sábado, 9 de agosto de 2025

Santa Teresa de Jesús nos advierte contra el mindfulness.

 

I

El pasado mes de mayo, con permiso al parecer del anterior papa Francisco, se decidió exhibir el cuerpo "incorrupto" de Santa Teresa de Jesús, y el mundo pudo contemplar un rostro que verdaderamente producía espanto. La Conferencia Episcopal Española avaló dicha exposición de los restos de la santa con los surrealistas argumentos de que "da la oportunidad de anunciar la luz" y "promueve una experiencia del encuentro" (sic). No sé en qué mundo vive la CEE, pero no es de recibo que justificasen ese atropello, y además con tales vaciedades. Menos mal que su portavoz reconoció -qué lucidez la suya- que era "un tema discutible". 

Cualquiera que haya estudiado sobre la historia de los restos de la santa tras su muerte, se habrá percatado de que su cuerpo, aparte de haber sido exhumado y trasladado de una a otra parte en una feroz guerra por la posesión de su cadáver, fue literalmente troceado por muchos/as que deseaban sus reliquias. Por eso, aunque de verdad hubiera estado incorrupto tras morir, la devastación causada por esos fanáticos posiblemente hizo más daño a su integridad que la acción natural del tiempo. Y aun así se observa hoy una cierta incorrupción (perceptible más en el pie que en su rostro), pero en cualquier caso lo que vieron nuestros ojos resultó morboso y repulsivo. Les recomiendo, en fin, que lean la documentada biografía del hispanista francés Joseph Pérez, especialmente el capítulo donde describe ese saqueo sin tasa al cuerpo de la santa tras su óbito.

Por dos motivos especialmente me ha enfadado esa ostensión. Da la sensación de que los que han autorizado este desatino no buscaban engolosinar a los fieles para que acudan a las sublimes lecciones de oración de la santa, o para que admiren la prodigiosa obra de reforma del Carmelo que contienen sus maravillosos libros. No, lo que han logrado es que nos quedemos con un recuerdo deforme de unos restos sin vida (aunque los que aún conservamos la fe, pese a nuestros obispos, tenemos ciertamente la esperanza de que serán resucitados con inmensa hermosura en el último día). Por lo menos, es un alivio saber que aún hay obispos que ven al rey desnudo y se atreven a denunciarlo, como el de Salamanca, José Luis Retana, que consideró un error mostrar así su cuerpo, pues sólo servía para alimentar el morbo y advertía que no contribuiría esa exhibición a conocerla y leerla más. En fin, espero que este buen pastor haya cursado la correspondiente protesta a sus colegas de la CEE, aunque poco caso le iban a hacer. De hecho, el inevitable portavoz de la CEE ha criticado veladamente a su compañero en el episcopado por estas palabras. 

Pero también me indigna (y permítanme que me atreva a postularme como abogado del honor de esta mujer), porque los que conocemos su vida y su obra a través de nuestras lecturas -y, sobre todo, hemos aprendido a rezar decentemente gracias a ella-, sabemos bien que Teresa era una mujer excepcional... pero mujer al fin y al cabo con todo lo que ello significa; de auténtica santidad, de clara inteligencia que le ayudó a sortear las suspicacias de la inquisición, de fuerte ánimo y de una indisimulada belleza (interior y exterior)..., y como toda mujer no dejaba de tener sus dejes de sana coquetería. De hecho se cuenta como anécdota que no le gustó nada el retrato que en 1576 le hizo Juan de la Miseria cuando ya había cumplido 61 años, hasta el punto que le espetó: "Dios te perdone, Fray Juan, que ya que me pintaste, podías haberme sacado menos fea y legañosa" (la fotografía de ese cuadro es la que encabeza este post, y sinceramente me parece que Santa Teresa exageró un poco, pues la mujer que aparece ahí pintada no es fea ni legañosa). Pero imaginemos lo que pasaría por su mente si hubiera visto lo que esos inconscientes hicieron en mayo, sacando sus restos para que se confeccionen los más estúpidos memes en este tiempo infantiloide, terminal y de pensamiento débil en el que vivimos. 

En cualquier caso, para sacar algo positivo de este chusco episodio, decidí retomar la obra de esta santa, sabia y bella mujer, y eso es lo que estoy haciendo estos días, al comenzar este mes vacacional de agosto. Y como ocurre siempre en las obras clásicas, se puede aplicar aquel dicho del Señor sobre el padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas (Mt. 13,52)

II 

Hace ya bastantes años que me zambullí por vez primera en las cuatro grandes obras de la santa: Su Vida, su Camino de Perfección", el Libro de las fundaciones y el  El Castillo Interior o Las Moradas". De los tres primeros libros, fue su autobiografía el que más influyó en mi vida de oración, hasta el punto que vuelvo a él una y otra vez.  Las experiencias de la Santa me enseñaron a rezar de verdad, superando el gran hándicap de la oración, pues sus avisos me ayudaron y me ayudan hoy a perseverar cuando las frecuentes distracciones interrumpen el arduo camino de la mente ante Dios (ese es el primer y -para muchos- decisivo obstáculo de toda alma que se humilla ante Dios).  Nunca agradeceré  el bien que me hizo asimilar algunas de sus lecciones maestras, donde el aspecto cristológico es tan esencial como la humildad del orante, postrado ante Dios:

"importa mucho que ni de sequedades ni de inquietud  y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija, si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz y verá como se la ayuda a llevar el Señor" (Vida, 11,17).

"Quiere su majestad, y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí" (Vida, 13,2).

La cruz de Cristo -reiterará la santa- es ineludible en el alma orante:

"Que es gran negoción (sic) comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos, y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz de Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su rey, pues le tiene bien seguro. Los ojos en el verdadero y perpetuo reino que pretendemos ganar"  (Vida, 15,11)

Y sobre todo dos reglas de oro imprescindibles:

"Guíe su Majestad por donde quisiere; ya no somos nuestros sino suyos" (Vida, 11, 12), y

"No se suban sin que Él los suba" (Vida, 12,5).

Y es admirable por su sencillez, cómo describe luego -empleando fáciles metáforas relativas al riego-, los cuatro grados de oración (Vida, 11,4), que son las distintas fases en las que un mortal puede orar aquí en la tierra:  Primero, el trabajo de sacar agua del pozo (fase ascética, donde prima el esfuerzo de purificar los sentidos, acostumbrados a disiparse); segundo, sacar el agua con norias (menos trabajo y más provechoso, aquí comienza la fase mística en la que Dios lo hará todo);  tercero, el río que riega los campos (simbolizado como un sello que Dios imprime en el alma, como si fuera garantía de pertenencia y posesión; noviazgo místico), y cuarto, la lluvia que lo anega todo (último grado de oración, lo que en la Morada Séptima la santa describirá como matrimonio espiritual). A partir de aquí, sólo se podrá exclamar como el buen amigo y confidente de Teresa, San Juan de la Cruz:

"Oh llama de amor viva,

Que tiernamente hieres

De mi alma el más profundo centro;

Pues ya no eres esquiva,

Acaba ya, si quieres;

Rompe la tela de este dulce encuentro".

Tal es el poderío y sublimidad, en fin, del Libro de la Vida de Santa Teresa, que logró la conversión de Edith Stein (1891-1942), otra de mis maestras de espiritualidad. Filósofa judía nacida en Breslavia (Alemania) y discípula de Husserl, tras ser bautizada ingresó en el Carmelo con el nombre de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, en homenaje a su mentora en la fe. Los nazis la asesinaron en Auschwitz, Juan Pablo II la beatificó, la consagró copatrona de Europa y finalmente la proclamó santa. 

En definitiva, nadie -santo o pecador- que haya rumiado ese libro y se haya propuesto en serio fiarse de sus consejos puede quedar indiferente. Sólo por él, mi gratitud a la santa abulense jamás se cancelará. 

III

Sin embargo, la primera lectura de El castillo Interior o Las Moradas, me resultó extremadamente oscura, pero no porque la obra fuera sombría, todo lo contrario; por la excesiva luz que irradiaba cuando se iban dejando atrás sucesivamente cada una de las siete moradas de ese castillo de diamante que es nuestra alma (es imposible ver cuando el ojo está deslumbrado, y el mío se deslumbró desde la primera de las estancias) Sólo entendí el principio del libro: la parte del Foso -la exterior al cristalino Castillo-, donde proliferan "sabandijas y bestias" (una manera rotunda de la santa de referirse a las "almas que no tienen oración" y están en "pecado mortal"). Y también alcancé a entender, en parte, la Morada Primera, pues:   

"aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey; porque aunque aún no están oscurecidas y negras como cuando el alma está en pecado, está oscurecida de alguna manera (...) porque con tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas empozoñosas que entraron con él, no le deja advertir la luz" (Morada Primera, Cap. 2, 14).

Eso ocurría hace muchos años, cuando me atreví a adentrarme por vez primera en ese castillo tan bello como misterioso, con pobrísimos resultados. Por ello, ha sido el "El Castillo Interior" el objeto de mis lecturas estos días, con la esperanza de poder examinar sus estancias un poco mejor, transcurrida más de una década desde aquella lectura casi a ciegas. Por supuesto, siempre con última intención de avanzar en la oración, sabiendo que no debo usar el libro como técnica sino como inspiración, pues los progresos sólo se producen cuando y como el Señor quiere. Y para ayudarme en esa visita guiada me auxilié de una magnífica brújula, el libro del carmelita Tomás Álvarez, titulado "Guía al interior del Castillo". 

El Padre Tomás, siguiendo a la santa, vincula la oración ascética -hasta la Morada Tercera- al primer grado de oración que describe en el Libro de la Vida:  el hombre que se afana en sacar agua de un pozo (Vida 11,2). A partir de ahí se entra en la dimensión mística -Morada cuarta a séptima-, y el orante, más que hacer, debe dejarse hacer. Pero no trataré sobre esa fase o estado, sino sobre la primera, en la que estamos anclados la mayoría de los mortales, y si no avanzamos es por razón ya expuesta: porque no tenemos verdadera fe en dejarnos hacer por Dios.

