sábado, 5 de marzo de 2022

El más hermoso pasaje bíblico sobre la santidad del matrimonio, expurgado de las biblias modernas.



A mi querido amigo de Madrid, José Gabriel Concepción, quien me dio noticia de esta omisión en las ediciones modernas de la Biblia. 

                                                                                    I

El cristiano paciente y perspicaz que haya tenido la sana costumbre de leer durante años diversas ediciones anotadas de las Biblias católicas en castellano (desde aquella primera que tradujo y comentó Felipe Scío de San Miguel en 1793, hasta las últimas que se publican en nuestro siglo XXI),  sin duda percibirá -con desasosiego e incluso indignación- un cambio radical de acento o de perspectiva en las últimas editadas. No, obviamente, en el mismo texto bíblico, pues las traducciones católicas en general siguen siendo buenas (tengan su origen en la Vulgata latina o en los manuscritos hebreos o griegos). 

La novedad radica  en el contenido de las introducciones a los libros sacros y en las anotaciones a pie de página. En las viejas ediciones, dichas observaciones pretendían acercarnos a la comprensión espiritual de escritos milenarios de divina procedencia, e incitarnos a vivir en la santidad que nos exige el Señor (el Autor último de la Biblia). Jamás se les hubiera pasado por la mente a los comentaristas criticar tal o cual aspecto de un libro sagrado, pues sentían un venerable temor reverencial por sus sacras palabras. Para todos los cristianos, el goce intelectual que nos proporciona la lectura del más grande libro jamás escrito, debe subordinarse siempre a la función que le ha designado su divino Autor, que no es otra sino guiarnos hacia la meta de la salvación que gratuitamente nos ofrece. Lo demás, aun siendo apasionante, es secundario. 

La Biblia no se nos ha regalado para acariciar nuestros oídos, para satisfacer nuestra sed de conocimiento o belleza, o para hacernos creer que somos muy cultos por recitar de corrido la lista de los jueces de Israel o los reyes de Judá. Parece olvidarse, especialmente hoy, que la Sagrada Biblia, ya sea leída o escuchada frecuentemente, tiene la sagrada misión de llevarnos a la salvación, a Cristo. Sólo en la medida que hayamos creído y asimilado las verdades sobre la historia sagrada que allí se expresan (sobre todo, el amor increíble de Dios que en ninguna circunstancia abandona al hombre pecador, enviando a los profetas y finalmente a su propio Hijo), y las hayamos convertido en cimientos de nuestras particulares existencias, podremos alcanzar felizmente la meta. La Biblia está formada, como todo libro, de palabras, pero todas se concentran en una sola Palabra, como dice San Juan de la Cruz:

"porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es Palabra suya, que no tiene otra- todo nos habló junto y de una vez en toda esta sola Palabra".

Vana -y diría que hasta contraproducente- es la lectura de la Biblia si sus palabras no nos encaminan a la Palabra, al Verbo de Dios, a Jesucristo. A la definitiva gloria, que es el cumplimiento de aquello que San Agustín afirma emocionado en sus Confesiones: 

"nos hiciste para Ti y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en Ti, Señor". 

Con esta reflexión preliminar sobre las Sagradas Escrituras quiero recomendar su frecuente lectura, pero no de cualquier manera, sino del mismo modo en que la hacían los cristianos que nos precedieron: con profunda veneración, con el vértigo de saber que quien nos está hablando es el mismo Dios. Insisto en en ese punto porque hoy tengo la triste impresión de que hemos perdido -yo el primero- esa inocente ingenuidad (o la pureza) con la que nuestros antepasados la devoraban (Jer. 15,16). Ello ha sido causado, en buena parte, por el hecho de que las introducciones y notas modernas, desgraciadamente, no sólo no contribuyen como antaño a reforzar nuestra confianza en la impronta divina, sino que incluso incitan a dudar de la misma. No cuestiono, por descontado, que los especialistas en lenguas antiguas y en el examen de los miles de manuscritos existentes efectúen una correcta depuración de los textos para eliminar todo aquello que pueda ser interpolado o apócrifo. Eso está muy bien, lo que hoy me pone en guardia, lo que me preocupa, es otra cosa.

Que la Biblia no ha bajado físicamente del Cielo, y que ha sido escrita por hombres es una verdad de perogrullo, pero para un cristiano hay una realidad más decisiva aún, y es su divina inspiración (una verdad de fe). Las palabras de las Sagradas Escrituras, antes de ser plasmadas en el papiro o el pergamino por sus autores, les fueron previamente inspiradas por Dios, que contó con la personalidad y la libertad de cada uno de ellos.  El gran problema de la lectura bíblica de nuestro tiempo no radica en el desequilibrio de grupos integristas que minimizan la faceta humana para exaltar la divina; es exactamente el contrario. El provocado por la gran mayoría de comentaristas de las biblias modernas, que parecen empeñados en que miremos con ceño fruncido la autoría divina. Eso es lo especialmente grave. Ya no se trata de una necesaria crítica textual externa, sino de una labor de corrosión del núcleo mismo de las Escrituras -la creencia en su origen divino-, edición tras edición, durante los últimos setenta años. De una manera imperceptible al principio -como la termita sobre un viejo mueble-, pero que va produciendo la demolición del fundamento último de las Sagradas Escrituras. En unos casos, se juzga con suficiencia hipercrítica algún libro (con lo que acabamos leyéndolo con desconfianza, quitándole el valor inconmensurable que sólo por su divina inspiración ya posee, con independencia de sus méritos literarios); en otros casos, ocurre algo mucho más grave: se hace una interpretación modernista (es decir, evolucionista) de las verdades que se contienen en los textos bíblicos, desechando como  prejuicios de sociedades primitivas lo que no cuadre con nuestra visión moderna del mundo (es decir, casi toda la biblia). En ambos supuestos las conclusiones son demoledoras para la fe: si Dios no sabe cómo inspirar a alguien para que escriba correctamente un texto, o si Él no posee una verdad firme, sino que va mudándola a tono con los caprichos de los hombres en cada generación, es obvio que la inspiración divina de los libros -y hasta la existencia del Ser divino que inspira- queda tocada y hundida. 

Si los primeros traductores de la biblia al castellano, desde el protestante Casiodoro de Reina en 1569 hasta los católicos de los años 60 del siglo XX, hubiesen leído las introducciones, comentarios o notas que nosotros, ya curados de espanto, hemos visto en tantas biblias católicas modernas, probablemente pensarían que el tiempo del Anticristo había llegado, y para quedarse. ¿Es comprensible -y es un ejemplo menor- que en una biblia católica como la Biblia Schokel Mateos de 1975 (cuya traducción, desde el punto de vista literario, es ciertamente de una calidad excelsa), se mire con displicencia un libro canónico como el de Tobías, afirmando que fue un libro muy apreciado en el pasado, pero que hoy no, pues:

"Nos molesta la falta de tensión dramática, el fácil recurso a lo maravilloso, los discursos y plegarias insistentes, el recurso a las lágrimas para expresar la emoción. Son convenciones de época que hoy no funcionan".

¿No nos evoca ese tono crítico al despectivo "epístola de paja" con el que Lutero descalificó la Epístola Católica de Santiago? 

Para que pueda calibrarse cómo ha dado un giro de ciento ochenta grados la veneración debida a un texto inspirado por Dios, la Biblia Nacar-Colunga (1944), en su introducción, así lo lo juzga: 

"hermoso librito, que contiene en forma narrativa preciosas lecciones de piedad, de paciencia y de obras de misericordia". 

La excepcional Biblia Platense (o Straubinger) (1951) describe así a Tobit:

 "Brillan en él extraordinariamente las virtudes de la religión, la fe en las divinas promesas, la firme esperanza en Dios, que le da alegría y fortaleza en las pruebas y la más tierna caridad para con el prójimo"

Otra magnífica biblia en castellano, la Biblia del Escorial, de Justo Pérez de Urbel (1966), comenta lo siguiente: 

"El libro pone delante belleza de la vida de familia de familia de los mejores judíos. Una observancia cuidadosa de la ley se haya combinada con una piedad ferviente y con el amor al prójimo"

Retengan esto último de "amor al prójimo", porque en la ferozmente modernista "Biblia de nuestro pueblo" (2015), se nos dirá casi lo contrario: que la piedad de Tobías:

"nos recuerda al fariseo que entra en el templo para dar gracias a Dios por lo "bueno" que era, porque "no era como los demás" (Lc. 18,9-14). 

Ignoro en base a qué retorcido juicio alguien puede identificar la caridad inmensa de Tobit con el fariseo hipócrita del templo, citado por Lucas; pero parece que haya olvidado dos cosas muy importantes: primero, que el Señor, a la vez que nos previene contra la vanagloria por las buenas acciones que hagamos, nos pide igualmente que "brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt. 5,16). Y segundo, que a causa de las obras de misericordia que hacía Tobit -por ejemplo, enterrar a los muertos-  se jugó literalmente la vida y la hacienda hasta el punto que Salmanasar, rey de Asiria, lo condenó a muerte, lo puso en búsqueda y captura, y le confiscó sus bienes (Tob. 1,19-20). Igualito, como vemos, que el orgulloso fariseo que cita el evangelio lucano. 

Precisamente del libro de Tobías voy a tratar en en el punto siguiente. Pero me pregunto ahora si algún pío lector podrá tomarse en serio los sublimes, graves y difíciles consejos que en él se encuentran, cuando sus modernos comentaristas católicos han dejado claro, con su indisimulado desdén, que no creen de hecho en su inspiración divina (aunque sin afirmarlo directamente, a diferencia de Lutero que despreciaba éste y otros libros del Antiguo y aun del Nuevo Testamento). Porque si tuvieran la convicción de su origen divino, se enjuagarían la boca antes de hablar así. 

Pero mucho más preocupante que meterse con el estilo o los ejemplos de piedad tradicional de los libros bíblicos (que es en el fondo, una manera de protestantizar la fe católica), es cuestionar directamente las verdades de fe: ¿Es admisible, que en la ya citada "la Biblia de nuestro pueblo" (2015) -que tiene el nihil obstat del mediático obispo Oscar Madariaga-, en uno de sus comentarios a pie de página, se niegue la Verdad dogmática -definida en el Concilio de Trento- de la caída del hombre, creado en estado de inocencia? 

¿No se lo creen? Pues lean la herejía, en la nota a Gen 3, y pásmense.

"Conviene desaprender (sic) en gran medida lo que la catequesis y la predicación tradicionales (sic) nos ha enseñado. Se nos decía que el ser humano había sido creado en estado de inocencia, de gracia y de perfección absolutas, y que, a causa del primer pecado, ese estado original se perdió".

