miércoles, 27 de octubre de 2021

¡Ay de vosotros, hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres!



La noticia que hoy he leído en INFOCATÓLICA es tan escandalosa para cualquier católico (aun con un nivel mínimo de "sensus fidei"), que he tenido que leerla un par de veces para asegurarme de que no se pretendía meramente confundir con un titular amarillento.

Dice así:

"Una diócesis de Canadá exigirá estar vacunado para poder asistir a Misa".

Desgraciadamente, el texto confirma ese increíble titular, pues nos encontramos con que el sucesor de los Apóstoles de la diócesis de Grand Falls, sita en la provincia de Terranova (Canadá), S.E.R. Robert Anthony Daniels, en una carta a su rebaño, había ordenado lo siguiente:

"A partir del 22 de octubre de 2021, será obligatorio que todas las personas de 12 años o más que deseen asistir a misas o servicios en nuestras iglesias demuestren una prueba de vacunación utilizando el Pasaporte de Vacunación: NLVaxPass o mostrando una prueba de vacunación presentando su código QR antes de entrar en nuestras iglesias».

Por lo que entiendo del tenor de la noticia, él no había tomado la iniciativa de tal medida, sino que la ha implementado, aplicando una normativa de la autoridad que obligaba a vacunarse a todo ciudadano que pretendiera acceder a:

"Los lugares de culto, los estudios de yoga, las peluquerías, las boleras, los banquetes de boda, los restaurantes cerrados, las salas de bingo, los bares y los estadios de hockey".

Como vemos, la autoridad civil (con ratificación del obispo) ha considerado que los "servicios que se ofertan" en una Iglesia Católica tienen la misma consideración o categoría que relajarse los músculos con posturitas, hacerse la permanente, derribar bolos, comerse un filete de carne, chillar una línea en el bingo o berrear como un energúmeno en el hockey.

Lo que sorprende es que el obispo no le haya redargüido a quien pretendía insultarnos con tal equiparación, que debía ubicar más convenientemente a la iglesia en otro ámbito. Un ámbito no de ocio, sino de imperiosa necesidad, como es la dispensación de bienes sanitarios, en aras de lograr la más importante salud posible, la salud espiritual, la salud de las almas. Una Iglesia sólo se puede vagamente comparar a un hospital de campaña (como por cierto recordó no hace mucho nuestro papa Francisco). Es decir, es un lugar en el cual todos entramos con achaques, pues todos estamos enfermos espiritualmente y necesitados de la Gracia que nos cura, nos eleva y nos santifica. Pero la Gracia -como imagino que debe saber S.E.R. Monseñor Robert Anthony Daniels-, en nuestra religión católica, se otorga fundamentalmente mediante signos sensibles que habitualmente dan los consagrados dentro de las iglesias, es decir, mediante Sacramentos.

Que el obispo, sin ponderar lo anterior, haya aceptado la inclusión de la Iglesia Católica en una modalidad más del ocio del ciudadano contribuyente, confirma la idea, ya expresada por Nuestro Señor, de que se puede ser un buen pastor o un pésimo mercenario. El primero, cuando la autoridad le quiere imponer un dislate, agarra su báculo de pastor, se encasqueta la mitra y mirando firmemente, con celo divino, al funcionario de turno, simplemente le recuerda:

"Yo obecezco, primero a Dios y luego a los hombres".

El mercenario, como ya lo explicó Nuestro Señor, al ver al lobo sale corriendo, arremangándose los faldones de obispo, y deja el camino expedito para que las alimañas devoren el rebaño. Si Cristo es el ejemplo a seguir para todo cristiano (y más aún para cristianos con relevancia pública como nuestros obispos), habría que decir, en primer lugar, que Nuestro Señor  se acercaba, tocaba y aun abrazaba a los leprosos (y a toda persona con impurezas legales o físicas). Y lo hacía para demostrarles especialmente a ellos -los desechados por los "justos" y los "sanos", los pobres, los que sufren-, que eran sus hijos predilectos y los que heredarían el Reino de los Cielos.

Y ahora le pregunto yo, Monseñor Robert ¿Para qué cree vd, que vamos sus ovejas a la iglesia? No desde luego para pasar el rato como si estuviéramos en una bolera. Vamos para que nos abrace el Señor, que aun crucificado, no dejaba de manifestar su inmenso amor, y por ello instauró el perpetuo memorial de su muerte hasta que vuelva. Vamos a dejarnos abrazar por el Señor, porque en esta vida somos como esos leprosos, con la peculiaridad de que son nuestras almas las que están podridas y no nuestros cuerpos. Lo hacemos porque necesitamos a Nuestro Señor, porque estamos enfermos sin su Pan, que verdaderamente nos da la vida.

No sé si este obispo se da cuenta de que su acción, aparte de cobarde, es blasfema e idolátrica. Es blasfema por atribuir a un producto humano una autoridad tan grande o mayor que la de Nuestro Señor, o lo que es lo mismo, coloca la acción salvifica del Señor por debajo de una  disposición humana. Tanto es así, que cierra la puerta al católico para estar en el principal acontecimiento que el Señor quiso que recordásemos siempre, el memorial de Sacrificio en el Calvario. Anteponer la vacunación a la posibilidad de asistir al sacrificio Eucarístico (prohibiéndonos asistir a los que necesitamos a Cristo, con la excusa de una cuestión debatida científicamente), implica, para estos obispos sin fe, que las vacunas son tan infalibles o más que la recepción en Gracia para un cristiano del Cuerpo de Cristo. O la oración delante del Altar para los que no están en Gracia.

Eso, aparte de una blasfemia clamorosa, es una estupidez y una falsedad. ¿O es que alguien, por el hecho de estar vacunado, es imposible, con certeza infalible, que contagie a otro? ¿O es que con la vacunación se nos da una seguridad de salud tan poderosa, como la que nos da el hecho de comulgar en Gracia?

La ley suprema de la Iglesia Católica es la salvación de las almas, y el hecho de cerrar el acceso de los católicos al Santo Sacrificio del Altar es negarles ese fin sobrenatural, anteponiendo un fin temporal (la salud del cuerpo) pero sin que exista certeza de que ese medio humano que es una vacuna, impida contagiarse, contagiar, enfermar o incluso morir físicamente. ¿O es que por el hecho de vacunarse, resulta metafísicamente imposible coger el covid, enfermar, contagiarlo o incluso morir? ¿O es que el hecho de decidir no vacunarse, tras ponderar responsablemente todas las circunstancias, implica infectar de covid de manera necesaria, inevitable y con gravedad mortal a otro, aunque nunca lo haya cogido el no vacunado?

Lo único que sabemos (con certeza de fe, la más fuerte de todas) es que el Señor nos espera a todos (justos y pecadores, sanos y enfermos) en el único acto de su vida entre nosotros que expresamente quiso que recordásemos comunitariamente, nada más y nada menos que su muerte en expiación por nuestros pecados. En realidad, mucho más que recordarlo, presencializarlo.

Es por tanto una medida blasfema contra el fin sobrenatural de la Iglesia, pero también un acto idolátrico, porque antepone una idolatría (la ciencia de las vacunas como infalible) a la Verdad (que sí es infalible).

En definitiva, habría que gritarles a la cara a esos malos pastores que han aprobado tal aberración, lo que dijo Nuestro Señor en Templo, días antes de su inmolación:

"Ay de vosotros, hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres".


viernes, 1 de octubre de 2021

Apostasía y entronización del demonio por referendo en naciones católicas.

                                                                             



Subía el Señor hacia Jerusalén –su última visita a la ciudad santa, donde sería crucificado-, y en el camino pronunció, con cierto humor, una parábola sobre la necesidad de la oración constante, la parábola del juez inicuo. Éste era un corrupto servidor de la ley que no tenía temor a Dios ni a los hombres, pero ante la pesadez insoportable de una pobre viuda que, un día sí y otro también, exigía que le hiciera justicia, optó por atenderla “para que no me rompa la cabeza”.  Con ello, el Señor quería recordarnos, una vez más, la necesidad de la perseverancia en la oración porque Dios hará siempre justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, y no los hará esperar; “lo hará prontamente”

Sin embargo, el Señor concluyó su narración con una sombría frase:

“Pero el Hijo del Hombre, cuando venga ¿Encontrará fe en la tierra?”

Esa expresión interrogativa del Señor Jesús quiere mostrarnos, sin lugar a dudas, una visión pesimista de los tiempos que precederán a su segunda venida: cuando retorne, en el mundo prácticamente no habrá fe.  Ahora interpretamos esa frase acertadamente, pero es muy probable que los discípulos no la entendieran en ese momento, o – quizás- la vinculasen más adelante con las tremendas dudas de fe que tuvieron desde la noche del jueves santo, en que el Señor fue entregado.

En efecto, el Señor se acercaba a Jerusalén y conocía todas las circunstancias de su pasión: en unos días Pedro le negará, los discípulos le abandonarán, la autoridad religiosa judía (la única legitimada por Dios en el mundo… hasta entonces) le condenará por blasfemo, y procederá a entregarle a los paganos, quienes le escarnecerán y le ejecutarán. En cuanto a los discípulos, imagino cómo de horrendas fueron sus dudas de fe durante esos días, en los que se dieron cuenta de que todas sus ilusiones acerca del reino clásico de los judíos, que creían “inminente” (Lc. 19,11), se habían venido abajo. Habían sido liquidadas por la misma autoridad religiosa que Dios les había instituido (el Sanedrín), en complicidad con la autoridad política de los invasores paganos (el Pretorio).  

Aún no se habían dado cuenta de que en Jesús se cumplía escrupulosamente lo profetizado en los Salmos (2,2) (o Hch. 4,26):

Se levantan los reyes de la tierra

Y los príncipes (“príncipes de los sacerdotes” según Mt. 26,3) conspiran

Contra YHWH y su Ungido” 

Tiempo después de narrada esa parábola, ya en la ciudad santa, el Señor habló más específicamente de su segunda venida a un mundo mayoritariamente sin fe. Empleó el lenguaje habitual de la apocalíptica judía de la época, profetizando como typo la futura destrucción de Jerusalén (hecho que se cumpliría unos cuarenta años después), y como antitypo ciertos eventos calamitosos que precederían a su vuelta, concretamente dos: una serie de catástrofes físicas (donde muy difícil es deslindar lo real-alegórico de lo real-no alegórico, dada la complejidad del lenguaje apocalíptico), y una prueba de fe en los últimos discípulos suyos, tan dura que “pondría en peligro la salvación de los elegidos si no se acortasen esos días” (Mt. 24,22). A pesar de todo “el que persevere hasta el final se salvará” (Mc. 13,13). Claramente aludía a que muchísimos fieles –muy probablemente la inmensa mayoría- no soportarían la presión del mundo en su última fase (rabiosa y explícitamente anticristiano), y harían apostasía de la fe, en mayor o menor grado.  