Y aquí es muy importante destacar que Santa Teresa en todo el proceso de oración, rechaza una técnica orante que ya estaba en boga en su tiempo -nihil novum sub sole-, consistente en "no pensar en nada" o "vaciar la mente" en espera de una posible iluminación en el alma. Lo curioso es que ese método lo había aprendido la santa cuando tenía 23 años, de un libro muy famoso en su tiempo y que le regaló un tío suyo: el "Tercer Abecedario" de Francisco de Osuna. Sin embargo, Teresa le dará a la palabra "recogimiento" no el sentido que le dio el popular libro de Osuna (un "vacío de mente", simbolizado en la figura de una tortuga que se recoge en su caparazón). Le otorgará, en cambio, el sentido fuerte de "entrar en el castillo del alma" con la mirada siempre puesta, no en uno mismo, sino en el Señor del Castillo, en Dios. Y como dice el Padre Tomás "los dos, recogimiento y quietud son ya obra infusa de Dios en el orante, primer vagido de oración y experiencia mística". Todo lo contrario, en suma, que pretender  un "vaciado de la mente",  mediante el esfuerzo exclusivo de nosotros mismos -como hace la tortuga que esconde su cabeza-, sin referencia a Dios. La santa lo expresará con claridad: 

"que si Su Majestad no ha empezado a embebernos no puedo acabar de entender cómo se puede detener el pensamiento (a no pensar nada) de manera que no haga más daño que provecho" (Morada Cuarta, 3,4) y "lo que hemos de hacer es pedir como pobres necesitados , delante de un grande y rico emperador, y luego bajar los ojos y esperar con humildad" (Morada Cuarta, 3,5). 

La personalidad de Santa Teresa se muestra aquí inflexible, y aunque le reprochen que otros varones píos, como el futuro santo Pedro de Alcántara, parecen seguir ese camino, ella lo cuestionará no sólo por los motivos ya referidos, sino por otras graves razones. También por el riesgo de que: 

"el mismo cuidado que se pone en no pensar nada quizás despertará el pensamiento a pensar mucho".  

Y, sobre todo, la explicación última es su inmenso amor a Dios, a quien no puede apartar ni un instante de su pensamiento: 

"Lo más sustancial y agradable a Dios es que nos acordemos de su gloria y su honra, y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y gusto" (Morada Cuarta, 3,5). 

¿Vaciar la mente? No tiene sentido para la santa, pues:

"Dios nos dio las potencias para que con ellas trabajemos (...), no hay por qué las encantar -inutilizarlas- sino dejarlas a hacer su oficio hasta que Dios las ponga en otro mejor" (Morada Cuarta, 3,6). 

Como señala el Padre Tomás "todo reniego de la labor de nuestras potencias es inadmisible: su cese sólo puede quedar justificado por infusión de una actividad superior que la suspenda. Nunca por iniciativa propia". Y sobre todo prima "la absoluta gratuidad de la oración mística y de toda experiencia de Dios. No son cosas que nosotros conseguimos, sino dones que recibimos con amor". "Nuestro ser es pura deuda: todo lo hemos recibido de Dios".

En definitiva, Santa Teresa, que siguió durante un tiempo el ortodoxo método cristiano de meditación propuesto por Francisco de Osuna, prescindió al cabo del mismo por intuir que pudiera "hacer más daño que provecho".

IV

Y, para finalizar, volviendo a nuestros días, y al hilo de las reflexiones teresianas diré unas palabras a propósito del Mindfulness, esa modalidad de meditación moderna que tantos cristianos ingenuamente practican en la actualidad. Mediante ella, vacían sus mentes, sin referencias cristológicas o teocéntricas alguna y obtienen cierta relajación. El éxito actual de este procedimiento se constata en el hecho de que incluso se enseña y practica en colegios católicos. Por ejemplo, el de mis hijos. 

A esos hermanos en la fe, que refieren maravillas acerca de esta novedad de origen oriental, les recomendaría, aparte de fiarse de lo que nos propone la santa, que leyeran un artículo clarificador del portal religioso "Infocatólica". Allí, la antigua feminista y seguidora de la New Age, y actual monja carmelita, Susan Brinkmann, advierte a aquellos que intentan "integrar prácticas de meditación de atención plena -una modalidad de mindfulness- en sus vidas individuales o de oración". Estos ignoran que velis nolis entran en el universo espiritual del budismo, un mundo de tinieblas tibetanas, absolutamente ajeno a la cosmovisión cristiana. Y en algunos casos los resultados han sido tan desastrosos que se han necesitado practicar exorcismos. Sí, no discuto que puede alcanzarse una relajación relativa, pero a coste de qué. Nunca olvidemos que el demonio es un experto en perder (poco) para ganar (mucho). Y somos nosotros los que, cuando rezamos, debemos humildemente asumir que no somos nada ante Dios, para que Él entonces derrame sobre nosotros su inmenso amor. 

Santa Teresa avant la lettre, desde sus sublimes escritos, ya avisa a los católicos actuales que practican esa técnica de meditación, que tengan siempre presente al Dios escondido para alcanzarlo y amarlo, y que nunca pretendan una autorrealización a través de las propias fuerzas interiores. Porque  la diferencia que existe entre el mindfulness que nos oferta el mundo y la oración cristiana que nos propone Santa Teresa, es la que va del feo cuerpo exhibido de ella (unos podridos restos humanos, en definitiva), al cuerpo glorioso que tendrá por Gracia de Dios el día en que todos resucitemos. Y que por misericordia del Altísimo nosotros contemplaremos en el Cielo algún día, orlado de una belleza sin igual, acorde con su intensísima santidad en la tierra. Pero sólo lograremos verla si seguimos sus serios consejos de oración, especialmente aquellos que nos advierten de los graves peligros de quitar a Cristo -y a Cristo crucificado- del principio y del horizonte de nuestra plegaria.




 


sábado, 24 de mayo de 2025

Rabí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que naciese ciego?


La disparatada polémica generada con las palabras de Monseñor Reig Pla por recordar la doctrina sobre el pecado original, merece una reflexión, porque aquí se entrecruzan cuestiones que conviene desligar, vinculadas al desconocimiento de los principios más elementales de la fe cristiana, que hoy percibimos no sólo entre los que nos odian (Lc. 1,71), sino también en los mismos cristianos.

En primer lugar, los enemigos de la fe, cuyo odium fidei es tan intenso como su ignorancia supina acerca de sus misterios, han aprovechado esta coyuntura para despotricar contra uno de los obispos más valientes -es decir, menos hipócrita- de nuestro país. Se anuncian incluso querellas, con lo que irónicamente, estos sujetos que no escatiman la ocasión de poner a parir a la Iglesia por la inquisición o las cruzadas, demuestran que son tan cruzados como inquisidores, denunciando y combatiendo al "hereje", que se ha atrevido a elevarse sobre la cansina comprensión horizontal -que tantos cristianos aceptan para nuestra vergüenza- del origen del drama de la enfermedad, del dolor y de la muerte. Y de paso, convirtiendo un tribunal penal moderno en una instancia para determinar la posible herejía contra una religión reconocida en el Registro de Entidades Religiosas. Su lema podría ser: "El celo por la casa ajena nos devora, que vuelva el Santo Oficio. Sólo les falta sustituir las togas por el hábito dominico...pero con una cruz invertida. 

En cualquier caso, aunque exista el riesgo del banquillo, este aspecto de la "conjura de los necios" contra un obispo por defender la fe es el más irrelevante. Eso viene de fábrica para todo aquel que siga a Nuestro Señor coherentemente y sin componendas con el mundo: los malos nos perseguirán siempre, y su vesania es un timbre de gloria para el cristiano. Y además como dice la sabiduría de Nicolás Gómez Dávila -cito de memoria-  "todo lo que se diga contra el cristianismo, si se dice desde fuera del cristianismo carece de interés".

Más preocupante, sin embargo, me parece la situación de aquellos bautizados (y no enemigos de la fe) que le compran ese discurso a estos patanes antirreligiosos. Hace unos días el padre de una niña con síndrome de Down elevó una carta pública al obispo emérito de Alcalá de Henares en la cual, amparándose en la "legitimidad de ser tan Iglesia como vd." escribió que "en el origen de la discapacidad no están ni el pecado original ni el desorden de la naturaleza", atribuyendo la discapacidad de su hija al "azar genético", y juzgando con bastante acidez a Monseñor. De hecho, este bautizado aconseja al obispo que repase nociones básicas de "primero de cristianismo" (sic), aunque reconoce que "no ha estudiado teología" por lo que imagino que no ha leído nunca algo serio sobre la complejidad del problema del Pecado Original o sobre la Providencia de Dios

Respecto a lo primero, y antes de pretender redefinir este dogma cristiano, yo le recomendaría a este laico echar un repaso a las Sagradas Escrituras, a los Concilios y a la doctrina del Catecismo. Por ejemplo Rm. 5,12-24; por ejemplo, los cánones del II Concilio de Orange (529), o el Decreto de la Sesión V del Concilio de Trento (1546) acerca del pecado original y sus efectos nocivos sobre la humanidad. O el más accesible Catecismo de la Iglesia Católica (numerales 381-421). Leyendo y meditando esos documentos, se dará cuenta de que la causa de cualquier privación de un bien debido se remonta en última instancia al pecado de nuestros primeros padres. Y aunque la verdad del pecado original sea clarísima en cuanto a sus efectos (basta abrir el periódico del día), es también muy oscura en relación con su origen y con el hecho de que afecte a los hombres independientemente de sus méritos o deméritos (lean el soberbio Libro de Job). Ante esa Verdad hay que humillar nuestra soberbia, nuestra "justa indignación", y debemos aceptarla humildemente por fe. O renegar de la fe. Lo que no se puede hacer es adaptarla, cambiarla u obligar a los cristianos fieles a alterarla porque resulta difícil de entender. Nuestra mirada de fe -como recuerda San Pablo- es confusa e imperfecta (1 Cor. 13,12), pero vivimos en la esperanza de que algún día veremos a Dios cara a cara. Y lo comprenderemos todo.   

En cuanto a la Providencia de Dios (que excluye cualquier azar, genético o no), el cristianismo ha afirmado desde el principio que todo, absolutamente todo -el bien y el mal-, está en última instancia regido por Dios conforme a sus designios de salvación,  e incluso el mal -del que Dios no es autor y que sólo lo permite- entra dentro de su providencia para dirigirnos al fin pretendido con la Creación del universo y del hombre. "YO SOY el que anuncio lo que ha de venir y mis planes se cumplirán" (Is. 46, 9). Ni siquiera las infidelidades humanas podrán impedir que se cumplan los planes de salvación de Dios. 