"Se nos decía...". Una barbaridad de ese calibre sería impensable hace años. Parece que hablemos de dos religiones contrapuestas si leemos el comentario que hace la Biblia Straubinger (1951) a dicho pasaje:

"Toda la tradición lo toma como un acto de desobediencia y aunque la desobediencia de Eva precedió a la de Adán, no hay duda de que éste es la causa primera del pecado original y de su propagación por ser nuestra cabeza y la causa primera de la generación (...). Comienza aquí el drama del género humano, que se desarrolla de pecado en pecado hasta el pecado del último hombre, sólo interrumpido por el entreacto de la Redención. Mas en el último acto veremos, como afirma San Pedro, el gran milagro de la "restauración de todas las cosas" (Hchos 3,21) y en esto se funda nuestra "bienaventurada esperanza" (Tit. 2,13).

El problema es que los disparates de la Biblia de nuestro pueblo (2015) no se detienen en el primer libro del Génesis sino que se extienden prácticamente hasta el libro del Apocalipsis. No discuto la traducción (que me parece muy buena, ya que es una versión de la Biblia Schokel); repruebo con asco sus notas (doy fe de ello, porque -sin ser masoquista- me las he leído y las he subrayado). Y la sensación general que me suscita esa desagradable lectura es el desprecio indisimulado de los que las han redactado por toda la tradición católica: las Sagradas Escrituras -la Palabra de Dios-, sólo es Palabra de Dios si pasa por el colador del teólogo modernista, obsesivamente encamado con las aberraciones de su tiempo como hoy son el feminismo, el género, el multiculturalismo, el progresismo neomarxista, el indigenismo o el ecologismo. Todo eso encontramos a espuertas en las interminables notas de esa "Biblia de nuestro pueblo" (2015), pero no quiero aburrir -ni torturar- al amable lector. Porque podríamos afirmar, como San Juan al final de su Evangelio, que de incluir los disparates "no cabrían los libros que en el mundo se han escrito" . Esa no es la fe de la Iglesia. 

En definitiva, ante una impostura como esta -y reitero que cuenta con el nihil obstat de un simpático obispo católico-, prefiero zambullirme en cualquier biblia protestante seria (descendiente de la magnífica Biblia del Oso), pues aunque es verdad que omiten algunos libros del Antiguo Testamento -entre ellos, el de Tobias- generalmente traducen bien, no ponen notas y por tanto no despachan barbaridades contra la verdad y la inerrancia de las Sagradas Escrituras, lógica consecuencia de su divina inspiración.

                                                                            II

La introducción anterior, aunque bastante pesimista, me ha parecido necesaria para el tema que quiero abordar, puesto que toca de lleno dos problemas que allí planteé: la crítica textual que determina qué textos deben incorporarse o no a una edición fiel de la Biblia, y, sobre todo, el significado último de la Biblia como guía de salvación para los cristianos. En realidad, lo que quiero tratar enlaza ambas cuestiones en un solo interrogante:

¿Es conveniente admitir en la Sagrada Biblia, textos de inmenso calado espiritual para nuestra santificación como cristianos, que han sido incluidos en las primeras traducciones latinas (Vulgata), desde los tiempos de San Jerónimo (siglos IV y V), aunque no se hayan encontrado dichos textos en multitud de manuscritos antiguos hebreos, arameos o griegos? ¿O conviene, por el contrario, seguir un criterio de rigurosa depuración crítica que deseche pasajes que no cuenten con una apoyatura textual sólida, pese a que muchas generaciones de cristianos lo tuvieron como verdaderamente inspirado? 

Ya adelanto que este último criterio -el peor de los dos, a mi juicio- es el que ha prevalecido en nuestro tiempo. 

Los pasajes a los que refiero esta polémica se encuentran en el Libro deuterocanónico de Tobías, concretamente en el capítulo 6, versículos 16-22, y en el  capítulo 8, versículos 4 y 5, y tratan de lo que tradicionalmente se ha denominado "la continencia en los tres primeros días del matrimonio de Tobías y Sara", 

Nos encontramos, a mi juicio, con uno de los textos más hermosos y de mayor humanidad y espiritualidad el Antiguo Testamento. Lo narro sucintamente: sobre una joven pareja recién casada -Tobías y Sara-, se cierne una terrible maldición impuesta por un demonio (Asmodeo), que ha ido ocasionando la muerte sucesiva de los anteriores siete maridos de Sara en la noche de bodas, antes de la consumación del matrimonio. Tobías, en obediencia al Arcángel San Rafael,  inciensa la cámara nupcial quemando las entrañas de un pez pescado en el río Tigris, y después de ello espera con su esposa tres días para unirse en el acto matrimonial, a fin de orar junto a ella. Sigo la traducción de la Biblia Scio (1793):

"(6-16) Entonces el ángel Rafael le dijo: Óyeme, y te mostraré quién son aquéllos, contra los que puede prevalecer el demonio.  (17) Pues aquellos que abrazan el matrimonio de manera, que echan a Dios de sí, y de su mente, y se entregan a su pasión, como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento: sobre los tales tiene potestad el demonio. (18) Mas tú, cuando la hubieres tomado por mujer, entrando en el aposento, no llegues a ella en tres días, y en ninguna otra cosa te ocuparás, sino en hacer oración con ella. (19) Y aquella misma noche, quemando el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. (20) Y la segunda noche serás admitido en el ayuntamiento de los santos patriarcas. (21) Y la tercera noche conseguirás bendición, para que de vosotros nazcan hijos sanos. (22) Y pasada la tercera noche, recibirás la doncella en temor del Señor, llevado más bien del amor de tener hijos, que de la pasión, para que consigas en los hijos la bendición reservada al linaje de Abraham. 

Tobías y Sara siguen las piadosas reglas de Rafael "porque somos hijos de santos y no podemos juntarnos a la manera de los gentiles que no conocen a Dios" (8,5). 

Estos bellísimos textos, sólo aparecen en la Vulgata latina, pero no en los códices más antiguos en griego (el Sinaítico del siglo IV  y el Vaticano del siglo V), por lo que las biblias modernas, que prescinden en mayor o medida de la Vulgata, los suprimen íntegramente. Los localizamos incluso (puestos entre corchetes) en las protestantes Biblia del Oso (1569), traducida por Casiodoro de Reina, y en la Biblia del Cántaro (1602), de Cipriano de Valera (si bien, en esta última, el libro de Tobías se ubica en una sección que el protestante sevillano titula como apócrifos). Las católicas Biblias Bover Cantera (1947) y Straubinger (1951), también los incluyen (aquella, en letra cursiva), pero no así la primera biblia católica traducida desde los idiomas originales, la Nacar-Colunga de 1944. 

Las biblias posteriores que he consultado -entre ellas, la biblia oficial de la Conferencia Episcopal Española (CEE), que es la empleada en las Misas y los actos litúrgicos de nuestro país-, al igual que todas las posteriores al Concilio Vaticano II, los omiten. 

Y, de manera sorprendente a mi juicio, no se han metido en la Neovulgata latina (1979), cuya dilatada redacción concluyó al inicio del pontificado de San Juan Pablo II. Con lo que el único futuro de estos textos es ser preservados en viejas ediciones bíblicas, como una reliquia del pasado. 

Pero hay que destacar que muy probablemente San Pablo conociese esos versículos del libro de Tobías, pues en 1 Tes. 4,3-5, parece evocarlos, empleando incluso una expresión idéntica:

"Ahora bien, esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que huyáis de la impureza, que cada uno de vosotros sepa tratar su propio cuerpo de una manera digna y honesta, sin dejarse llevar por la pasión, como hacen los paganos que no conocen a Dios".

Desde antiguo los exégetas se han preguntado por el origen de este texto que sólo ubicamos en la Vulgata latina de San Jerónimo, pues los manuscritos más antiguos del Libro de Tobías -en hebreo, arameo o griego-, no lo contienen. Sobre esta cuestión hay opiniones para todos los gustos. Los más radicales y descreídos afirman que son de cosecha propia del misógino San Jerónimo, que los interpoló en el libro que traducía del caldeo al latín -pasando por el hebreo- con la ayuda de un intérprete. Parece ser que hizo la traducción de mala gana, pues dudaba -a diferencia de San Agustín- de la canonicidad de un libro, que estaba incluido en la Septuaginta, pero excluido de la Biblia Hebrea o del texto masorético (no obstante lo cual, era muy apreciado por el pueblo judío).  A otros -entre los que me cuento- nos parece una sandez pensar que San Jerónimo incluyese unos versículos propios en un libro dudoso (que podía acabar incorporado al Canon bíblico, como así fue en el Concilio de Roma del 382, bajo el papa Dámaso). Es muy conocida la veneración que el santo de Dalmacia tenía por  las Sagradas Escrituras ("conocer las Escrituras es conocer a Cristo" solía comentar), y es encomiable la honestidad y sabiduría con la que hizo la traducción al latín de los textos en hebreo, arameo y griego.  Lo más probable, en definitiva, es considerar que él dispuso de algún manuscrito, en hebreo o arameo, que no ha llegado a nosotros. Pero como hemos apuntado, sí debió conocerlo el mismísimo San Pablo. 

En cualquier caso, la historia de este pasaje es la prueba inequívoca de los extraños y maravillosos caminos de Dios, que permitió a las sociedades cristianas, durante siglos, inspirarse en la deliciosa historia de la santidad matrimonial de Tobías y Sara con el episodio de sus tres noches de continencia (la Iglesia Católica, en su prudencia y sabiduría divinas, siempre consideró esa práctica como piadosa y voluntaria, sin imponerla como mandato). 

Pero cuando esas mismas sociedades cristianas -a partir de los años 50 y 60- fueron diluyéndose a la manera de los gentiles, el Señor permitió que los nuevos traductores y exégetas antepusiesen su vasta cultura a su piedad cristiana, y eliminasen de las biblias un texto que tanto inspiró y santificó a los matrimonios de antaño. ¿Ironía celestial o castigo de Dios al pueblo cristiano -el que se configuró tras el Concilio Vaticano II-  que miraba con desdén esos textos porque estaba convencido de que había que vivir una fe adulta? Volveré al final con ello. 

