Subía el Señor hacia Jerusalén –su última visita a la ciudad
santa, donde sería crucificado-, y en el camino pronunció, con cierto humor,
una parábola sobre la necesidad de la oración constante, la parábola del juez
inicuo. Éste era un corrupto servidor de la ley que no tenía temor a Dios ni
a los hombres, pero ante la pesadez insoportable de una pobre viuda que, un día
sí y otro también, exigía que le hiciera justicia, optó por atenderla “para que no me rompa la cabeza”. Con ello, el Señor quería recordarnos, una vez
más, la necesidad de la perseverancia en la oración porque Dios hará siempre justicia
a sus elegidos que claman a él día y noche, y no los hará esperar; “lo hará prontamente”.
Sin embargo, el Señor concluyó su narración con una sombría frase:
“Pero el Hijo del
Hombre, cuando venga ¿Encontrará fe en la tierra?”
Esa expresión interrogativa del Señor Jesús quiere mostrarnos,
sin lugar a dudas, una visión pesimista de los tiempos que precederán a su
segunda venida: cuando retorne, en el mundo prácticamente no habrá fe. Ahora interpretamos esa frase acertadamente,
pero es muy probable que los discípulos no la entendieran en ese momento, o –
quizás- la vinculasen más adelante con las tremendas dudas de fe que tuvieron desde la
noche del jueves santo, en que el Señor fue entregado.
En efecto, el Señor se acercaba a Jerusalén y conocía todas las circunstancias de su pasión: en unos días Pedro le negará, los discípulos le abandonarán, la autoridad religiosa judía (la única legitimada por Dios en el mundo… hasta entonces) le condenará por blasfemo, y procederá a entregarle a los paganos, quienes le escarnecerán y le ejecutarán. En cuanto a los discípulos, imagino cómo de horrendas fueron sus dudas de fe durante esos días, en los que se dieron cuenta de que todas sus ilusiones acerca del reino clásico de los judíos, que creían “inminente” (Lc. 19,11), se habían venido abajo. Habían sido liquidadas por la misma autoridad religiosa que Dios les había instituido (el Sanedrín), en complicidad con la autoridad política de los invasores paganos (el Pretorio).
Aún no se habían dado cuenta de que en Jesús se
cumplía escrupulosamente lo profetizado en los Salmos (2,2) (o Hch. 4,26):
“Se levantan los reyes de la tierra
Y los príncipes (“príncipes de los
sacerdotes” según
Mt. 26,3) conspiran
Contra YHWH y su Ungido”
Tiempo después de narrada esa parábola, ya en la ciudad santa, el Señor habló más específicamente de su segunda venida a un mundo mayoritariamente sin fe. Empleó el lenguaje habitual de la apocalíptica judía de la época, profetizando como typo la futura destrucción de Jerusalén (hecho que se cumpliría unos cuarenta años después), y como antitypo ciertos eventos calamitosos que precederían a su vuelta, concretamente dos: una serie de catástrofes físicas (donde muy difícil es deslindar lo real-alegórico de lo real-no alegórico, dada la complejidad del lenguaje apocalíptico), y una prueba de fe en los últimos discípulos suyos, tan dura que “pondría en peligro la salvación de los elegidos si no se acortasen esos días” (Mt. 24,22). A pesar de todo “el que persevere hasta el final se salvará” (Mc. 13,13). Claramente aludía a que muchísimos fieles –muy probablemente la inmensa mayoría- no soportarían la presión del mundo en su última fase (rabiosa y explícitamente anticristiano), y harían apostasía de la fe, en mayor o menor grado.
Por las Cartas de San Pablo –sobre todo las dirigidas a los
cristianos de Tesalónica-, sabemos que había una clara expectativa de la vuelta
inminente del Señor, apenas transcurridos veinte años de su muerte y
resurrección. Por ello el Apóstol tuvo que precisarles que antes de retornar el
Señor, deberían ocurrir una serie de eventos, que podemos resumirlos en una
situación de apostasía generalizada, la
cual generará un caldo de cultivo espiritual (maligno) del que germinará la
figura siniestra del anomos, del hombre
sin ley, del Anticristo.