Desde luego que existe una causa natural en cualquier evento físico en el universo, pero sin olvidar una participación omnicreantem  et omnitenentem de Dios (San Agustín). Es decir, Dios no sólo crea el universo, sino que lo sostiene metafísicamente, de modo que podemos afirmar que todo es obra de Dios y todo es obra de la criatura; no hay concurrencia ni reparto; no son dos causas que concurren. La acción y su resultado son íntegramente del creador y de la criatura, causa trascendente la primera; causa finita la segunda. Y dirigido hacia el bien último que es el mismo Dios, pues "todo lo hizo para Él y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en el Señor" como exclamó San Agustín

De hecho, este padre -no sé si sin quererlo- confirma todo lo que expuesto anteriormente cuando en esa misma carta crítica, escribe cosas preciosas sobre el bien que ha supuesto para su vida la llegada de esa niña, y cómo ha visto reflejada en ella las dulces palabras de San Pablo en el himno a la caridad de 1 Cor. 13. Aquí, este buen padre (aunque necesitado de alguna catequesis para aclararle conceptos) ratifica una vez más la revolución del amor que Cristo ha traído al mundo, al convertir una discapacidad en una fuente de Gracia: "Mi hija es justo así, justo como dice San Pablo que es el Amor. Es comprensiva, servicial, no tiene envidia; no presume, ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuestas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Mi hija disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin limites".  Y añadirá: "Le aseguro, Señor Obispo, que ese gen, el de amar siempre primero, también lo lleva mi hija, además de la trisomía del 21".  Aquí refleja este padre maravillosamente -quizás sin ser consciente de ello- esa "doble causa única", sobrenatural y natural, y cómo esa causa sobrenatural es inmensamente la más decisiva porque ha cambiado su vida a mejor y le ha permitido ver a Cristo en el rostro de su hija. 

Por todo ello, con el máximo respeto, le sugeriría que de esa carta borre los injustos desatinos del principio (y al destinatario de los mismos) y deje únicamente la entrañable segunda parte, y que sea dirigida exclusivamente a las miles de madres que han descubierto que están embarazadas de un niño con síndrome de Down y tienen intención de asesinarlo en su vientre (lo que actualmente hacen en la católica España el 90% de las embarazadas de un hijo con trisomía). Porque si Cristo estuviese en el corazón y la mente de esas madres como lo está en el de ese padre, no cometerían esa barbarie, propia de paganos.  

No nos confundamos. El drama aquí no es que un obispo recuerde la doctrina (verdadera aunque oscura) del pecado original; el drama es que ese padre se centre en hablar de lo que no sabe, y de lo que sabe -su amor incondicional a un hijo con discapacidad y el bien que le ha supuesto para su relación con Dios- lo deje en segundo plano, pudiendo con su testimonio salvar bastantes vidas inocentes. Ignoro lo que piensa este padre sobre el aborto (si es cristiano como dice, debería abominarlo), pero sus palabras sobre su hija son luminosas y pueden hacer mucho bien si se dirigen a quien deben dirigirse. 

Finalmente, y para concluir, es muy esclarecedora la lectura del pasaje de Juan, en el que el Señor cura a un ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (Jn. 9,1-41). Los discípulos, tan ignorantes como los anteriores que he citado, le preguntan al Señor si la culpa de la ceguera de ese pobre hombre la tiene el mismo ciego (¡¡) o sus padres. La respuesta de Jesús no deja lugar a la duda: "Ni pecó él ni sus padres, es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (...) "Mientras estoy en el mundo, YO SOY la luz del mundo".

Cristo rechaza tajantemente la fácil tentación de atribuir tales o cuales males a pecados de ascendientes inmediatos; sigue existiendo el mal (cuyo origen está en una permanente penumbra) pero a partir de Él, que es la luz que brilla en la tiniebla, podemos integrarlo en un orden novedoso del que siempre va a triunfar el bien, porque Él hace nuevas todas las cosas. Cristo sigue con nosotros y el cristiano sabe perfectamente que, desde que Cristo ha venido al mundo y ha transformado nuestra vida por su Gracia, de todos los males posibles con los que se enfrente "salimos más que vencedores gracias aquél que nos amó" (...), "nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Señor Nuestro" (Rm. 8,37-39), porque "en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm. 8,28). Por eso, si nuestra mirada es la de Cristo, si "es Cristo el que vive en nosotros" (Gal. 2,20) es imposible no ver a esa niña como lo hace su padre. Lo que el mundo juzga como un problema (del que se puede prescindir y de hecho lo ejecuta con inmensa crueldad en un quirófano), ahora es un don celestial que nos hace no mejores sino nuevas personas. Y es Cristo el que lo ha hecho: donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia. 





martes, 1 de abril de 2025

Las Epístolas paulinas después de San Pablo


CARTAS a COLOSENSES y EFESIOS.-

Las Cartas a los Colosenses (Col) y a los Efesios (Ef) forman parte, junto con Filipenses y Filemón, de las llamadas Cartas de la Cautividad, aunque es problemático determinar el momento y lugar de su confección. Lo cierto es que en ambas cartas –bastante parecidas en forma y fondo- presentan una teología más avanzada que la que desarrollan las Cartas auténticamente paulinas según la crítica (Romanos, 1 y 2 Corintios, Filipenses, Gálatas, 1 Tesalonicenses y Filemón). Aun así muchos comentaristas, católicos y protestantes, afirman la autoría paulina basándose en vocabulario, estilo o teología de la carta. Lo que parece cierto (y lo digo sólo por intuición personal, como constante lector del corpus paulino), es que el alma de San Pablo, que fácilmente se trasluce de las llamadas Epístolas Auténticas -la fuerza y emotividad de su verbo apasionado-, a mi juicio está ausente de estas dos cartas, que presentan un tono más solemne e impersonal, amén de un importante avance doctrinal. Ese desarrollo doctrinal puede percibiese en  tres aspectos, el cristológico, el eclesial y el soteriológico.

En primer término, la cristología de (Col) y (Ef) está más evolucionada que la de las cartas a los Romanos y a los Corintios. Presenta a Cristo sentado a la diestra de Dios Padre, con un poder que abraza todo principado y potestad. Cristo alcanza dimensiones cósmicas y lo abarca todo (Ef. 4,10), y en Él todo se recapitula (Ef. 1,9-1,22). En el precioso himno con el que se abre la Carta a los Efesios nos enseña que en Cristo han quedado reconciliados dos pueblos que vivían separados, judíos y gentiles, unidos ahora en una única Iglesia de la que Cristo es piedra angular (Ef. 2,20). Esa “salvación de toda la creación” por obra de Cristo, que en Rom. 8 aparece como in fieri, en nuestras cartas parece presentarse como ya realizada (Col. 1, 20-22).  

También Cristo es la “imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación (…) todo fue creado por Él y para Él, y Él existe antes de todas las cosas y todas en Él subsisten (Col. 1, 15-17)”, de tal modo que “en Él habita la plenitud (de la divinidad)” (Col. 1,19). Y en un texto que nos evoca el inicio de 1 Cor., San Pablo afirmará que en Cristo, en definitiva, “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia” (Col. 2,3). La imagen de la redención operada por Cristo alcanza en Col. una belleza estremecedora: “canceló el acta de acusación por nuestros pecados, lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz” (Col. 2,14).

En segundo lugar, hay un importante avance de la eclesiología en estas cartas paulinas, en relación a su luminosa visión de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo” (1 Cor. 12, 12 y ss.). Nos presentan a Cristo como “cabeza de la Iglesia” (Ef. 1,23), cuyos miembros somos los cristianos “del cual todo el cuerpo (coordinado y unido por todos los ligamentos en virtud del apoyo –proveniente de la cabeza- según la actividad propia de cada miembro) obra el crecimiento del cuerpo en orden a su edificación (plena formación) en el amor” (Ef. 4,1o5-16). En Col. nos dirá que en virtud de la cabeza “todo el cuerpo, alimentado y ajustado gracias a los ligamentos y las articulaciones, crece con el crecimiento que da Dios” (Col. 2,19). Los cristianos, miembros de la Iglesia (no de una iglesia particular), “estamos edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en el cual el edificio entero, bien trabado, se alza para formar un templo santo al Señor, en el cual también vosotros sois coedificados mediante el Espíritu Santo para ser habitación de Dios” (Ef. 2,20-21). Como bien dirá San Pedro en su Primera Carta, los cristianos somos “piedras vivas” (1 Ped. 2,5) del Cuerpo de Cristo.   

La Iglesia, por tanto, es una, santa, gloriosa y de trascendencia cósmica. Las exhortaciones a la unidad que el Apóstol hace en 1 Cor., mostrándonos críticamente las divisiones de esa  iglesia particular, aquí se muestra de una manera más general y abstracta (Ef. 4,1-5). Ello refuerza la idea de que no fueron escritas por el Apóstol, aunque algunos salvan esa dificultad señalando que se trataría de modalidades de cartas circulares a las comunidades cristianas de Asía, y que luego se intitularían por una generación cristiana posterior, la cual además incluiría en dichas cartas verdaderos billetes pastorales del Apóstol, que la comunidad cristiana conservaba como oro en paño (Ef. 6, 21-22) (Col. 4, 19-22).  

Finalmente, en virtud de la obra redentora de Cristo, de su creencia en Él y del bautismo cristiano, el hombre viejo –el hombre carnal- queda sepultado (Col. 2,12) pero a continuación resucita, hecho hombre nuevo. Así, “despojado del hombre viejo con sus obras, y (…) revestido del nuevo, que se va renovando a imagen del que lo creó hasta llegar al perfecto conocimiento” (Col. 3,9-10), de modo que será “varón perfecto, a la medida de la estatura propia de la plena madurez de Cristo” (Ef. 4,13). Ya no estará dividido como lo estaba antes de la venida de Cristo, pues Él “de los dos hizo un solo pueblo (…) y creó en sí mismo “de los dos, un hombre nuevo, haciendo la paz” y reconcilió “a ambos con Dios en un (solo) cuerpo por medio de la cruz, matando en sí mismo la enemistad” (Ef. 2, 13-16). “Y a cada uno de nosotros se le dio la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Ef. 4,7).

El hombre nuevo significa una nueva creación; por tanto hablamos de una verdadera novedad ontológica. Las consecuencias éticas y morales de tal mutación crucial –del paso del hombre viejo al hombre nuevo- son muy claras, una radical metanoia: despojaros del hombre viejo, de vuestra conducta anterior, que se corrompe siguiendo los deseos engañosos, renovaros en el espíritu de vuestra mente, y vestiros del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y santidad verdaderas” (Col. 4, 22-24). Aunque en Ef. 2,6 parece aludirse a una escatología realizada –“Dios (…) nos resucitó con Él y nos sentó con Él en los Cielos “, todavía no ha llegado el tiempo de la plenitud para cada uno, pues  “cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis vestidos de esplendor” (Col. 3,4). En ese sentido 2 Tim. 2,18 alude a algunos hombres (Himeneo y Fileto) que malinterpretaban este aspecto, probablemente debido a las dificultades del mundo helenístico cristiano de admitir la resurrección corporal del mundo judío.