Querría, antes de concluir, resaltar el contraste de las anotaciones a pie de página de la Biblia Scío (1793), con las aberrantes notas de tantas biblias modernas. Observen con qué sensatez, unción cristiana y belleza comenta esta "continencia de tres días", el escolapio D. Felipe Scio de San Miguel en su traducción:

"La continencia durante los tres primeros días no es una regla para todos. Pero ninguno de los Cristianos está dispensado de consagrar a Dios las primicias de su matrimonio por medio del sacrificio de un corazón puro, y de una humilde y fervorosa oración, desterrando cualquier otro pensamiento, que no sea el pedir a Dios en una santa unión de espíritu y de corazón, que los libre de los asaltos del demonio, y que derrame su bendición sobre ellos, y los hijos que han de nacer de su matrimonio". 

Y con qué lucidez el escolapio español glosa el versículo en el que Tobías le dice a Sara que no pueden obrar como los gentiles que no conocen a Dios. 

Qué lección esta para muchos Cristianos, que lo son solamente de nombre, cuyos  matrimonios no se diferencian de los de los gentiles sino en algunas ceremonias de religión a las que asisten por un momento, y tienen por puras formalidades, para vivir después en el matrimonio como idólatras ! Los matrimonios serían siempre felices si a un amor mutuo se justase una piedad sólida"

Creo que este último texto es verdaderamente profético. La vida matrimonial de la mayoría de los cristianos, a día de hoy, es sencillamente un calco de las uniones paganas. El feminismo y la cultura anticonceptiva han hecho terribles estragos en las almas de los fieles, y un texto como el que aquí hablamos hoy resulta incomprensible y ridículo a la inmensa mayoría de parejas cristianas que van a casarse, porque yo lo valgo. Esa es la constatación de decadencia de una fe, que nos exige el máximo en todos los ámbitos de nuestra vida, pero que no puede escapar de la vorágine, el hedonismo y la vida muelle que por todos los lugares oferta el mundo. Y quizás lo peor es no contar con la oposición firme de los pastores y rectores de la Iglesia, cuyos documentos tienden más a justificar ese estado de cosas, como si ya fuera  inevitable, que enfrentarse abiertamente a él.   

En definitiva, yo no veo la supresión de esos sublimes versículos como un problema de rigor exegético. Sin duda el conocimiento (y los medios técnicos) de los actuales traductores de la biblia son inmensamente superiores a los que disponían San Jerónimo, Felipe Scío de San Miguel o Félix Torres Amat, pero no creo que les llegasen a las suelas de sus zapatillas en fe y en piedad; en la profunda intuición de la Biblia como verdadera palabra de Dios, con independencia de los extraños caminos por los que se han conocido algunos de sus textos. 

Eliminar de la Biblia y de la predicación tan extraordinario pasaje presacramental, que insistía especialmente en la oración y la continencia de los esposos (como más adelante recomendaría el mismo San Pablo (1 Cor. 7,4), ha ido parejo a la catástrofe que ha recaído, poco a poco, sobre los matrimonios católicos de todo el mundo, cuyas tasas de prácticas anticonceptivas y de divorcio nos asustan. 

No es un problema técnico en definitiva. Es un castigo del Cielo, que siguiendo el mandato del Señor, ha decidido "no echar las margaritas a los cerdos" (Mt. 7,6). 










 

sábado, 26 de febrero de 2022

La creación desde la nada. Apuntes sobre dos textos del Antiguo Testamento.

                                                                                    


                                                                 I

Por lo que conocemos de la antigüedad, la idea de una “creatio ex nihilo” resultaba incomprensible y hasta absurda a los hombres del pasado, ya creyeran en dioses o fueran ateos. Todas las culturas coincidían en este punto, sin distinción alguna entre los que forjaron con su imaginación (o sus deformados recuerdos) las antiguas religiones, como los primeros filósofos en sentido riguroso (los griegos). Nadie cuestionaba la eternidad de la materia, a la que los dioses, eternos como aquella, le habían dado la forma actual de un mundo en apariencia organizado (“creatio ex materia”).  Pero también había filósofos y poetas que rechazaban la existencia de seres superiores y eran materialistas y ateos (como los atomistas o los epicúreos de Grecia), los cuales coincidían sin embargo con los hombres religiosos en que las cosas existían desde siempre. Lucrecio, un inteligente poeta latino del siglo I A.C., seguidor de Epicuro y ferozmente antirreligioso, en su obra “De rerum natura” lo resumió en un adagio que tuvo gran fama desde entonces: “Ex nihilo nihil fit”. Ergo, el universo existía desde siempre.

Pero toda regla tiene una excepción. Solamente un pueblo insignificante, ubicado geográficamente en la orilla más oriental del  Mediterráneo y que había contribuido muy poco - desde el punto de vista político- a forjar la gran historia, fue la disidencia a tal cosmovisión universal (de oriente, de occidente y de los continentes aún no descubiertos). Este primitivo pueblo de pastores, que sólo a partir de siglo XI A.C. logró constituirse en un Estado con cierta centralización administrativa, planteaba osadamente una serie de principios revolucionarios en su tradición sagrada, que yo resumiría  en cinco puntos:

1º.- MONOTEISMO.- No había dioses, o si existían eran seres inferiores,  subordinados a un solo Dios, todopoderoso y providente.

2º.- CREACIÓN EX NIHILO.- Dios había creado todo desde la nada (es decir, sin materia preexistente): lo invisible y lo invisible, la realidad completa del cielo y de la tierra, a la que le daba subsistencia con su poder conservador.

3º.- PUEBLO ELEGIDO.- Ese Dios único, se había revelado exclusivamente a ellos por la extraña razón de ser el pueblo menos importante de la zona (Dt. 7,7), y era un Dios celoso que no toleraba componendas con los politeísmos que rodeaban por todos lados a esa insignificante nación.

4º.- MISION UNIVERSAL.- Pese a esta exclusividad, algunos personajes inspirados de esa peculiar tierra (los llamados nabí o profetas), anunciaban en sus oráculos que ese Dios único acabaría siendo reconocido por las naciones, y salvando a todos los que a Él se acogiesen.

5º.- COMPORTAMIENTO SORPRENDENTE.- Y, finalmente, su modo de proceder, su estilo era muy diferente de las perspectivas y los propios caminos de los hombres (incluidos los de su propio pueblo elegido).

“porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,

Ni mis caminos vuestros caminos, dice YWHW.

Como son más altos los cielos que la tierra,

Así son mis caminos más altos que vuestros caminos,

Y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos”

                                     (Is. 55, 8-9)

II

El primer libro sagrado de este extraño pueblo –Bereshit o Génesis- comenzaba con estos tres impresionantes y solemnes versículos:

“(1) En el principio creó Dios el cielo y la tierra.

(2) La tierra era caos y vacío. Las tinieblas cubrían la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

(3) Dijo Dios: Hágase la luz. Y hubo luz”.

Aquí principiaba una epopeya de la creación del mundo desde la nada (antes del principio, nada existía) por la fuerza del Dios único y trascendente, mediante una triple acción:

Primera acción, la que crea ex nihilo (Dios).

Segunda acción, la que organiza y prepara lo creado (su Espíritu). Según los lingüistas hebreos, el sentido de la expresión hebrea con que se describe su acción de cernirse sobre las aguas evoca el proceder maternal y amoroso del águila sobrevolando sobre sus polluelos para alimentarlos, o de la gallina sobre sus huevos a fin de vivificarlos.

Y tercera acción, la que le da su definitiva forma, claridad y racionalidad (con su Palabra o su luminosa Sabiduría).

Dios es uno, pero desde el principio se nos revela, entre sombras y luces, una misteriosa presencia trinitaria, a la que hay que atribuir unitariamente la obra magna de la creación del universo.  

Como hemos indicado, se ofrecía aquí una visión teológica de la existencia de las cosas que era opuesta al criterio de la totalidad de las culturas de las que se tiene conocimiento a lo largo del primer milenio antes de Cristo (en el que se dio forma al primer libro de la Biblia). Por ello, esa exclusiva percepción -patrimonio único del pueblo de Israel-, ha sido objeto de grandes estudios de las grandes universidades y pensadores de todos los tiempos. Muchos han hurgado los lugares más recónditos de los mitos de todas las culturas del orbe, y apenas han rozado lugares donde percibir un lejanísimo eco de esos signos específicos de la religión judía: unicidad  y trascendencia de Dios, y creación desde la nada. Los errores del panteísmo, politeísmo y coeternidad de la materia y los dioses, eran asumidos, en mayor o menor medida, por todos los pueblos: “ex nihilo, nihil”. Todos, salvo Israel.

Y podríamos añadir incluso, que Israel legó al mundo una perspectiva cronológica lineal y no circular, lo que ha facilitado una visión de avance y progreso de las sociedades humanas –regido en último término por la Providencia de Dios-, frente a las deprimentes concepciones cíclicas de las culturas paganas y orientales.

Ahora bien, también es cierto que algunos expertos han cuestionado que esos tres versículos afirmen, sin género de dudas, la creación ex nihilo, ya que el versículo segundo parece contradecir al primero. En efecto, el Espíritu de Dios –que es el mismo Dios- parece ir preparando la materia preexistente para que la última operación divina –la Palabra-, genere la forma de las cosas desde la eterna materia informe, aportando luz, claridad, sabiduría, inteligencia… 

De admitir esta explicación, habría que reconocer con cierta decepción que el escritor sagrado habría cedido ante el clima filosófico-religioso de su tiempo. Sin embargo, la existencia de ese “incómodo” primer verso complica la interpretación de los otros dos versículos, y tanto una postura como otra cuentan con defensores y detractores.

De todos modos, el criterio de la creación ex nihilo tiene a su favor un argumento filológico de gran fuerza: la expresión hebrea “bará Elohim” -creó Dios-, según expertos hebraístas, se refiere a “establecer o traer a una existencia tangible”, lo que da a entender la preexistencia de las cosas, pero en la Sabiduría divina, y su plasmación en la realidad por medio de su omnipotencia. El hecho, además, de que en toda la biblia se atribuya a Dios en exclusividad ese verbo bará, confirma que es una acción propia y única del Creador. 

III

En cualquier caso, la prueba definitiva sobre la verdad de la creación en sentido absoluto del cielo y de la tierra –ex nihilo-, se localiza en otro Libro del Antiguo Testamento. Pero es una obra muy polémica, como veremos, lo que a mi juicio confirma, además, una de las cinco características que, desde el examen de las Escrituras hebreas, he atribuido al misterioso Dios escondido (Is. 45,15): la peculiaridad (y casi diríamos ironía) de sus caminos.