Por las Cartas de San Pablo –sobre todo las dirigidas a los cristianos de Tesalónica-, sabemos que había una clara expectativa de la vuelta inminente del Señor, apenas transcurridos veinte años de su muerte y resurrección. Por ello el Apóstol tuvo que precisarles que antes de retornar el Señor, deberían ocurrir una serie de eventos, que podemos resumirlos en una situación de apostasía generalizada, la cual generará un caldo de cultivo espiritual (maligno) del que germinará la figura siniestra del anomos, del hombre sin ley, del Anticristo.   

Por tanto, de la lectura íntegra de todos estos textos del Nuevo Testamento, es necesario concluir –como cree firmemente la Iglesia- que habrá tres momentos sucesivos, que son como las señales de los últimos tiempos: apostasía, anticristo y segunda venida del Señor.

Surge entonces la pregunta del millón, que muchos creerán presuntuosa: ¿Es legítimo pensar hoy, como tantas generaciones de cristianos hicieron en el pasado (sin acertar), que se dan en nuestra época circunstancias sólidas para, al menos, afirmar sin tapujos que está acaeciendo –no digo que ya ha acaecido- la primera de esas tres circunstancias, es decir, la apostasía general? ¿O es una mera actitud orgullosa la de creer que será en nuestra generación –no hemos vivido ni viviremos en otra que no sea la nuestra- cuando se cumplan estos eventos trágicos, que son la condición necesaria para que se produzca al fin la plenitud gloriosa de la esperanza cristiana? ¿No concluye la Biblia con la exclamación “Ven señor Jesús”?

Sinceramente, creo que no es una posición arrogante admitir una sucesión constante de hechos inicuos en nuestro mundo actual que parecen habernos ya encauzado –de manera irreversible- en esa ruta de apostasía, que abocará algún día a la mayoría del pueblo cristiano a rendir homenaje al anomos.

En efecto –y sin ganas de ser exhaustivo-, vemos hoy que los católicos nos hemos despojado de buena parte de nuestro bagaje doctrinal, dogmático y litúrgico (por creerlo complicado e innecesario para la vida práctica) y de nuestras fuertes convicciones morales (que exigen una constante oración, unida a un continuo esfuerzo espiritual), sustituidos por principios flexibles según las circunstancias o la situación, y por supuesto, adaptándonos a las ideológicas leyes vigentes, aunque sean inmorales, absurdas, irracionales o abiertamente anticristianas (o incluso satánicas). Todo trufado de un optimista concepto de salvación intensamente pelagiano, y de una visión deformada de la misericordia, que descarta por principio la justicia divina por ser incompatible con ella. En fin, hemos pasado de una religión sobrenatural, trascendente, exigente y vertical (como es el cristianismo que hemos recibido de nuestros padres), a una espiritualidad natural, inmanente, maleable, antropocéntrica y horizontal. Ese nuevo paradigma, que ocupa el lugar donde estaba nuestra religión tradicional (sacerdotal, sacramental y teocéntrica), significa sencillamente transitar progresivamente hacia la apostasía, aunque ese hecho se disfrace grotescamente de fe madura. Los países protestantes del norte de Europa son la prueba consumada de lo que está por venir -si no ha llegado ya- en sociedades católicas. 

Pero han sido dos referendos, celebrados en dos países de marchamo católico –uno en el año 2018 (Irlanda) y otro hace unos días (San Marino)- los que me han confirmado, sin la más mínima duda, que no exageramos ni somos “profetas de calamidades”, cuando afirmamos (afirmo) que los tiempos de apostasía han llegado para quedarse. Y para avanzar. Y que ya no hay vuelta atrás, salvo intervención del Cielo.

Seamos claros: en esos dos pequeños países antaño católicos no se decidía, en sentido estricto, si el aborto se legalizaba o no. Eso, con ser espantoso y trágico, es secundario. Se trataba de algo mucho más oscuro (para los que no tienen fe o la tienen débil), pero que resultaba luminoso como un diamante para aquellos a quienes el Dios misericordioso se la ha concedido. Todo se resumía en una cosa: en si se permitía a Satanás tomar democráticamente posesión de esos países.

Ese es el trasfondo, y ningún prelado lo ha querido ni siquiera insinuar, probablemente porque ya no creen en ángeles ni en demonios. Pero es imposible que, teniendo fe viva en Cristo, alguien no comprenda que lo que votaban los ciudadanos de San Marino (y hace unos años de Irlanda) era decidirse entre “Satanás sí o Satanás no”. Si se entronizaba -sí o no- al “señor de las moscas”, al “homicida desde el principio” (desde el mismo instante de la concepción, podríamos concretar), como lo definió Nuestro Señor (Jn. 8,44). Y ambos optaron generosamente por el “sí”. El paso es natural, primero se destrona a Cristo y luego se coloca en su lugar a esa parodia del Salvador que es el demonio.      

Hablamos de dos países antaño bendecidos por la religión verdadera. En uno de ellos (Irlanda), país mártir por excelencia, el catolicismo ha sido históricamente señal y gloria de su identidad política. Y en el otro (San Marino), su propio nombre delata ese vínculo íntimo. Sin embargo, sometido el aborto a votación, se dio un resultado favorable amplio.

En Irlanda, acudió a la cita en las urnas un 64% del censo, de los cuales un 66% votó a favor y un 34% en contra.

En ese micropaís dentro de Italia, San Marino (que fue fundado nada menos que por un santo, el diácono Marino, un dálmata que había huido de la persecución de Diocleciano de inicios del siglo IV), prácticamente un 77% de que los fueron a votar aprobó la legalización del aborto, aunque sólo un 41% del censo acudió. Al 59% restante, le pareció indiferente votar sí o no, o –lo que creo más posible- no tenían ganas de que alguien les viese en el colegio electoral. Nadie les advirtió que el Señor:

“a los tibios los vomitaré de mi boca” (Ap. 3,16)

O igualmente,

“Si alguien se avergüenza de mí y de mi enseñanza, entonces yo me avergonzaré de él cuando venga en mi gloria y en la gloria de mi Padre y de los santos ángeles” (Lc. 9,26)

En fin, podrán hacerse cientos de reflexiones sobre los múltiples aspectos de estas dos idénticas noticias trágicas. Como a mí me interesa sobre todo la lectura religiosa (más sobrenatural que sociológica) de los eventos, quise comprobar la reacción de los obispos. Y lo que observé –no con sorpresa, me lo esperaba- fue su inmensa miopía al hablar de este último referéndum de san Marino. Usaban el mismo tono moderado de los pastores de Irlanda tras el catastrófico resultado del referéndum en la isla. Un perfil bajo, unos lamentos de monjita a la que se le han quemado las pastas en el horno, una voz amanerada y, en definitiva, un resignarse a la muerte lenta de la fe “recibida de una vez para siempre” (Jd. 3). Fe, cuya obligación de enseñar pura e incontaminada al pueblo (incluido el peligro de condenación eterna) tienen especialmente encomendada por ser obispos (vigilantes), con el Santo Padre como cabeza de todos ellos. Deben, pues, transmitir no sólo el principal mensaje de salvación de Cristo mediante el auxilio de la Gracia que santifica y libera nuestras almas, sino también sus advertencias sobre ese riesgo cierto de perderse de aquellos que se apartan obstinadamente de la recta regla de la fe, y obran la iniquidad. Pero no, el obispo de ese microestado, citando como referencia al Santo Padre, se limitó a decir:

“Espero que no sea un incentivo para una práctica abortiva, para decisiones frívolas y, como ha dicho el Papa Francisco esta mañana en la Academia Pontificia para la Vida, "para una costumbre muy fea de matar".

Todo muy políticamente correcto. Desde el punto de vista rigurosamente humano comprendo a Andrea Turazzi, obispo San Marino-Montefeltrole (y por extensión a los de Irlanda y a los demás obispos del orbe, incluido el primero de Roma). Desde el punto de vista de la heroicidad sagrada que se exige a un pastor -no un mercenario- ante los lobos, no. Sé que le hubiera caído una tunda tremenda (desde todos los lugares del mundo, empezando ¡ay! por el mismo Vaticano), si en vez de las vacías y estúpidas palabras anteriores, hubiera hecho algo distinto, más acorde con su dignidad y responsabilidad. Por ejemplo, meditar en profundidad las Sagradas Escrituras, pedir al Espíritu Santo que le llenase de vigor profético -como sucesor de los apóstoles y ungido de Cristo que es- y, arrebatado por el celo del Señor cuando purificó el templo, escribir una carta pública a los cristianos apóstatas de San Marino, donde resonase la tremenda voz del Maestro frente a su generación perversa y adúltera (Mt. 16,4). Con esa carta -que nunca redactarán- concluyo.

“Hijos míos, cristianos de San Marino  ¿Para esto derramó Nuestro Señor su Sangre? ¿Para que se vertiera en nuestro pequeño país, con nuestro consentimiento público, la de los más inocentes? ¿Qué habéis hecho? ¿Cómo habéis podido abrir la puerta de nuestro pacífico país al demonio, entronizándolo como rey de vuestras almas? Habéis atraído la maldición de la sangre de Caín a nuestra tierra para todos nosotros.

A los bautizados que habéis combatido el buen combate, y habéis luchado, en los medios de comunicación, en la calle y finalmente mediante vuestro voto, para impedir esa ignominia, recibid mi fraternal bendición. El Señor premiará vuestra firmeza y lealtad. Y os exhorto a orar sin cesar, porque los tiempos que vienen son muy duros, os lo aseguro. Sois ese resto fiel que si persevera se salvará. 

