jueves, 2 de abril de 2020

El único fundamento de la igual dignidad del hombre y la mujer. Y no hay otro.


Desde el punto y hora que la Biblia, cuando narra la creación del hombre, dice:

"Creó, pues, Dios al hombre a su imagen, a semejanza de Dios los creó;

macho y hembra los creó" (Gen. 1,27),

la igualdad radical en la máxima dignidad de una criatura creada queda establecida de una manera definitiva y para siempre.

Invito a quien quiera, que me saque un texto de la antigüedad y de cualquier civilización (o de cualquier época) donde diga algo tan definitivo (y con ese marchamo de divina autoridad) por la igualdad esencial de ambos sexos. No lo encontrarán, porque ese texto es obra de Dios y no de ningún hombre.

Que luego (Gen. 2) la Biblia establezca un modo diferente y sucesivo de creación del hombre y la mujer en nada afecta a esa igualdad radical del hombre; más bien lo hace para destacar algo también fundamental: la diferencia natural entre ambos sexos y su complementariedad (y de alguna manera, para anticiparse muchos siglos antes a advertirnos del tremendo error de la ideología de género y del feminismo radical).  

El hecho decisivo que establece la separación violenta, la opresión de un sexo por el otro, la perpetua lucha de sexos, y la consideración a lo largo de la historia humana de la naturaleza inferior del sexo femenino es algo muy concreto, que se dio al principio, y que despliega su mal por la historia: el pecado original, y sus deletéreas consecuencias a lo largo de la existencia humana. Y que dañó la razón y la hizo errar en la ciencia; de ahí la convicción de la obligada sumisión de un sexo, considerado inferior, como el femenino.     

Es la Gracia de Cristo la que nos libera de esa maldición. Luego sólo quien vive en el pecado puede oprimir a una mujer o meramente considerarla un ser inferior o imperfecto. Por tanto, ningún cristiano puede ampararse en texto alguno de teólogo (generalmente desinformado por la deficiente ciencia natural de su época) o de las mismas Escrituras para dominar a otro ser humano por razón de su sexo. Estaría pecando, es decir, violando la ley eterna que Nuestro Padre Eterno nos dejó, con impresionante sencillez, en ese versículo eterno de Gen. 1, 27.

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