Dicho libro era uno de los incluidos en la versión griega de la Biblia hebrea denominada de Los Setenta (formada en Alejandría entre los siglos III y I A.C.). Pero no se incorporó al canon oficial judío, fijado con posterioridad a la destrucción de Jerusalén del año 70 D.C. (según algunos, en el denominado Concilio de Jamnia), porque estaba escrito exclusivamente en griego (es decir, no originalmente en hebreo o arameo). Los cristianos lo agregamos al canon de Escrituras inspiradas, pero tardíamente (primero a fines del siglo V y, definitivamente, en la fijación que hizo el Concilio de Trento en el siglo XVI). Los protestantes lo desecharon en ese convulso siglo, y siguieron el criterio de los judíos congregados en Jamnia, lo que es curioso porque allí, los que sobrevivieron a  la catástrofe de su nación –en su inmensa mayoría rabinos fariseos-, aparte de fijar el listado de sus libros inspirados, hicieron expresas maldiciones contra los cristianos, a los que denominaban despectivamente nazarenos. Añado, de todos modos, que hoy muchos historiadores cuestionan esa reunión, que sólo es citada en el Talmud.

Hablo del II libro de los Macabeos. Siendo honestos, tras una lectura detenida, nos produce en principio cierta extrañeza de que haya sido incluido en el canon de la Iglesia Cristiana. Los protestantes lo rechazan por los poderosos argumentos que ya he anotado (y por otros que veremos): es un texto directamente escrito en griego, no en hebreo o arameo, y no está incorporado a la definitiva biblia judía, que expurgó éste y muchos más textos de la Septuaginta, considerándolos apócrifos. De todos modos, la primera biblia completa traducida al castellano desde los idiomas originales –la protestante Biblia del Oso de Casiodoro de Reina de 1569 (que es, en el fondo, una magnífica Biblia católica), lo considera tan canónico como los demás. La primera revisión de esa Biblia –la de Cipriano de Valera de 1602- ya ubica ese libro en la sección de “apócrifos”, y a partir de ese momento las biblias protestantes lo van eliminando en sus ediciones. Aparte de lo dicho, ellos rechazan II Macabeos porque ahí se confirman doctrinas cristianas que no han aceptado como el “purgatorio” o la “oración por los difuntos” (2 Mac. 12, 44-46).

Si entramos en su contenido, en él se nos dice que se trata de un resumen de una vasta obra en cinco libros (hoy perdida) que compuso un tal Jasón de Cirene sobre las hazañas guerreras de Judas Macabeo y de sus hermanos, contra la forzada helenización impuesta por los seléucidas. Se reconoce con franqueza que “hemos preferido proporcionar deleite a los que deseen leer, facilidad a quienes quieran leer de memoria y utilidad a todos los lectores” (2 Mac. 2,25), y admite abiertamente que “dejamos para el historiador la exactitud de cada detalle, esforzándonos en seguir las reglas de un resumen” (2 Mac. 2,28). Y concluye, curándose en salud, con lo siguiente: “si la composición ha quedado bella y bien compuesta, eso es lo que yo quería; si resulta de poco valor y mediocre, esto es lo que yo he podido hacer” (2 Mac. 15,38).

En cuanto al estilo, intenta ser elegante pero nos resulta ampuloso; usa mucho de la hipérbole y tiene una especial querencia por las apariciones sobrenaturales  (jinetes celestiales que irrumpen en las batallas, o que son augurios de futuros malos eventos…); digamos que es un estilo que se encuentra a años luz de la sencillez de los Evangelios Canónicos, y si precisamente la llaneza de estos refuerza su credibilidad, el recargamiento estilístico de II Macabeos, produce la sensación contraria. ¿Cómo va a ser una obra así, inspirada por Dios?, nos gritan los enemigos de la fe católica.    

Pero éste es, curiosamente, el único libro de la Biblia donde se afirma con rotundidad lo siguiente: “viendo todo lo que hay, reconozcas que Dios no lo ha hecho de cosas existentes (Biblia de Navarra). Otras traducciones lo expresarán más claramente: “viendo todo lo que hay, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios” (Biblia de Jerusalén) (2 Mac. 7,28).

Y esa frase, para mayor inri, no la dice un filósofo o un teólogo, sino una pobre madre analfabeta, y en las circunstancias más dramáticas que podemos imaginar: viendo cómo el rey criminal Antíoco IV Epífanes, con intención de forzar a sus siete hijos a violar las leyes religiosas judías, ordena torturarlos salvajemente, uno por uno, y finalmente asesinarlos ante su negativa. Esa brava madre manifestará, a su vez, su rotunda fe en la resurrección final, exhortando con esa esperanza a sus hijos:

No sé cómo aparecisteis en mi vientre; yo no os di el espíritu y la vida, ni puse en orden los miembros de cada uno de vosotros. Por eso el creador del mundo, que plasmó al hombre en el principio y dispuso el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo misericordiosamente el espíritu y la vida, puesto que ahora, a causa de sus leyes, no os preocupáis de vosotros mismos” (2 Mac. 7,22).

Este episodio, que ocupa todo el capítulo séptimo, está dibujado con un dramatismo conmovedor, y es sin duda el momento cumbre de un libro desigual que, por lo demás -y pese a la polémica que lo rodea-, es canónico. Por lo tanto, las doctrinas que en el mismo se contienen deben ser aceptadas por los cristianos, según el magisterio de la Iglesia Católica: el mundo ha no sido creado de materia preexistente sino desde la nada. El Nuevo Testamento, además, lo confirmará en otros pasajes como Jn. 1,3; Col. 1,17 o Hb. 11,3, aunque no con tanta claridad.  

Lo que deseo recalcar, para concluir, es que por la poca antigüedad de II Macabeos, por el idioma en que se redactó, por las características de su redacción y su transmisión, por su estilo y contenido y, hasta diríamos, que por la insignificancia intelectual del personaje que afirma una doctrina de tal calibre filosófico y teológico (y ojo, científico), este libro debió ser en teoría –como muchos otros-  rechazado con vigor por la Iglesia. Pero no lo hizo, y si quien es “la columna y el fundamento la Verdad” (1 Tim. 3,15) lo incorporó a sus libros canónicos, ni las dudas iniciales de muchos escritores católicos (como San Jerónimo), ni los razonables argumentos de los defensores de la vieja ley (los judíos) o de los hombres que rompieron la unidad del cristianismo en el siglo XVI (los protestantes), podrán hacer mella en esa Verdad. Porque los caminos de Dios no son nuestros caminos.

Él –ya lo sabemos- no se complace en los sabios sino en los sencillos, pues “escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes” (I Cor. 1,27). Inspiró un libro, cuyo autor reconoce que puede ser mediocre, y eligió a una mujer –una humilde madre, seguramente analfabeta-, que en el culmen de su dolor, nos confirmó la omnipotencia de un Dios que había sacado todo desde la nada, y que le dio el espíritu y la vida a sus hijos. La vida de ellos, que ahora la entregaban voluntariamente por fidelidad a Él, en la sólida confianza de ser resucitados por el mismo que todo lo hizo.  

Ciento cincuenta años después, otra mujer excepcional mucho más joven, otra ancilla Domini, también por su humildad confundió a todos los sabios del mundo, al ser la madre del mismo “autor de la vida” (Hch. 3,15). Aquél que en el principio, con su Sabiduría, otorgó luz y racionalidad a la magna obra del Padre (que creó la realidad) y del Espíritu (el cual, como el calor de una madre con sus hijos, rodeó de amor divino todo lo creado, y el vientre virginal de aquella doncella).    

Aquél que redimiría toda la creación, herida por el pecado, y cuyo nombre sólo podemos citar, doblando nuestra rodilla y con el corazón rebosante de gratitud y emoción: Jesucristo, el Señor.

viernes, 18 de febrero de 2022

La loca

                                                                                 


Ella era natural de una ciudad que bebía y se alimentaba de un encantador lago. Desde su adolescencia subyugaba a todos por la perfección de su cuerpo, la sensualidad de sus facciones y su arrogante personalidad. Ya mujer, fomentaba su vanidad con numerosos amantes que le iban proporcionando una vida con ciertas comodidades.  Su destino se fue al traste definitivamente al conocer a un extranjero, maestro del ocultismo, al que tomó como su protector y que, con un mero interés crematístico, la instruyó en las artes de la adivinación,  la hechicería,  la astrología y la magia.  Ella, que no era necia,  no creía que esas extravagantes técnicas tuviesen otro fin que sacar el dinero a los infelices -sobre todo mujeres- que confiaban en ellas.

Pero la realidad fue mucho más sombría. En paralelo con su celebridad y sus ganancias  que compartía con su mentor,  o con mayor precisión, como pago por ese mismo éxito, percibió de forma cada vez más intensa y progresiva que iba perdiendo el control de su vida. Pareciera como si los espíritus que ella invocaba se cobrasen con trozos de su alma,  desgarrándola día a día,  mes a mes,  año a año. Sus noches se tornaron infernales;  sus pesadillas,  truculentas y repugnantes,  no se conformaban con atormentar su sueño sino que se extendían durante su estado consciente a plena luz del día.  Había abierto una profunda veta hacia el averno,  y los demonios no perdieron la oportunidad de enseñorearse de esa pieza tan apetecible, una mujer con fama de hechizar con su atractivo y poderes sagrados a todo el mundo.

Llegó un tiempo en el que la convivencia con ese pandemonio se volvió insoportable;  ella dejó de ser una mediadora de poderes ocultos para convertirse en una esclava,  sin otra voluntad que la de los espectros que la poseían.

Allí por donde pasaba le escupían,  le arrojaban piedras,  le llamaban por antonomasia la loca. Muchos aprovechaban sus trances para gozar su cuerpo que nunca perdió el atractivo.  Y el granuja que la explotaba,  visto que no podía seguir exprimiendo esa jugosa fruta,  se marchó a su país para no volver.

Pensó ella en poner fin a su vida,  pero la certeza de que su alma seguiría siendo atormentada en el inframundo la disuadió. En ese estado terminal se encontraba cuando oyó hablar de un predicador y sanador, del que casi todos decían maravillas.

No le fue muy difícil dar con él porque ya había alcanzado gran popularidad en toda la comarca.  Procedía de un pueblucho destartalado en la zona occidental de la región.  Muchos viajaban para verle, escucharle y pedirle favores de todo tipo,  desde que curase a un hijo muy querido, les diera suerte en sus negocios o incluso que mediase en una herencia podrida por la avaricia de los herederos.  Le buscaban de todas partes,  desde las ciudades y aldeas ribereñas del lago, hasta otras zonas de la región e incluso de los países de la frontera.  Todos querían conocer a aquel predicador itinerante con fama de eficaz curandero y azote de demonios, cuyas palabras hacían vibrar el corazón de un modo nuevo,  y que hablaba con una autoridad y sabiduría que para sí quisieran los sacerdotes de su país.

