I
Tras leer detenidamente el documento emitido por el Dicasterio para la doctrina de la fe, firmado por el prefecto Víctor Fernández y el papa León XIV, parece clara la intención por parte de Roma de extirpar en medida de lo posible -que no aclarar o iluminar- el nombre de corredentora, aplicado a la Bienaventurada Virgen María. Título entrañable que el "sensus fidei" del pueblo fiel sostiene desde hace siglos. Yo mismo como católico he pedido su proclamación como dogma en mi artículo Éfeso 431 d.C,, amparándome en mi intuición cristiana y en la doctrina constante de los Papas hasta Juan Pablo II, quien lo sostuvo inequívocamente, por lo menos hasta el año 1.996 (nota 36). Este documento reconoce que la "corredención" es un título mariano utilizado por los anteriores Papas, aunque usa una frase que, quizás, parezca algo displicente:
"Algunos Pontífices han usado este título sin detenerse demasiado a explicarlo" (18).
En definitiva, la intención evidente es quitar de en medio una verdad asumida por el fiel pueblo cristiano, y esto queda probado cuando en ese documento se lee, por ejemplo (subrayados míos):
"Teniendo en cuenta la necesidad de explicar el papel subordinado de María a Cristo en la obra de la Redención, es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora para definir la cooperación de María" (22).
Siempre inoportuno, dice. No voy a negar que los argumentos teológicos para esa pretendida defenestración son sólidos -no puede ser menos, tratándose de una nota doctrinal del Dicasterio que vela por la pureza de la fe-. Se citan, como es lógico, Hch. 4,12 ("sólo nos salvamos por el nombre de Jesús"), o 1 Tim. 2,4 ("Cristo hombre es el único mediador"). Y se justifica esa voluntad de eliminarlo con la siguiente excusa:
"Cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del pueblo de Dios y se vuelve inconveniente" (22).
Por supuesto, no puede faltar mencionar el peculiar magisterio del Papa Francisco (el mismo que nombró al actual Prefecto de la doctrina de la fe):
"María jamás quiso para sí tomar algo de su Hijo. Jamás se presentó como corredentora" (21).
¿Es que Francisco pensaba que los cristianos han defendido alguna vez esas dos barbaridades, que María ambicionase algo? María es el ejemplo más radical de humildad y obediencia de toda la historia sagrada (excepción hecha de su Hijo), y todos los maravillosos dones con los que la ha embellecido el Espíritu Santo -incluida su cooperación y colaboración a nuestra salvación (o corredención)- son expresión de la Gracia divina, que bajó sobre ella desde el primer instante de su concepción. Ella, como cualquier criatura, nada tiene sin que lo haya recibido antes de Dios, absolutamente nada. Si ella es corredentora no es porque se presentase como tal, no porque aspirase a ello, sino porque el Señor quiso que lo fuera. Ella no se clavó una espada en su alma; a ella se la clavaron (Lc. 2,35).
Lo más triste es que se ha perdido una ocasión idónea para aclarar y precisar teológicamente el alcance (y los límites) de este título mariano, tan arraigado en pueblo como en la doctrina de los Papas, en vez de pretender darle ropaje teológico a las desafortunadas y falaces palabras del Papa Francisco. Porque es un asunto de tal calado soteriológico, que merece ser profundizado. Así lo expresa lúcidamente el teólogo Aurelio Fernández en su tratado de "Teología Dogmática" (pág. 442):
"Lo que parece urgente es explicar con rigor el contenido exacto del término "corredentora", pues quienes se resisten a admitirlo refieren con razón que la fórmula co-redentora no puede significar igualar a Cristo Redentor y a María Redentora, pues ella también ha sido redimida; la diferencia pues entre la acción redentora de Cristo y la asociación de la Virgen a su obra no es de "grado" sino "esencial". Ni siquiera puede significar una simple "coordinación" de tareas, sino que debe garantizar la "subordinación de funciones".
"Explicar", no "eliminar". En la historia eclesiástica jamás hubiese existido desarrollo teológico alguno ni en Cristología, ni en Mariología, ni en Eclesiología, si se hubiesen refrenado los teólogos y el Magisterio por los "inconvenientes" o "inoportunos" peligros de los conceptos usados para explicar verdades de fe. Ahora que celebramos los 1.700 años de Nicea, pensemos en el término no bíblico "homousios", la enormidad de problemas que generó; recordemos el título dado a nuestra Madre bienaventurada en Éfeso (431) de "Theotokos" (ningún católico, ni los más chalados, lo interpretan como la precedencia ontológica de María sobre la Santísima Trinidad, aunque los protestantes más fanáticos nos lo echen en cara por internet). Reflexionemos sobre la Iglesia, definida como "Sacramento universal de salvación", que no quiere decir que exista un octavo sacramento como podría interpretar algún necio. Si hay algo que caracteriza a la fe católica, es la exigencia de usar, además de las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio, la fuerza de la razón. A pesar, por supuesto, de los riesgos que ello conlleva, dada la dificultad del lenguaje humano para abordar y precisar las cuestiones mistagógicas.
Y por descontado podríamos evocar aquellos dogmas proclamados cuando la Iglesia no tenía complejos ecuménicos (Inmaculada Concepción, Asunción, Infalibidad papal...). No me cabe duda de que, de no haber sido definidos solemnemente estas verdades de fe, los autores del documento que criticamos, nos aburrirían con una farragosa exposición acerca de la escasa apoyatura escriturística de los mismos y sus graves repercusiones para la unidad con herejes y cismáticos. Pero esos Papas valientes de antaño no se arredraron por las dificultades teológicas (en el primer caso), escriturísticas (en el segundo) o históricas (en el tercero). Y les importaba un ardite enfadar a los heresiarcas.