A los que no han querido comprometerse –a los que el Señor califica como tibios-, y a los que han votado a favor de legalizar este abominable crimen, les exhorto a la conversión inminente, porque no sabéis ni el día ni la hora en que se os pedirá cuentas de la terrible iniquidad que habéis cometido, con vuestra ratificación expresa del mal o con vuestra cobardía. No dudéis ni un momento que responderéis por vuestro grave pecado. ¡Terrible es caer en las manos del Dios vivo!

Como dice la Escritura, después de haber conocido el camino de la justicia os habéis vuelto atrás,  como el perro que vuelve a devorar su vómito. Teneos por tanto,  por malditos del Señor, que os cerrará la puerta aunque le digáis una y otra vez “Señor, Señor”. Él os responderá: “Jamás os he conocido, apartaos de mí los que obráis iniquidad”. No entréis en ninguna Iglesia, salvo con voluntad sincera de pedir perdón desde el fondo de vuestro corazón, solicitar el sacramento de la reconciliación, y aceptar y cumplir con humildad la penitencia que justamente se os imponga. Hasta entonces, sois hijos de la ira, y excomulgados. 

Pero aún podéis salvaros. Reflexionad, orad, pedid perdón al Señor. Él no rechaza al más grande de los pecadores, porque Él no ha venido a juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por Él, pues su amor y su misericordia son eternos hasta el punto de haber pagado por todos los pecados, por los vuestros, por los míos, por todos. No despreciéis la purísima Sangre que derramó también por vosotros. Invocad a María, a quien seguro todavía recordáis en vuestro corazón, porque ella es poderosa para llevar las almas pecadoras a su Hijo. No rechacéis los frutos de su pasión. Convertíos y viviréis. Hijos míos, os lo pido, os lo suplico –porque os amo y no quiero vuestra perdición-  desde lo más profundo de mi corazón. Firmado: Vuestro obispo”.

lunes, 27 de septiembre de 2021

Carta abierta a D. Federico Jiménez Losantos



(Esta carta se ha enviado al correo electrónico de ESRADIO este mismo día 27 de septiembre)

Estimado y admirado D. Federico, me dirijo a vd., como oyente habitual de “La mañana” de ESRADIO y como lector no sólo de sus habituales artículos en “Libertad Digital”, sino también de buena parte de sus libros. De ellos puedo decir, que no sólo me han enseñado muchísimas cosas (y buenas), sino que su lectura, en sí misma, ha sido una delicia, porque los que leemos habitualmente a los clásicos españoles, percibimos con fruición que su estilo se nutre de ellos. El último que leí fue su extraordinaria crónica sobre los años que estuvo (y purgó) en la COPE, llena de un prodigioso humor no exento de cierto aroma trágico. Y tengo en capilla la lectura de sus dos libros sobre el comunismo, que ya he adquirido y que, como todos los demás que he disfrutado, sé que no me decepcionarán. Coincido con vd. en mi repugnancia intelectual y moral hacia los totalitarismos y a los separatismos, y también en su idea angular sobre la necesidad de que la libertad del ciudadano se vincule, en una sociedad madura, a su responsabilidad, de tal modo que sea él y no el papá Estado quien –como dice nuestro Cervantes –“se forje su ventura”.  

Mi nombre es Luis López, y soy abogado de Sevilla, casado, con tres hijos, y tengo cincuenta y un años. Dejando ya a un lado mis sinceros elogios hacia su persona y su obra, la razón por la que me atrevo a escribirle esta carta es manifestarle, respetuosamente, mi discrepancia (y reproche) por ciertas cosas que le he oído en los últimos programas acerca de la problemática de las vacunas, más en relación con el tono  despectivo usado para criticar la discrepancia, que sobre el fondo del problema. También aprovecho, igualmente, este momento para manifestar mi pésame por la muerte trágica de vuestra querida compañera Elia. Mis condolencias a toda su familia (incluida la de ESRADIO), y –como cristiano que soy- contad mis oraciones por su alma. Y mi desprecio a los malvados que han intentado vincular esta muerte a sus ideologías antivacunas. 

Le escribo esta carta pública -la he incluido en mi blog "noliteconformari.blogspot.com"- porque le he oído comentarios en los que ha vertido expresiones muy duras, no sólo contra el movimiento “antivacunas” (que comparto básicamente) sino también contra los que –como yo-, en el ejercicio de nuestra libertad y responsabilidad (y ponderando todos los factores en juego) hemos tomado la difícil decisión de no vacunarnos. Difícil decisión, en efecto, porque sé que hay muchos buenos argumentos que invitan a vacunarse (y que se han difundido masivamente por casi la totalidad de todas las televisiones y medios de comunicación del mundo). Pero hay también argumentos razonables (aunque a vd. no se lo parezcan, lo que yo respeto) que invitan a la cautela con este asunto, a ponderar todos los intereses en juego, empezando por la propia salud. Argumentos que se han intentado o ningunear o ridiculizar –de manera también masiva-, usando la conocida falacia del “hombre de paja”.  

Le he dicho anteriormente que hago mía buena parte de sus críticas al movimiento “antivacunas”, porque no parece sensato cuestionar en sí mismo el hecho de las vacunas, productos que prácticamente han acabado con muchas enfermedades que segaban la vida a cientos de miles de personas en el pasado. Eso es un hecho incuestionable. Es más, comparto con vd. el hecho de que las mismas vacunas del COVID –según los datos- han contribuido a rebajar en muchos casos la gravedad de la enfermedad, reduciendo considerablemente los porcentajes de fallecidos en personas de más riesgo (ancianos en residencias, sanitarios…). Aunque también parece cierto que, como en el caso de Israel y de la misma España (con un porcentaje altísimo de población vacunada), no se elimina la posibilidad de transmitir y enfermar. 

Lo que critico y me parece poco respetuoso es que vd. llame “imbéciles” (esta mañana misma, 27-09-21 mientras estaba en duermevela) a los que, sin tener nada que ver ni ideológica ni moralmente con los “antivacunas”, no nos hemos vacunado por la incertidumbre acerca de efectos a largo plazo de unos productos novedosos, que llevan en el mercado menos de un año.   

Tras el exabrupto, Vd. quiso rebatir la crítica que se hace a la incertidumbre sobre los efectos secundarios de las vacunas no testadas temporalmente, con dos argumentos: primero, que han muerto en España 140.000 personas (cifra bastante superior a las que indican las estadísticas oficiales, pero que daré por buena porque me fío más de vd. que del gobierno mentiroso que nos malgobierna). Parece decirnos que como la mortalidad ha sido muy alta, es necesario asumir riesgos. Y estoy de acuerdo, como luego verá, en el principio general pero no en su aplicación a esta situación en que nos hallamos.

Y segundo, que los que no nos vacunamos somos peligrosos porque podemos “matar” a los demás. Para evitar un hipotético peligro de muerte de terceros, debemos asumir un riesgo propio inoculándonos una vacuna nueva. Es verdad que, en cuanto al riesgo asumido al vacunarse, es ciertamente ínfimo a corto plazo (la experiencia de la vacunación sólo ha producido efectos indeseables graves en escasísimos casos). Sin embargo, a largo plazo ese riesgo es incierto, pues no sabemos cómo puede evolucionar en el transcurso de los años porque sencillamente nos falta tiempo. Ese es uno de los problemas más serios de la vacunación, que no puede despacharse con descalificaciones como ha hecho vd. 

Intentaré refutar esas objeciones. Con carácter previo, como puede comprobar, entiendo perfectamente su posición y la respeto (no la deformo con falacias), pero no puedo admitir que vd. no respete a quienes en este punto no compartimos su visión, y nos insulte como ha hecho hoy. No voy a entrar en una inacabable guerra de datos, salvo citar uno que saqué hace unos meses del Ministerio de Ciencia, que viene referido a personas de mi edad (de 50 a 60 años), y que por supuesto estoy dispuesto a corregir si he cometido un error al transcribirlos o interpretarlos. Yo tengo, como ya he dicho, 51 años.

Según esa estadística, de cien personas que se infectan de COVID en esa franja de edad, la mayoría es, o asintomática o la pasan con síntomas leves. Sólo entre un 5% y un 7% debe ser hospitalizado (y en algunos casos sólo por precaución y para vigilar la evolución, no por gravedad); un 1% acaba en la UCI y finalmente un 0,1% fallece.

Gracias a Dios, yo todavía no he cogido el COVID, y confío en no enfermar, por lo que obedezco responsablemente todas las medidas de seguridad imperantes; he cambiado algunos hábitos sociales y actúo en público con la prudencia que me indican las autoridades. Entiendo que si, para mi desgracia, enfermase de COVID, los efectos en mi cuerpo –de acuerdo a las estadísticas- no serían graves probablemente. Y generaría anticuerpos naturales para futuras infecciones, anticuerpos que por ser naturales no producirían los trastornos autoinmunes que, según algunos científicos (minoritarios), podrían producir las vacunas. Éstas son, como sabemos, productos artificiales -y algunas- emplean novedosas técnicas de terapia génica como las de ARN-m.

¿Pero podrían ser esos efectos, si no me vacuno, graves hasta el punto de morir en el caso de que me contagie de COVID? Sí, es una posibilidad. Sería muy extraño, pero lo asumo. Como también asumiría, en el caso de que me vacunase, el que se produjese un indeseable efecto malo a corto o a largo plazo. Rarísimo en el primer caso (a corto plazo) e incierto en el segundo (a largo plazo). Las decisiones libres sobre cuestiones que llevan aparejados pros y contras, sean cuales sean, deben asumirse con responsabilidad y hombría. Quienes desde luego no van a asumir los efectos perniciosos, si se producen, son las farmacéuticas.    

En definitiva, con esos datos oficiales, me parece que no es irrazonable decidir no vacunarse, dada la edad que tengo. Si tuviera más de 70 años, los porcentajes anteriores se incrementan de manera progresiva (y preocupante), y sin duda me vacunaría, aceptando el riesgo de futuros efectos deletéreos de las vacunas. Hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de fallecidos se ha producido en franjas de edad muy altas –y con patologías previas- y en un tiempo (los primeros meses de marzo de 2020, al principio de la crisis), donde por la irresponsabilidad del gobierno no había medios para combatir adecuadamente este virus. Y ahora sí los hay, ya estamos apercibidos.

