jueves, 9 de abril de 2020

Un cuento muy gracioso

Surtido de palomitas -que es producto fundamental, adquirido en el mercadona de la esquina- y convencido por la propaganda unívoca de las televisiones que "entre todos superamos esto, y si es con humor mucho mejor", me dispongo a pasar una desternillante velada junto al televisor, con mi mujer y mis hijos. Como todos estamos jodidos por el confinamiento, agradezco a la izquierda tan generosa que nos regale algo para divertirnos en la televisión que pagamos todos; una serie titulada "Diarios de la cuarentena".

Es cierto que a veces pienso que si esta crisis hubiera sucedido con un gobierno, digamos, de derechas, la izquierda no estaría tan divertida, sino que directamente montaría una revolución (primero analógica, luego digital y finalmente real) y sus televisiones, en vez de obsequiarnos con una serie de ingeniosísimo humor patrio, nos estarían animando a llevar nuestro cabreo hasta el paroxismo, máxime si a algún ingenuo directivo de TV se le hubiera ocurrido hacer una serie cómica en estas circunstancias (casi quince mil muertos a día de hoy). Pero en fin, no seamos agoreros. Como dijo aquél: "lejos de nosotros la funesta manía del pensar".    

Y me convenzo así, de que la derecha no tiene sentido del humor. En consecuencia, como digo, me allano en el sofá con mi familia para pasármelo de fábula.

Entre carcajadas y palomitas -qué guionistas más buenos tienen estos progres- voy entremezclando -de vez en cuanto- alguna tos seca, una incómoda carraspera a la que no doy mayor importancia. También noto un extraño dolor muscular y al cabo de unos minutos -cuando mejor está el capítulo- empiezo a estremecerme con sudores fríos, y llego a la conclusión de que tengo fiebre. Como son cada vez más frecuentes mis toses y mis tembleques, mi mujer deja de un lado las palomitas, se levanta -¡joder, qué gag de Carlos Bardem se acaba de perder!- y me trae un termómetro, que confirma lo peor: tengo treinta y ocho con ocho de fiebre. Encima comienza una leve -pero preocupante- sensación de asfixia.

Uno de mis hijos, al que más le gusta navegar por internet, se acuerda que todos esos síntomas son indicio de la palabra maldita en España, pero como aún carece de la prudencia de la senectud, la pronuncia desaforadamente, y al instante -como si me hubiera convertido en un alacrán amenazante- se apartan todos de mi lado, entre gritos, y derramando sus palomitas por el parket.   

"Hay que llamar a urgencias", se repite por todos los lados, y así lo hago. Me coge el teléfono una señorita que lo primero que hace es preguntarme por mi edad, y al enterarse de que acabo de cumplir el décimo lustro, me dice que no pueden desplazarme al hospital -y que ni se me ocurra acercarme allí, pese a que está tan cerca como el mercadona-, y que mucho paracetamol en casa. Que si me pongo peor -"¿peor que como me siento ahora?"- vuelva a llamar. Mi mujer y mis hijos, a varios metros de distancia, se ponen las mascarillas, mientras los gags graciosísimos de la serie siguen deleitando a todos los españoles.

Esto va a peor, mi fiebre ya no cabe en el termómetro, y ya casi no puedo respirar. Entonces, mi hijo experto en internet me dice que ahora sí es el momento de llamar para que me recoja una ambulancia. Y así lo hace él porque yo prácticamente no soy capaz de pronunciar palabra.

Viene la ambulancia, me van colocando cachivaches en torno a mi cuerpo, me sacan de mi casa en una camilla y me meten en el vehículo, mientras una imagen grotesca -y siniestra- , de una película mítica de la TVE pasa por mi cabeza: López Vázquez encerrado en una cabina. Ni me da tiempo de despedirme de mi mujer y mis hijos.

Llego al hospital, y entre camillas, enfermos -la mayoría ancianos en estado agónico- y médicos y enfermeras, cuyas mascarillas no impiden percibir sus rostros de impotencia, me meten en un habitáculo, rodeado de desahuciados, pero ni me entuban -no tienen instrumentos para hacerlo-, y me dejan sedado en una esquina. De vez en cuando se oye un pitido constante, y entonces se acerca un doctor, y cubre con la sábana la cabeza del desdichado que tengo a mi lado.

La combinación de la asfixia y la sedación me causa efectos extraños, una mezcla rarísima de cielo e infierno, y entonces -por primera vez- siento pánico a morir y me pongo a rezar. Pero no puedo abrir mi alma al Altísimo, los gags de la serie de TV se me revuelven una y otra vez por la cabeza, y sólo me permiten concentrarme en un pensamiento diferente: que me moriré solo, que días después me incinerarán y que le entregarán a mi mujer y a mis hijos -tras un laberinto burocrático- unas cenizas que probablemente sean las del anciano que acaba de palmarla a mi lado. Y que el Ministro de Sanidad incrementará en un número más el listado diario de víctimas (quizás ni eso, porque no me han hecho la prueba de si tenía o no esa famosa enfermedad), mientras habla de tendencia decreciente y de optimismo moderado.

No sé si es porque los efectos del sedante han decaído -y el médico se ha olvidado de mí, sólo viene para cubrir las cabezas de los que van muriendo-, o porque mi lucidez se impone, sólo siendo asfixia, dolor, horror, soledad...y por vez primera, un cabreo descomunal, que parece absorber los demás síntomas. Y todo, mientras revolotean por mi cabeza los gags de esa serie tan graciosa, hecha para que los españoles lo pasásemos pipa mientras se llenan de agonizantes los hospitales, y de cadáveres las morgues y los pabellones de patinaje sobre hielo.       



    

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