La llamada “pandemia” del COVID19, procedente con bastante probabilidad del laboratorio chino de Wuhan a fines del año 2019, ha cambiado radicalmente nuestras vidas. Esa evidencia la percibimos día a día en todos los ámbitos de nuestra existencia exterior: no podemos salir sin mascarilla, tenemos que guardar distancias, reprimir los afectos con amigos y familiares, apartarnos un metro en la cola del supermercado, humedecernos las manos con gel hidroalcohólico allí donde paremos, y –los que todavía vamos a la Santa Misa- comulgar en la mano. Salvo esto último –a lo que me niego por principio superior-, a todo lo demás obedezco como buen ciudadano, sumiso a las imposiciones, y cumplidor de los deberes que los que saben nos han fijado.
Desde principios de este año, diversos laboratorios han fabricado
varias vacunas que –a mi juicio, con los datos que disponemos- han contribuido
a reducir la mortandad causada por el virus. La prueba la encontramos en el
descenso de la curva de mortalidad en las residencias de ancianos, lugares
donde este virus –por ser especialmente grave en personas de avanzada edad-
hizo más estragos, sobre todo al principio. Desde el punto de vista de la
eficacia, nada que objetar. Su utilidad –por lo que vemos a día de hoy- parece evidente.
Por tanto, no tendría a priori por qué plantear alguna
reserva mental a lo que se ha demostrado como eficaz para evitar muertes e
ingresos hospitalarios y ralentizar el ritmo de contagios. Además, para mí ha llegado el momento de entrar en el grupo
de los que pueden vacunarse (las personas de cincuenta a sesenta años), y
muchos amigos de mi quinta están haciendo ahora mismo bromas y memes en whatsapp sobre las colas que se
encuentran en los puntos de vacunación.
Sin embargo, tras mucho pensar en este asunto, tras escuchar
en diversos medios de comunicación postulados favorables y desfavorables a la
vacunación –estos últimos, de personas serias, no frikis como ciertos
personajes de farándula-, y tras leer algo del abundantísimo material de
internet, he decidido no vacunarme (de momento), y me gustaría explicar mis razones. Si alguien que me lee se
indigna y quiere tacharme ya de negacionista
o insolidario por lo que acabo de
manifestar, le ruego que siga hasta el final.
Reitero que he dicho razones,
con lo que intentaré que no se cuele en mis disertaciones ningún apriorismo
anticientífico, ninguna valoración ideológica o religiosa –aunque sí trate de
alguna cuestión moral- y desde luego nada que tenga que ver con teorías
conspiratorias. Me baso en mi sentido común, en mi experiencia de vida tras
cincuenta años pesando sobre el suelo, y –como dije- lo que llevo leído o
visualizado sobre este tema.
A mi juicio, la administración masiva, a todo un país, de
cualquier vacuna novedosa –y recalco
este adjetivo- debería tener en
cuenta tres factores fundamentales:
1º.- Una situación sanitaria grave o crítica que no pueda ser
cohonestada con medicinas convencionales.
2º.- Una convicción, testada científicamente, de la eficacia
de las vacunas, para impedir o minimizar los efectos de la propagación de la
enfermedad en las personas.
3º.- Una política informativa honesta y clara, que del mismo
modo que narra las bondades de las vacunas, describa los efectos nocivos que -aun
siendo estadísticamente irrelevantes-, pueda provocar su administración no sólo a corto sino a largo plazo.
Pare deshacer equívocos, lo afirmaré con claridad: si hubiera certeza de la simultaneidad de los tres factores antes indicados, me parecería no sólo una temeridad
sino también un acto insolidario no vacunarse como el resto de tus conciudadanos.