Es verdad que también hay algún caso de personas jóvenes y sin patologías previas que han muerto –las televisiones, los periódicos y los digitales en bloque destacan una y otra vez esas noticias-, pero el hecho de que se recuerde un hecho excepcional decenas de veces no niega la excepcionalidad del hecho; es la noticia la que se hace habitual, no el acontecimiento, por lo que esa reiteración habría que calificarla como manipulación. Parafraseando a Goebbels, "un hecho excepcional mil veces repetido, no se convierte en un hecho habitual". 

En segundo lugar, parece que los que no nos vacunamos somos ciudadanos peligrosos porque podemos “matar” a alguien, somos como “potenciales asesinos”. Ese argumento es tramposo y deleznable. Valdría si la vacunación eliminase definitivamente la transmisión, si el vacunando no pudiera ya ni transmitir ni recibir la enfermedad, pero eso no es así como ya sabemos. Es tramposo, porque, dado que no se impide la infección a otro aunque se esté vacunado, también podría matar un vacunado a otro no vacunado (o incluso vacunado), si coinciden unas desgraciadas circunstancias. No hay certeza alguna de que la enfermedad que coja el no vacunado, procedente del vacunado, sea siempre (es decir, con abstracción de las circunstancias del caso concreto) menos grave que la que pueda transmitirle otro no vacunado, porque eso dependerá no sólo de la carga vírica que se transmita (que puede ser incluso en el no vacunado inferior a la del vacunado en algunas circunstancias), sino también de las condiciones del que coge la enfermedad. Mientras exista una pandemia, siempre habrá riesgo de transmisión, y aunque podamos conceder que los no vacunados en teoría tendrían más carga vírica que los vacunados, ese dato no siempre es así, y la posibilidad de muerte depende muchas otras condiciones y situaciones que no podemos controlar. Un no vacunado que se mezcle poco con la gente y que guarde siempre medidas de seguridad, sin duda tiene menos peligro que un vacunado irresponsable que sale de juerga todas las noches y se besuquea con todo el mundo. En definitiva, es tramposo e infantil decir “y tú más”.

Y es deleznable porque usa la misma falacia de trazo grueso de los movimientos antivacunas, que llaman asesinos a los fabricantes de vacunas por el hecho de que la administración de una vacuna legalmente aprobada haya podido excepcionalmente matar a alguien. Pero tal hecho, como dicta el sentido común, no convierte en asesino al fabricante que la hizo, al médico que la recetó o al enfermero que la administró. Utilizar esa manera de razonar frente a los que, en nuestra libertad y bajo nuestra responsabilidad, hemos decidido no vacunarnos, es embarrar el terreno de juego, es pretender ganar un partido haciendo demagogia (es decir, burdas trampas intelectuales).         

En definitiva, D. Federico, no me parece ni correcto ni justo que use insultos para referirse a los que libremente hemos decido no vacunarnos, y asumimos las consecuencias de nuestro acto libre y meditado. Que admitamos sin reserva mental el hecho, contrastado históricamente, de la bondad general de las vacunas, no significa cegarnos ante la eventualidad de  posibles efectos adversos, a corto o a largo plazo, en vacunas novedosas. Si se producen futuras pandemias mucho más letales que el COVID (Dios no lo quiera), en esos supuestos la balanza sin duda oscilará hacia la vacunación. En otros casos menos letales que el COVID, la balanza marcará no vacunación. El problema es que, en este dilema que nos afecta hoy, percibo la balanza muy centrada, y las razones de una y otra parte se neutralizan. Aquí, ante esta duda, sólo puede actuar la libertad de una persona, la cual, tras informarse por todos los canales que sepa y pueda, será quien en última instancia tome una decisión, que puede ser correcta o equivocada. En todo caso es -debe ser- una decisión libre y responsable que merece respeto –criticada si quieren, por supuesto-, pero siempre respetada. Por eso le pido que en lo sucesivo, tenga en cuenta estas apreciaciones, y que no juzgue con idéntica ley del embudo tanto a los que hacemos objeciones razonadas (así lo creo honestamente) a esta vacunación masiva, como a los fanáticos que no razonan y sólo embisten (como diría mi paisano Antonio Machado). 

Me despido de vd. en la seguridad de que seguiré escuchándole con el mismo agrado e interés de siempre. Y leyendo y anotando sus estupendos libros, con los que tanto he aprendido y que tanto placer me proporcionan con su lectura. Cordialmente. Luis    

jueves, 27 de mayo de 2021

¿Por qué no me voy a vacunar contra el COVID19 (de momento)?

Seis horas de cola para una vacuna de Pfizer - El Periódico


La llamada “pandemia” del COVID19, procedente con bastante probabilidad del laboratorio chino de Wuhan a fines del año 2019, ha cambiado radicalmente nuestras vidas. Esa evidencia la percibimos día a día en todos los ámbitos de nuestra existencia exterior: no podemos salir sin mascarilla, tenemos que guardar distancias, reprimir los afectos con amigos y familiares, apartarnos un metro en la cola del supermercado, humedecernos las manos con gel hidroalcohólico allí donde paremos, y –los que todavía vamos a la Santa Misa- comulgar en la mano. Salvo esto último –a lo que me niego por principio superior-, a todo lo demás obedezco como buen ciudadano, sumiso a las imposiciones, y cumplidor de los deberes que los que saben nos han fijado. 

Desde principios de este año, diversos laboratorios han fabricado varias vacunas que –a mi juicio, con los datos que disponemos- han contribuido a reducir la mortandad causada por el virus. La prueba la encontramos en el descenso de la curva de mortalidad en las residencias de ancianos, lugares donde este virus –por ser especialmente grave en personas de avanzada edad- hizo más estragos, sobre todo al principio. Desde el punto de vista de la eficacia, nada que objetar. Su utilidad –por lo que vemos a día de hoy- parece evidente.

Por tanto, no tendría a priori por qué plantear alguna reserva mental a lo que se ha demostrado como eficaz para evitar muertes e ingresos hospitalarios y ralentizar el ritmo de contagios. Además, para mí  ha llegado el momento de entrar en el grupo de los que pueden vacunarse (las personas de cincuenta a sesenta años), y muchos amigos de mi quinta están haciendo ahora mismo bromas y memes en whatsapp sobre las colas que se encuentran en los puntos de vacunación.

Sin embargo, tras mucho pensar en este asunto, tras escuchar en diversos medios de comunicación postulados favorables y desfavorables a la vacunación –estos últimos, de personas serias, no frikis como ciertos personajes de farándula-, y tras leer algo del abundantísimo material de internet, he decidido no vacunarme (de momento), y me gustaría explicar mis razones. Si alguien que me lee se indigna y quiere tacharme ya de negacionista o insolidario por lo que acabo de manifestar, le ruego que siga hasta el final.

Reitero que he dicho razones, con lo que intentaré que no se cuele en mis disertaciones ningún apriorismo anticientífico, ninguna valoración ideológica o religiosa –aunque sí trate de alguna cuestión moral- y desde luego nada que tenga que ver con teorías conspiratorias. Me baso en mi sentido común, en mi experiencia de vida tras cincuenta años pesando sobre el suelo, y –como dije- lo que llevo leído o visualizado sobre este tema.

A mi juicio, la administración masiva, a todo un país, de cualquier vacuna novedosa –y recalco este adjetivo- debería tener en cuenta tres factores fundamentales:

1º.- Una situación sanitaria grave o crítica que no pueda ser cohonestada con medicinas convencionales.

2º.- Una convicción, testada científicamente, de la eficacia de las vacunas, para impedir o minimizar los efectos de la propagación de la enfermedad en las personas.

3º.- Una política informativa honesta y clara, que del mismo modo que narra las bondades de las vacunas, describa los efectos nocivos que -aun siendo estadísticamente irrelevantes-, pueda provocar su administración no sólo a corto sino a largo plazo.

Pare deshacer equívocos, lo afirmaré con claridad: si hubiera certeza de la simultaneidad de los tres factores antes indicados, me parecería no sólo una temeridad sino también un acto insolidario no vacunarse como el resto de tus conciudadanos. No tengo la más mínima duda que, de darse en nuestro país las tres condiciones antes expuestas, yo me vacunaría, aun a sabiendas de los riesgos inherentes a toda vacunación (los cuales, aunque mínimos, sabemos pueden producirse). Vale la pena asumir cierta incertidumbre por dichos efectos deletéreos (por lo demás muy improbables), si los beneficios –salvar tu vida o rebajar el riesgo de una enfermedad mortal, o de contagiarla a otro-  superan de manera notoria a esos posibles problemas.

Por lo tanto, en una situación de clara y evidente necesidad  (una situación de emergencia sanitaria, con muertes masivas), donde fallen los medios de sanidad convencionales,  y donde tengamos la certeza científica de la eficacia de las vacunas para proteger a la población, no sólo soy favorable a la vacunación sino que -de acuerdo a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, que considera el bien colectivo de la comunidad superior al bien individual de las personas-, hasta la impondría obligatoriamente. "El bien común es mejor y más divino que el bien de uno solo" (Sum. II,II, 26).

Ahora bien, en otra situación –allí donde no se cumplan algunos de esos tres requisitos- no procedería en ningún caso la pretensión de imponerla, si bien debería ofrecerse a aquellos que voluntariamente la deseasen. Y a mi humilde juicio, en nuestro país, salvo el segundo requisito (y con matices que luego veremos), no se cumplen ni el primero ni el tercero.

En primer lugar, a día de hoy -26 de mayo de 2021- no hay ninguna emergencia sanitaria, que exija la vacunación masiva ante un virus que, si bien es grave, su tasa de mortalidad no es preocupante y dicha mortandad no está generalizada en todos los sectores de la población. Eso no es discutible, es un hecho. No vivimos en la Peste Negra del siglo XIV. El COVID19 es una enfermedad que atacó especialmente –hace más de un año- a mayores de 70 años –un 86% de los fallecidos superaban esa edad-, pero a día de hoy este grupo de especial riesgo ha sido íntegramente vacunado. La mortandad –preocupante en los meses de marzo y abril de 2020- ha descendido de manera impresionante en este grupo de población.  

