precedente de los anarquistas modernos)
quienes, invocando la libertad cristiana, negaban la sujeción a cualquier
autoridad. El poder siempre es necesario (en la familia y en la sociedad), y es
algo que no deriva de convenciones o pactos sino que está inserta en la propia
naturaleza humana, puesto que el hombre, en feliz expresión de Aristóteles, es
un “animal social”.
Por lo tanto, el origen de la
sociedad y del poder que se ejerce sobre ella se funda en el mismo orden natural,
está dictado por el sentido común y apoyado en la experiencia de cada día: el
hombre –explicará Santo Tomás de Aquino- está dotado de habla, lo que es señal
de que por la naturaleza misma no puede vivir solo, por lo que ha menester
reunirse con sus semejantes. Es, pues, una verdadera necesidad, derivada de la
misma naturaleza de las cosas. Y de la naturaleza de las cosas, concluye el teólogo
el carácter de derecho divino y natural, de la obediencia debida a las
autoridades.
“Pues
siendo natural al hombre –dirá Santo Tomás- vivir en compañía de muchos, necesario es que haya quien rija esta
muchedumbre, porque donde hubiese muchos, si cada uno procurase para sí solo lo
que le estuviere bien, la muchedumbre se desuniría”.
III
Ahora bien, asentado ese principio básico,
Santo Tomás no desciende a una cuestión más polémica como es la
relativa a la comunicación o traslación de este poder al gobernante. La pregunta
es la siguiente, ¿Dios entrega el poder inmediatamente
al gobernante, o más bien lo entrega mediatamente?
O como lo plantea Rafael Gambra, ¿Es la sociedad la que contiene en depósito
la soberanía que recibe de Dios, transmitiendo esa soberanía al gobernante, que
por tanto detenta el poder mediatamente? ¿O más bien Dios transmite
directamente la soberanía al gobernante legítimo, sin que al cuerpo social le
incumba más que su designación o aceptación?
La cuestión no es baladí. Un
gobernante que cree que su poder es directamente
entregado a él por Dios ve la realidad de una forma diferente a aquel que
cree que su poder deriva de Dios, pero por
mediación de la sociedad o comunidad humana, que es el primer detentador
del poder.
¿Cuál es la postura de Balmes sobre esta cuestión capital? Primeramente, Balmes observa que la Iglesia no ha decidido dogmáticamente sobre este asunto. Sabemos que el origen en Dios de todo poder es una Verdad, asentada en la Escritura, en la Tradición, en los Santos Padres y en los excelsos teólogos católicos de la antigüedad, pero no podemos decir lo mismo sobre la cuestión de cómo se comunica el poder civil, ni sobre los modos o las formas políticas para regir una comunidad humana. Eso queda bajo el criterio de la prudencia política.
Por lo tanto, ambos puntos de vista
–comunicación inmediata o comunicación mediata- son admisibles para un
católico, si bien Balmes desde el principio y sobre todo atendiendo la
autoridad de dos insignes teólogos jesuitas del siglo XVI, el Cardenal
Belarmino y Francisco Suárez, se decantará por la postura del poder mediato del gobernante. Es decir, el
poder es entregado por Dios directamente a
la comunidad y, a la vez, transmitido por ésta al gobernante. El gobernante, por tanto, no recibe directamente su poder de Dios, sino de
manera mediata o indirecta. Sólo la potestad eclesiástica –el Santo Padre- recibe
directamente el poder de Dios, no la potestad civil que siempre es mediata, a
excepción de los casos concretos que nos describen las Sagradas Escrituras
(Saúl, David).