Por tanto, de la lectura íntegra de todos estos textos del
Nuevo Testamento, es necesario concluir –como cree firmemente la Iglesia- que
habrá tres momentos sucesivos, que son como las señales de los últimos tiempos:
apostasía, anticristo y segunda venida
del Señor.
Surge entonces la pregunta del millón, que muchos creerán
presuntuosa: ¿Es legítimo pensar hoy,
como tantas generaciones de cristianos hicieron en el pasado (sin acertar), que
se dan en nuestra época circunstancias
sólidas para, al menos, afirmar sin tapujos que está acaeciendo –no digo que ya
ha acaecido- la primera de esas tres circunstancias, es decir, la apostasía general? ¿O es una mera
actitud orgullosa la de creer que será en nuestra generación –no hemos vivido
ni viviremos en otra que no sea la nuestra- cuando se cumplan estos eventos
trágicos, que son la condición necesaria para que se produzca al fin la
plenitud gloriosa de la esperanza cristiana? ¿No concluye la Biblia con la
exclamación “Ven señor Jesús”?
Sinceramente, creo que no es una posición arrogante admitir
una sucesión constante de hechos inicuos en nuestro mundo actual que parecen
habernos ya encauzado –de manera irreversible- en esa ruta de apostasía, que abocará
algún día a la mayoría del pueblo cristiano a rendir homenaje al anomos.
En efecto –y sin ganas de ser exhaustivo-, vemos hoy que los
católicos nos hemos despojado de buena parte de nuestro bagaje doctrinal, dogmático
y litúrgico (por creerlo complicado e innecesario para la vida práctica) y de
nuestras fuertes convicciones morales (que exigen una constante oración, unida
a un continuo esfuerzo espiritual), sustituidos por principios flexibles según
las circunstancias o la situación, y por
supuesto, adaptándonos a las ideológicas leyes vigentes, aunque sean inmorales, absurdas,
irracionales o abiertamente anticristianas (o incluso satánicas). Todo trufado de
un optimista concepto de salvación intensamente pelagiano, y de una visión deformada
de la misericordia, que descarta por principio la justicia divina por ser
incompatible con ella. En fin, hemos pasado de una religión sobrenatural,
trascendente, exigente y vertical (como es el cristianismo que hemos recibido de nuestros padres),
a una espiritualidad natural, inmanente, maleable, antropocéntrica y horizontal.
Ese nuevo paradigma, que ocupa el lugar donde estaba nuestra religión
tradicional (sacerdotal, sacramental y teocéntrica), significa sencillamente transitar
progresivamente hacia la apostasía, aunque ese hecho se disfrace grotescamente
de fe madura. Los países protestantes del norte de Europa son la prueba consumada de lo que está por venir -si no ha llegado ya- en sociedades católicas.
Pero han sido dos referendos, celebrados en dos países de
marchamo católico –uno en el año 2018 (Irlanda) y otro hace unos días (San
Marino)- los que me han confirmado, sin la más mínima duda, que no exageramos
ni somos “profetas de calamidades”, cuando
afirmamos (afirmo) que los tiempos de apostasía han llegado para quedarse. Y para
avanzar. Y que ya no hay vuelta atrás, salvo intervención del Cielo.
Seamos claros: en esos dos pequeños países antaño católicos no
se decidía, en sentido estricto, si el aborto se legalizaba o no. Eso, con ser
espantoso y trágico, es secundario. Se trataba de algo mucho más oscuro (para
los que no tienen fe o la tienen débil), pero que resultaba luminoso como un
diamante para aquellos a quienes el Dios misericordioso se la ha concedido. Todo
se resumía en una cosa: en si se permitía a Satanás tomar democráticamente
posesión de esos países.