El caos que vivimos en esos primeros meses de 2020, no tuvo tanto que ver con la ausencia de vacunas, sino por la novedad de ese virus y su fácil propagación –y la negligencia del peor de los gobiernos posibles-, que produjo un colapso sanitario. Ahora bien, a mi juicio, hemos aprendido de errores pasados -con la experiencia adquirida tras esa lucha admirable y heroica de nuestro personal sanitario- y eso hace improbable que vuelva a producirse una situación similar (al menos con este mismo virus o con alguna variante del mismo). De hecho, sin vacunas todavía, las UCIs progresivamente dejaron de colapsarse a partir de esos primeros meses de 2020 hasta el final de año, porque existía mayor experiencia acerca de cómo combatir con medios clínicos convencionales al virus.

Además, se ordenaron toques de queda, y la población –salida del confinamiento- estaba bien apercibida de que muchas cosas habían de cambiar: guardar unas distancias, usar mascarillas –aunque hay quienes afirman que son inútiles en público y aun nocivas para los menores de edad-; en definitiva, variar ciertos comportamientos sociales y tener sentido del civismo… Todo lo hemos aceptado, pese a que algunas medidas –las mascarillas en espacios abiertos- me parecen absurdas. Y no sólo a mí.

Sin embargo, el hecho mismo de vacunarse –y además con una vacuna novedosa- no es cambiar un mero hábito, es algo más grave que afecta –puede afectar- a la salud del individuo. En tal caso, sí hay que ponderar todas las circunstancias. Es por ello que, tras haberlo repensado una y otra vez, he concluido que no hay –a día de hoy, lo subrayo- una situación de urgente necesidad que exija como único remedio la administración de una novedosa vacuna. Retengan los subrayados, y sobre todo la negrita, porque ahora voy a ello.

Pese a la abrumadora publicidad desde casi todos los medios de comunicación acerca de la bondad de las vacunas, no puede negarse que la información que se ha dado sobre los efectos de las mismas no ha sido satisfactoria, más bien confusa: opiniones contradictorias entre científicos de diversos países –algunas preocupantes como la del premio nobel de medicina 2008 Luc Montagnier (desmentidas por otros que no han sido premio nobel)-; divergencias sobre el  número de dosis que debe administrarse para que sea eficaz (ya se está hablando de vacunarse anualmente o incluso cada seis meses, con lo que se facilita el control social); discrepancias cómicas sobre las combinaciones de vacunas de diversos fabricantes y las edades de los vacunandos; posibilidad de contagiarse/contagiar tras la administración; vínculo de alguna vacuna –astrazeneca- con trombos y muertes, efectos secundarios…  Una ruidosa ceremonia de la confusión.

Todo eso es cierto, pero a mi juicio no es lo más grave. Lo más preocupante está en algo que también han destacado algunos científicos. No hay la certeza de que una vacuna novedosa –sacada de urgencia, sin los protocolos temporales habituales- no pueda tener efectos indeseables a largo plazo. Esa hipótesis no puede testarse porque, sencillamente, no hay tiempo, todo ha sido urgente –fabricación y administración-.

No digo que los que se han administrado esas vacunas están expuestos a graves enfermedades en el futuro; lo que digo es que eso no lo sabe nadie; nadie puede garantizar que no pueda ocurrir; nadie –ni el científico más sabio del mundo- puede poner la mano en el fuego, aseverando que jamás se producirá alguna consecuencia nociva a años vista. No estamos hablando de vacunas que llevan décadas y décadas inyectándose (y cuyos efectos a corto o largo plazo pueden estudiarse), sino de algo nuevo.    

Y ese es el problema: para administrar una nueva vacuna –y más aún, con técnicas revolucionarias como las del ARN mensajero (Pfizer o Moderna)-, un mayor tiempo de examen hubiera sido imprescindible. Y mientras no se testasen las vacunas con seguridad, podría haberse potenciado las investigaciones sobre antivirales convencionales para combatir ese virus. ¿Por qué no se siguió este camino, como en el caso paradigmático del SIDA, donde no fueron las vacunas sino la investigación sobre medicinas convencionales la que frenó su mortalidad? Sin embargo, se prefirió anticipar una vacunación urgente y colectiva, y todavía no sé por qué. No sé la respuesta, y con la única que se me ocurre me calificarían de conspiracionista, por lo que me callo.

Concedamos que había urgencia, y que los que fabricaron las vacunas comprobaron que, a corto plazo, el riesgo de complicaciones era muy inferior a los beneficios sanitarios. Tenían razón, y hoy vemos que han funcionado. Pero, ¿y a largo plazo? El resto es silencio.  

En todo caso, tampoco es la cuestión decisiva si hay o no riesgos a largo plazo, porque en una situación sanitaria de gravedad extrema –de vida o muerte- se puede (y se debe) asumir esas posibles consecuencias como ya he destacado. La cuestión es si merece la pena arriesgarse a tal hipotético peligro en una situación como la que tenemos hoy.  Yo veo claro que no.  

Por último, last but no least, hay dos vacunas –Janssen y Astrazeneca- que, aparte de vincularse desagradablemente con la producción de trombos (casos ínfimos ciertamente, pero en todo caso un elemento más a ponderar), tienen la problemática moral de haberse confeccionado con líneas celulares, es decir, con cultivo de células procedentes de un feto abortado. La Iglesia Católica considera que una cosa es la inmoralidad del uso de líneas celulares procedente de fetos abortados para hacer vacunas, y otra cosa es la licitud de uso de tales vacunas, dada la remota conexión del aborto pasado con esas células. Aunque, con pía prudencia, recomienda que solicitemos vacunas que no empleen esas técnicas.

Será lícito, sí, y el crimen de triturar a cuchillada limpia a un feto inocente habrá sido muy remoto, de acuerdo. Pero jamás me meteré en el cuerpo algo así, aunque me cueste la vida. El asco -más moral que físico- me lo impide. Y el sano temor de Dios. 

viernes, 5 de marzo de 2021

Las tres justicias del Libro de Job.


                     

INTRODUCCION

Cuenta el libro del Génesis que el paraíso terrestre, donde moraban nuestros primeros padres, estaba regado por cuatro arroyos, denominados Pisón, Gihón, Tigris y Eúfrates, los cuales recibían sus aguas de un misterioso río cuyo nombre desconocemos (Gen. 2,10-14). Expulsada del Edén la primera pareja humana a causa de la desobediencia, pronto se olvidó toda referencia geográfica de los dos primeros (aunque se salvaron sus nombres). En cambio, en cuanto a los segundos, se les identificó desde siempre con los dos inmensos ríos que hoy nutren una región del oriente, en cuyas tierras, según la historia, se inicia la civilización.

La desmemoria sobre la ubicación de esos ríos, así como del principal del que recibían sus limpias aguas, fue uno de los muchos efectos secundarios de la culpa de Adán y Eva. El más importante, como sabemos, fue el decreto de destierro, dictado con la explícita intención de impedirles el acceso al Árbol de la Vida (Gen. 2,8), el cual les garantizaba la inmortalidad. Perdida la inocencia original, tirados por la borda los dones sobrenaturales que Dios les concedió (inmortalidad, impasibilidad, integridad), era peligroso que la raza humana, entregada a la malicia, quisiera ser como Dios, y por ello, se le destinó a un mundo hostil y se le fijó un plazo, cumplido el cual, retornarían al polvo del que fueron hechos. “Me amasaste como arcilla y al polvo me has de devolver” (Job. 10,9)

Con la rescisión de los dones sobrenaturales, no sólo perdimos la inmortalidad; también la justicia original, lo que implicaba necesariamente la entronización de la injusticia y de la ley del embudo en la sociedad humana desde entonces. No obstante, el hombre no perdió sus dones naturales, que de alguna manera seguían reflejando la verdad, el bien y la belleza del Creador. Así, pudo desarrollar su anhelo de justicia en algunos monumentos de la razón humana, como por ejemplo el derecho romano, cuyas instituciones jurídicas aún hoy usamos los que nos dedicamos profesionalmente a discernir y ayudar a resolver los conflictos de intereses entre los hombres.

No todo, por tanto, se perdió con la expulsión del Paraíso. La imagen de los dos ríos que olvidamos -Pisón y Gihón- y de los otros dos que recordamos -Tigris y Eúfrates- me parece una hermosa metáfora de esa gran verdad católica, que nos recuerda que el ser humano no fue privado íntegramente del sentido de la rectitud, y aunque corrompido en parte por el pecado, aún puede ejecutar ciertas obras de justicia, guiándose por la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn. 1,9),

“Hay un espíritu en el hombre,

El soplo de Dios, que lo hace inteligente”

                                                                     (Job. 32,8)

luz que alumbra su razón, aunque a veces débilmente. Pero para que esa justicia natural se implementase con vigor en su conciencia era necesario reconocer al menos la fuente básica, el río principal del que recibían las aguas los cuatro anteriores, de ignoto nombre también, pues Dios siempre será esencialmente desconocido (Hch. 17,23) mientras pesemos en este suelo.

Mas voy al oriente y no está,

A occidente y no lo encuentro;

Lo busco al norte y no aparece,

En el sur se esconde y no lo veo”

                                                   (Job. 23, 8-9)

La luz de la ley natural, inserta en el corazón de cada hombre, recibía su ratificación de la ley divina, de Aquél en quien el concepto abstracto de justicia se personificaba con plenitud. Apartada de ese fundamento, la ley natural se negocia en la almoneda del capricho, el edificio de la justicia se resquebraja, la injusticia hace estragos por doquier, los pueblos se revuelven y llegan conflictos y guerras. Pero como el hombre no puede vivir siempre en un estado de barbarie, cada vez que se derrumba debe volver a elevarlo una y otra vez –como el mito de Sísifo-, aunque parece ignorar tozudamente que sólo resisten aquellos muros que reflejan de alguna manera el origen divino de la ley humana, y se remiten a ese originario río del Paraíso.  

El problema de la justicia se plantea de una manera estremecedora –y también misteriosa- en la narración bíblica del drama de Job. Este relato, dejando aparte su divina inspiración, es una de las más sublimes creaciones literarias jamás brotadas del espíritu humano, a la misma altura que las tragedias de los griegos, o las de Shakespeare, Racine o Calderón. En sus poéticas páginas, lo que convencionalmente entendemos como justicia o injusticia, da varias vueltas de tuerca hasta el punto de dejarnos perplejos y con numerosos interrogantes, que sólo podrán ser iluminados –no respondidos del todo- con los libros del Nuevo Testamento. Y así, tras reiteradas lecturas, llegué a diferenciar en él tres puntos de vista –diferentes, y hasta antagónicos- sobre el concepto de la justicia en relación con su fuente primera, la perfección de Dios, y los quiero apuntar ahora para desarrollarlos luego.