En Efesios 5 nos mostrará casos concretos donde se expresará esa novedad: ausencia de fornicación, impureza, avaricia o embriaguez; vida santa, de permanente oración y acción de gracias; amor, respeto y sumisión mutua de los esposos en Cristo; obediencia de los hijos, paciencia de los padres, respeto entre amos y esclavos, pues el amo de ambos “está en los cielos y en Él no hay favoritismos”. Y muy necesario: fortalecerse en el Señor con una vida ascética y las armas de la Verdad, la justicia, la paz y la fe, donde seamos conscientes de que “no entablamos combate contra criatura humana, sino contra principados, potestades, dominadores de este mundo tenebroso, contra las fuerzas espirituales del mal (que están) en las regiones del aire”  (Ef. 5, 10-17).

En el mismo sentido, Colosenses nos recordará con gran belleza que la misericordia de Dios con nosotros exige potenciar la nuestra con el prójimo: “revestíos de sentimientos de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos cuando alguno tenga queja contra otro. El Señor os ha perdonado, así también vosotros. Y por encima de todo eso, la caridad, es decir, el vínculo de la perfecta unidad” (Col. 3,12-14).

II  

CARTAS PASTORALES.-

Las dos Cartas a Timoteo y la Carta a Tito forman un grupo especial dentro del Corpus Paulino, pero también de la literatura bíblica (preocupaciones pastorales y organizativas, culto, liturgia, jerarquía…), y es por ello por los que en el siglo XVII se las llamó Cartas Pontificales, y a mediados del siglo XVIII, el título actualmente empleado de Cartas Pastorales.

No son cartas destinadas a comunidades, sino a personas muy concretas –Timoteo y Tito-; San Pablo se las remite a ambos personajes, que estaban respectivamente de obispos en Éfeso y en Creta. Son pastores de esas iglesias particulares, y de ahí el nombre con el que se las designa.   

De la lectura atenta de estas cartas, observamos algunos aspectos comunes a destacar, que pueden orientarnos asimismo acerca de la ubicación temporal de las mismas, bien en tiempos de San Pablo o de generaciones cristianas posteriores.

En primer lugar, es evidente que nos encontramos ante comunidades cristianas que han ido abandonando la tensión escatológica que nos encontrábamos en los primeros textos paulinos (1 y 2 Tes.); comunidades, en donde aquella Iglesia carismática con una vida tan rica que encontramos en otros escritos (1 Cor. 12), va dejando paso a una organización más sólida y jerarquizada. Así, 1 Tim. 3 nos hablará de la condición moral que deben tener los aspirantes al episcopado, al diaconado o al presbiteriado (Tit. 1, 5-10), así como las ancianas, mujeres consagradas al servicio de la comunidad (Tit. 2, 3-5). Desde el punto de vista organizativo, dentro de la comunidad encontramos ministros merced a la imposición de las manos (2 Tim. 1,6), que dirigen la comunidad, presiden las reuniones litúrgicas, predican, enseñan… como verdaderos administradores de Dios (1 Tim. 3,4 y ss; Tit. 1,6).  En cualquier caso, el desarrollo de la jerarquía eclesiástica, tal y como se desarrolló a lo largo del tiempo, no fue uniforme en las diversas iglesias particulares (de hecho, el Episcopado parecía incluir al Presbiteriado –Fil. 1,1-), y en las Cartas Pastorales no encontramos la clara diferencia de los tres tipos de ministerios actuales: obispo, presbítero y diácono, aunque sí se citan indistintamente. 

En la organización eclesiástica de las Pastorales "sólo se presiente la evolución posterior" (Feuillet). Aunque esa circunstancia llevaría a postular la antigüedad de las mismas y su posible origen paulino, todo lleva a pensar en que hay indicios claros de la composición más bien tardía de estas cartas, que probablemente procedan de una generación posterior a la del Apóstol. La exhortación que se hace a Timoteo de “guardar el Depósito” (2 Tim. 6,20), demuestra que ya existía un corpus doctrinal sólido, que era atacado por los diversos herejes que iban surgiendo, los cuales proponían una falsa gnosis, como luego veremos. Frente a éstos, en las cartas se observa una especial preocupación por la transmisión de la sana doctrina,  lo que denota una convicción de continuidad en el tiempo de la Iglesia, lejos ya de entusiasmos parusíacos (1 Tes.). “Lo que me oíste ante muchos testigos, confíalo a hombres fieles tales que sepan enseñar también a otros” (2 Tim. 2,2). Pero al igual que dijimos en relación a las Cartas a Efesios y Colosenses, es muy probable la inclusión en estos textos más tardíos de verdaderas piezas maestras de la pluma del Apóstol, como observamos en la conclusión de 2 Timoteo o de Tito. 

En segundo lugar, en estas tres cartas encontramos importantes elementos doctrinales que no deben olvidarse: el plan de Dios de que todos los hombres se salven (1 Tim. 2, 4), pues Cristo vino al mundo precisamente para salvar a los pecadores (1 Tim. 1,5), el cual se entregó por todos (1 Tim. 2,6), a fin de que todos los hombres lleguen al conocimiento de la Verdad y se salven. El pueblo, rescatado por el sacrificio de Cristo, queda regenerado por el bautismo (Tit. 3,5). La guardiana de esa Verdad es la Iglesia “comunidad de los elegidos” (2 Tim. 2,10) y columna y fundamento de la Verdad(1 Tim. 3,15). En definitiva, “Cristo hombre es el único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim. 2,5). Importante también es la referencia a la autoridad de las Escrituras inspiradas: “Todo Escrito inspirado por Dios es útil para enseñar, corregir, enderezar y educar en la justicia” (2 Tim. 3,16), fundamento escriturístico de la inspiración de las Sagradas Escrituras.   

Y desde este punto de vista doctrinal, es importante destacar el pasaje cristológico de Tit. 2, 11-14, donde se expresa de manera compendiada los hitos de toda cristología: la encarnación de Cristo (“apareció la gracia de Dios…), su divinidad (“el gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo”), su redención (“se dio a sí mismo por nosotros”), su segunda venida (“aguardando la esperanza feliz y la manifestación gloriosa…). Y de todo ello se deriva una clara consecuencia moral para quienes le seguimos: “educándonos para vivir en este mundo de ahora mesurada, justa y religiosamente…).

En tercer lugar, se observa la preocupación del Apóstol por los que propagan falsas doctrinas. No se precisa a qué errores se refiere, pero parecen incluir elementos judaizantes y gnósticos. La descalificación radical que hacen las cartas (“espíritus de embusteros y enseñanzas del demonio” (1 Tim. 4,1), amigos del dinero (Tit. 1,11), denota la peligrosidad de tales personajes, que parecen jactarse de poseer una gnosis (1 Tim. 6,20), o de ser maestros de la ley mosaica (1 Tim. 1,7).  Frente a ellos, San Pablo propondrá rechazar “las polémicas tontas y de analfabetos, sabiendo que engendran luchas”, en definitiva,  “educar con mansedumbre a los adversarios, a ver si Dios les concede el arrepentimiento para llegar al conocimiento de la verdad, y entran nuevamente en razón, escapando de la trampa del diablo donde están atrapados para que hagan su voluntad” (2 Tim. 2, 23-26).

Las cartas, por último,  denotan una visión pesimista de “los últimos tiempos” (1 Tim. 4,1 y ss.) (2 Tim. 3 y ss.), pues “vendrá un momento en el que no soportarán la sana doctrina, al contrario (…) se agenciarán a maestros a la medida de sus propios deseos, cerrarán los oídos a la verdad y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4,3-4). Un pasaje que recuerda poderosamente al tono dramático que usó cuando se despidió entre lágrimas de los presbíteros de Éfeso (Hch. 20,26-30). Y advertirá que “todos los que pretendan vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución” (2 Tim. 3,12). Gran verdad, con la peculiaridad de que a lo largo de la historia, muchas de las víctimas que más han sufrido han sido los propios santos...pero no fuera sino dentro de la Iglesia. 

No obstante esa percepción, San Pablo -a punto de ser entregado por Cristo-, nos regalará algunas de las líneas más emotivas y hermosas de todo el Nuevo Testamento:

"Estoy ya vertiéndome como libación, y me ha llegado el momento de emprender la marcha. He luchado la noble lucha, he llegado al fin de la carrera, he guardado la fe. Para adelante me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, el juez justo, me dará en pago aquel día, y no sólo a mí sino también a todos los que hayan deseado su manifestación(2 Tim. 4, 6-8).

Porque, en definitiva, “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo” (1 Tim. 1,15). 

 

 

 

 

 

domingo, 16 de marzo de 2025

"Mis confesiones" en "Las confesiones": dos fechas manuscritas en el Libro VIII


(Foto de 2012, generación marista 1974-1987 en las escaleras de la Iglesia del Colegio San Fernando. El primero de la última fila por la izquierda es menda. Parque jurásico en vivo).

"¿No es un servicio militar el destino del hombre sobre la tierra?
(Job. 7,1).

"Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre"
(Baltasar Gracián. Oráculo manual).

"Extenso y escabroso es el camino que lleva del infierno hacia la luz"
(John Milton. El paraíso perdido. Libro II).

I

Corría el año 1985 y cursaba por entonces el tercer y último curso del llamado BUP (Bachillerato  Unificado y Polivalente, ahí es nada) en el Colegio San Fernando de Sevilla, de los Hermanos Maristas. Tenía por entonces dieciséis años recién cumplidos y había una asignatura nueva que lograba el milagro de gustarme más incluso que la literatura, la filosofía. ¿Cómo es posible que no fuera hasta el ultimo año de nuestro colegio cuando literalmente nos enseñaron una disciplina para aprender a pensar? Y más que pensar sobre la Verdad -estaba en un colegio de curas-, a pensar de verdad.  

Nuestro profesor, además, era un dominico de excelente inteligencia y humor, el Padre Otero, y a él le debo mi primer acceso a un libro que ha marcado bastante mi vida, y que leí por vez primera en ese curso 1985-1986 (aunque omití los capítulos finales, excesivamente teológicos y densos para mi edad. Hoy, desde la distancia temporal, le daría un coscorrón a esa cabeza juvenil con algún que otro acné y bastante más pelo que ahora). Pero, en fin, recuerdo que el Padre Otero nos recomendó con gran insistencia que leyéramos Las confesiones mientras nos explicaba la llamada iluminación de la filosofía de San Agustín (Libro X, Cap. 10), la peculiar y cristianizada visión del santo del concepto de la reminiscencia platónica. 