Ahora bien, Balmes no sólo se funda
en la autoridad de Belarmino y Suárez para apoyar este punto de vista, sino que
aporta poderosos argumentos para sostener como más conveniente esta tesis. Tres
razones en concreto:
a).- Sin duda es la posición más equilibrada
para limitar el poder sin ponerle excesivas trabas a su ejercicio, y, sobre
todo, para dejar a la sociedad a cubierto de los desmanes del mal gobernante y
del déspota, pero sin hacerla desobediente o revoltosa.
b).- Esta postura tiene un gran valor
sicológico, pues sirve para recordar al poder civil, que el establecimiento de
los gobiernos y la determinación de su forma ha dependido de alguna forma de la
misma sociedad y, especialmente, deja meridianamente claro que ningún individuo
ni ninguna familia pueden lisonjearse de que hayan recibido de Dios el gobierno
de los pueblos, Y
c).-Se hace una debida distinción
entre el poder civil y el poder religioso, pues la máxima autoridad del poder
eclesiástico –el Santo Padre de Roma – sí es de divina elección, con lo que a la
vez que se fija una distinción clara entre las dos potestades –la civil y la
eclesiástica-, se establece la mayor autoridad moral de la Iglesia frente al
poder civil.
En consecuencia, es la Iglesia quien debe
frenar –con los medios espirituales que dispone- al poder civil, y no al revés.
No en vano destacará Balmes que los
protestantes criticaron duramente al Cardenal Belarmino, porque entendían que
el poder del monarca era directamente entregado por Dios. Con esto, al igualar (o
confundir) el poder del monarca con el de la autoridad eclesial, se abría paso
a que las arbitrariedades del monarca o sus desvaríos en materia de fe se
impusieran a la sociedad, mero ente pasivo entre Dios y el monarca. La última
consecuencia de ese camino fue la descristianización y la secularización,
frutos agusanados de la revolución protestante.
En resumen, la visión balmesiana del
origen y el ejercicio del poder sigue la doctrina tradicional de la Iglesia, y de
los escritos de sus grandes doctores, fundamentalmente Suárez, Belarmino y Santo
Tomás de Aquino, y podemos resumirla en cinco puntos.
1º.- Todo el poder emana de Dios, y
ante Dios toda autoridad (celestial o terrestre) debe doblar la rodilla (Fil. 2).
2º.- Dios transmite ese poder al
hombre en sociedad, pero la comunidad humana no es un mero contrato de seres solitarios (como pensaba erróneamente Rousseau) sino algo radicalmente inserto en la
condición del hombre, que le mueve a vivir en común con sus semejantes.
3º.- Dios, por tanto, traslada el
poder a la sociedad humana para que -con el propósito de procurar el bien
común- pueda ejercerlo en sus respectivos ámbitos de actuación -Estado (ámbito
civil) e Iglesia (ámbito espiritual)-, siendo la Iglesia una autoridad moral
muy superior al Estado, aunque no puede irrogarse funciones de éste. "A Dios lo que es de Dios, y al César lo que
es del César" (Mc. 12,17).
4º.- El poder civil, aunque es cedido
por Dios a la sociedad directamente, ésta lo puede trasladar a su vez a un
monarca, a una aristocracia o lo puede ejercer ella misma a través de
representantes. Es decir, el poder de un Rey, de una Aristocracia o de un Parlamento
democrático, no es directa (o
inmediatamente) dado por Dios (en contra de lo que han creído los
tratadistas protestantes), sino indirecta
(o mediatamente).
Por tanto, salvo los casos
específicos que nos narran las Sagradas Escrituras (Saúl en 1 Sam. 10,1, o David en 1 Sam. 16,13), y, por supuesto, el caso
del Santo Padre de Roma, el derecho de los reyes no es directamente dado por
Dios.
5º.- En definitiva, todas las diversas maneras de ejercicio del poder -monarquía (poder de uno solo), aristocracia (poder de unos pocos) o democracia (poder de todos los ciudadanos), son aceptadas por la Iglesia (es decir, no hay preferencia por la democracia como creen muchos hoy día, o por la monarquía como postulaba Santo Tomás); todas son válidas, siempre que se salvaguarde;
a).- El bien común de la sociedad y
b).- Los derechos de la Iglesia para
ejercer su función de salvar a todos los hombres (función mucho más importante
que la ejercida por la autoridad civil).
