Desde el punto y hora que la Biblia, cuando narra la creación
del hombre, dice:
"Creó, pues, Dios
al hombre a su imagen, a semejanza de Dios los creó;
macho y hembra los
creó" (Gen. 1,27),
la igualdad radical en la máxima dignidad de una criatura
creada queda establecida de una manera definitiva y para siempre.
Invito a quien quiera, que me saque un texto de la antigüedad
y de cualquier civilización (o de cualquier época) donde diga algo tan definitivo (y con ese marchamo de divina autoridad) por la igualdad
esencial de ambos sexos. No lo encontrarán, porque ese texto es obra de Dios y
no de ningún hombre.
Que luego (Gen. 2) la Biblia establezca un modo diferente y
sucesivo de creación del hombre y la mujer en nada afecta a esa igualdad
radical del hombre; más bien lo hace para destacar algo también fundamental: la
diferencia natural entre ambos sexos y su complementariedad (y de alguna manera,
para anticiparse muchos siglos antes a advertirnos del tremendo error de la
ideología de género y del feminismo radical).
El hecho decisivo que establece la separación violenta, la
opresión de un sexo por el otro, la perpetua lucha de sexos, y la consideración
a lo largo de la historia humana de la naturaleza inferior del sexo femenino es
algo muy concreto, que se dio al principio, y que despliega su mal por la
historia: el pecado original, y sus deletéreas consecuencias a lo largo de la
existencia humana. Y que dañó la razón y la hizo errar en la ciencia; de ahí la
convicción de la obligada sumisión de un sexo, considerado inferior, como el
femenino.
Es la Gracia de Cristo la que nos libera de esa maldición.
Luego sólo quien vive en el pecado puede oprimir a una mujer o meramente
considerarla un ser inferior o imperfecto. Por tanto, ningún cristiano
puede ampararse en texto alguno de teólogo (generalmente desinformado por la
deficiente ciencia natural de su época) o de las mismas Escrituras para dominar
a otro ser humano por razón de su sexo. Estaría pecando, es decir, violando la
ley eterna que Nuestro Padre Eterno nos dejó, con impresionante sencillez, en
ese versículo eterno de Gen. 1, 27.
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