No creo que mis compañeros le hicieran mucho caso, pero yo sí y aprovechando mi cumpleaños pedí a mi madre el libro, que adquirió en la Librería San Pablo de la calle Sierpes. Una coqueta edición en octavo de Ediciones Paulinas, con traducción de Antonio Brambila, que conservo todavía como oro en paño. En ella, el traductor nos avisa de que su versión es la primera en castellano que sustituye el reverente Vos (que los traductores daban a Dios), por el más entrañable pronombre Tú. Ciertamente el cambio es relevante y mucho.   

Volví hace unos meses, como dije, a adentrarme -ya por cuarta vez- en el ardiente corazón y portentosa mente de este santo africano, y mientras acariciaba el libro me di cuenta de ciertas fechas y notas que yo había manuscrito con lápiz, al final del Libro VIII, Cap. 12, durante otras dos anteriores ocasiones en las que había releído Las confesiones. Las fechas eran el 05 de julio de 2008 y el 11 de enero de 2010, (luego contaré por qué hice anotaciones bajo esas fechas). En ese capítulo situado en el centro del libro -y cenital por su importancia-, el santo describe, no su conversión (que fue un proceso largo iniciado pocos años antes en Milán por el contacto con San Ambrosio), sino su definitividad, su llegada a la meta. Es el conocidísimo episodio en el que estando en el jardín de su casa en Milán oyó extramuros una voz de niño que le decía en latín: "Toma y lee". Abrió el libro que tenía a su lado, las Epístolas paulinas, y al azar leyó el pasaje de Rm. 13,13-14 donde el Apóstol exhortaba a  dejar comilonas, embriagueces, fornicación, impudicia, contiendas y envidias; en definitiva, revestirse de Nuestro Señor Jesucristo y no dejarse llevar por las concupiscencias de la carne.  La rotundidad de su transformación la explica el santo con dos inolvidables frases:

"No quise leer más ni era menester. Porque al terminar de leer la última sentencia  una luz segurísima penetró en mi corazón, disipando las tinieblas de mi dubitación". 

II 

Como dije antes, tras haber llegado en las dos renovadas lecturas de la obra a ese capítulo que narra la conversión de San Agustín, yo, apunté dos fechas de manera consecutiva, una del año 2008 y otra del año 2010. Y escribí a continuación las siguientes frases: bajo el primer año, "Definitivo con todas las consecuencias"; bajo el segundo: "Ahora sí".  

Patético e imprudente, ya lo sé.  Esas vanas palabras que escribí, no eran sino una falsa certeza. En el fondo escondía aquel cínico deseo de San Agustín adolescente: "Dame castidad y continencia, pero todavía no. Temía que me escucharas demasiado pronto" (Libro VIII, Cap. 7).  

Cuando hace unos meses, concluí mi cuarta lectura de la obra, tuve la pudicia de no señalar a lápiz ni fecha ni certeza alguna en ese capítulo. Es verdad que lo volví a leer con juvenil emoción, y con la convicción de que mi fe católica seguía sólida como un diamante (porque ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? (Rm. 8,25). ¡Nada, ni nadie!) y, además, asumía más y mejor que antaño que, verdaderamente, todo es Gracia. Como dice San Pablo: "Aunque el hombre exterior se desmorone; sin embargo, nuestro (hombre) interior se renueva día tras día" (2 Cor. 4,16). Pero las fechas y notas del texto atestiguaban un soberano fracaso en mis altas expectativas morales de antaño como aspirante a santo. Las debilidades recurrentes de la carne se ataban y desataban por tiempos; caía y me levantaba, me levantaba y caía. Y aunque a veces dejaba constancia de altísimos propósitos en los venerables libros de santos que leía (como el San Agustín), la vida, tras años pesando sobre el suelo, volvía a mostrarme el demacrado rostro de mi debilidad humana. Sólo me sacó de tales desvelos el correcto entendimiento de aquello que el Señor advierte a San Pablo al final de Segunda Corintios: ¿Dices que tu fe es grande?¿Dices que tanto has recibido de Mí?  Pues te voy a dar una espina, emisaria de Satanás, para que no te engríes. Dicho y hecho, bendito sea su Nombre. 

Las Confesiones indagan sobre ese problema humano que traemos de fábrica -la concupiscencia-, dedicando el santo nada más y nada menos que seis capítulos (4 a 9) del Libro IV a describirnos con parsimonia los devastadores efectos psicológicos de una niñería fútil, el pecadillo que de niño todos hemos hecho alguna vez como sisar alguna fruta de un árbol ajeno. Es conmovedor cómo San Agustín narra que aquellas peras "ni siquiera eran apetecibles en forma y olor", perfecta metáfora de la falsa capa de bondad con la que nos engaña el pecado. Agustín no hurta las peras porque tuviera hambre sino que las cortó "sólo para robarlas, y prueba de ello es que apenas cortadas las arrojé", "lo importante era hacer lo que estaba prohibido". Lo hizo, en fin, "por fastidio de la justicia y sobra de iniquidad" . En definitiva, un magistral escrutinio espiritual sobre los devastadores efectos que la concupiscencia deja en el alma de los mortales. 

En suma, al leer por primera vez, con dieciséis años, esos pasajes culminados con la conversión de San Agustín, estaba seguro de que echándole voluntad se corregirían mis defectos, pero la realidad fue otra. De hecho, mi fe fue debilitándose progresivamente hasta caer en cierto sincretismo poco comprometido, aunque debo reconocer que jamás dejé de creer en Dios, pues el ateísmo siempre me ha parecido disparatado e irracional, una triste derrota del pensamiento, con sólo reflexionar un poco. Pero cierto día de octubre de 2003 la misericordia del Señor me volvió a llamar de la manera que suele hacerlo: cuando quiere y como quiere; sin que uno pueda esperarlo. El año siguiente -2004- leí por primera vez la Biblia entera, con treinta y cuatro años, tarde te conocí. Y poco tiempo después releí Las confesiones. Mi fe desde entonces no ha dejado de fortalecerse porque ambos libros son para mí verdaderos canales de la Gracia. 

Pero mis pasiones, aunque más controladas, seguían y siguen recordándome la milicia que es nuestra vida. La prueba de ello -prueba caligráfica- está manuscrita en los márgenes del final del capítulo 12, Libro VIII y fechadas en los años 2008 y 2010. Pero nunca llegó para mí el gran momento, el "definitivo con todas las consecuencias", el "ahora sí" que dejé marcado entoncesHoy, más modesto e prudente, sé reírme de mí mismo y serenamente desengañado (y a la vez con una bastante más depurada fe) me doy cuenta de que no comprendía de la misa a la media la grandeza del Señor y la insignificancia de mi yo. "Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mi el poder de Cristo" (2 Cor. 12,9).


domingo, 9 de marzo de 2025

La Biblia en "Las Confesiones" de San Agustín y en mi vida.

I

San Agustín, en un famoso pasaje de Las Confesiones (Libro III, Cap. 4) nos explica que fue la lectura de una obra (hoy perdida) de Cicerón, el Hortensio, la razón por la que se activó su inmenso amor a la sabiduría. De hecho gracias a ese libro enderezó a Tí (a Dios) sus pensamientos, asociando correctamente los conceptos de Dios y Sabiduría. Muy bonito, pero con un terrible error de base: "Esta sabiduría tenía yo que amar, buscar y conseguir y el libro me exhortaba a abrazarme a ella con todas mis fuerzas. Yo estaba encandecido. Lo único que me faltaba en medio de toda fragancia era el nombre de Cristo".   

Le faltaba, en definitiva, el conocimiento del Señor sin el cual "una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí" (Lib. III, Cap. 4). Significativamente, San Agustín pudo haberlo encontrado durante su adolescencia, culminando esa Sabiduría a la que exhortaba el Hortensio porque tuvo un primer encuentro con las Sagradas Escrituras. Sin embargo, fracasó porque su sensualidad se imponía en todos los ámbitos, y en los libros buscaba ante todo la delectación estilística y sensual más que un contenido tan duro como verdadero a la vez, como era el de la Biblia. Daba igual que Homero fuera vano, porque era dulce (Libro I, Cap. 14) y eso lo compensaba todo. 

"Tarde te conocí", comenzó diciendo San Agustín al inicio de Las confesiones, y es probable que tuviese en su mente ese primer acercamiento fallido a la Biblia. De la Sagrada Escritura, dice el santo, "era inevitable que me pareciera indigna en su lenguaje comparada con la dignidad de Marco Tulio (Cicerón). Mi vanidosa suficiencia no aceptaba aquella simplicidad en la expresión con el resultado de que mi agudeza no podía penetrar en sus interioridades". En definitiva, la soberbia del Agustín adolescente, aunque la leyó por curiosidad, sacó la conclusión de que era "humilde en el estilo, sublime en la doctrina pero cubierta por lo común y llena de misterios", y en definitiva  se negaba "a doblar la cerviz para ajustarme a sus pasos" (Libro III, Cap. 5). 

En realidad, estas palabras son muy actuales porque hay dos maneras en nuestro tiempo de no ajustarse a sus pasos; dos extremos que se tocan. La primera es la de aquellos que se acercan frívolamente al Libro y lo leen prescindiendo de las más elementales reglas de interpretación de un texto de tal naturaleza y cayendo en burdos anacronismos. Gentes obsesionadas con la búsqueda de contradicciones, pasajes escabrosos o comportamientos violentos e inmorales para desacreditar la revelación; es decir, hacen una lectura aviesa, sin la mínima benevolencia que se le exige a todo lector de buena fe sobre cualquier obra. No desean entender, su dictamen está confeccionado a priori desde la descalificación. 

Con los segundos aludimos a algunos modernos exégetas, aparentemente creyentes, pero que con excusas científicas, olvidan que es el mismo Dios el que ha querido entregarnos a través de sus providenciales caminos ese mismo libro que desmenuzan y criban con tanta desenvoltura. El joven San Agustín, al igual esos ateos  y exégetas, "hinchado de vanidad, se sentía muy grande" . Y sin embargo, como dice él mismo en ese capítulo, "la Sagrada Escritura es tal que se deja ver sublime y elevada a los ojos de los que son humildes y pequeños, y yo me desdeñaba de ser pequeño". 