Era el tiempo de la siega, al final de la primavera. Siguió a distancia una caravana de su pueblo que se dirigía hacia el norte y  -junto al lago- divisó una suave colina poblada por numerosos peregrinos, muchos de ellos enfermos en sus camillas.  Ocultó su rostro en un velo y logró acercarse a un grupo que destacaba en la cima. 

Un hombre de elevada estatura con túnica blanca y un manto color burdeos se levantó. Y al instante un asombroso silencio se apoderó de aquella extensión.  Comenzó entonces a enseñar con una voz clara y poderosa:

“Dichosos los pobres

Porque de vosotros es el reino,

Dichosos los que ahora lloráis

Porque seréis consolados,

Dichosos los sometidos,

Porque de vosotros será la tierra,

Dichosos los que tenéis hambre, los que buscáis justicia

Porque seréis saciados,

Dichosos los misericordiosos,

Porque alcanzaréis misericordia,

Dichosos los limpios de corazón

Porque veréis cara a cara a Dios,

Dichosos los que se desviven por la paz,

Porque a vosotros se os llamará hijos de Dios,

Dichosos los perseguidos por su fidelidad,

Porque vosotros tenéis a Dios por rey.

Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan

Y os calumnien de cualquier modo por causa mía.

Estad alegres y contentos, que Dios os va a dar una gran recompensa.”

Tras ese asombroso prólogo -exposición de motivos de la ley de un insólito reino, la ley espiritual de este mundo al revés-, comenzó a desarrollar el contenido de sus preceptos, abrogando de hecho las viejas reglas que regían en esa tierra (y en todas partes).

Se trataba, además,  de un discurso audaz en el que, frente a la autoridad de los venerables legisladores antiguos y mediadores de las normas divinas, contraponía un provocador “Yo os digo”.

Pero la loca ya no le escuchaba. Le bastó verle y oír sus primeras palabras para comprender, aun difusamente, que en ese hombre estaba su salvación. Hundió su rostro en la hierba húmeda llorando desconsoladamente.

Llegada la hora del almuerzo, el joven predicador, acompañado de sus discípulos más íntimos, marchó  a la casa de un reconocido experto en leyes.  Durante la comida ella se introdujo en la vivienda y, forcejeando con los criados, entró en la sala donde se encontraba reclinado en un diván.  Sin mirarle, se abalanzó a sus pies, lavándoselos con sus lágrimas, secándoselos con sus cabellos y ungiéndoselos con perfume. Muchos de los invitados se admiraron de la impresionante mujer que así se humillaba, sintiendo una repugnante envidia.  Otros –como el abogado anfitrión-  esperaban que el predicador le enjaretase un puntapié en la cara a esa infame hembra que se atrevía a tocarle. Y sus discípulos, aunque no dudaban de su misericordia con los más humildes, creían que esa pecadora había llegado demasiado lejos.

El predicador pareció no inmutarse y habló con el dueño de la casa;  ella, salvo algunas palabras aisladas como “deuda” o “perdón”,  sólo oía sus propios sollozos. Pero a continuación unas manos cálidas rodearon sus mejillas y elevó entonces su mirada. Sus ojos anegados vislumbraron un paisaje de acuarelas. Limpió con sus temblorosas manos sus lágrimas y pudo contemplar con nitidez el rostro que la observaba fijamente. Era tal su bondad, su misericordia y su compasión que la loca, a quien ningún hombre o mujer había jamás mirado así, bajó súbitamente la cabeza avergonzada y continuó besando sus pies con el corazón desatado.  Pero éste la llamó por su nombre (aunque no se conocían pues nunca se habían visto antes), diciendo:

-          -   M…, tus pecados te son perdonados por tu mucho amor.  Tu fe te ha salvado, vete en paz.

Esas palabras, como un rayo fulminante que la atravesase, liberaron su alma, ensartando y aniquilando el variopinto mal que la atenazaba, los siete demonios que le atribuía el pueblo (uno por cada pecado capital).

No escuchaba ya los murmullos indignados en la sala, incluso algún insulto como “blasfemo”;  no,  verdaderamente había alcanzado el Cielo. Despacio y en silencio,  con los ojos bajos, se levantó  y con ambas manos unidas a su pecho salió del comedor.  A partir de ese momento se sumó al grupo de mujeres que seguía a aquel extraño predicador, no sin protesta por parte de alguna de ellas, quejas que muy pronto desaparecieron.  La escandalosa loca había muerto.  Había nacido –y para siempre- una santa.


viernes, 4 de febrero de 2022

Del Gran Teatro del Mundo al Retablo de las Maravillas

 

I

Un tópico literario de gran recorrido en la historia del pensamiento, y cuyo origen podemos rastrearlo en Séneca (aunque probablemente sea anterior), es la consideración del mundo como un teatro y de la vida humana como el trabajo de unos actores, que despliegan su talento –o su torpeza- por las tablas del escenario, y reciben finalmente del público la alabanza o el reproche, bien aplausos o bien –como diría Cervantes- “silbos, gritas y barahúndas  (…) ofrenda de pepinos y cosa arrojadiza”.

Las tres ideas fundamentales que han querido destacarse con este poderoso símbolo son, por una parte, la fugacidad de la vida (tan breve como una representación donde al final se echa el telón); por otra, la escasa importancia que hemos de darle a los bienes materiales (los enseres de la farsa aparentan riqueza pero no valen nada pues son de cartón piedra), y por último, la obligación de cada persona de hacer bien su papel, sea cual sea el que le haya sido encomendado, porque al final existe un juicio, y quien no dé la talla durante su actuación, tendrá un severo castigo (del público, de los críticos y sobre todo del dueño de la compañía, quien lo expulsará para siempre).

Cervantes, en la segunda parte de El Quijote, tras el encontronazo con “Las cortes de la muerte” (II,12), describirá con gran belleza este tópico por boca del caballero andante: “no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes como la misma comedia” (…), “en la comedia de esta vida, unos hacen de emperadores, otros de pontífices y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando el fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura”.

En España, el dramaturgo que mejor desarrolló este símbolo –y desde una óptica profundamente católica- fue nuestro Calderón de la Barca, el cual, en la década de los treinta del siglo XVII, compuso un famoso Auto Sacramental titulado precisamente “El gran teatro del mundo”. En él, nos presenta una serie de personajes reales o morales –un rey, un rico, un pobre, un labrador, la hermosura, la discreción, el mundo, la Gracia-, que van desarrollando sus papeles en la escena hasta que ésta concluye y, finalmente, reciben el premio o el castigo por su representación. El leitmotiv  de la obra, que se va escuchando a lo largo de la misma, es la frase: “obrar bien, que Dios es Dios”, pronunciada por la Ley de la Gracia.

La radical catolicidad de esta obra puede comprobarse en la claridad con la que el personaje denominado Autor (que es un trasunto de Dios), afirma, frente a la cosmovisión protestante que ya había arraigado en el norte de Europa, el concepto del libre albedrío, clave para el futuro juicio de los personajes. Dirá:

“Yo, bien pudiera enmendar

Los yerros que viendo estoy;

Pero por eso les di

Albedrío superior

A las pasiones humanas.,

Por no quitarles la acción

De merecer con sus obras;

Y así dejo a todos hoy

Hacer libres sus papeles

Y en aquella confusión

Donde obran todos juntos

Miro en cada uno yo,

Diciéndoles por mi ley:

Obrar bien, que Dios es Dios”.

Los personajes, desde los más elevados –el rey, el rico, la hermosura-, o los menos considerados –el labrador, el pobre o el niño-, deben hacer correctamente su papel, pues el poder y la alabanza dentro de la farsa es un puro espejismo, y al concluir la obra todos se desnudan de sus galas y de sus harapos, y quedan iguales. Como en el juego del ajedrez, según feliz comparación del bueno de Sancho Panza en ese capítulo de “Las cortes de la muerte”, pues “mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan o barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura”.

La existencia humana –nos dice Calderón- es un puro representar, porque la verdadera vida nos vendrá después, y allí se nos premiará o castigará según hayamos actuado bien con nuestro personaje en la comedia. El Autor ha dado a cada uno el papel que ha querido, y nadie debe quejarse, pues el galardón no dependerá de la importancia del papel, sino de cómo es ejercido.  Como señala éste:

No porque pena te sobre

Siendo pobre, es en mi ley

Mejor papel que el del rey

Si hace bien el suyo de pobre;

Uno y otro de mí cobre

Todo el salario después

Que haya merecido, pues

En cualquier papel se gana,

Que toda la vida humana

Representación es”.

La perspectiva teológica de Calderón seguía fielmente la doctrina de las Sagradas Escrituras, como la defensa de la libertad humana,

“Él (Dios), desde el principio

Creó al hombre

Y le dejó en mano de su propio albedrío”.

(Eclo. 15,14),

la severidad del juicio para los que detentaron el poder,

“Prestad atención los que regís las muchedumbres,

Y os jactáis de los pueblos numerosos;

Vuestro poder os fue otorgado por el Señor,

Vuestro dominio, por el Altísimo,

Que examinará vuestros actos

Y escudriñará intenciones.

(…)

Con espanto y sin demora se presentará a vosotros,

Porque habrá un juicio severo para los que dominan”

(Sab. 6, 3-5),

 

Y la benevolencia para los que tuvieron una posición más desgraciada en la vida, pero que llevaron con dignidad y sin tachas ese estado, pues el mismo Señor los calificó como bienaventurados en el Sermón de la Montaña:

“El inferior merece disculpa y misericordia

Pero los poderosos poderosamente serán examinados”

                                                                                                                      (Sab. 6,6).

Al final del drama, sólo es condenado el rico (sobreactuó, se lo tomó demasiado en serio); el rey acabará en el Purgatorio (del que le sacará pronto la discreción, pues hizo la buena obra de ayudar a la religión cuando ésta requirió el apoyo del poder político), y el pobre entrará directamente en el Cielo, porque a ellos les pertenece el Reino.