No tengo la más mínima duda que, de darse en nuestro país las tres condiciones
antes expuestas, yo me vacunaría, aun a sabiendas de los riesgos inherentes a
toda vacunación (los cuales, aunque mínimos, sabemos pueden producirse). Vale
la pena asumir cierta incertidumbre por dichos efectos deletéreos (por lo demás
muy improbables), si los beneficios –salvar tu vida o rebajar el riesgo de una
enfermedad mortal, o de contagiarla a otro-
superan de manera notoria a esos posibles problemas.
Por lo tanto, en una situación de clara y evidente necesidad (una situación de emergencia sanitaria, con muertes masivas), donde fallen los medios de sanidad convencionales, y donde tengamos la certeza científica de la eficacia de las vacunas para proteger a la población, no sólo soy favorable a la vacunación sino que -de acuerdo a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, que considera el bien colectivo de la comunidad superior al bien individual de las personas-, hasta la impondría obligatoriamente. "El bien común es mejor y más divino que el bien de uno solo" (Sum. II,II, 26).
Ahora bien, en otra situación –allí donde no se cumplan
algunos de esos tres requisitos- no procedería en ningún caso la pretensión de
imponerla, si bien debería ofrecerse a aquellos que voluntariamente la deseasen. Y a mi humilde juicio, en nuestro país, salvo el segundo requisito (y
con matices que luego veremos), no se cumplen ni el primero ni el tercero.
En primer lugar, a día de hoy -26 de mayo de 2021- no hay ninguna emergencia sanitaria, que exija la vacunación masiva ante un virus que, si bien es grave, su tasa de mortalidad no es preocupante y dicha mortandad no está generalizada en todos los sectores de la población. Eso no es discutible, es un hecho. No vivimos en la Peste Negra del siglo XIV. El COVID19 es una enfermedad que atacó especialmente –hace más de un año- a mayores de 70 años –un 86% de los fallecidos superaban esa edad-, pero a día de hoy este grupo de especial riesgo ha sido íntegramente vacunado. La mortandad –preocupante en los meses de marzo y abril de 2020- ha descendido de manera impresionante en este grupo de población.
El caos que vivimos en esos primeros meses de 2020, no tuvo tanto que ver con la ausencia de vacunas, sino por la novedad de ese virus y su fácil propagación –y la negligencia del peor de los gobiernos posibles-, que produjo un colapso sanitario. Ahora bien, a mi juicio, hemos aprendido de errores pasados -con la experiencia adquirida tras esa lucha admirable y heroica de nuestro personal sanitario- y eso hace improbable que vuelva a producirse una situación similar (al menos con este mismo virus o con alguna variante del mismo). De hecho, sin vacunas todavía, las UCIs progresivamente dejaron de colapsarse a partir de esos primeros meses de 2020 hasta el final de año, porque existía mayor experiencia acerca de cómo combatir con medios clínicos convencionales al virus.
Además, se ordenaron toques de queda,
y la población –salida del confinamiento- estaba bien apercibida de que muchas
cosas habían de cambiar: guardar unas distancias, usar mascarillas –aunque hay
quienes afirman que son inútiles en público y aun nocivas para los menores de
edad-; en definitiva, variar ciertos comportamientos sociales y tener sentido
del civismo… Todo lo hemos aceptado, pese a que algunas medidas –las mascarillas
en espacios abiertos- me parecen absurdas. Y no sólo a mí.
Sin embargo, el hecho mismo de
vacunarse –y además con una vacuna novedosa-
no es cambiar un mero hábito, es algo más grave que afecta –puede afectar-
a la salud del individuo. En tal caso, sí hay que ponderar todas las
circunstancias. Es por ello que, tras haberlo repensado una y otra vez, he
concluido que no hay –a día de hoy,
lo subrayo- una situación de urgente
necesidad que exija como único
remedio la administración de una
novedosa vacuna. Retengan
los subrayados, y sobre todo la negrita, porque ahora voy a ello.