II

También como San Agustín, podría decir yo "Tarde te conocí". Mi historia de amor con la Biblia fue parecida a la suya. De adolescente la hojeaba con curiosidad pero siempre me atascaba, aunque recuerdo que leí completo el Apocalipsis; a saco, por puro morbo (y sin entender una palabra). A los treinta años "nel mezzo del camin de nostra vita", ya había devorado algunas de las más importantes obras de la literatura universal, pero nunca me había atrevido a entrar a corazón abierto en la Biblia, a pesar de ser uno de los pilares culturales y espirituales de la civilización occidental. Sinceramente, me echaba para atrás. La Biblia -no podemos negarlo- es un libro antiguo, complicado, de pasajes ásperos (redaccional y moralmente), muy extenso y variado, y asusta (y hasta repele) a los lectores por avezados que sean. Me conformaba por entonces con detenerme en pasajes del Nuevo testamento o con escuchar otras lecturas en las Misas que asistía. Y pare de contar. Pero al cumplir los treinta y cuatro años -y coincidiendo con una fuerte experiencia de conversión, un evento radical como el de aquel huerto de Milán donde se encontraba San Agustín (Libro VIII, Cap. 12)- me zambullí en serio en ese inmenso océano, cuya orilla es un paraíso en la tierra (Gen. 2,8) y cuyo horizonte final la eterna y felicísima fiesta de las bodas de Dios con su pueblo (Ap. 21). Si mi conversión cambió espiritualmente mi vida, comenzar a comprender las Sagradas Escrituras purificó mi mente de muchos cantos de sirena.   

Desde entonces ha sido la lectura central de mi vida. Desde mi experiencia como apasionado lector del Libro, aconsejo que para una correcta lectura del texto, esto es, para que ese libro en su conjunto vivifique el alma del creyente, hay que poner a su servicio toda la inteligencia de un hombre, pero también todo el corazón de un niño que se fía de su Padre y se deja llevar de la mano por el Espíritu (Libro III, Cap. 5). Pero ser un niño que también vive, se nutre y se desarrolla en el seno de una amplia familia que le cuida, le protege y le muestra el bien y el mal, la verdad y el error (la Iglesia). Es último aspecto es decisivo, no sólo para evitar desviarse, sino porque sólo la Iglesia Católica -la fundada por Cristo sobre Pedro y su confesión de fe (Mt. 16,18)-, nos permite asegurar la divinidad de estos libros. El mismo San Agustín, en un texto contra Mani, lo explica sin complejos: "Por mi parte, no creeré en las Escrituras a menos que la autoridad de la Iglesia Católica me mueva a ello". Yo tampoco. Sinceramente no comprendo de dónde derivan los protestantes la autoridad que dan a los textos sagrados. Sin la Madre Iglesia, acabaría como tantos necios que entran en la Biblia como un elefante en una cacharrería. 

Con los criterios señalados (y con el esencial apoyo de tantos teólogos y exégetas píos y sabios del pasado), lectura tras lectura, vamos profundizando en la historia de la salvación, comprendiendo la progresividad de la revelación y enlazando, cada vez con mayor coherencia, la antigua y rígida ley y la novedad que nos trae Cristo, la libertad del cristiano (Gal. 5,1). Si lo hacemos con paciencia, sin agobios, año tras año, llegará un momento en que en el que nos sucederá como aquel hombre torpe, incapaz de admirar un cuadro maravilloso porque tenía sus narices pegadas al lienzo, pero que se apartó poco a poco y lo pudo mirar desde una distancia perfecta para apreciar sus inmensas bellezas. Bellezas que se resumen en una única Verdad: Cristo camino, verdad y vida; el único Nombre dado bajo el cielo para salvarnos. Porque como expresó el santo africano en otra de sus obras: "Abierta o secretamente, Cristo me sale al encuentro y me conforta cuanto recorro anhelante las páginas de aquellos Libros y Escrituras". Por eso, para entender plenamente a Cristo, no basta espigar en los Cuatro Evangelios. Como expresó San Jerónimo en el prólogo su Comentario al Libro de Isaías: "Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría; de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". 

III

Y por supuesto, es muy necesario especialmente hoy, recordar que San Agustín ya en el siglo IV y V se opone a lecturas anacrónicas o integristas de la Biblia (las primeras, propias de los ateos; las segundas, de algunos creyentes).  Critica el anacronismo de quienes por el hecho de leer cosas que les chocan de los patriarcas, los jueces o los reyes de Israel, "no los tienen por justos estos imperitos que con cerrado criterio juzgan de las costumbres del género humano con la medida de sus propias costumbres" (Lib. III, Cap. 7). Pero también rechaza el integrismo de quienes suponen que Dios reveló el libro letra por letra. Y anticipándose varios siglos a los sólidos criterios hermenéuticos de la Constitución sobre la Sagrada Escrituras, Dei Verbum, Concilio Vaticano II (1965), señalará una doble autoría, el "autor Divino y autor humano". Recordemos que esta Constitución Dogmática  afirma que "Dios habló a los hombres y a la manera humana", por lo que el estudioso de la Biblia "debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos" (D.V.12)Y algo muy importante: la Dei Verbum ponderará la "admirable condescendencia de Dios" (D.V. 13)su bondad y paciencia para abajarse hasta las torpes meninges de un pueblo de dura cerviz, permitiendo incluso que su revelación contenga, en el Antiguo Testamento, "algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos" (D.V.15)

De similar manera, el Libro XII, Cap. 18 de Las confesiones distingue audazmente entre el mensaje revelado y la recepción del escritor sagrado, admitiendo la posibilidad de que el mismo Dios revelase algo, que podía ser interpretado correctamente de dos maneras ¡incluso sin saberlo el hagiógrafo!: "Así pues, mientras cada uno intenta percibir en las Sagradas Escrituras aquello percibió en ellas quien las escribió, ¿qué hay de malo en que perciba lo que Tú, luz de todas las mentes veraces, muestras que es verdad, aunque el autor a quien lee no pensase eso, porque también el percibió algo verdadero, aunque no lo mismo".  Eso es perfectamente lícito -siempre salvando el principio de no contradicción y la recta fides-, pues la D.V.12, no establece como único criterio hermenéutico el "Espíritu con la que la escribió el hagiógrafo", sino que exige una lectura e interpretación más amplia en la que se tenga en cuenta "el contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe". De hecho sólo así la profecía del Antiguo Testamento alcanza definitividad en el Nuevo. 

Por tanto, San Agustín propondrá claramente un sano pluralismo a la hora de interpretar pasajes difíciles o abiertos, siguiendo la estela de grandes Padres eclesiásticos como Orígenes, que defendió dos siglos antes de San Agustín una triple lectura bíblica: literal, alegórica y espiritual. En el citado Libro XII, Cap. 18, dejará claro que si son dos los más importantes mandamientos de Dios -el amor a Dios y al prójimo-. "¿qué puede importarme el que se interpreten las palabras de un modo u otro, si son de todas suertes verdaderas?" Debemos, por tanto, seguir ese gran principio, que no es de San Agustín, pero que se le atribuyó con bastante lógica: "en lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad"

En definitiva, conocimiento y caridad, caridad y conocimiento "caritas in veritate". Dice San Agustín: "Todos los que vemos y discernimos la verdad en las palabras de tu Libro nos hemos de amar unos a otros y hemos de amarte a Tí, que eres nuestro Dios y fuente de toda verdad si es que estamos sedientos de la verdad y no de meras vanidades" (Libro XII, Cap. 30). La Biblia es Verdad. Y lo es porque Dios es su autor y en Él no cabe el error, ni puede engañar ni ser engañado. 

Ahora bien, en cuanto a este concepto, Veritas, hay que aclarar que es absurdo exigir a la Biblia certezas aceptadas por el método científico, pues la Biblia, es un libro antiguo -redactado durante un milenio-, que nunca tuvo la pretensión de describirnos la verdad al modo que la concebimos hoy los cartesianos occidentales (Aletheia). Si Dios se hubiese revelado a los griegos, lo hubiera hecho sin duda de esa manera. Afortunadamente no lo hizo por dos sólidos motivos. Uno, para así abajarnos nuestros humos, como lo explica magistralmente San Pablo en el capítulo 1, versículo 22 de su primera Carta a los Corintios. "¿Qué queréis, Sabiduría? Pues os voy a entregar la locura de un crucificado". Y  dos, ante todo para todo expresar mejor su amor, pues "la ciencia hace engreídos y en cambio la caridad edifica" (1 Cor. 2,8, ). De todos modos, Dios fue también generoso con los griegos, pues les regaló suficiente inteligencia para que algunos filósofos, aun en las tinieblas del paganismo, alcanzasen a ser, en feliz expresión de San Justino (siglo II), "semillas del Verbo". Pero nada más. 

Lo mejor se lo entregó a un pueblo de pastores iletrados cuya única gloria no era otra que ser esclavos de un poderoso país. La Sabiduría de Dios prefirió comunicarse con un pueblo insignificante, rudo y más bruto que un arado, que concebía la verdad al estilo oriental, la Verdad de la fidelidad de Dios (Emet). Por eso mismo fue elegido ("mis caminos no son vuestros caminos"). La historia de Dios con el hombre es, ante todo, una historia de fidelidad, primero al pueblo judío, y después al pueblo de Dios en Cristo, para conducirnos a todos hacia la salvación (Rm.11,25-28). Una fidelidad y un amor que no se rompe ni se romperá por la ingratitud humana, individual y colectiva, pues "aunque seamos infieles, Él permanece fiel pues no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2,13). Los judíos fueron infieles en el pasado, los cristianos lo somos hoy (¿alguien lo duda?), pero como dice la Biblia "Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos" (Rm. 12,32).  

Por todo eso -y por mucho más- la Biblia es Verdad. Ninguna verdad científica y empírica es tan cierta como lo es ésta (deriva de la fe). Pero si queremos convencernos aún más, al modo humano, examinemos el milagro de la historia de Israel, lo que anunciaron sus profetas y cómo se ha cumplido todo rigurosamente en Cristo, luz de las naciones (Is. 49,6); en Cristo, que es el Emmanuel, el Dios con nosotros (Is. 7,14). Desde que el Altísimo se fijó en Israel, selló una Alianza de salvación, pero no sólo con ellos sino también, como anunció a los profetas, una alianza eterna con la toda la humanidad por la fe en su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro. Y nos recuerda San Agustín, ya casi concluyendo Las confesiones, que en el proceder de Dios hay que conjugar el tiempo con la eternidad: "vosotros decís las cosas en el tiempo, Yo las digo en la eternidad" (Libro XIII, Cap. 29). 

Lo dijo y lo hizo. Emet, fidelidad inquebrantable y eterna de Dios con su pueblo.

"Alabad a Dios, naciones enteras; loadle, pueblos todos

pues fuerte es su amor para nosotros,

y su fidelidad dura para siempre"

                                                        (Sal. 117).




sábado, 22 de febrero de 2025

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?


 
Resumen de la Segunda Parte del libro "Antropología teológica fundamental" de Alejandro Martínez Sierra.


Cuando tus cielos miro, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste,

¿qué es el hombre (me digo) para que de él te acuerdes

Y el hijo de Adam para que de él te cuides?

(Sal. 8, 4-5).