II

Como vemos, la metáfora del teatro como imago mundi tenía una impresionante fuerza expresiva, y fue utilizada por los escritores católicos para mostrarnos la problemática del existir (y su grandeza). Poder representar en un espectacular teatro es un inmenso honor y a la vez una grave responsabilidad, sea cual sea el papel que hagamos. Con la oportunidad de vivir, Dios no sólo convierte a cada ser humano -con independencia de su raza, lugar de origen, estado social, inteligencia o medios de que disponga en la vida- en una criatura querida desde ya, sino que, además, le regala la oportunidad de ser verdaderamente hijo suyo, por la fe en Cristo Jesús. Es en el gran teatro del mundo donde debemos hacer bien las cosas, y para ayudarnos Calderón colocará como apuntador a la Ley de la Gracia, que nos marca cada palabra y cada acción de la obra, sintetizada en ese famoso “obra bien, que Dios es Dios”. Gracia que todos escuchan, pero a la que no todos obedecen, aunque todos saben que si acatasen sus instrucciones, ganarían sin duda el codiciado galardón que les ofrece el Autor.

Al pobre le consuela esa frase recurrente, al rico le cansa; por eso el rico es condenado y el pobre premiado. Sólo siendo dóciles a la ley de la Gracia –haciendo correctamente nuestro papel, obrando bien y teniendo fe en Dios-, obtendremos la recompensa final.

Pero cuando irrumpe el protestantismo en Europa, todo ese claro esquema racional y escolástico que nos traza la obra calderoniana parece desquiciarse. Siguiendo con la metáfora de la dramaturgia, podemos decir que el protestantismo fue el primer ensayo de lo que en el siglo XX -con las obras de Ionesco, Beckett o Genet-, se denominaría Teatro del Absurdo, caracterizado por una falta de lógica en personajes, diálogos y escenografía. De hecho, éste parece una reelaboración disparatada de un auto sacramental clásico, sólo que Dios no está presente (y un universo sin Dios es el summum del absurdo), y la única regla para expresar no el sentido sino el sinsentido del mundo son las acciones y diálogos irracionales de los personajes.

El día en que el agustino de Eisleben negó el libre albedrío, definió a la razón como puta del diablo, separó radicalmente la fe de las obras y consideró la acción de la Gracia en el justificado como un mero ocultamiento de pecados imposibles de vencer, se inició una catastrófica modernidad (espiritual, que no material) en Europa y posteriormente en todo el mundo occidental. Desde el punto de vista religioso, Lutero pondría las bases del ateísmo actual, puesto que, como decía lúcidamente Balmes en su obra apologética contra el protestantismo, “es una religión que se asienta en un principio que la disuelve a ella misma”. Y el gran escritor argentino Borges, en su relato “Deutsche Requiem”, señalaría por boca del protagonista nazi, Zur Linde, que “Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia”.

Desde el lado filosófico, se abandonaría el sano realismo y eso nos llevaría a vías muertas como el idealismo y el positivismo. Finalmente, desde la perspectiva del arte, nos regalaría los horrores del arte moderno (irracional y subjetivo hasta la náusea), entre los que descuella precisamente, el teatro de los disparates, el teatro del absurdo. Todos son ecos de la protesta luterana.

Si la obra de Calderón hubiera sido reescrita por un autor protestante –pongamos un calvinista, nos encontraríamos con el dislate de que el peor de los actores –el rico- sería el que más garantizado tendría el premio, puesto que la riqueza –para Calvino- era indicio de predestinación salvífica. El pobre (que entraba directamente al Cielo en la obra de Calderón), estaría predestinado a la condenación, no por lo que haga o deje de hacer, no porque escuche o no escuche a la Gracia, dado que la pobreza era señal del desfavor divino.

En coherencia con lo que Lutero menciona en una famosa carta a Melanchton, el rey podría ser un “pecador fuerte” –es decir, un pésimo rey-, pero si creía más fuertemente (es decir, si adulaba al autor), se salvaba, aunque su actuación fuera deplorable y criminal. La Gracia, que era un apuntador que se dirigía a todos los actores sin excepción, ahora hacía acepción de personas, y se negaba a auxiliar a los que consideraba predestinados al fracaso por el capricho del autor, y sin consideración a su actuación sobre las tablas. Pero lo más disparatado consistiría en que los actores actuarían sin actuar, sin seguir las reglas del arte dramático, sin poder salir de lo que ellos son, ya que no existe el libre albedrío. Nos damos de bruces, por tanto, con la arbitrariedad del autor, convertido en tirano, en un dios malvado, que coloca de manera despótica a diversos comediantes en el gran teatro del mundo, y sus premios o castigos son independientes del comportamiento en la escena, de esforzarse cada uno en ejecutar bien su personaje.

¿Quién no ve aquí un precedente de ese teatro del absurdo y del nihilismo que haría furor en la Europa moderna siglos después?  

III

Pero unos años antes del gran Auto Sacramental de Calderón, Cervantes planteó el mismo asunto de la vida como representación, si bien situando en acento no tanto en la obra representada sino en la necedad de los espectadores, a los que se les manipulaba cruelmente para que vieran lo que no existía. Y lo hizo a través de un divertidísimo entremés titulado “El retablo de las maravillas”. A mi juicio, esa vuelta de tuerca de Cervantes, forzando aún más el concepto del teatro dentro del teatro (metateatro), aunque redactada unos años antes del poderoso auto calderoniano, es por su impresionante actualidad, una pieza que hasta supera a ese símbolo en negativo del siglo XX que es el teatro del absurdo. Es, sin duda alguna, un símbolo del siglo XXI, de nuestro siglo, como veremos.

La trama es sencilla. Dos pícaros, él llamado Chanfalla y ella Chirinos, acompañado de un zagal, llamado Rabelín, acuden a un pueblo con una tramoya para ejecutar una farsa de títeres o marionetas, titulada el retablo de las maravillas”. Todo el pueblo se reúne delante de ese montaje, y Chanfalla anunciará el gran secreto mágico que encierra esa representación: los espectadores que tengan alguna raza de confeso (si son judíos convertidos o cristianos nuevos), y los que no hayan sido habidos del legítimo matrimonio de sus padres, no podrán contemplar los prodigios que surgirán en ese retablo. Es decir, si no ves lo que dicen que aparece en el retablo, o eres de sangre judía o eres hijo de punible y dañado ayuntamiento. Como es de prever, todos los que asistían –unos palurdos aterrados de que los asociasen a esas dos terribles taras para la honrilla (y la promoción social) en la España del siglo XVII-, se desprenden del sentido común, y comienzan a manifestar a quien quiera oírles que contemplan lo que no se representa, llegando el entremés cervantino a unos niveles de humor verdaderamente memorables.

Probablemente la intención inmediata del gran escritor español, con esta pieza, fue parodiar las figuras idealizadas de los rústicos pueblerinos que encontramos en obras inmortales de Lope de Vega, como Peribáñez o Fuenteovejuna. Pero como es propio de Cervantes (y de los grandes escritores de todos los tiempos), sus obras nos dicen mucho más de lo que en una primera instancia aprehendemos.   

La gran lección que nos deja esta obra es obvia: tienes que ver lo que el entorno de tu época te dice que tienes que ver, aunque no lo veas; tienes que pensar y sentir como tu ambiente cultural, aunque seas incongruente contigo mismo porque en tu fuero más interno percibes la maldad y falsedad de lo que se te propone.

Es evidente la universalidad del tema que nos describe este extraordinario entremés, no ceñido a una época o un país determinado. No soy tan ingenuo como para pensar que este grave problema de los efectos de la manipulación sobre las sociedades, sea un asunto sólo de nuestro tiempo (y con una parada en la España del Siglo de Oro). Siempre ha sido una constante en la historia de la humanidad, en cualquier sociedad humana constituida, la pretensión de los que han mandado de alcanzar la uniformidad política e ideológica de la población que dominan para controlarla mejor. Y generalmente con éxito, con generoso asentimiento de la inmensa mayoría, que acepta acríticamente esa servidumbre. Eso ha existido ayer, existe hoy y existirá siempre.

Del mismo modo, soy consciente de que el actual mundo secularizado nos argüirá y echará en cara que la religión cristiana también supuso un “Retablo de las Maravillas” para Europa –desde la "oscurísima" la Edad Media hasta el Siglo de las Luces y la Modernidad, en que se emancipó-, porque nos encerró en una serie de principios dogmáticos que todos –aunque no los aceptasen- debían acatarlos, y ¡ay de quienes los cuestionasen!

Es una objeción seria, pero la considero injusta. La fe cristiana, en efecto, tiene unos elementos dogmáticos, pero estos exigen el auxilio de la Gracia para ser creídos (por lo que es imposible imponerlos a la fuerza). Es una verdad católica que la fe no puede obligarse, sino que los cristianos debemos “dar razón de nuestra esperanza” -1 Ped. 3,15-, sabiendo que su implantación no es obra nuestra sino del que construye la casa –Sal. 126- (aunque requiera nuestra cooperación). Pero, por otro lado, el cristianismo tenía y tiene un potencial inmenso de racionalidad y sentido común para vertebrar una sociedad justa, como puede comprobar cualquiera que estudie, por ejemplo, la obra de Santo Tomás de Aquino. Es verdad que Europa se fue secularizando sobre todo a partir del siglo XVIII, pero mantuvo las preciosas bases cristianas, preservadas desde los inicios por la Iglesia Católica: la idéntica dignidad del hombre y de la mujer (creados a imagen y semejanza de Dios), la igualdad de todos -ricos y pobres- ante el Creador, la justicia en las relaciones sociales, la necesidad de ser buenos ciudadanos, de trabajar honradamente y de contribuir todos juntos al bien común…, principios todos que se encuentran con luminosa claridad en las Sagradas Escrituras y en los grandes tratados de los teólogos y filósofos católicos. Digamos que en ese retablo cristiano se representaba fielmente lo que el sentido común de las sociedades cristianas pensaba; no había manipulación alguna.

Quiero recalcar que fue la fe cristiana la que enseñó a todos los europeos la inalienable y absoluta dignidad de la persona humana. Los nuevos cimientos ideológicos –las filosofías teístas y deístas del siglo XVIII- heredaron esa concepción, si bien Dios ya no era Padre de los cristianos, sino un lejano arquitecto o relojero, que había construido un mecanismo de gran precisión, y al que dejaba funcionar solo. Los valores cristianos seguían vivos, pero en humorística expresión de Chesterton “se estaban volviendo locos”, al desligarse de su fundamento sobrenatural. Darwin, con su teoría de la selección natural, cuestionó esa naturaleza divina del hombre, a quien consideraba el producto casual de una evolución ciega. ¡Ya es posible ser un ateo intelectualmente satisfecho!, se gritó. Llegó el siglo XX con las filosofías materialistas, las idolatrías fascistas y comunistas, las guerras mundiales, el extraordinario desarrollo de la ciencia, el terror atómico..., y comenzó a desvanecerse una concepción clara de lo que se puede moralmente hacer o no hacer. Daba la sensación de que, a la par de un innegable progreso científico y técnico, se iba produciendo un inquietante decrecimiento racional y moral, paralelo a la pérdida de relevancia de la fe en las sociedades europeas. El paso que faltaba se dio en el siglo siguiente, en el nuestro.