Pese a la abrumadora publicidad desde
casi todos los medios de comunicación acerca de la bondad de las vacunas, no
puede negarse que la información que se ha dado sobre los efectos de las mismas
no ha sido satisfactoria, más bien confusa: opiniones contradictorias entre
científicos de diversos países –algunas preocupantes como la del premio nobel
de medicina 2008 Luc Montagnier (desmentidas por otros que no han sido premio
nobel)-; divergencias sobre el número de
dosis que debe administrarse para que sea eficaz (ya se está hablando de
vacunarse anualmente o incluso cada seis meses, con lo que se facilita el
control social); discrepancias cómicas sobre las combinaciones de vacunas de diversos
fabricantes y las edades de los vacunandos; posibilidad de
contagiarse/contagiar tras la administración; vínculo de alguna vacuna –astrazeneca- con trombos y muertes,
efectos secundarios… Una ruidosa
ceremonia de la confusión.
Todo eso es cierto, pero a mi juicio no es lo más grave. Lo más preocupante está en algo que también han destacado algunos científicos. No hay la certeza de que una vacuna novedosa –sacada de urgencia, sin los protocolos temporales habituales- no pueda tener efectos indeseables a largo plazo. Esa hipótesis no puede testarse porque, sencillamente, no hay tiempo, todo ha sido urgente –fabricación y administración-.
No digo que los que se han
administrado esas vacunas están expuestos a graves enfermedades en el futuro;
lo que digo es que eso no lo sabe nadie; nadie puede garantizar que no pueda
ocurrir; nadie –ni el científico más sabio del mundo- puede poner la mano en el
fuego, aseverando que jamás se producirá alguna consecuencia nociva a años vista. No estamos hablando de vacunas que llevan décadas y décadas inyectándose
(y cuyos efectos a corto o largo plazo pueden estudiarse), sino de algo nuevo.
Y ese es el problema: para
administrar una nueva vacuna –y más aún, con técnicas revolucionarias como las
del ARN mensajero (Pfizer o Moderna)-,
un mayor tiempo de examen hubiera sido imprescindible. Y mientras no se
testasen las vacunas con seguridad, podría haberse potenciado las
investigaciones sobre antivirales convencionales para combatir ese virus. ¿Por
qué no se siguió este camino, como en el caso paradigmático del SIDA, donde no
fueron las vacunas sino la investigación sobre medicinas convencionales la que
frenó su mortalidad? Sin embargo, se prefirió anticipar una vacunación urgente
y colectiva, y todavía no sé por qué. No sé la respuesta, y con la única que se
me ocurre me calificarían de conspiracionista,
por lo que me callo.
Concedamos que había urgencia, y que los
que fabricaron las vacunas comprobaron que, a corto plazo, el riesgo de
complicaciones era muy inferior a los beneficios sanitarios. Tenían razón, y
hoy vemos que han funcionado. Pero, ¿y a largo plazo? El resto es silencio.
En todo caso, tampoco es la cuestión
decisiva si hay o no riesgos a largo plazo, porque en una situación sanitaria
de gravedad extrema –de vida o muerte- se puede (y se debe) asumir esas
posibles consecuencias como ya he destacado. La cuestión es si merece la pena
arriesgarse a tal hipotético peligro en una situación como la que tenemos hoy. Yo
veo claro que no.
Por último, last but no least, hay dos vacunas –Janssen y Astrazeneca- que, aparte de vincularse desagradablemente
con la producción de trombos (casos ínfimos ciertamente, pero en todo caso un
elemento más a ponderar), tienen la problemática moral de haberse confeccionado con
líneas celulares, es decir, con cultivo de células procedentes de un feto
abortado. La Iglesia Católica considera que una cosa es la
inmoralidad del uso de líneas celulares procedente de fetos abortados para hacer vacunas, y otra
cosa es la licitud de uso de tales vacunas, dada la remota conexión del aborto
pasado con esas células. Aunque, con pía prudencia, recomienda que solicitemos vacunas que no empleen esas técnicas.
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