Como dice Miguel Ayuso, examinando el
pensamiento político de Rafael Gambra: “Un
pueblo gobernado con justicia y animado por una fe común, las virtudes de sus
ciudadanos se ven exaltadas y se potencia su fecundidad por el eco ambiental
que encuentran y por el respaldo de la autoridad”.
O como bellamente manifestará Balmes
en su “Filosofía elemental”: “La
perfección de la sociedad consiste en la
organización más a propósito para el desarrollo simultáneo y armónico de todas
las facultades del mayor número posible de los individuos que la componen. En
el hombre hay entendimiento cuyo objeto es la verdad; hay voluntad cuya regla
es la moral; hay necesidades sensibles cuya satisfacción constituye el
bienestar material. Y así, la sociedad será tanto más perfecta cuanta más
verdad proporcione al entendimiento del mayor número, mejor moral a su
voluntad, más cumplida satisfacción de las necesidades materiales”.
IV
Finalmente, destacaremos que en la
última de sus obras, Pio IX, un breve tratado sobre las primeras medidas
implementadas por este papa, Balmes se granjeó la enemistad de algunos grupos
tradicionalistas radicales, debido a la defensa de estas actuaciones del papa
que muchos tacharon de liberales, tras el complicado pontificado de Gregorio
XVI. Sin embargo, esta obra es un
soberbio tratado político donde examina:
1º.- La vertiginosa velocidad de la
historia,
2º.-La necesaria firmeza e
inmovilidad de la verdad de la fe.
3º.-Las variaciones de las formas
políticas (democráticas o absolutistas), que ninguna de por sí es mala o buena,
y cuya aplicación en cada circunstancia humana concreta está regida no por
criterios dogmáticos sino de mera prudencia humana.
Atinadamente, Balmes afirma que la historia demuestra ni las formulas políticas absolutistas garantizan siempre la protección de la fe católica ni las formas más democráticas son siempre perjudiciales a la fe:
"En las formas políticas no hay nada que sea esencial a la religión: todas le ofrecen sus inconvenientes y sus ventajas".
"La acción de un gobierno no depende únicamente de las formas, sino del espíritu que a él preside: mientras la Inglaterra emancipa a los católicos, mientras las repúblicas de América piden misioneros, mientras los Estados-unidos dejan en amplia libertad a los fieles, la Rusia comete aquellos atentados de que tan sentidamente se lamentó en una alocución Gregorio XVI. La democracia es funesta cuando está falta de religión y de moral; pero es todavía más temible que la anarquía, un monarca absoluto, cuyo gobierno adolezca del mismo vicio"
Por eso Balmes dirá que “La absoluta resistencia a toda idea de libertad se podrá defender en teoría como el único medio de salvación de las naciones; pero la verdad es que esa teoría se halla en contradicción con los hechos”. Balmes no encuentra sentido a una resistencia absoluta y sin concesiones a lo que es el hecho más relevante de la historia y de la política europea y mundial del siglo XIX (y añadiríamos que hasta ahora).
"El mundo marcha; quien se quiera parar será aplastado, y el mundo continuará marchando. La Religión y la moral son eternas; ellas no perecerán: cuando los hombres crean haber pulverizado los cimientos del magnífico edificio, verán que el edificio no se desploma porque está pendiente del cielo, la corriente de los siglos arrebatará lo terreno, pero lo celeste durará"
Por eso, para Balmes, aunque varíen las
formas políticas -democráticas o absolutistas-, lo importante y decisivo es que
se mantenga firme la fe, la moral y el dogma. Porque en definitiva, por muy
importante que sea el ejercicio de la política, el más grande y definitivo
negocio del hombre es la salvación de su alma, y el encuentro definitivo con
nuestro Padre del Cielo, origen del poder y de todo lo creado. Stat crux dum volvitur orbis.
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