Ese es el trasfondo, y ningún prelado lo ha querido ni
siquiera insinuar, probablemente porque ya no creen en ángeles ni en demonios. Pero es
imposible que, teniendo fe viva en Cristo, alguien no comprenda que lo que votaban los ciudadanos de San Marino (y hace unos años de Irlanda) era decidirse entre “Satanás
sí o Satanás no”. Si se entronizaba -sí o no- al “señor de las moscas”, al “homicida
desde el principio” (desde el mismo instante de la concepción, podríamos concretar), como lo definió Nuestro Señor (Jn. 8,44). Y ambos optaron generosamente
por el “sí”. El paso es natural, primero se destrona a Cristo y luego se coloca en su lugar a esa parodia del Salvador que es el demonio.
Hablamos de dos países antaño bendecidos por la religión
verdadera. En uno de ellos (Irlanda), país mártir por excelencia, el catolicismo
ha sido históricamente señal y gloria de su identidad política. Y en el otro (San
Marino), su propio nombre delata ese vínculo íntimo. Sin embargo, sometido el
aborto a votación, se dio un resultado favorable amplio.
En Irlanda, acudió a la cita en las urnas un 64% del censo,
de los cuales un 66% votó a favor y un 34% en contra.
En ese micropaís dentro de Italia, San Marino (que fue fundado
nada menos que por un santo, el diácono Marino, un dálmata que había huido de
la persecución de Diocleciano de inicios del siglo IV), prácticamente un 77% de
que los fueron a votar aprobó la legalización del aborto, aunque sólo un 41%
del censo acudió. Al 59% restante, le pareció indiferente votar sí o no, o –lo
que creo más posible- no tenían ganas de que alguien les viese en el colegio
electoral. Nadie les advirtió que el Señor:
“a los tibios los
vomitaré de mi boca” (Ap.
3,16)
O igualmente,
“Si alguien se
avergüenza de mí y de mi enseñanza, entonces yo me avergonzaré de él cuando
venga en mi gloria y en la gloria de mi Padre y de los santos ángeles” (Lc. 9,26)
En fin, podrán hacerse cientos de reflexiones sobre los
múltiples aspectos de estas dos idénticas noticias trágicas. Como a mí me
interesa sobre todo la lectura religiosa (más sobrenatural que sociológica) de
los eventos, quise comprobar la reacción de los obispos. Y lo que observé
–no con sorpresa, me lo esperaba- fue su inmensa miopía al hablar de este
último referéndum de san Marino. Usaban el mismo tono moderado de los pastores
de Irlanda tras el catastrófico resultado del referéndum en la isla. Un perfil
bajo, unos lamentos de monjita a la que se le han quemado las pastas en el
horno, una voz amanerada y, en definitiva, un resignarse a la muerte lenta de
la fe “recibida de una vez para siempre”
(Jd. 3). Fe, cuya obligación de enseñar pura e incontaminada al pueblo (incluido
el peligro de condenación eterna) tienen especialmente encomendada por ser
obispos (vigilantes), con el Santo Padre como cabeza de todos ellos. Deben, pues, transmitir no sólo el principal mensaje de salvación de Cristo mediante el
auxilio de la Gracia que santifica y libera nuestras almas, sino también sus
advertencias sobre ese riesgo cierto de perderse de aquellos que se apartan obstinadamente
de la recta regla de la fe, y obran la iniquidad. Pero no, el obispo de ese
microestado, citando como referencia al Santo Padre, se limitó a decir:
“Espero que no sea un
incentivo para una práctica abortiva, para
decisiones frívolas y, como ha dicho el Papa Francisco esta mañana en la
Academia Pontificia para la Vida, "para
una costumbre muy fea de matar".