En definitiva, pregunto ingenuamente: ¿por qué no ha intentado "hacer Teología con mayúsculas"? Trabajar con inteligencia, con fe y con el fuego de la caridad sobre un concepto mariano tan emotivo, que lleva más de cinco siglos empleándose habitualmente por los católicos. Así lo reconoce el documento en el numeral 17, si bien la primera luz ya la percibieron Padres del siglo II como San Justino y San Ireneo al describir a María como la Nueva Eva, por cuya obediencia nos vino la salvación. ¿Por qué se ha querido entonces hundir la esperanza de tantos cristianos que esperan el reconocimiento de este quinto dogma mariano? ¿Por qué?
El documento parece responder a esa pregunta citando -cómo no- al Concilio Vaticano II, concretamente al Capítulo VIII de la Lumen Gentium, pues este Concilio "evitó utilizar el título de corredentora por razones dogmáticas, pastorales y ecuménicas" (18). Cierto, pero con un importante matiz que veremos a continuación. Evitó el título, pero reconoció esta irrenunciable verdad en un luminoso párrafo que, significativamente, es omitido en el documento del Dicasterio y en sus notas. Lo veremos a continuación.
II
Está suficientemente estudiado por teólogos e historiadores el hecho de que durante las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965) se abandonaron los esquemas preliminares confeccionados desde que Juan XXIII anunció la magna reunión en 1959, incluido uno específico sobre la Bienaventurada Virgen María. A propuesta del Cardenal alemán Frings y 66 obispos centroeuropeos -no es broma el número- se prefirió, tras una votación muy reñida (1.114 votos contra 1.074), unir los esquemas sobre la Iglesia y sobre la Virgen (lo que significó tirar a la basura el esquema específico sobre María). Y por ello surgió el capítulo octavo, conclusivo de la Lumen Gentium, colocando a la Virgen María como un broche que cierra el tratado general sobre la Iglesia. Y aunque se intentó que el capítulo se denominase "María, madre de la Iglesia", finalmente se intituló "María, madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia".
Esos hechos objetivos, dada la abierta intención ecuménica del Concilio, pudieran hacer pensar que muchos padres conciliares (por ejemplo los de la cuenca contaminada del Rin) no deseaban una excesiva presencia del tema mariano en el Concilio. En cualquier caso, hay que reconocer Dios escribe recto con renglones torcidos y que ese vínculo que establece la Lumen Gentium entre la Iglesia y la Bienaventurada Virgen María (ya existente en la tradición, por cierto) supuso un importante logro teológico, como expresó nuestro recordado Benedicto XVI, quien escribió:
"Pienso que ese redescubrimiento de la transicionalidad de María e Iglesia, de la personalidad de la Iglesia en María, y de la universalidad de lo mariano en la Iglesia, es uno de los redescubrimientos más importantes de la teología del siglo XX"
"La Iglesia es persona. Ella es una mujer. Es madre. Es viviente. La comprensión mariana de la Iglesia representa el más decidido rechazo de un concepto organizativo y burocrático (...) La Iglesia fue engendrada cuando en el alma de María se despertó el Fiat. Ésta es la más profunda voluntad del Concilio: que la Iglesia despierte en nuestras almas. María nos muestra el camino".
Y aunque también es público y notorio que la mariología sufrió un eclipse en los años posteriores al Concilio, lo cierto es que en la Lumen Gentium, pese a no utilizar la palabra "co-redención" (por motivos indisimuladamente ecuménicos), sí alude a clarísimamente a esa función. Esta Constitución Dogmática, al referirse a la acción de la Bienaventurada Virgen María, incluye unas luminosas palabras que, sin embargo, no son citadas en Mater Populi Fidelis. Y es fácil deducir la razón por la que no se introdujo en este documento (ni en sus abundantes notas marginales) esa luminosa cita de la Lumen Gentium: desmontaría toda la tramoya de su brillante argumentación.
La transcribo con profunda emoción. Y con la certeza de que fueron verdaderamente inspiradas por el Espíritu Santo para mantener abierta la ventana del quinto dogma mariano, que será proclamado con una alegría inmensa del pueblo cristiano en el momento en que lo quiera Nuestro Señor. Y no olvidemos que esta breve declaración dogmática de la Lumen Gentium está, en cuanto a valor doctrinal, muy por encima de todos los numerales del documento del Dicasterio, una nota que pasará sin pena ni gloria y de la que espero que pronto sea olvidada como otros muchos documentos romanos del pasado.
Incluyo también el original latino en negrita pues es, si cabe, más emotivo (y fuerte). Dice así:
"La Santísima Virgen (...) concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su hijo cuando moría en la cruz, (filioque suo in cruce moriendi competiens) cooperó en forma enteramente impar a la obra del salvador (operi Salvatoris singulari prorsus modo cooperata est) con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas (ad vitam animarum supernaturalem restaurandam) (61)".
En conclusión, tranquilidad. No se ha cerrado nada. Y por críticos que podamos ser con ciertas expresiones ambigüas de los en general magníficos documentos del Concilio Vaticano II, aquí no me cabe duda de que actuó el Espíritu Santo de una manera especial y clarificadora. Y lo hizo para que tengamos presente que, efectivamente, y en primer lugar, "por la sangre de Cristo, tenemos la redención" (Ef. 1,3). Pero igualmente para que nunca olvidemos que fue voluntad del Divino Hijo que su bendita madre estuviera junto a su cruz, para asociarla especialmente a su salvación.
El "cómo" o "de qué modo" actúa esa cooperación, queda como una cuestión pendiente para los sabios teólogos y que sean, a la vez, hombres de ardiente fe. No, desde luego, para los que han redactado ese prescindible documento.
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