Primero, lo que denomino justicia del demonio, por reflejar –aunque muy de pasada- esa actualísima deformación de tan noble concepto, que vemos un día sí y otro también, y cuyo fundamento es la endiosada autonomía del hombre, que no admite la ley divina, ni su desarrollo racional y moral, la ley natural. Esa justicia, que puede razonablemente definirse como diabólica, parece sintetizarse en la única frase que pronuncia la desnortada mujer que Job, en la que le incita a maldecir a Dios y a suicidarse.   

Segundo, la justicia de las obras, que es condenada por Dios. El Señor, al final del relato, reprueba con dureza los (aparentemente) sensatos discursos de los tres amigos de Job (basados en una razonable justicia conmutativa y una defensa a ultranza del proceder divino), y la vez reivindica a éste, cuando en realidad, tras una lectura atenta del libro, este conmovedor héroe trágico no tiene nada que ver con el símbolo de la paciencia del imaginario popular; más bien es la voz de una rebeldía que, a veces, llega a la explícita blasfemia. Sin embargo, ¿incomprensiblemente?, Dios condena esa justicia de las obras (la de los tres amigos), y justifica a Job, pues es éste –a pesar todo lo que ha dicho, y que ha merecido reprobación de aquellos – el único que ha hablado bien de mí (Job. 42,8).

Tercero, la que denomino la justicia de la fe, que no se explica –Dios ni pretende ni intenta hacérsela comprender a Job (o a nosotros), en su impresionante discurso desde la tormenta (Job. 38,1)-, pero lo cierto es que le convence rotundamente, y el doliente reconocerá:

“Sólo de oídas te conocía

Pero ahora sí te han visto mis ojos.

Por eso me retracto y me arrepiento

Echado en el polvo y la ceniza”

                                   (Job. 42, 5-6)

  1.- La MUJER de JOB o la JUSTICIA del DIABLO.-

Con sus posaderas en el suelo y su espalda apoyada en una tapia, Job se rascaba sus dolorosas y malolientes llagas con un trozo de teja. Su sufrimiento físico, con ser atroz, no llegaba a la altura del tormento de su alma, pues no podía comprender por qué “los terrores de Dios se han alineado contra mí” (Job. 6,4). O en palabras de Dámaso Alonso en su impresionante poemario Hijos de la Ira:

El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo, y una ramera de solicitudes mi alma”.

Para colmo de males, el piadoso sufriente acababa de escuchar una grave blasfemia proferida por uno de sus seres más cercanos –su esposa-, pero contuvo su primer impulso de abofetearla. Incluso sus agrietados labios iniciaron un boceto de sarcástica sonrisa (el dolor de sus comisuras no le permitía más), mientras reflexionaba sobre la extraña ironía o crueldad de El Shadday –ese era el primitivo nombre del Todopoderoso-, por arrebatarle todos sus bienes y su salud…, pero mantenerle a su lado a su esposa desquiciada, que ahora le zahería con su odio.

Como en un gigantesco teatro del absurdo, la feliz vida del matrimonio se había trasmutado en una desdicha que parecía no tener límites. Por culpa del huracán que derribó una casa, habían muerto sus diez hijos; sus cosechas y ganados fueron devastados de una vez por rayos y tormentas, y sus criados asesinados por bandas de enemigos caldeos; putrefactas heridas cubrieron la tersa piel de Job, y penetraron hasta el corazón de su esposa. Lo habían perdido todo, y como en el conocido refrán, la miseria entró por la puerta, y el amor escapó por la ventana. En consecuencia, ese drama los separó, de modo que ambos adoptaron dos actitudes radicalmente antagónicas: el marido se refugió en un piadoso estoicismo (que no duraría mucho, como veremos), y su consorte –que antaño habría sido una mujer tan discreta y hacendosa como la del libro de los Proverbios (31, 10-31)-, fue poseída por un atroz resentimiento. Y como la tortura de la gota de agua, le reprochaba una y otra vez a su doliente esposo:

-         ¿Todavía perseveras en tu necedad? Maldice a Dios y muérete de una vez

Pero Job, conteniéndose como dijimos, respondía a su mujer con profunda sabiduría, digna de un Séneca impasible:

-         Mujer estúpida, si hemos aceptado de Dios los bienes ¿no debemos aceptar el mal?

Y anota el escritor sagrado: Job no pecó con sus labios.

Como veremos luego, eso no es exactamente así. Job sí pecará –y gravemente a nuestro juicio- por verter expresiones tan ofensivas contra Dios, como la que acaba de oír a su mujer. Pero ahora nos interesa centrarnos en esa mujer, no tanto como persona, sino como símbolo. Como imagen de la primera de las tres justicias que encontramos en este prodigioso libro bíblico, la que yo denomino la justicia del diablo, o la manera en la que el hombre moderno, abiertamente rebelado contra su Creador, entiende con frecuencia el concepto de lo que es o no justo.   

A Dios se le puede maldecir por acción o por omisión. La mujer de Job, de la primera manera. El mundo moderno, de la segunda. Las constituciones y los textos legales modernos blasfeman, de una manera tan elocuente como silenciosa, por omitir deliberadamente el nombre de Dios, y desligar la racionalidad de las leyes que promulgan sus parlamentos de cualquier principio que remita al río de origen de ellas mismas, y sin el cual, acaban pervirtiéndose.  

Siendo Dios el fundamento de toda racionalidad y de todo poder, si una nación elimina a Dios y a la religión de sus leyes, se tambalea la misma sociedad civil, que comenzará a desvertebrarse. Primero de manera imperceptible, pero cuando se alcance ese punto que hombres (moderados y hasta píos) jamás imaginaron posible, éstos se preguntarán aterrados cómo se pudo llegar a esto. Mas serán tan necios que no encontrarán la causa en esa gravísima omisión, y seguirán creyendo que puede revertirse ese camino al infierno –humano y sobrehumano-, manteniendo la visión blasfema de una ley sin Dios, pero introduciendo algo de moderación y sensatez en aquel error de base; es decir, disminuyendo la velocidad pero no revertiendo el camino; poniendo tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y es que, esclavizados por esa inercia del mal (1 Jn. 5,19), jamás se atreverán a derogarlo en totalidad. Nuestro país, hoy, es la prueba definitiva de la evolución diabólica, en una sola generación, de esa ingeniería legal y civil, con unos gobernantes sirviendo claramente al demonio (aunque no crean en su existencia) y otros (que sí suelen creer en él, pues incluso se definen como católicos de misa dominical), que también le obedecen con su cobardía moral. Más que entre malvados, vivimos entre “ciegos, guías de ciegos” (Mt. 15,14).

La justicia del diablo propone, como la esposa de Job, que se le otorgue al ciudadano el derecho explícito a blasfemar (a maldecir a Dios), o a acabar con la propia vida humana cuando se tuerza la fortuna –muérete de una vez-. Pero también que el hombre ocupe sin complejos el lugar del Santo de los santos y se reconozca a sí mismo derechos que violan la justicia y la naturaleza de las cosas, como el derecho a matar la vida humana en el vientre materno o el derecho a que un pecado abominable adopte el rango de una de las más venerables instituciones naturales de la humanidad (el matrimonio). Incluso el derecho a mutilar de manera grotesca los caracteres sexuales que el Todopoderoso ha dado sustancial e irreversiblemente a toda persona (lo que se denomina autodeterminación de género, sin duda la modalidad más ridícula de las inmensas posibilidades de querer ser como dioses (Gen.3,5), el momento cumbre en el que diablo es, en su mayor ornato, el mono de Dios). 

Los Estados y sus gobiernos, más que pretender el bien común de sus integrantes y ser un instrumento al servicio de los ciudadanos, se convierten en un fin en sí mismo y en un poderosísimo enemigo de aquellos que aún tengan la funesta manía de pensar y actuar como dos milenios de civilización cristiana nos han enseñado, entre los que sobresale ese eterno principio de "obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch. 5, 29); un verdadero Leviatán, por tanto, que impone una moral (¿?) y un pensamiento único, no por casualidad anticristiano. En resumen, a través del poder político se facilita y aun promueve el mal, con el principal objetivo de la esclavitud espiritual del ciudadano. Pues ya lo advirtió el Señor “todo el que comete pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8,34).  

Job reacciona con sabiduría ante esa tentación diabólica, y asume estoicamente –aunque sólo mientras su consorte está junto a él- que el bien y el mal provienen de la justa providencia de Dios, que nacimos desnudos y moriremos desnudos, y que nada nos llevaremos en el incógnito viaje final.

Y nosotros los cristianos –que no podemos ignorar adónde se aboca nuestro mundo- probablemente algún día padeceremos un sufrimiento tan injusto como el soportado por Job, y entonces sí sabremos reaccionar –por un don divino, que no por nuestra fuerza- con su claridad y rotundidad. Mientras no llegue ese momento, seguiremos como ahora, como hombres moderados y hasta píos, queriendo apagar el incendio global que contra el mundo despliega el diablo desatado, soplando disimuladamente contra las llamas para no llamar mucho la atención.      

II.- Los AMIGOS de JOB o la JUSTICIA de las OBRAS.-

Se ha marchado la mujer de Job, y éste ha llegado al límite. Él no era judío (aunque sin duda el autor de este libro sí), sino natural de algún lugar del oriente pagano llamado Hus. Pero probablemente, durante su infancia y juventud, sus padres –o quizás un preceptor hebreo de los que marcharon exiliados a Oriente- le enseñaron el desprecio al politeísmo popular,

“Viendo lucir el sol,

El curso radiante de la luna,

No me dejé seducir secretamente

Mandándoles un beso con la mano”

                                      (Job. 31, 25-26)

y sobre todo, a reconocer que había un solo Dios, de quien recibíamos los bienes (y los males), y al que había que adorar y amar siempre, aunque nuestra suerte fuera adversa.

La verdad de un Dios único, justo y benevolente, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos, se le grabó a fuego en su corazón y prometió no sólo jamás pecar, sino también purgar por pecados ajenos, pues “se  levantaba todos los días de madrugada para sacrificarse y ofrecer holocaustos  por si sus hijos hubieran ofendido a Dios” (Job. 1,5).