Todo muy políticamente correcto. Desde el punto de vista rigurosamente humano comprendo a Andrea Turazzi, obispo San Marino-Montefeltrole (y por extensión a los de
Irlanda y a los demás obispos del orbe, incluido el primero de Roma). Desde el punto de vista de la heroicidad sagrada que se exige a un pastor -no un mercenario- ante los lobos, no. Sé que le hubiera
caído una tunda tremenda (desde todos los lugares del mundo, empezando ¡ay! por
el mismo Vaticano), si en vez de las vacías y estúpidas palabras anteriores,
hubiera hecho algo distinto, más acorde con su dignidad y responsabilidad. Por ejemplo, meditar en profundidad las Sagradas Escrituras, pedir al
Espíritu Santo que le llenase de vigor profético -como sucesor de los apóstoles
y ungido de Cristo que es- y, arrebatado por el celo del Señor cuando purificó
el templo, escribir una carta pública a los cristianos apóstatas de San Marino, donde resonase la tremenda voz del Maestro frente a su generación perversa y adúltera (Mt. 16,4). Con esa carta -que nunca redactarán- concluyo.
“Hijos míos, cristianos
de San Marino ¿Para esto derramó Nuestro
Señor su Sangre? ¿Para que se vertiera en nuestro pequeño país, con nuestro consentimiento
público, la de los más inocentes? ¿Qué
habéis hecho? ¿Cómo habéis podido abrir la puerta de nuestro
pacífico país al demonio, entronizándolo como rey de vuestras
almas? Habéis atraído la maldición de la sangre de Caín a nuestra tierra para
todos nosotros.
A los bautizados que
habéis combatido el buen combate, y habéis luchado, en los medios de
comunicación, en la calle y finalmente mediante vuestro voto, para impedir
esa ignominia, recibid mi fraternal bendición. El Señor premiará vuestra
firmeza y lealtad. Y os exhorto a orar sin cesar, porque los tiempos que vienen
son muy duros, os lo aseguro. Sois ese resto fiel que si persevera se salvará.
A los que no han
querido comprometerse –a los que el Señor califica como tibios-, y a los que
han votado a favor de legalizar este abominable crimen, les exhorto a la
conversión inminente, porque no sabéis ni el día ni la hora en que se os pedirá cuentas de la terrible iniquidad que habéis cometido, con vuestra ratificación expresa
del mal o con vuestra cobardía. No dudéis ni un momento que responderéis por
vuestro grave pecado. ¡Terrible es caer en las manos del Dios vivo!
Como dice la Escritura,
después de haber conocido el camino de la justicia os habéis vuelto atrás, como el perro que vuelve a devorar su vómito. Teneos por tanto, por malditos del Señor,
que os cerrará la puerta aunque le digáis una y otra vez “Señor, Señor”. Él os responderá: “Jamás
os he conocido, apartaos de mí los que obráis iniquidad”. No entréis en ninguna
Iglesia, salvo con voluntad sincera de pedir perdón desde el fondo de vuestro
corazón, solicitar el sacramento de la reconciliación, y aceptar y cumplir con
humildad la penitencia que justamente se os imponga. Hasta entonces, sois hijos de la ira, y excomulgados.
Pero aún podéis
salvaros. Reflexionad, orad, pedid perdón al Señor. Él no rechaza al más grande
de los pecadores, porque Él no ha venido a juzgar al mundo, sino a que el mundo
se salve por Él, pues su amor y su misericordia son eternos hasta el punto de
haber pagado por todos los pecados, por los vuestros, por los míos,
por todos. No despreciéis la purísima Sangre que derramó también por vosotros.
Invocad a María, a quien seguro todavía recordáis en vuestro corazón, porque
ella es poderosa para llevar las almas pecadoras a su Hijo. No rechacéis los
frutos de su pasión. Convertíos y viviréis. Hijos míos, os lo pido, os lo suplico –porque
os amo y no quiero vuestra perdición- desde lo más profundo de mi corazón. Firmado: Vuestro obispo”.
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