INTRODUCCION.-

La segunda parte del Manual de Teología  “Antropología Teológica Fundamental” del filósofo y teólogo Alejandro Martínez Sierra se dedica a un tema tan sugestivo como misterioso: el hombre.  Y como todo buen tratado teológico no puede menos que comenzar con el dato revelado en las Sagradas Escrituras.

En el Antiguo Testamento se utilizan numerosos términos que quieren referirse a tal o cual aspecto del hombre: Basar, la parte visible del cuerpo para señalar su relación con el cosmos; Nefes, anhelo, alma, que indica su apertura a lo alto y trascendente; Ruaj, viento, fuerza vital, aliento de YHWH, relación del hombre con Dios; Leb, corazón, entraña, sede de los sentimientos que evoca su capacidad de relacionarse libremente con su creador…

Como sabemos son dos los relatos que encontramos en el Génesis sobre la creación del mundo y del hombre: el relato sacerdotal (Gn. 1,26-2,4a), más solemne y esquemático, y el relato yavista (Gn2,4b-25), lleno de vida y colorido. Las discrepancias, que son fáciles de reconocer en ambos relatos, se explican por el hecho de que el redactor final (pese a ser consciente de las diferencias con el sacerdotal) quiso incluir el relato yavista, por motivos teológicos, para explicar el origen de la dramática entrada del mal y la muerte en el mundo.

Del relato sacerdotal se ha destacado la clara ruptura del ritmo de la creación a la hora de narrar la creación del hombre. Dios entra en un debate consigo mismo (¿Cómo interpretarlo?, ¿restos de politeísmo primitivo, imagen aún muy borrosa del Dios uno y trino, que por cierto, también encontramos en el solemne inicio de la Biblia –Gn. 1,1-3-?…): 

“Entonces dijo Elohim ¡Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza…”! (Gn. 1,26). El hombre está creado a imagen de Dios, y al crearlo lo hace como macho y hembra (Gn. 1,27), subrayando el escritor sagrado la igualdad esencial entre los dos sexos, que cooperarán con el creador a desarrollar su obra.

El relato yavista, por su parte, quiere apuntalar los dos elementos esenciales del hombre: el polvo del suelo (adamah) y el aliento de Dios que le insufla la vida. Se ha querido buscar paralelismos y precedentes en los relatos de Gilgamesh o el mito de Prometeo (los etnólogos suponen que los pueblos primitivos creían que los vivientes procedían de la tierra), pero en el relato del Génesis se destaca con singular belleza que el hombre es criatura de Dios, hecha a su imagen, si bien de materia deleznable. Y también en la creación de Eva (procedente de la costilla de Adam), se oyen ecos de los mitos de aquellos pueblos con los que convivía Israel, por ejemplo el de Enki y Ninhursag, pero desde luego no pueden compararse el texto bíblico. Basta leer la emocionada exclamación de Adán cuando contempló por primera vez la belleza de la mujer ¡Carne de mi carne! Por ella, el hombre abandonará a su padre y a su madre, se unirá a ella y serán una sola carne. La igualdad en dignidad de ambos sexos es una constante en el relato Yavista.

Al igual que en las Escrituras judías, tampoco hay una explicación antropológica explícita sobre el hombre en el Nuevo Testamento. Aquí se pondera sobre todo su relación nueva con Dios, una vez redimido por Cristo. El Nuevo Testamento sigue ofreciendo, al igual que el viejo, una visión unitaria del hombre, pese a ciertos textos (Mt. 10,39 por ejemplo) que podrán dar una imagen dicotómica propia de la cultura helénica. No obstante, sí parece que en los escritos paulinos se observa una clara concepción dualista, especialmente en la contraposición sarx-neuma. En cualquier caso, los autores del Nuevo testamento, tienen interés por el hombre no tanto desde un punto de vista ontológico sino histórico-salvífico.


VISIÓN UNITARIA o DUALISTA del HOMBRE.-

Y ya que hemos aludido a ello, debemos indicar en línea de principio que esa visión unitaria del hombre, propia del judaísmo, chocará con las concepciones dualistas de la filosofía pagana.. Este aspecto quizás sea el punto conflictivo más importante de la antropología de todos los tiempos.

Pese a que algunos textos tardíos del Antiguo Testamento, como el libro deuterocanónico de la Sabiduría (8,19-29,9,15) parecen asumir un esquema dualista sobre el hombre, del examen íntegro de la Biblia judía se deduce clarísimamente una concepción unitaria del mismo, así como una esperanza (sobre todo en los últimos libros) de un juicio final y una resurrección de todo el hombre.

En cuanto a la Tradición cristina, los primeros Padres Apostólicos y Apologetas (Justino, Ireneo, Tertuliano) observaron, según señala A. Orbe “una antropología escrituraria. No basan sus reflexiones en las nociones filosóficas, sino en la Palabra revelada”; sobre todo en el contexto de una lucha sin cuartel con el dualismo gnóstico. Sin embargo la tradición neoplatónica y dualista está también presente con Clemente de Alejandría, Orígenes o San Agustín, que consideraba el alma la parte principal del hombre por su cercanía a Dios, mientras que el cuerpo es la fuente de pecado. Esa concepción dualista, con reminiscencias gnósticas, fue definitivamente desterrada por el genio del Doctor Angélico, por Santo Tomás de Aquino que defendió la unidad radical e íntima del compuesto humano formado de alma y cuerpo, así como la no consideración del cuerpo como inferior al alma o cárcel de ella. Además, defiende que el alma no existe con anterioridad al cuerpo porque éste es la condición de existencia de aquél. 

El magisterio de la Iglesia, muy apoyado en santo Tomás, ha rechazado errores como la preexistencia de las almas (Orígenes), afirmando la individualidad de una para cada hombre y la creación inmediata del alma por Dios, en el momento de la concepción. La visión católica, por lo tanto, no es ni dualista ni hilemorfista (pese a que se hayan usado términos y expresiones de ese claro sabor por teólogos católicos, como el mismo Santo Tomás). 


EL HOMBRE, IMAGEN de DIOS.-

Son muchos los significados dados a la sublime idea judeocristiana del hombre como Tzelem Elohim o imago Dei, pero todas ellas tienen de común denominador el dominio, en nombre de Dios, que aquél debe ejercer en la tierra. Se deja clara, a la vez, la trascendencia e inmanencia de Dios en la existencia humana: ser imagen no significa ser aquello de lo que se es imagen. En un precioso texto bíblico (Sab. 2,23), se da a entender que es en razón de la inmortalidad a que el hombre está vocacionado por lo que se le considera imagen de Dios.    

Por su parte, de otros textos, ya del Nuevo Testamento (1 Cor.11,7, Sant. 3,9, 2 Cor. 4,4 o Hb. 1,3…), deducimos también que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, pero sobre todo que Cristo ha hecho visible la imagen del Padre, porque Él es su imagen más perfecta. Por eso se puede afirmar sin complejos que el hombre ha sido creado a imagen de Cristo. Ese es uno de los puntos más interesantes de la cristología de San Ireneo. Por otro lado San Agustín ve en todas las cosas semejanzas con Dios por su metafísica de la participación y ejemplaridad, pero hace una diferencia esencial: las criaturas son vestigios de Dios; sólo el hombre es imagen de Dios. Finalmente, el Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, sin tratar directamente del tema, se hace eco de él, al afirmar que el hombre es imagen de Dios en cuanto es capaz de conocer y amar a Dios, y en su señorío sobre el mundo (12).                    

EL HOMBRE COMO PERSONA y SER SOCIAL.- 

Si el concepto de hombre, como indicamos al principio, plantea problemas al definirlo con exactitud, más aún los genera el de persona. De hecho, con este término se produce una curiosa paradoja, pues no es objetivable, de modo que cuando nos acercamos a ella –a la persona- con intención de contemplarla desaparece de nuestra vista. Si es objeto ya no es persona.  

Aparte de lo anterior, es incomprensible este término entendiéndolo aisladamente, pues la persona nunca se entenderá aislada, sino sólo en comunicación creadora y amorosa con otra. Por lo tanto, su noción oscila indefinidamente entre los dos polos de un sustancialismo des-relacionado y de una relación des-sustancializada.

Pero más decisivo es aclarar que este concepto no existía en la antigüedad, hasta el punto de que parece no encontrarse fuera del campo de la revelación. Sólo desde el judeocristianismo los hombres pasan a ser personas. Son las discusiones teológicas cristológicas y trinitarias contra el modalismo de Sabelio, las que dieron origen a tal término en virtud de la teología de los Padres Capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa). Fueron ellos, en efecto, quienes dieron el correcto sentido a las expresiones ousia e hipostasis (que en Nicea se entendieron sinónimas, pudiendo tener un fuerte marchamo unitarista o monarquiano), con la sencilla y sublime fórmula una ousía, tres hipostasis, entendiendo este último término como persona/s. Una naturaleza divina, Tres Personas divinas.

Boecio en el siglo VI dio la primera definición canónica de persona con la clásica expresión: Naturae rationalis individua substantia (sustancia individual de naturaleza racional), expresión que sin embargo aparece como truncada por no reflejar un aspecto esencial de ella: su comunicabilidad. Más adelante, Ricardo de San Víctor, Santo Tomás de Aquino o Duns Scoto intentarían mejorar la definición de Boecio, abriéndola a la comunicación.

Por último, debe incidirse también en la dimensión social de la persona. Por su naturaleza espiritual necesita de la sociedad (como del seno materno en su biología), para formar su personalidad. La vida social, por tanto, no es para el hombre una sobrecarga accidental. Como dice la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “A través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación”.

 

EL HOMBRE, CREADOR CREADO. LA ACTIVIDAD HUMANA.-

Siendo el hombre colaborador en la obra creadora de Dios, debe desarrollar desde el primer instante de su existencia, las fuerzas escondidas de la naturaleza. El mandato de ELOHIM es rotundo: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y dominadla; mandad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gen. 1,28). Ahora bien, el hombre debe siempre tener presente que no es sino un mero administrador, un jardinero de un vasto parterre, y como señala Pannemberg “el abuso autosuficiente por parte del hombre del encargo divino de dominio se vuelve contra él mismo y lo sume en la ruina”. De ahí la importancia que algunos papas recientes han dado a la conciencia ecológica, desde San Juan Pablo II hasta nuestro actual Santo Padre Francisco en su encíclica “Laudato si”.  Tres cosas nunca debe olvidar el hombre: tener en cuenta la naturaleza de cada ser; ser consciente de la limitación de recursos naturales (no todos son renovables) y conciliar el desarrollo con la dignidad de la vida humana, sobre todo cuando se genera contaminación.