Ante su mujer –probablemente porque no quería agravar su desequilibrio- pronuncia unas palabras en las que ya casi no cree. Sí, es cierto que bien y mal vienen de Dios, que nos lo ha dado todo, pero es tal la magnitud inexplicable de su sufrimiento, que ante Él pareciera que

“aun teniendo yo razón, su boca me condenaría

Aun siendo inocente, me declararía culpable”

(Job. 9, 20)

Esa convicción tiene visos de blasfemia, porque Dios –suma bondad y justicia- jamás puede metafísicamente condenar a un inocente. Pero Job no sólo comienza a pensar en esos términos, sino que los incluso los corregirá y aumentará, al atribuir a Dios una diabólica delectación por el sufrimiento del inocente:

Si un azote mata de improviso

Se ríe de la angustia del inocente”

                                       (Job. 9,23)

Aquí ya no habla el hombre religioso y equilibrado, sino el pagano desesperado ante el infortunio de los hados, aunque formalmente los identifique con un único Dios. Es una expresión parecida a la brutal que usa Gloucester en El rey Lear, cuando su hijo bastardo Edmund ordena que le arranquen los ojos:

“somos para los dioses, lo que las moscas para los niños;

Nos matan para su diversión”

                                                                      (El rey Lear. Acto IV, Escena I)

Huida la mujer, aparecen sus tres amigos –Sofar, Bildad y Elifaz-, que sin lugar a dudas son auténticos, no lo son de boquilla, pues “los tres se pusieron de acuerdo para ir a compartir su pena y consolarlo. Al verlo de lejos no lo reconocieron. Empezaron entonces a llorar a gritos, rasgaron sus mantos y empezaron a echar polvo sobre sus cabezas. Se sentaron en el suelo a su lado siete días y siete noches, sin decirle una sola palabra, viendo su terrible dolor”  (Job. 2, 11-13).

Sin embargo, vencida la semana, Job explota y comienza a lamentarse ante ellos, maldiciendo el día de su nacimiento (Job. 3,1), y deseando haber muerto a la vez que Dios le introdujo en el mundo; graves insultos en definitiva a la obra creadora del Altísimo, a la debemos acoger como un don y no como una carga que hay que abandonar, como el lastre de un naufragio.

“Muera el día en que nací,

La noche que anunció: ¡ha sido concebido un varón!

(…)

“¿Por qué dio luz a un desdichado

Vida a los que viven amargados,

Que suspiran en vano por la muerte

Y la buscan con más ansia que a un tesoro

A los hombres carentes de futuro

Porque Dios les ha cerrado el paso?

                                               (Job. 3, 2. 20-22)

Ante estas expresiones irreverentes, los amigos de Job, que sin duda tenían su misma creencia en un único Dios, justo y enemigo de la maldad, le redarguyen con elocuentes discursos, cuyo común denominador es la estricta justicia conmutativa de Dios, que premia al justo y castiga al malo, según las obras de cada uno. Ergo, si Job era feliz y ahora está sufriendo, debe haber pecado, y por ello padece el adecuado castigo del Altísimo.

Las Escrituras judías parecían avalar esa interpretación. La ley de Moisés anunciaba que “Si tú escuchas de verdad la voz de Yavhé tu Dios, cuidando de todos los mandamientos que te prescribo hoy (…) vendrán sobre ti todas las bendiciones siguientes… (Dt. 28, 1-2). Bendiciones, que se identificaban con todos y cada uno de los bienes que poseía Job, antes de acaecerle su desgracia: salud, buenos hijos, riquezas, vastas tierras fértiles y la paz en ellas…

Esa misma ley divina advertía también que “si desoyes la voz de Yahvé tu Dios, y no cuidas de practicar sus mandamientos y sus preceptos que yo te prescribo hoy, te sobrevendrán y alcanzarán todas las maldiciones siguientes… (Dt. 28,15). Que coinciden con la devastación del cuerpo y de los bienes de Job, tras permitir Dios al diablo que le atacase (Job. 1,12).   

La conclusión, por tanto, es obvia. Job necesariamente algo habrá hecho. Job no es sincero. Por consiguiente, debe reconciliarse ya con Dios, para que éste le retorne su favor. Así, Bildad, indignado ante las palabras del husita por acusar de injusto a Dios, le recuerda que:

“¿Puede Dios torcer el derecho

Pervertir Shadday la justicia?

Si buscas pronto a Dios

Y diriges tu  súplica a Shadday

De inmediato velará por ti,

Te devolverá tus legítimos bienes”

                                              (Job. 8, 3-6)

Y así también los otros dos, intentando preservar el honor de Dios, frente a las impías quejas de Job. Gran parte del libro se ocupa en referirnos, por un lado, los discursos de estos amigos, y por otro las respuestas ácidas de Job, donde como vimos, en determinados momentos, se alcanza la gravedad de la blasfemia. Parece un diálogo de sordos. La elocuencia de los amigos no logra traspasar la barrera del dolor de Job y alcanzar su corazón, porque éste es honesto consigo mismo y tiene la certeza de que sus actos justos y pensamientos virtuosos no habían cambiado y, sin embargo, su vida se había deshecho como un azucarillo. Mientras más brillantes eran los discursos que oía, más percibía que eran falsos. Quizás entonces comenzase a intuir que todos ellos discutían sobre un dios que acaso no fuese el verdadero Dios. Pero era el que residía en el imaginario popular, y por eso Job reprocha a los tres que:

Ciertamente vosotros sois el pueblo

Y con vosotros morirá la sabiduría”

                                                (Job. 12,2).

Entre tanto, Dios asiste en silencio al fragor de esa disputa, entre los que (desde la barrera de la salud) pretenden a toda costa salvar el honor del Creador, y el que (desde el coso del dolor) parece empeñarse en debatir con Él acerca del sentido de su tragedia, aunque con la certeza de la inutilidad de tal empeño:

“No es un hombre como yo para decirle:

-comparezcamos juntos en un juicio.

No hay un árbitro entre nosotros

Que ponga su mano entre los dos”

                                           (Job. 9, 32).

III.- DIOS o la JUSTICIA de la FE.- 

Pero Dios, en un instante, se le aparecerá a Job en la tempestad, y no para resolver el debate (pues es irresoluble al entendimiento humano) sino para mostrar con su imponente e invisible realidad –perceptible a través de la inmensidad y sabiduría de la creación- lo desenfocado del mismo.

Sí, sin duda son blasfemas las palabras de Job, fruto de su acerbo dolor, y por ello le pregunta retóricamente con aire de reproche:

“¿Quién es éste que denigra mis designios,

Diciendo tales desatinos?

                                              (Job. 38,2)

Pero también son desatinadas –y más graves aun- las razones de los amigos, que juzgan injustamente a Job, y pretenden encuadrar la infinita majestad de un Ser trascendente en los pliegues de su mente, sin conocer nada de su ignota Providencia. Concretamente, explicar la justicia divina en los términos de una mera justicia conmutativa, cuando lo cierto es que nosotros le debemos a Dios absolutamente todo y Él no nos debe absolutamente nada.

“Si fueres justo, ¿qué le darías a Él?

                                                    (Job. 35,7)

Aunque en rigor esos amigos no hayan faltado a la verdad, pues es verdad que Dios premia a los buenos y castiga a los malos, la voluntad de Dios se implementa de una manera y en unos tiempos muy diferentes a como suponemos los mortales: de forma casi contraria a los cortos criterios humanos, y en unos tiempos en los cuales se introduce una incógnita de eternidad. Una placentera vida puede ser el preludio de un desastroso final (como el del rico de la parábola de Lc. 16,19-31), y una desgraciada, lo contrario, indicios del favor de Dios, pues “si el Señor se ha indignado contra nosotros por breve tiempo para castigarnos y corregirnos, Él se reconciliará con sus siervos de nuevo” (2 Mac. 7,33). Por eso, el mismo Dios asegurará a Job que sus tres amigos han hablado rematadamente mal de Él (Job. 42,7). Y es que han pasado por alto varios postulados fundamentales:

Primero, que sólo Él –y nadie más- sondea la intimidad de cada hombre. Job, en contra de lo que creen los amigos, no ha sido castigado con tragedias por haber pecado, y aunque después hubiera blasfemado con sus palabras (dichas en el paroxismo de su dolor), sólo Dios calibra la gravedad de la ofensa, según las circunstancias íntimas y la sinceridad con la que se desborda un corazón desgarrado, cosas que exclusivamente Él puede conocer. No los amigos, por lo que actúan con temeridad manifiesta.

Además, es un error y acto de fariseísmo suponer la justificación de Dios porque nos juzguemos buenas personas o porque la vida nos sonría (como el rico que reza junto al publicano en el templo, Lc. 18, 9-14). Y que atribuyamos la desdicha (del otro) en esta vida a los pecados que él o sus antepasados cometieron (ejemplo claro es la pregunta de los discípulos al Señor, sobre la causa de la ceguera del mendigo que pedía cerca de la piscina de Siloé (Jn. 9,2).  Nadie está libre de culpa en este mundo, nos recuerda de manera machacona la Escritura (Lc. 13,3). La caída de nuestros primeros padres afecta solidariamente a todos y a cada uno de los hombres sin excepción (Rom. 3,10), y de una manera absolutamente desconocida para nuestras entendederas. Todo, según la ignota Providencia de Dios, cuya sabia mano conduce a sus elegidos a la salvación.

“yo soy el Señor, tu Dios

Que te toma de la mano y te dice:

No temas, que yo estoy contigo”

                                                                                                   (Is. 41,13). 

Lo segundo que han pasado por alto es más decisivo. Y es la clave más profunda -y complicada de entender- de este libro: los hombres estamos obligados a postrarnos siempre ante la Verdad (o lo que es lo mismo, ante Dios), pero no ante un simulacro de Él. Humillarse ante Dios es algo que recomiendan reiteradamente los hombres honrados y píos de toda época, raza o religión y, por tanto, los religiosos amigos de Job se lo piden a éste desde el principio de sus discursos. Sin embargo, Job no sólo desatiende tan loables consejos, sino que además adopta una actitud combativa y la sostiene en presencia de ellos. Sólo al final -y por un acontecimiento exterior que le transforma- mostrará su arrepentimiento “por hablar (sin cordura) de maravillas que me superan y que ignoro” (Job. 42,3). Por tanto, será justificado porque adopta la única actitud que nos hace gratos ante Él, pues “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51,17). Pero cede después de que Dios se le haga presente, antes no.