Desde mi punto de vista estamos llegando al final del camino de la denominada secularización. Nuestro tiempo no sólo nos exige que asumamos que Dios ha muerto, quiere que avancemos más allá y destruyamos todo el legado racional y espiritual que le debemos a la religión cristiana. Dios es pasado y el pasado hay que hacer añicos (sean cruces, estatuas, filosofías, valores o virtudes). Se impone, por lo tanto, una racionalidad sin Dios, una abierta rebeldía contra la ley natural –ya que es la Ley de Dios que rige su creación-, y, como inevitable consecuencia, contra el más elemental sentido común. En definitiva, un descenso a la irracionalidad, al imperio de las pasiones desatadas y a la superstición como único hilillo religioso que le queda al hombre. Lo que viene a partir de aquí se intuye en las extrañas metáforas del último libro bíblico, referidas a horrendos monstruos con varias cabezas. Aunque intuitivamente nos parezcan demonios, los tenebrosos poderes gobernantes nos exigirán que digamos que no son tales, sino inefables bellezas de un mundo nuevo, preludio de un paraíso terrenal. Y la mayoría, como los pobres labriegos del "Retablo de las maravillas" obedecerá, aunque en su fuero interno reconozcan la mentira, la fealdad y la impostura. 

Dejamos de creer en Dios y creemos en cualquier cosa por falsa o grotesca que sea. Por eso, en nuestro siglo XXI, con tanta facilidad se han implementado (y se van implementando a una velocidad que asusta), novedades abiertamente contrarias a la naturaleza de las cosas como son la elección del género, la autodeterminación sobre el sexo biológico (y sobre la propia vida), o la aceptación de comportamientos antinaturales como si fuesen naturales. La noble ciencia -regida por los humildes principios de provisionalidad y falsación- se ha transmutado en teología cientificista, y el materialismo es ya un dogma epistemológico; el animal irracional se coloca ya casi al mismo nivel que el hombre (hecho a imagen y semejanza del Creador), y viceversa; el asesinato del aborto es un derecho tan humano como el derecho a la vida, y el clima es la excusa inexcusable de políticas criminales contra los más pobres del mundo... Nos están vendiendo, en definitiva, ingentes cantidades de mercancía averiada, en plazos cada vez más cortos. Y casi todos la compran, como los palurdos asustados del Retablo de las Maravillas, sólo que éstos lo hacían por honrilla y medro social, y nuestros conciudadanos porque han aceptado -aunque no sean conscientes todavía-, rendir tributo y llevar la marca de la bestia. Aquellos eran ignorantes y pueblerinos, nosotros cultos y cosmopolitas. Aquellos son excusables, nosotros no.

Sólo nos queda la Iglesia Católica -el último depósito de la Verdad en el mundo-, y que, por tanto, debería oponerse de raíz a tales disparates, pero lleva demasiado tiempo haciendo mutis por el foro, al desentenderse del primer y fundamental objetivo de nuestra fe, que es llevar a Cristo a todos los hombres para salvar sus almas (cada vez más apresadas en pecados graves que pueden costar su salvación), a la vez que combatir sin tregua la inmensa plaga de errores morales, espirituales e intelectuales de nuestro tiempo. No salimos del dantesco círculo infernal de una mera conciencia social y ecológica, y olvidamos que este gran teatro del mundo (devenido definitivamente en grotesca farsa) se clausura con un juicio sin apelación, en el que nos examinarán del amor (y no de los repugnantes sucedáneos del retablo, aunque nos lo vendan como tal).

Stat crux dum volvitur orbis. Ante tal panorama, me sigo aferrando, como regla de vida, a esa joya de pensamiento que regala la Biblia, cuando me exhorta a “conservar lo que he recibido”; la misma doctrina que me lleva por una luminosa escala, como la de Jacob, hacia la ciudad santa de Jerusalén y al cenáculo de Pentecostés. En definitiva, a vivir con la feliz certeza de que “el catolicismo me libera de la ominosa esclavitud de ser hijo de nuestro tiempo” (Chesterton). En la antigua religión que he recibido de mis padres –y en la que he sido confirmado por la inmerecida Gracia de Nuestro Señor- he encontrado la perla de gran valor, la verdadera salvación; en la filosofía perenne que autores inmortales han destilado de ella, he visto y sigo viendo el más noble y sólido esfuerzo intelectual de la razón humana para comprender la Verdad de las cosas (e impugnar los sofismas de los malvados). Sólo me arrodillo ante el Misterio de los Misterios y no ante los ídolos de la modernidad. Aunque pretendan entrar en mi alma de manera embarullada, nunca lo lograrán porque no tienen forma ni materia como las fantasmagóricas imágenes del "Retablo de las Maravillas", y no estoy dispuesto a dejarme engañar. Sólo así consumaré la esperanza que me anuncia el personaje del mundo en la inmortal obra de Calderón de la Barca:

“Ya que he frustrado altivas vanidades,

Ya que he igualado cetros y azadones,

Al teatro pasad de las verdades

Que éste el teatro es de las ficciones”.

 

miércoles, 26 de enero de 2022

Profetas halagüeños y profetas de calamidades

                                                      Ezequiel - Profetas mayores

El día 11 de octubre de 1962, festividad de la Maternidad Divina de la Virgen María, Juan XXIII, inauguró el Concilio Vaticano II con un vibrante discurso, rebosante de alegría y esperanza (“gaudium et spes”) en el que marcaba los hitos fundamentales de la asamblea conciliar. Dichas directrices, una vez desarrolladas e implementadas, debían ser la luz que alumbraría una nueva primavera para la Iglesia. Un Papa profundamente emocionado, exclamaría al final del discurso que “el Concilio que comienza aparece en la Iglesia como un día prometedor de luz resplandeciente”, “todo aquí respira santidad, todo suscita júbilo”.

Cinco puntos de tan histórica alocución, a mi juicio, merecen ser destacados:

Primero, el objetivo principal del Concilio fue la “defensa y revalorización de la Verdad”, si bien desde una perspectiva en la que se valora y pondera “el admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano”, y sin que “la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso”. La palabra “progreso” –juzgada con tanta desconfianza por los Papas del pasado- se convertía ahora en el vocablo estrella de la cita ecuménica.

Segundo, una nueva praxis a la hora de reprimir los errores contra la fe, estableciendo la fórmula ya célebre de “usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad”, todo ello conectado con la optimista convicción de que “los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos (los errores)”.

Tercero, la diferenciación, con una finalidad sobre todo pastoral, entre “la sustancia de la antigua doctrina –del depositum fidei- y la manera de formular su expresión”.

Cuarto, la afirmación del propósito –novedoso en la historia de los fines de la iglesia Católica- de la “unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la Ciudad terrenal se organice a semejanza de la celestial”,  y todo ello vinculado a una explícita intención ecuménica, que parece ser la aguja de navegar del Concilio

Y en quinto lugar –aunque aparece al principio del discurso-, la franca crítica a aquellos cristianos  a los que el Santo Padre califica de “profetas de calamidades” y “carentes del sentido de la discreción y la medida”, a los que relaciona con una insana convicción de la cercanía de los tiempos escatológicos. Pues son “avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente”.

Los documentos aprobados finalmente en el Concilio siguieron fielmente todas y cada una de líneas maestras trazadas por San Juan XXIII. El Papa anhelaba sinceramente la definitiva reconciliación de la Iglesia ¡de una vez por todas! con una versión optimista del mundo en progreso, de modo que marchase a la par de él con la noble pretensión de iluminarle su camino y recordarle maternalmente –pues ella es “Mater et Maestra”- sus desviaciones. Éstas, sin duda, serían corregidas en buena medida, dada la autoridad moral de la Iglesia (reconocida hasta por los no cristianos) y la positiva disposición que se presumía a un mundo que miraba con agrado indisimulado (y hasta entusiasta) esa renovación eclesiástica. Porque el progreso de la humanidad era material y también moral, y el Papa tenía plena confianza en que el hombre –pese a ser un ser caído y necesitado de la Gracia-, pudiera por sí mismo (es decir, sin auxilios sobrenaturales) darse cuenta de sus errores y rectificarlos. Ahí se encontraba siempre la Iglesia como "lumen gentium", para ayudarle en su discernimiento. 

El problema es que ese “nuevo pacto tácito" que parecía establecerse con el mundo, ese cese de hostilidades históricas con la finalidad de que todos juntos avanzaran en paz hacia la consecución de ese fin genérico de la “unidad del género humano”, visto lo visto, se cumplió sólo en una de las partes. La Iglesia se renovó radicalmente, hasta en aquellos aspectos que no fueron ni tangencialmente mencionados en esa exhortación inagural, como la liturgia. Ante la tierra de misión que es el mundo (incluido el mundo cristiano, cada vez más desalado), se sustituyó la confrontación por la conciliación, poniéndose el acento en el desarrollo material de los pueblos –el fin de la ciudad del hombre- y secundariamente en su conversión a la Verdad cristiana, digamos una charitas sine veritatis.

En el otro lado -como era previsible- se violó el principio pacta sunt servanda.  El mundo jamás cumplió ese acuerdo no escrito, como resultaba obvio para quien tuviera la costumbre de leer las Sagradas Escrituras –Lc. 4,6 o 1 Jn. 5,19-, y verificar que ahí mandaba uno a quien el Señor calificó como mentiroso desde el principio. El mundo, como era lógico, perseveró en su tendencia natural y con mayor facilidad que antes (la Iglesia había desterrado para siempre la era de los Syllabus). Y despreció sus bienintencionados consejos: desde el punto de vista moral y religioso, acumuló errores tras errores, aberraciones tras aberraciones; desde el punto de vista material y técnico, progresó en el sentido más deshumanizante, revolucionando todo lo relacionado con los elementos menos elevados de la condición humana. En suma, creando la ilusión (y la herejía) de que el paraíso en la tierra era más factible que nunca, e idolatrando el concepto de “ciencia” (hasta grados grotescos, como vemos en la histeria vacunal actual, de la que no se ha librado nuestra Iglesia). Todo conducente a una asimetría radical (en el peor sentido) entre la vida espiritual (un nuevo gnosticismo new age) y la vida natural de la persona humana (un materialismo animal), estirados ambos errores en detrimento del equilibrio del ser de la sana filosofía cristiana.