La misma idea –el dominio sobre el mundo por el trabajo- encontramos en el relato yavista. “Tomó, pues, YHWH DIOS al hombre y lo dejó en el jardín del Edén para que lo labrase y cuidase” (Gen. 2,15). Dios descansó, pero al hombre le dejó las herramientas del trabajo: inteligencia, corazón, inventiva, tesón, manos, ansia de trabajar. Todo lo que mueve y estimula al hombre para realizar los ideales que brotan de su alma. Con ello queda claro que el trabajo en modo alguno se concibe (al menos inicialmente) como una maldición, sino más bien es una bendición del cielo que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. El mismo Cristo trabajó durante su larga vida oculta con sus manos, un ejemplo para todo cristiano que debe configurarse necesariamente con Él.

Finalmente, no podemos olvidar que el trabajo va acompañado de fatiga y dolor. Y ese efecto hay que atribuírselo al pecado del hombre. “Maldito sea el suelo por tu causa; con  fatiga te alimentarás de él todos los días de tu vida (…) y comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gen. 3,17-19). Pero en cualquier caso, la reflexión cristiana sobre el dolor alcanza una dimensión nueva tras Cristo crucificado. En efecto,  Cristo no ha desvelado tal vez del todo el misterio del dolor (sobre todo el que brota de las injusticias humanas), pero ha indicado con el suyo, fruto de las mismas injusticias, que el sufrimiento, asumido en amor al Padre y a los hombres, se convierte en el ara del propio sacrificio, que da gloria a Dios y fructifica en favor de la humanidad. 

 EL ORIGEN DEL HOMBRE.-

I

Martínez Sierra concluye su tratado sobre el hombre, llevándolo a sus orígenes. La aparición de las hipótesis científicas evolucionistas a partir de la obra de Lamark (1744-1829) y sobre todo de Charles Darwin (1809-1882), obligó a partir de entonces a la búsqueda de nuevos planteamientos no sólo en el área de la ciencia sino también de la teología. Darwin había afirmado que el mecanismo de la evolución –desde los organismos más rudimentarios hasta los más complejos- radica en lo que él llamaba selección natural, la supervivencia de los más aptos. Desde esta perspectiva no finalista y mecanicista, la diferencia entre el psiquismo del hombre y el del animal no es más que de grado.

Ese nuevo punto de vista, que revolucionó la ciencia natural como dijimos, chocó al principio con la teología cristiana, pues muchos aún hacían una lectura historicista y radicalmente literal de los relatos del Génesis, especialmente en el ámbito evangélico o protestante (pero, todo hay que decirlo, también desde San Agustín se proponía una lectura alegórica de los primeros capítulos del Génesis). En el terreno católico, un concilio celebrado en Colonia (1862), condenó el transformismo absoluto, aunque no concretó la acción de Dios, que se supone inmediata, a la hora de crear al hombre. Prudentemente, el Concilio Vaticano I (1869-1870) no condenó el evolucionismo, pero sí el materialismo y afirmó que Dios creó al hombre en el alma y en el cuerpo. Algunos teólogos de finales del siglo XIX (Mivart y Leroy) propusieron que Dios sólo crea inmediatamente el alma  (por lo tanto, ésta no puede provenir por evolución), pero el cuerpo o sustrato material sí podría tener origen en ella. Roma no acogió estos novedosos puntos de vista teológicos, pero tampoco manifestó una condena formal al evolucionismo. Finalmente, y con el ínterin de la Respuesta de la Pontificia Comisión Bíblica de 1909, la encíclica de Pío XII Divino Afflante Spíritu dejó claro que las cuestiones que aún no habían sido resueltas deben dejarse a la investigación de los exégetas y cientificos. En 1950 la encíclica Humani Generis diferenció entre las hipótesis y los hechos, debiendo aceptarse los segundos y examinarse con cautela las primeras, de modo que si se oponen a la doctrina revelada se rechazan de plano. Y establece los siguientes principios nucleares ante las hipótesis evolucionistas: competencia, cada uno en su ramo, de profesionales científicos y teológicos; la evolución sólo puede afectar al cuerpo (provenga o no el cuerpo de materia orgánica preexistente); las almas son creadas inmediatamente por Dios; el juicio de la Iglesia debe ser acatado y, finalmente, queda abierta la puerta a la investigación sobre el origen del cuerpo del primer hombre.

Estos criterios se han mantenido por papas posteriores como San Juan Pablo II, que señaló la plausibilidad de las teorías evolucionistas sobre el cuerpo, pero afirmó asimismo que el alma, por ser espiritual no puede proceder de la materia.  

II

Tradicionalmente se consideró que el hombre salía íntegramente de las manos del creador por una acción directa e inmediata sobre la totalidad del compuesto humano, entendido como alma y cuerpo. Sin embargo, con el desarrollo de las teorías evolucionistas, para muchos científicos el hombre es un producto de la evolución genética del mundo animal. Selección natural mas alteraciones genéticas aleatorias darían como resultado el hombre tal y como lo conocemos hoy. Es el llamado neodarwinismo, que es el paradigma científico más admitido en la actualidad.

Ahora bien, esa teoría anterior no termina de explicar la naturaleza del nuevo ser, dotado de razón y albedrío. El cambio de un animal irracional a racional, que a Darwin le parecía una cuestión de grado, tiene una verdadera dimensión ontológica, y tratar de explicarlo por una mera evolución mecanicista y aleatoria resulta insuficiente. La naturaleza humana es irreductible por su dimensión intelectiva a la especie animal. No sólo es grado. Es algo más.

Muchos teólogos diferenciaron la creación directa del alma por Dios, y la evolución admitida para la humanización del cuerpo, pero esta teoría hoy se ha abandonado por su extrincesismo, ya que no se acomoda a la concepción actual del hombre como una unidad íntima que exige para su creación una acción plenamente única.

Desde el punto de vista teológico debemos aceptar los datos ciertos que nos propone la fe: (1).- Unidad del hombre, formado por cuerpo y espíritu, siendo éste la forma de aquél. (2).- Dualidad de realidades en el hombre, que no son reducibles la una a la otra, y (3).- El alma es la forma sustancial del cuerpo humano; es espiritual, simple, e inmortal. Tiene origen en un acto creador de Dios, no es producto de lo que le precede ni surge por evolución de la materia; el alma no existe fuera del cuerpo, sino que comienza a existir como forma de él.

En definitiva, la teología católica afirma que, entre el primer hombre y el animal, su antecesor, hay un hiato, una separación que no explican las solas fuerzas de la materia evolucionante. 

III

¿Cómo explicar entonces, desde la teología, la aparición del hombre de modo que podamos conciliarlo con los datos que nos proporciona la ciencia empírica? Hoy se intenta explicar esa evolución desde una continuidad discontinua. Por una parte, en los animales irracionales, la evolución produce las formas corporales e incluso la psique del nuevo animal: la transformación es la causación efectora de su morfología y psique. Por otra, en el caso humano, su capacidad intelectiva marca una discontinuidad, que no sólo es una diferencia de grado. Podemos decir que la aparición del hombre, en su unidad total, está determinada por la transformación del homínido, pero no está efectuada o causada, como lo estaba la del animal, por ella. Hasta tal punto que podemos afirmar que la nueva psique, la humana, es efecto de una creación ex nihilo; una creación que supera la capacidad operativa de lo ya existente y, consiguientemente, demanda otro factor causal, amén del empíricamente detectable: la acción creadora de Dios.

Eso no significa que la psique humana nada tenga que ver con la determinación de las estructuras germinales de la materia. La psique humana, ni es adición ni es creación ab extrínseco o desde fuera. Podríamos decir, en definitiva, que la acción creadora precede al mecanismo de la evolución. Es el cumplimiento intrínseco de la exigencia de transformación germinal. En conclusión, el espíritu no aparece como un epifenómeno de la materia, sino como una efloración de la misma. No epifenómeno, porque no es producido por ella sola. Y sí efloración, porque la acción del Creador no es exterior sino interior a la acción de las criaturas. La acción de Dios en la naturaleza se podría calificar como concurso natural. En el hombre, concurso creativo.

En definitiva, Dios colabora con la causa secundaria, a la que trasciende y eleva haciéndola que se autosupere.

IV

Finalmente, concluye Martínez Sierra esta parte del tratado antropológico sobre el hombre con una reflexión acerca del monogenismo y del poligenismo.

Fundándose en la mera lectura bíblica, el pensamiento tradicional católico era monogenista. Sin embargo, la aparición de las teorías evolucionistas y un nuevo acercamiento a las Sagradas Escrituras, ha hecho que se considere por algunos que no hay fundamento en el texto inspirado para defender en exclusividad el monogenismo. Para esta línea de interpretación, el Adán de Gen. 1,26 no es un individuo concreto, sino la humanidad en la que quedarían englobados todos los hombres.

No obstante, dificultaría esa comprensión el segundo relato, donde Adán sí parece ser un hombre concreto. Aunque, como ya recordamos, aquí parece que el autor usa un ropaje literario para afirmar una verdad trascendente como es la entrada del pecado en el mundo, por lo que no puede tomarse como afirmación directa del autor la creación inmediata y exclusiva por Dios.

En definitiva, considerar el monogenismo como una verdad revelada que se explicita en ambos relatos bíblicos parece excesivo a juicio de muchos teólogos. Cierto es que el pensamiento del narrador sagrado es monogenista, pero no podemos aceptar que cualquier categoría cultural desde la cual escribe pueda erigirse en verdad de fe. Hay otros textos bíblicos que se invocan para defender el monogenismo (Eclo. 17, 1-14, Hch. 17,26 o Rm. 5,12), y el Concilio de Trento, acerca del pecado original, consideró que es “uno en su origen” y que “se contrae por generación”, afirmaciones que muchos teólogos no consideran objeto de definición por ser afirmaciones que están hechas no directa sino indirectamente.

Pío XII en su encíclica Humani Generis admitió como hipótesis, como vimos, el evolucionismo (con la condición de que no se cuestionara la creación inmediata de las almas por Dios). Y en relación con el poligenismo, afirma algo que ha hecho correr ríos de tinta: “no se ve en modo alguno cómo puede conciliarse esta sentencia con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado cometido verdaderamente por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio de cada uno”.

¿Indica dicho texto que, si existiera la posibilidad de conciliación futura, podría admitirse el poligenismo? Así lo afirmó el gran teólogo recientemente fallecido José Antonio Sayes. Lo cierto es que Pablo VI en 1966, en un simposio de la Pontificia Universidad Gregoriana sobre el pecado original, claramente no concedía luz verde a las teologías que lo defendieran.

En conclusión, mucho camino hay todavía que recorrer. Para la ciencia, para la exégesis y para la teología.