Si nos fijamos atentamente, hay una diferencia esencial entre los consejos de sus amigos, y el mandato bíblico que he citado del libro de los salmos: los amigos le exigen abajarse ante un dios que no es propiamente Dios, un dios fabricado a la medida de sus cortas mentes. Los amigos usan palabras como derecho, súplica o legítimos bienes; el salmo, en cambio, corazón contrito y humillado. Ante aquel dios no debemos postrarnos, sería como humillarnos servilmente a un ídolo. Nunca ante un dios do ut des. O la apertura a Dios es radical, incondicional y sin el menor viso de insinceridad -da igual una alabanza o un lamento-, o es una servidumbre interesada, con lo lo no seríamos gratos a Dios, porque caeríamos inconscientemente en la idolatría. 

Job -con agudísimo sentido- no cede a esa tentación de los amigos, y, por ello, el verdadero Dios se le hará presente, le justifica y a partir de ahí, es cuando se postra. Cierto es que Job y ellos tienen en mente a ese falso dios en su disputa dialéctica, pero la profunda intuición del husita le previene de la falsedad de los razonables discursos de sus amigos, y se niega a rendirse ante el dios que le exponen, porque sería un acto mecánico e inauténtico (y Dios no sólo es la Verdad, exige la verdad a quien pretende acercarse a Él en oración). Por eso Dios –el único y verdadero- justifica a Job y condena a los amigos porque no han hablado bien de mí como mi siervo Job” (Job. 42,8). Los amigos han intentado defender el honor de un ídolo, pero Job lo ha criticado, negándose a doblar las rodillas ante el mismo. Por eso es justificado, mientras que sus amigos son reprobados.

Aun así, la perfección y santidad del Dios verdadero siempre está detrás de cualquier imagen parcial o errónea sobre la divinidad que construya el hombre, y por eso, en su intervención al principio le echa en cara a Job sus desatinos, pero no se los tiene en cuenta porque no ha cedido al acto de humillación idolátrica. En cambio, reprochará con dureza las razonables palabras de los amigos porque continuamente se postraban ante un fetiche de su imaginación y, sobre todo, tentaron al justo Job a hacerlo. Dios lo abarca todo, incluso permite que nuestra debilidad le confunda tantas veces con lo que no es Él, pero lo que no nos tolera es nuestra cerrazón en la mentira y la inautenticidad, porque nos da oportunidades continuas con su Gracia para corregir el errado juicio y la equívoca voluntad. Job lo había perdido todo, salvo un corazón auténtico e insobornable. Por eso Dios toma la iniciativa y le convierte.

Por eso, cuando a Job se le desvanece ese ídolo, cuando el único Dios se le hace presente –por pura Gracia-, cuando expresa conmovido que “te han visto mis ojos” (Job. 42,5) (no una visión física, cosa imposible, sino una percepción de estricta fe sobrenatural), se da cuenta de que ha estado desbarrando hasta entonces; asume, sin dudar, cuán errados eran sus juicios, se arrepiente enseguida y se postra. Porque, al igual que sus amigos, “sólo de oídas conocía (a Dios)” y, en consecuencia, lo habían concebido según sus cortas mentes.

Sin una experiencia viva de Dios (“ahora te han visto mis ojos”), cualquier queja ante Él -o cualquier alabanza- son pura palabrería (Mt. 6,7), expresiones ociosas y hasta idolátricas; por eso es tan urgente pedir sin cesar la Gracia de la fe, porque siempre la iniciativa es de Él. Incluso los libros piadosos, o las mismas Escrituras, pueden reportarnos la imagen de un dios falso, si el Señor no actúa en nuestro interior para iluminar con su Espíritu nuestra frágil inteligencia. San Pablo lo expresará magistralmente: "también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos qué pedir para orar según conviene, porque el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el pensamiento del Espíritu y conoce que su intercesión en favor de los santos responde a los deseos de Dios" (Rm. 8,26-27).  En suma,  “la letra mata, sólo el espíritu vivifica” (2 Cor. 3,6). 

Job acaba conociendo, por fe, al verdadero Dios. Los amigos, muy versados en la letra de las Escrituras judías –las obras de la ley- no le conocen realmente; memorizarán bien sus versículos pero no los han traspasado para llegar al corazón paternal de la Palabra divina. Ellos seguirán erre que erre con su falso ídolo, porque Dios tampoco se revela a ellos –como hizo con Job- para sacarles de su cerrazón, probablemente porque “Dios resiste a los soberbios, y da su favor a los humildes” (St. 4,6).

Paradójicamente, para Dios -que conoce el barro que somos-, las palabras sensatas de los amigos que exigían humillación a Job, denotaban falsedad y soberbia; mientras que, en la irreverente rebeldía de Job, contemplaba el último vestigio sincero de un corazón destrozado por cuatro partes.  

Al final –irónicamente- es Job el que debe rezar por sus amigos para que los terrores de Dios no se ceben contra ellos. En Job, que es un pagano, comenzamos a intuir la respuesta al gran misterio que sólo se revelará en el Nuevo Testamento: la apertura de Dios a los gentiles por la fe (Ef. 3, 5-6), y la reprobación de los judíos por su incredulidad (Rm. 11).

La luz del Nuevo Testamento nos pone de manifiesto, en definitiva, la insensatez del juicio por las obras que realizan los amigos de Job. Con ser imprescindibles, ni las buenas obras del hombre en esta tierra le garantizan la felicidad aquí, ni le aseguran la salvación en el Cielo. Será San Pablo quien lo exprese de manera definitiva en sus cartas. “El don de Dios no es por obras para que nadie se gloríe” (Ef. 2, 8-9).   

Sólo con la revelación de la Persona de Cristo –el nuevo Job sufriente- en el Nuevo Testamento, se clarificará el drama del husita, pero no con palabras grandiosas desde la tempestad (Job. 38,1), sino con una imagen de locura: la del hombre-Dios crucificado. De ahí -del divino Job de la nueva ley-, brota toda la sublime doctrina paulina de la inutilidad de las obras humanas para alcanzar la justificación (la justicia de las obras, la justicia de los amigos de Job), y la necesidad de la justicia de la fe (la del Job terrenal, cuando “ve a Dios”, cuando se convierte).

Es entonces, cuando arrepentido, agacha su cabeza ante su amor y su designio inescrutable, y adora en silencio. Que Dios le bendiga, reintegrándole la riqueza que perdió es secundario. Al igual que san Pablo, cuando conoció a Cristo –es decir, a Dios-, Job pensará en su corazón que “todo lo estimo ya por pérdida” (Fil. 3,8).

CONCLUSION

Aquí podía haberse cerrado este estremecedor relato, pero no es así, y eso nos deja pensativos. Que Dios le devuelva multiplicados todos los bienes perdidos nos parece un happy end forzado, una contradicción con la tesis fundamental del libro: la crítica con vigor, audacia y hasta sarcasmo a la concepción popular de la justicia divina que vincula automáticamente en esta vida (la única posible para el judío del tiempo de Job), los bienes con los buenos y los males con los malos. Crítica que se expresará en otros excepcionales libros bíblicos como el Eclesiastés:

“pues yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios porque le temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme a Dios.

Pues bien, un absurdo se da en la tierra. Hay honrados tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los honrados”

                                                                                 (Ecl. 8,14)

 De tal modo que:

“En mi vano vivir, de todo he visto

Honrados perecer en su honradez,

Y malvados envejecer en su maldad”

(Ecl. 7, 15-16)

Pero el autor sagrado, en el tiempo que escribió la historia de Job, no tenía otra opción. El universo judaico en el que se desenvolvía no alcanzaba a comprender hasta qué punto la conversión final de Job, superaba a todos los bienes materiales que la misericordia de Dios le pudiera reintegrar. De ahí que este genial poeta hebreo, aunque su experiencia vital le mostrase lo contrario, no podía concluir de otra manera que ratificando la denostada justicia de las obras en este mundo.

Pero una vez que Cristo vino a nosotros, los cristianos debimos haber enterrado definitivamente esa concepción. Quizás un eco de la entronización de la justicia de la fe lo encontremos en esa primera comunidad cristiana de Jerusalén, en la que “creían con un corazón y un alma, y ninguno decía ser suyo nada de lo que se poseía, sino que tenían todos los bienes en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante era la gracia sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían bienes y casas las vendían y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch. 4, 32-35).  

Esa era verdaderamente la justicia de la fe. Aunque narrada quizás con demasiado optimismo por Lucas, sin duda reflejaba con sinceridad el espíritu de una comunidad exultante, transformada por la presencia cercanísima de Jesús muerto y resucitado, y reunida en torno a una mesa fraternal para hacer presente al divino Maestro, celebrando lo que denominarían la fracción del pan (Hch. 2,42). 

Pronto se despertó de ese sueño. Pocos años después, San Pablo criticaba que, en las reuniones litúrgicas, los ricos se atiborraban de comida y bebida hasta embriagarse, mientras los pobres pasaban hambre (1 Cor. 11,21). De todos modos, a lo largo de dos mil años, siempre hubo comunidades humanas, elevadas sobrenaturalmente por la fe, la esperanza y la caridad, donde floreció la justicia de la fe y dieron fruto de ciento por uno. Pero hoy, sin civilización ni Estados cristianos, la justicia de la fe queda reservada a cristianos escasamente organizados (y cada vez menos), mientras una mayoría sigue razonando según la justicia de las obras (hoy no se instruye sobre de la fe católica de otra manera), y desde ese carril van saltando en masa, día a día, hacia la justicia del diablo, por la facilidad con la que los poderosos del mundo la expanden en todos los ámbitos y por todos los medios. Castellani, en "Las parábolas de Cristo" expresó esa decadencia con una estremecedora frase: "El último aliento de una religión que perece es el culto al diablo".

Mientras tanto, la imagen de Job herido, callado y orante, una vez que “sus ojos han visto a Dios”, parece anticiparnos la imagen de los pocos adoradores del Dios verdadero que quedarán en los tiempos finales, y que tan certeramente describió el profeta Sofonías:

“Aquél día (…)

Yo dejaré ante ti

Un pueblo pobre e indigente

Que esperará en el nombre del Señor”

                                                           (Sof. 3, 11-12).