Son muchos y excelentes libros los que se han escrito sobre este concilio revolucionario -"un 1789 para la Iglesia”, como afirmó con turbadora sinceridad el cardenal Suenens, arzobispo de Bruselas-, y más fueron los que se publicaron sobre el postconcilio, nada primaveral.  Me gustaría, ahora -en mi humilde posición de laico cristiano-, reflexionar brevemente, a la luz de nuestra época, sobre aquellas críticas que hizo el papa bueno a los que denominó “profetas de calamidades”, que sólo ven “prevaricación y ruina” en el mundo moderno, y que tienen incluso la desfachatez de manifestar su extravagante sospecha de la cercanía de los tiempos finales.

En primer lugar, para percibir si fueron (y son) acertadas esas diatribas, no podemos pasar por alto  que con ellas San Juan XXIII enmendaba la plana a algunos papas que le precedieron, los cuales destacaron en sus escritos exactamente lo contrario: que el mundo en que ellos vivían (en el que, por cierto, ya había nacido Giuseppe Roncalli, el futuro papa), había indicios claros de estar a punto de entrar, por su iniquidad, en la época escatológica que bíblicamente se denomina final de los tiempos.

Yo no creo que el primer papa santo de ese siglo XX, San Pío X, careciera del sentido de la discreción y la medida, cuando la encíclica con la que inauguraba su pontificado,“E supremi” (1903), afirmó:

“Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol”.

Tampoco imagino que fuera un profeta de calamidad Pío XI, cuando evocaba un mundo calamitoso (el implementado por el marxismo) en “Divini Redemptoris (1937), y advertía sobre “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo”, afirmando además:

“Por primera vez en la historia asistimos a una lucha, fríamente calculada y prolijamente preparada, del hombre contra todo lo que es divino (II Tes. 2,4).

En segundo lugar, no sólo Juan XXIII (a quien se llamó el papa bueno), sino todos los cristianos sabemos que la esencia de nuestra fe es la buena noticia, la maravillosa certeza del amor de Dios al hombre en Cristo Jesús. Y es estupendo que esa Verdad se destaque una y otra vez en los documentos de la Iglesia, como se hace en algunas páginas luminosas de los documentos conciliares, o en algunas encíclicas de nuestro tiempo. ¿Quién puede cuestionarlo? Esa es la inmensa alegría de la fe, que a la vez que nos eleva el corazón y la mente, nos convierte en misioneros para llevar las bellezas de Cristo hasta donde quiera el Señor y alcancen nuestras fuerzas. 

Ahora bien, si algo nos regala nuestra fe -junto a esa alegría de quien se sabe amado inmerecidamente-, es un inmenso realismo a la hora de juzgar el terreno en el que nos movemos, vinculado sin duda al Don del entendimiento. Y conocemos perfectamente que la propagación de la buena noticia se neutraliza en nuestro mundo por la cizaña que continuamente siembra el que es llamado señor del mundo. Y no podemos pensar que esa mala yerba se disolverá por la acción de un simple agricultor humano, como creyó en el siglo V un hereje de permanente actualidad llamado Pelagio. En nuestros días, ni los mismos cristianos creen que ese señor del mundo exista como ser real -y así nos va-, pero el sucesor de Juan XXIII, tras constatar el desastre postconciliar, tuvo que reconocer que sólo podía atribuirse a su maléfica acción. "Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo".

“Sin Cristo nada podemos hacer” (Jn. 15,5). En 1962, cuando Juan XXIII expone su “pelagiana” esperanza en que “los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenar (sus errores)”, la situación de la fe cristiana, en los hombres y en los Estados, no creo que fuera  menos dramática que en los tiempos recios de los dos papas píos antes citados. Porque hablamos de un periodo en el que la brida del comunismo había apresado a buena parte de la humanidad,  arrastrando a millones de almas al error y al ateísmo, y se perseguía la religión de manera sistemática. Además, el miedo a un conflicto nuclear era fácilmente constatable.

Hoy, a sesenta años del fallecimiento de Juan XXIII, el marxismo sigue vivo, y muy vivo. Es la cabeza herida del dragón del Apocalipsis, que pareció morir en 1989 pero ha resucitado en nuestros días –Ap. 13,3-, transmutado en marxismo cultural e incrementando exponencialmente sus daños. La rebeldía contra la ley y la moral cristianas, azuzada por el odio y la soberbia del diablo, ha alcanzado en nuestro siglo XXI una altura que deja muy atrás las viejas torres de Babel del pasado, como podemos ver en dos hechos abominables entre otros muchos: el asesinato de millones y millones de inocentes con el aborto legalizado (y a las puertas de ser considerado un derecho humano), barbarie que es aceptada hoy por la mayoría de bautizados (lo que resultaba inimaginable en tiempos del papa bueno). Y dos, la deconstrucción, con amparo legal y mediático, del hombre y de la mujer  por la ideología de género y el homosexualismo, que parece confirmar de manera definitiva que ya se ha cumplido el gran objetivo del demonio en el Paraíso: "Seréis como dioses".

Ante este estado de cosas, los católicos nos dejamos llevar, viviendo en una ceguera autoimpuesta para no enfrentarnos a los signos de los tiempos y olvidando -como decía Chesterton- que sólo quien nada contracorriente sabe que está vivo. Los papas anteriores al Concilio Vaticano II se atrevieron a vapulear con una espada dialéctica de doble filo todas las aberraciones de su época, como el modernismo (Pío X), el liberalismo, el marxismo, el nazismo, los diálogos con falsas religiones (Pío XI), o los errores intelectuales y filosóficos contra la fe católica (Pío XII); los papas de después del Concilio han seguido, con mayor o menor intensidad, la máxima de evitar la confrontación directa, o incluso la colaboración abierta (véase la novedosa preocupación por el medio ambiente de la Iglesia, que nos pide hasta ¡una conversión ecológica!). Gran ironía, cuando es precisamente hoy el tiempo que más exige la denuncia profética -y no por el estado del planeta, sino de las almas-, al igual que hicieron en su día el Syllabus, la Pascendi o la Humani Generis, aunque se topasen con el desprecio de tantos

“Loquimini nobis placentia”, “Decidnos cosas halagüeñas”, pedían los judíos a sus profetas:

“A los videntes dicen:

“no tengáis visiones”

Y a los profetas: “No nos contéis

Revelaciones verdaderas,

Sino habladnos cosas suaves”

                                                           (Is. 30,10).

El profeta Jeremías iba más lejos, e identificaba el optimismo profético con el desprecio a la Palabra divina y el mal comportamiento del pueblo, pues:

“A los que desprecian mi Palabra

Les dicen (los profetas falsos): “Todo os saldrá bien”.

Y a los que siguen tercamente

Las inclinaciones de su corazón,

Les dicen: “No os vendrá ningún mal”

                                                                  (Jer. 23,17).

Y el profeta Miqueas usaba el sarcasmo cuando recordaba que:

“Si alguien inventa mentiras y dice:

“Yo anuncio vino y licor”,

Ese es el profeta ideal para este pueblo”

                                                                  (Miq. 2,8).

Es verdad que los nabi de Israel también anunciaban un futuro glorioso –tiempos que estaban más allá del tiempo histórico, tiempos escatológicos-, pero lo predicaban cuando el pueblo judío, por sus pecados, había sido machacado por otras naciones, y en esa tesitura de postración, las palabras de los profetas le permitían sobrevivir en esos ambientes hostiles. Pero en las épocas en que Israel nadaba en la abundancia y comía opíparamente, su voz era muy crítica, como leemos en esos versículos de Amós,  que profetizó en el esplendor de la monarquía de Jeroboan II en el siglo VIII A.C.):

“Así dice el Señor:

Los de Israel han cometido tantas maldades

Que no dejaré de castigarles,

Pues venden al inocente por dinero

Y al pobre por un par de sandalias.

Oprimen y humillan a los pobres

Y se niegan a hacer justicia a los humildes”

“Odio el orgullo del pueblo de Jacob,

Y aborrezco sus palacios,

Entregaré la ciudad al enemigo

Junto todo lo que hay en ella”

                                                (Amos 2, 6-7-6,8).

Veinticinco años después de ese vaticinio del molesto pastor de Tecua, Asiria conquistaría el reino del norte y deportaría a sus habitantes. El profeta, que se atrevía a hacer augurios desagradables a un país que vivía en la ceguera del lujo y la injusticia, tenía razón. 

Sin excepción, los videntes de Israel no sólo parecían sino que eran "profetas de calamidades”. Pero advertir de un desastre es un bien. Jonás, muy a su pesar, tuvo que predicar a la sin city de su tiempo, Nínive, la conversión de sus pecados porque el Señor había decidido destruirla; fue su agónico anuncio el que logró la conversión de los ninivitas, y Dios aplazó el castigo. Agradezcamos que aún haya profetas de ese temple, porque en el momento en el que desaparezcan será indicio cierto de que el Señor ha dejado de enviar su Gracia al mundo, asqueado de su comportamiento, como nos advierte el Libro de la Revelación al final: "El tiempo está cerca. El injusto, que cometa aún injusticias; el sucio, que se manche aún más" (Ap. 22,10-11).

San Pablo -que exhortaba a los cristianos a vivir alegres (Fil.4,4)-  recomendaba en la primera carta a los Tesalonicenses “no despreciar las profecías" y quedarnos con lo bueno” (1 Tes. 5,20), y consideraba necesario "tomar la verdad como cinturón y la justicia como coraza" (Ef. 6,14). No hay bien sin verdad ni verdad sin bien. Si se anuncian “calamidades”, examinémoslas y retengamos el bien y la verdad que bajo la retórica se encierra porque, como ya hemos visto, sólo las profecías halagüeñas –complacientes con pecados y errores- son condenadas por las Escrituras por mentirosas. Y muchas voces proféticas de nuestro tiempo nos advierten del mal camino, y de la necesidad de recuperar los fuertes contenidos de nuestra fe, que son precisamente los que menos quiere el mundo: fidelidad, conversión,  penitencia, sacrificio, sacramentos, sumisión a la fuerza santificadora de la Gracia; todo sin olvidar que somos “siervos inútiles”, “pues más allá de nuestra disposición es el Señor el que obra en nosotros el querer y el actuar” (Fil. 2,13).  El hombre sin la Gracia –conviene recordar una vez más- jamás rectificará de manera definitiva sus errores. Como el mito de Sísifo, caerá una y otra vez en ellos.